Libros del crepúsculo
miércoles, 6 de febrero de 2013
Varela y la misoginia católica
En nuestro libro Las repúblicas de aire (2009) comentábamos la admiración que algunos republicanos hispanoamericanos, exiliados en Filadelfia durante los años 20 del siglo XIX, sintieron por la publicista y abolicionista escocesa Frances Wright, discípula del utopista Robert Owen y creadora de la comuna de Nashoba. El mexicano Lorenzo de Zavala y el ecuatoriano Vicente Rocafuerte dedicaron elogios a la prédica igualitaria de Wright y se basaron en sus Views of Society and Manners in America (1821) para estudiar y describir la vida en Estados Unidos.
En un lugar opuesto a aquella visión entusiasta del utopismo feminista de Wright se coloca el sacerdote cubano Félix Varela, quien en sus Cartas a Elpidio (1836), específicamente la dedicada a la impiedad, escribe páginas adversas sobre Wright. Varela, que por entonces se ha alejado de su liberalismo y su republicanismo juveniles, ataca en aquellas cartas a los "impíos, supersticiosos y fanáticos" que, con sus falsas creencias, quieren desvirtuar la "verdadera religión".
No piensa Varela que esos enemigos del catolicismo deban ser perseguidos, ya que las persecuciones no hacen más que avivar las sectas y cultos anticatólicos, pero sí piensa que deben ser desenmascarados y aislados ¿A qué enemigos se refiere? ¿Quiénes son los impíos? Fundamentalmente, los ateos y los deístas, pero en algunos momentos parece referirse también a masones, protestantes y judíos. Lo peor que puede suceder, según este Varela intolerante, es que un filósofo ateo, como el utopista Robert Owen, inicie a una mujer y la convierta en oficiante de su culto.
"Cuando por desgracia de la sociedad (los impíos) encuentran a una mujer que adopte sus principios y tenga valor para difundirlos, jamás dejan de valerse de ella".
Y agrega Varela, en alusión a Wright:
"Siempre lamentaremos la corrupción de costumbres que causó esta mujer infeliz; mas tendremos al mismo tiempo el consuelo de no haber aumentado el mal con medidas imprudentes, y de haber defendido la religión de un modo más noble y eficaz, sin que nadie, aún los más impíos, sospeche la más ligera debilidad ¡Cuántas imitadoras de Fanny Wright encontramos por todas partes, aunque menos descaradas, pero no menos perversas!"
martes, 29 de enero de 2013
Ícono y deshielo
Si nos remitimos únicamente a la información metatextual que
el espacio Matadero (Abierto x Obras)
de Madrid introdujo en el dossier de prensa sobre Candela, de los artistas cubanos Marco Castillo y Dagoberto
Rodríguez (Los Carpinteros), el referente básico de esta instalación sería la estructura
de madera o metal con la imagen del Che Guevara, derivada de la foto de Korda,
que cuelga de la pared del Ministerio del Interior, frente a la Plaza de la
Revolución de La Habana.
Sin ese referente, la estilización de la imagen podría
atribuirse a cualquier otro ícono –Marx, Lenin, Martí, Camilo…- del socialismo
cubano. Los Carpinteros han reproducido, con esa estructura en llamas, la forma
del fuego, no el rostro de un líder. Esta disolución de los íconos en la
candela podría colocar la instalación en un lugar del arte cubano
contemporáneo, diferente al de la hipertextualidad neopop que comentábamos en
una entrada anterior, a propósito de la muestra Waiting for the Idols to Fall, curada por Orlando Hernández.
A pesar de la evidente elusión del ícono o del abandono de toda captura literal del mismo, la cita de Guevara –más que la de cualquier otro líder comunista,
incluidos Marx y Lenin- adquiere una connotación simbólica, reproductora de
sentidos, en el Madrid del invierno de 2013. No sólo porque los artistas sean
cubanos –la marca “nacional” se capitaliza, ante todo, desde el gentilicio- sino porque el
Che es, hoy por hoy, un ícono mejor instalado en el mercado occidental que
Lenin o Marx.
La marca de “lo cubano” no se explota aquí a partir del
ícono mismo sino de la condición nacional de los artistas y del título,
“Candela”, expresión popular cubana que aludiría, por lo menos, a dos cosas: la “situación complicada”
del propio Guevara en medio del capitalismo que simbólicamente lo procesa y "la
candela" que el ícono anticapitalista sigue representando en la crisis global de
hoy.
