Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 7 de junio de 2014

Irving Howe, crítico literario



Nueva York es la refutación viva del artificial deslinde de saberes y escrituras que impone el campus universitario o el rancio hábito letrado de colocar la literatura fuera o por encima de la política, en una suerte de limbo purificador. Como Edmund Wilson o Lionel Trilling, Irving Howe (1920-1993) fue uno de esos críticos literarios que, al situarse de cuerpo entero en la esfera pública de la urbe, entendió y practicó la crítica literaria como un arte ensayístico, que no se desentendía de los problemas sociales y políticos de su tiempo.
Como profesor del Graduate Center o de Hunter College, Howe dedicó buena parte de su vida a estudiar y enseñar escritores ingleses y norteamericanos como Thomas Hardy, William Faulkner y Sherwood Anderson. Su estudio sobre Faulkner, que apareció en Random House en 1952, pocos años después de la concesión del Nobel al autor de Absalom, Absalom!, todavía se reeditaba en los años 90. Su biografía de Anderson, más o menos de la misma época, fue uno de los primeros libros que puso en claro el enorme ascendente que tuvieron las novelas y, sobre todo, los relatos cortos de Horses and Men (1923) y Death in the Woods (1933), en escritores de la generación siguiente, como el propio Faulkner o Hemingway.
La literatura era, para Howe, un arte público por antonomasia, una exposición de poéticas y personas ante los ojos de un lector, que se veía involucrado en un diálogo comunitario. La literatura y, especialmente, la novela, se habían convertido en otra modalidad del arte de masas y debían ser estudiadas a partir de esa efervescencia de subjetividades, donde se entrelazan lo estético y lo político. En su libro Politics and the Novel, Howe enfrentó el asunto, aunque, a mi entender, subestimando una tradición de novela política norteamericana (Frank, Dreiser, Steinbeck, Dos Passos…), que no quiso rescatar en su cuestionamiento de la supuesta desideologización de la narrativa en los Estados Unidos de la postguerra.
La idea de la crítica literaria de Howe tiene su origen en el rol de intelectual público de Nueva York que asumió desde muy joven. Su vida entre revistas (Partisan Review, Commentary, The Nation, The New Republic, The New York Review of Books…), la fundación y dirección de Dissent, hasta su muerte en 1993, o su propio involucramiento en la creación de una izquierda socialista democrática en Estados Unidos, que dotaría a este país de la socialdemocracia que, a su entender, le faltaba, pesan, sin duda, sobre el tipo de crítica literaria que defendió durante medio siglo. Edward Alexander ha contado esa vida apasionante en una biografía donde lo político y lo literario forman un entramado conflictivo y, a la vez, indisociable.
Pero además de una crítica literaria, la biografía de Howe como intelectual público de Nueva York determina su interés en la historia de su ciudad y, especialmente, de la comunidad hebrea de Europa del Este, de la que provenía. Esas coordenadas explican tanto una obra entrañable, como su monumental World of Our Fathers (1976), la historia de los judíos de Europa del Este, asentados en el East Side de Manhattan en el siglo XX, como el compromiso permanente de Howe con la crítica al totalitarismo comunista y su defensa de los intelectuales disidentes del bloque soviético, desde la época de Stalin, empezando por Trotsky y terminando con Solzhenitsyn y Kundera. Si hubo, alguna vez, una izquierda socialista y antitotalitaria en Nueva York, fue en los alrededores de Dissent e Irving Howe, entre 1956, año de la invasión soviética a Hungría, y 1989, con la caída del Muro de Berlín.