Los Carpinteros han instalado su figura en llamas en un
antiguo frigorífico, que se incendió, por lo que el choque de los elementos
otorga a la obra mayor espectacularidad. La candela es, al final, una
transmutación, un paso del hielo al fuego que descongela la experiencia del
espectador. Un deshielo tan aplicable al capitalismo
europeo como al comunismo cubano.
domingo, 27 de enero de 2013
Dulce sensatez
Se requiere de una mezcla precisa, no desmesurada, de
lucidez y estilo para convertir una obra ensayística, no en un puñado de
volúmenes diversos, sino en una serie editorial. Los ensayos de Montaigne
fueron eso y colecciones como El
Espectador de José Ortega y Gasset o las Iluminaciones, el título que sus editores dieron a algunos textos
de Walter Benjamin, serían dos antecedentes célebres.
El escritor mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez ha logrado
esa mezcla precisa con el segundo volumen de Andar
y ver (El Equilibrista, 2012). El primer Andar y ver (2005), también publicado por El Equilibrista, ya
insinuaba las virtudes de un prosista que glosa todo tipo de documentos: una
película y un cuadro, un poema y una novela, la retórica de un político o el
pensamiento de un filósofo.
En este “segundo cuaderno” –así le llama Silva-Herzog, como
si se tratara más de un poemario o una bitácora que de un libro de ensayos-
esas virtudes se afinan aún más. Como en Ortega o Benjamin, esta es la prosa de
un caminante que observa y anota, un espectador atento a los detalles de la
cultura que se produce a su alrededor. Detalles que el paseante no transcribe sino que
reimprime en la página.
A Silva-Herzog le interesan cosas como la diferencia radical
entre dos filmes de Sam Mendes, Revolutionary
Road y Away We Go, las relecturas
de Marx y Darwin en la fotografía de Sebastiao Salgado, los poemas escritos con
“lápiz roto” de Eugenio Montejo, la idea de la poesía en Bentham y Mill, el “pasado anterior” de Salvador Elizondo o
la “tiranía del contorno” en Fernando Pessoa.
El verdadero desafío de una prosa como esta es la
preservación de un talante en medio de la dispersión, de una mirada entre
tanta curiosidad. La clave de la escritura de Silva-Herzog está en el “ver”, que
es la cualidad que destila lo mucho que se "anda". Un ver que agrega dulzura a la
inteligencia, que estiliza tiernamente el universo que circunda al andante.
viernes, 25 de enero de 2013
La crítica como privilegio y como derecho
Quien, con paciencia y hasta resignación, se proponga
recorrer todo el periodismo autorizado -impreso, televisivo, radial,
cinematográfico y, en la última década, electrónico- hecho en Cuba en los
últimos 52 años por lo menos, no encontrará una crítica, por ponderada o sutil
que sea, a la institución del partido comunista único y a los liderazgos de
Fidel y Raúl Castro. El Partido, Fidel y Raúl han sido y son las tres grandes
interdicciones de la esfera pública cubana.
Pero ni siquiera un límite tan perdurablemente construido es
eterno. Dos libros recientemente editados en la isla, Espejos. Una historia casi universal (2011) de Eduardo Galeano,
publicado por Casa de las Américas, y el volumen colectivo Por un consenso para la democracia (2012), editado por la revista
católica Espacio Laical, avanzan
cuidadosamente en la transgresión de esos interdictos.
En el citado libro de Galeano, se puede leer una entrada,
titulada “Fidel”, en la que el escritor uruguayo intenta hacer un juicio
equilibrado del líder histórico de la Revolución Cubana. La segunda parte de
ese juicio, que se presenta como concluyente, es laudatoria y persiste en casi
todos los tópicos del irrefutable culto a la personalidad de Castro en Cuba y en
la izquierda latinoamericana menos crítica.
Dice Galeano que “no fue por posar para la historia que
(Fidel) puso el pecho a las balas cuando vino la invasión”, que “enfrentó a los
huracanes de igual a igual, de huracán a huracán”, que “sobrevivió a 637 atentados”,
que su “contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria” o
que “no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria
(Cuba) pudo sobrevivir a diez presidentes de Estados Unidos, que tenían puesta
la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor”.
La primera parte del escrito de Galeano, sin embargo, antes
de sus múltiples peros, es, en La Habana o en Montevideo, una crítica al
autoritarismo de Fidel Castro:
“Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía
la unidad con la unanimidad. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos
dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como Granma, ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que ejerció el poder
hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que
a las voces. Y en eso sus enemigos tienen razón”.
Si el texto de Galeano, en la editorial de la revista Casa de las Américas, con todos sus peros, avanza en la
crítica al liderazgo de Fidel Castro, el volumen editado por la revista Espacio Laical, se acerca al
cuestionamiento del partido único. Sobre todo en las contribuciones de Roberto
Veiga González, Armando Chaguaceda, Lenier González, Julio César Guanche y
Víctor Fowler la crítica al Partido Comunista de Cuba se mueve entre la reforma
del mismo y la búsqueda de nuevas vías de institucionalización del pluralismo
político.
Hay, sin embargo, una diferencia notable en el estatuto de
ambos avances de la crítica. El primero, el de Eduardo Galeano, es un avance de
la crítica como privilegio. A Galeano, como antes que a él, a Mijaíl Gorbachov,
Juan Pablo II, James Carter, Benedicto XVI y otras celebridades extranjeras, de
visita en la isla, se le concede el privilegio de criticar, por su calidad de
amigo de la Revolución Cubana, en este
caso, desde la izquierda latinoamericana.
En el segundo caso, el de los autores del volumen Por un consenso para la democracia (2012),
se trata, más bien, de la conquista de un derecho. Una libertad ganada que, de
no contar con el respaldo de una editorial de la Iglesia Católica, tampoco
habría podido salir de la imprenta. Vale la pena confirmar, una vez más, el
hecho de que dos de las plataformas ideológicas desde las que avanza la crítica
pública, en Cuba, son la izquierda latinoamericana y el nacionalismo
católico.
miércoles, 23 de enero de 2013
¿Hay ocaso para los íconos?
El crítico cubano Orlando Hernández cura una exposición en la galería The 8th Floor de Nueva York, que lleva por título Waiting for the Idols to Fall. En un texto que escenifica el eje conceptual de su proyecto, reproducido en el sitio Cuban Art News, Hernández se pregunta si es posible, en el arte contemporáneo, el abandono de representaciones de íconos o ídolos que encarnan pesados significantes. En este caso, el significante abrumador de "lo cubano".
En un momento del texto, Hernández parece sugerir que los artistas más jóvenes de la isla ya no se hacen la pregunta por la representación de "lo cubano". Sin embargo, la muestra que él mismo ha curado y la conclusión de su texto apuntan a que aunque no se hagan la pregunta, los artistas jóvenes no dejan de apelar al registro obsesivo de íconos e ídolos de una condición -más que de una "identidad"- nacional: el Castro pantócrata de José Toirac, la interrogada Virgen de la Caridad de Alejandro Aguilera, el pasaporte imaginario de Abel Barroso, la memorabilia pesadillesca de Pedro Álvarez.
La fórmula de una representación de "lo nacional", a la espera de la caída definitiva de sus ídolos, no pasa de ser una ingeniosa salida retórica a un dilema -o un estancamiento- que merecería una crítica más a fondo. Desde los 80, en el arte cubano se da por sentado que cualquier representación de íconos e ídolos de lo nacional es irónica o hipertexual. Tanto tiempo invertido en el mismo gesto acaba por domesticar las energías críticas que le daban sentido en lo que podríamos llamar la primera o la alta "postmodernidad cubana".
Habría que preguntarse, incluso, si en la actual fase frenética del mercado de la imagen, esa noción típicamente moderna de un "ocaso de los ídolos" o un "crepúsculo de los dioses" tiene vigencia. El afán de Bacon -el filósofo o el pintor- o de Nietzsche, de confrontar especulativamente los "ídolos de la tribu", hoy es visto como una decadente afición ilustrada, como otra voluntad de dominio más, en este caso, del saber, expresada en la aspiración de un "filosofar a martillazos".
En el actual mercado de la imagen, hay sitio para el reciclaje de todos los íconos. Sobre todo de aquellos íconos que, como podrían ser los rostros un héroe popular -Bolívar y Messi, Evita y Shakira, el Che Guevara y Cristiano Ronaldo-, son ídolos que devienen marcas. La pregunta que se impone, y que sugiere Orlando Hernández, es si el ineludible expediente de la representación de ídolos e íconos -siempre en pie, nunca caídos-, como emblemas de una condición nacional, no se acerca ya a una suerte de nacionalismo postcrítico, a una yuxtaposición entre el arte plástico y la mercadotecnia turística.
lunes, 21 de enero de 2013
¿Qué es un intelectual?