miércoles, 4 de junio de 2014

Hojear Orígenes



Varias décadas llevamos, en medios intelectuales y académicos cubanos, debatiendo ese fenómeno cultural llamado Orígenes (1944-56). Si ese debate no escenifica una dialéctica de la tradición, que preserva el decadente estatuto de una “literatura nacional”, que vengan Borges o Bloom y lo vean. Sin embargo, luego de revisar todos los números de la revista, con el propósito de reconstruir sus estrategias de traducción, me pregunto si realmente hemos leído Orígenes, la revista, si no hemos confundido Orígenes con el “origenismo”, que es otra cosa.
Digamos para abreviar que el origenismo es el relato sobre Orígenes, construido por Lezama en los 60 y 70 y, sobre todo, por Vitier, entre los 80 y 90. Un relato que apunta a una religión, una ideología, una política y una manera de entender la literatura como “cifra de las esencias poéticas de la nación”. Como sabemos, hay momentos de la obra de Lezama que convergen en ese origenismo y otros que no. Lorenzo García Vega, que persistió, a su modo, en la confusión entre Orígenes y el origenismo, iniciada, tal vez, por Lunes de Revolución, tuvo, en cambio, muy clara la diferencia entre Lezama y el origenismo.
Para empezar, Orígenes, la revista, se definió a sí misma como una revista de “arte y literatura”, entendiendo por arte, pintura, escultura y música. No fue aquella una revista literaria sino una revista cultural, pero la hemos leído, fundamentalmente, como revista de literatura o, específicamente, de poesía. No se entiende Orígenes sin la pintura de Mariano y Portocarrero, Amelia Peláez y Wifredo Lam y sin las críticas de arte de Guy Pérez Cisneros, James Johnson Sweeney o Robert Altman o los escritos sobre música de Julián Orbón.
Aunque era la poesía el género primordial de los miembros de grupo, Orígenes publicó mucha narrativa no origenista que los estudiosos, por lo general, no leen: Alejo Carpentier, Enrique Labrador Ruiz, Lino Novás Calvo, Lydia Cabrera, Alcides Iznaga, Guillermo Cabrera Infante… Al lado de toda la narrativa que se publica en la revista y de la voluminosa oferta de poesía internacional, especialmente norteamericana, francesa y española, la poesía de los propios origenistas deja de ser un texto central en la publicación.
No creo que hayamos aquilatado, verdaderamente, el cosmopolitismo de Orígenes. La revista no fue, como tanto se ha repetido, la coronación de una genealogía de revistas católicas previas (Espuela de Plata, Clavileño, Nadie Parecía) sino algo nuevo: una transacción entre Lezama y el gran articulador de esa red internacional, que fue José Rodríguez Feo. Hoy por hoy, el mayor damnificado del origenismo, el neorigenismo y los críticos de ambos, es Rodríguez Feo, no Piñera. En tan sólo cinco años, de 1945 a 1949, Rodríguez Feo ensartó varios círculos foráneos a esa red internacional.
Cuando la revista es fundada por Mariano, Lozano y Lezama, en 1944, éste último se relacionaba con un pequeño grupo de escritores de la isla y, acaso, con Juan Ramón Jiménez y María Zambrano. Con Rodríguez Feo la red se abre a los modernistas norteamericanos (Eliot, Williams, Stevens) pero también a Katherine Ann Porter y Elizabeth Bishop, más los críticos literarios Francis O. Mathiessen y Harry Levin, que habían sido profesores suyos en Harvard, a surrealistas y existencialistas franceses, como Louis Aragon, Paul Eluard y Albert Camus –con frecuencia se dice que las traducciones francesas eran de Lezama y Vitier, pero algunas de las primeras también fueron de Rodríguez Feo, quien tomó un curso intensivo de francés en Princeton-, a los más jóvenes del exilio español (Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Luis Cernuda…) e, incluso, a los mexicanos y argentinos, que llegan a la revista, también, gracias a Virgilio Piñera.
En aquellos años, Rodríguez Feo viajó con frecuencia a Nueva York, Madrid, París, pero también a México, donde se entrevistó con Alfonso Reyes y consiguió las portadas e ilustraciones de José Clemente Orozco y Rufino Tamayo. No hay mayores rastros del viaje de Lezama a México, en 1949, con Gastón Baquero, en la historia cultural mexicana, pero no sería difícil reconstruir la historia de los viajes a ese país de Rodríguez Feo, a fines de los 40 y principios 50, sus entrevistas con escritores y pintores, a quienes conoció, en buena medida, gracias a su amiga María Luisa Gómez Mena, pareja por entonces de Manuel Altolaguirre, y ubicada en el centro de las élites culturales del D.F.
La relación entre Rodríguez Feo, Gómez Mena, José Gómez Sicre, Lozano, Mariano, Amelia y otros pintores, en aquellos años, apunta a una conexión de Orígenes con las clases altas de la isla que no se ha querido estudiar. Habría que reconstruir con mayor exactitud la lista de suscriptores de la revista para hacernos una idea más aproximada del apoyo de la burguesía cubana a la publicación –más allá del dato elemental de que fuera el hijo de un hacendado azucarero quien financiara íntegramente la revista por más de diez años- y para volver a tejer, imaginariamente, aquella red internacional que distingue Orígenes no sólo de otras revistas anteriores y posteriores sino de la mayoría de las revistas latinoamericanas de su época, a excepción, tal vez, de Sur.




Si entendemos la revista como negociación entre Lezama y Rodríguez Feo es más fácil comprender el paradójico editorial del primer número en el que se hablaba, por un lado, de la poesía como “penetración en la casa del ser” y, por el otro, de una “tradición humanista de la libertad”, fácilmente asociable a la herencia “americana”, de Melville y Whitman, Emerson y Santayana, que Rodríguez Feo defendió en sus primeros ensayos en la revista. Hay un momento, en ese editorial del primer número, que puede leerse como confesión indirecta de que la revista está atravesada por diversas corrientes internas, que se disponen a coexistir en una “tensión” o en una “fiebre”.
El malestar de Lezama, Vitier y otros miembros del grupo con esa idea “humanista” de la cultura, que incluía registros contradictorios como Heidegger y el fundamento de la metafísica, Nietzsche y el nihilismo, Camus y el existencialismo, Santayana, Eliot y el modernismo, Salinas, Guillén y la nueva generación del exilio español y que no excluía, a su vez, la filosofía y la crítica cultural académicas, comienza a hacerse perceptible en la correspondencia entre los dos codirectores desde fines de los 40. En algunos números, como el 6 de 1945 o el 22 de 1949, llegó a predominar la idea de la cultura de Rodríguez Feo. A partir de este momento, cuando aparecen el primer capítulo de Paradiso y las últimas colaboraciones de Virgilio Piñera, Orígenes comienza a volverse otra cosa.
El número 26, de 1950, con el homenaje a Arístides Fernández, será propiamente el primer número de la “familia Orígenes” (Lezama, Gaztelu, Vitier, García Marruz, Diego, Orbón y García Vega). Ahí está la raíz del mito de la “pobreza” y el nacionalismo de Orígenes, como reconocería luego García Vega. A partir de entonces el rol de Rodríguez Feo como ensayista se debilitará notablemente y la ausencia de Piñera privará a la revista de su más clara voz discordante. Rodríguez Feo ejercerá una última resistencia a través del envío de colaboraciones de los más jóvenes de la generación del 27 y de algunas de sus últimas traducciones de norteamericanos y franceses. La “Crítica paralela” de Jiménez a Aleixandre, Guillén y Salinas es, también, la crítica de Lezama y la “familia” a la idea cosmopolita de la cultura de Rodríguez Feo.
Aún así, si alguien está interesado en constatar el peso de la red internacional creada por Rodríguez Feo, que hojee los últimos números dirigidos por él. Ahí verá un Comité de Colaboración compuesto por Vicente Aleixandre, Enrique Anderson Imbert, Jean Cassou, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Harry Levin, Alfonso Reyes y hasta María Zambrano. Luego de la ruptura, esas conexiones se fueron con Rodríguez Feo y fue ese cosmopolitismo el que, en buena medida, fundó Ciclón y propuso, por primera vez, “borrar” Orígenes. No todo Orígenes, desde luego, sino el Orígenes de la familia. A partir de Lunes y, sobre todo, en las dos últimas décadas, los llamados a “olvidar o salir de Orígenes” disolvieron todo Orígenes en el origenismo.    
       