No he leído el libro póstumo de Tony Judt, Pensar el siglo XX (2012), como un tratado histórico más o, siquiera, como un manifiesto sobre el arte de pensar y escribir historia a principios del siglo XXI. Lo he leído como el testamento de un intelectual público, que sigue creyendo en su rol, a pesar de las tantas idolatrías adversas que lo rodean en la esfera pública contemporánea.
Hay quienes, de buena o mala fe, no entienden la función de un intelectual público. Lo curioso es que utilizan los mismos medios -un artículo de opinión, un libro de ensayo, una entrevista periodística o una diatriba electrónica- para atacar esa opción moderna. En el fondo, muchos de los enemigos del intelectual público no son más que otros intelectuales públicos que, en su excesiva confianza ante lo que creen que es la decadencia de un rol moderno, prefieren autodenominarse de otra manera.
En este libro Judt parece dar una última batalla contra esas idolatrías. Contra los que no entienden que la historia no es una ciencia social pura, regida por férreos principios de objetividad, importados de las ciencias naturales y exactas. Los neopositivistas, de ascendencia darwiniana o marxista, que jamás asimilaron al Fernand Braudel de La historia y las ciencias sociales o, mucho menos, al Peter Burke de Formas de hacer la historia.
Pero Judt da también una última batalla, casi testimonial, contra los academicistas que, dentro o fuera de la Academia -también hay filoacadémicos y neopositivistas en periódicos y blogs-, y precisamente por comprender que la historia no admite "verdades objetivas", sostienen que el historiador no debe adoptar posiciones ideológicas y políticas. Los enemigos de toda politización, los guardianes de la neutralidad, los perennes avergonzados de cualquier exposición pública, los que piensan que el intento genuino de articular deseos y realidades, hechos y expectativas es mesiánico o demagógico.
Contra unos y otros, escribe Judt, mostrando, en primer lugar, su yo, la biografía de sí mismo. Cada uno de los arquetipos de este libro -el "interrogador judío", el "escritor inglés", el "marxista político", el "sionista de Cambridge", el "homme de lettres francés", el "liberal de Europa del Este", el "historiador europeo" y el "moralista estadounidense"- es una faceta de la vida de Judt. Él fue todos esos personajes sin dejar de ser el mismo: un intelectual público socialdemócrata.
Es admirable cómo después de vivir y, sobre todo, contar tantos horrores - dos guerras mundiales, fascismo, holocausto, comunismo, Guerra Fría, Muro de Berlín, represión de disidentes, macarthysmo, Guerra de Viet Nam, neoconservadurismo, terrorismo, 11 de Septiembre, descalabro financiero...-, Judt se atreve a mantener la fe en lo que llama, invirtiendo la conocida fórmula de Hannah Arendt, "banalidad del bien". Fe en modo alguna religiosa, fe escéptica, pero fe al fin.
La socialdemocracia no es mero credo para Judt: es una ideología política construida a partir de una lectura crítica de la historia del siglo XX. Hay en ese criticismo herencias del pensamiento liberal y, también, del marxista, que se hacen acompañar de un humanismo de clara raíz judeocristiana. A pesar de estos ascendentes espirituales y del espesor moral que los acompaña, Judt defiende de manera laica y secularizada la vigencia de las grandes ideologías modernas del siglo XX -especialmente, de la socialdemocracia- y rechaza el mito del fin de las ideologías, aceptado, desde sus cuatro puntos cardinales, por el avasallante antintelectualismo contemporáneo.
domingo, 20 de enero de 2013
De la cienciología y otras patrañas
Lawrence Wright ha escrito un libro desmenuzando, una por una, las tomaduras de pelo del culto de la "cienciología". Michael Kinsley, el editor de The New Republic, lo ha reseñado elogiosamente. La nómina de actores, productores y directores de Hollywood embarcada en esa patraña es abultada. Con esas supersticiones, Hollywood pasa, de fábrica de fantasías a meca de los idólatras. Hollywood, como Roma de la actual decadencia de Occidente.
No debería extrañar que la proliferación de cultos "new age" sea tan notable en un país secularizado y, a la vez, de fuertes tradiciones religiosas, como Estados Unidos. La religiosidad -cualquier religiosidad- es, hoy por hoy, la envoltura espiritual de todos los poderes. Lo es del poder de Putin en Rusia y del poder de Chávez en Venezuela. Lo es, incluso, del menguante poder del anciano Fidel Castro -¿alguna vez fue realmente marxista?-, quien en diálogo con el conspirólogo Daniel Estulin, da crédito a las peores supercherías del mundo contemporáneo.
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