jueves, 29 de mayo de 2014

Hidden Martí, momento foucaultiano y gramática de la multitud



"Hidden Martí", el título del cuadro del pintor cubano Geandy Pavón, radicado en Nueva York, es algo más que una portada en el libro de Francisco Morán, que hemos comentado en los últimos días. La noción de un Martí oculto, oscuro, hombre en tiempos de oscuridad, como los pensados por Brecht y Arendt, es un dispositivo conceptual que atraviesa todo el libro y que le permite a Morán reconstruir la despectiva representación del otro, es decir, del sujeto que pertenece a una clase, una raza, una condición migratoria o un género distintos al suyo.
El pasaje de mayor dificultad, al menos para mí, en este libro, es el relacionado con el "racismo de Estado", que Morán, a partir de la conocida reflexión de Michel Foucault sobre el biopoder, detecta en la representación negativa de los inmigrantes europeos en las crónicas de Nueva York de Martí. Los inmigrantes son, muchas veces, para Martí, esas criaturas “agusanadas”, que corroen y enferman la república americana.
No cabe duda de que hay elementos raciales en esas representaciones, pero me sigue pareciendo, luego de leer las persuasivas interpretaciones de Morán de varias crónicas sobre irlandeses e italianos –no sé si le da la misma importancia a las crónicas sobre los chinos, que sí veo centralmente marcadas por el extrañamiento étnico- que el acento de Martí está más puesto en la pobreza, la ignorancia y la vagancia de esos sujetos que en un código étnico irreconciliable con la civilización, como pensaban los darwinistas y eugenésicos. La clase, el saber, las virtudes públicas –más que la raza- serían las identidades decisivas de una posible biopolítica martiana.
A partir de la tesis de Michel Foucault –sería Foucault, en todo caso, y no Rancière o Agamben o Esposito, el referente teórico fundamental de este estudio- no duda Morán en leer un “racismo de Estado” en Martí, toda vez que el cubano, en muchas de sus crónicas se identificaba con las autoridades norteamericanas o latinoamericanas, que debían regular y controlar la inmigración extranjera en sus países. El énfasis en la relación entre pobreza y ocio conecta una vez más, como bien advierte Morán, a Martí con Spencer, pero en un momento en que el pensador británico tomaba distancia de la eugenesia y del darwinismo social más agresivo de fines del siglo XIX.
En algunos momentos de este libro, así como en el importante estudio de Camacho sobre José Martí y la cuestión indígena, se sugiere una confluencia ideológica entre Spencer y Francis Galton y otros defensores de la eugenesia, que desde hace mucho tiempo, historiadores como Richard Hofstadter, por ejemplo, en su clásico estudio sobre el darwinismo social en el pensamiento americano, han cuestionado, a partir de la aproximación spenceriana al anarquismo libertario y de sus ideas sobre la filantropía y la beneficencia. El agnosticismo y el universalismo de Spencer también fueron importantes para Martí, si se recuerdan sus críticas al absolutismo y el catolicismo europeos que, según el cubano, dificultaban a muchos de aquellos inmigrantes asimilar el orden jurídico de la república americana.
Spencer fue uno de los pensadores más influyentes en la América Latina de fines del XIX porque las distancias de su evolucionismo con la eugenesia no alentaban un abandono de la doctrina de los derechos naturales del hombre, que era básica para liberales y republicanos latinoamericanos, como Martí, en las últimas décadas de aquella centuria. Así como podemos documentar la lectura crítica que Martí hizo de Spencer, sus acuerdos y desacuerdos con el autor de Principles of Sociology (1885), tenemos dificultades para encontrar marcas de Galton, Gobineau y los pensadores eugenésicos de fines del XIX, que inspiraron la genealogía del racismo de Foucault, en la obra del cubano.
Sólo una última nota sobre este libro fascinante, que quien se tome en serio los estudios martianos deberá leer. A partir de este volumen, el de Camacho, el de Abel Sierra Madero, Del otro lado del espejo. La sexualidad en la construcción de la nación cubana (2006), o los estudios más recientes del mismo autor sobre el “travestismo de Estado”, y el último ensayo de Pedro Marqués de Armas, Ciencia y poder en Cuba (2014), podría indagarse la posibilidad de un tardío “momento foucaultiano” en los estudios cubanos, tan provocador como problemático, si no queremos desentendernos de las críticas a Foucault que han producido el neomarxismo, el liberalismo multicultural o las teorías cosmopolitas de la cultura en las dos últimas décadas.
Leyendo a Camacho y a Morán, en estos meses, me pregunto si muchas de sus observaciones sobre el extrañamiento del otro en la escritura de Martí no podrían ser leídas, con mayor provecho, desde la teoría de las “gramáticas de la multitud” del neomarxista italiano Paolo Virno, quien se centra más específicamente en la genealogía de la moral capitalista, o desde las críticas a la homogeneidad del modelo republicano que han producido el liberalismo multicultural desde los años 90 y el cosmopolitismo intelectual desde mediados de los 2000. Pero con esto entramos en la zona tediosa de los marcos teóricos, que es lo que menos me interesa de estos libros, precisamente porque los eluden o los asimilan con una gran flexibilidad.
   

martes, 27 de mayo de 2014

A bordo del Celtic y juego de pelota en Martí City

El libro de Francisco Morán, Martí, la justicia infinita (2014), es una larga discusión, en primer lugar, con el propio José Martí, en un gesto que afirma una contemporaneidad entre quien lee y quien es leído, de un modo muy parecido, aunque divergente, al tuteo de Julián del Casal, que este crítico ha sostenido en las dos últimas décadas y que comentábamos no hace mucho en Diario de Cuba. Pero también es una larga discusión, a veces acalorada, a veces serena, con los más importantes estudiosos de Martí dentro y fuera de Cuba.
Los momentos que más estoy disfrutando, en este libro inagotable, son aquellos en los que el Morán poeta y narrador aprovecha los recursos literarios de la crítica. Momentos en los que el crítico pone a su lector a bordo del Celtic, la embarcación que llevó por primera vez a Martí a Nueva York desde Liverpool, en la que viaja en tercera clase, rodeado de multitudes de inmigrantes europeos que rechaza. En aquel viaje, Martí adopta la identidad de un músico italiano ante las autoridades migratorias de Estados Unidos, en un ardid que el crítico interpreta como proyección de un horror al otro, que lo acompañará durante toda su agitada vida pública.
Otro momento similar, donde el crítico parece escribir más como un historiador que como un poeta, es el de la reconstrucción de los vínculos entre Martí y el potentado tabaquero de Tampa, Eduardo Hidalgo Gato. Fue este benefactor quien fundó una ciudad al oeste de Ocala, Florida, llamada "Martí City", constituida como municipio en noviembre de 1894, en la que Martí asistió a banquetes, competencias entre cuerpos de bomberos y hasta un juego de pelota entre dos equipos, uno llamado Patria y el otro, Martí, concebido como un espectáculo de los obreros para un público de burgueses y políticos.
La crónica que narró el partido, en el periódico Patria, no decía cuál de los dos equipos, si el Martí o el Patria, resultó vencedor. A partir de una sugerencia de Carlos Ripoll, Morán especula que la noticia fuera censurada para no ofender a Martí o a su periódico. Cualquiera de los dos resultados podía ser embarazoso para uno u otro, que eran el mismo. El juego de pelota le sirve al crítico como metáfora de la historia cubana del último siglo y las páginas finales del libro no pueden resistir la tentación de aludir, con o sin ironía o suspense, al juego contrafactual que la figura de José Martí impone al devenir de la isla:

"Tengo que confesar, al poner punto final, que di con las memorias de nada menos que uno de los jugadores de uno de los dos equipos de pelota que se enfrentaron en Martí City. En varias ocasiones me sentí tentado a revelar su nombre, así como otros detalles de suma importancia relacionados con aquel memorable encuentro, incluyendo, por supuesto, el nombre del equipo ganador. Pero esa revelación resolvería un problema que es mejor que quede confinado al reino de la posibilidad infinita. O a la elección de los lectores. El juego sigue, pues, abierto".

domingo, 25 de mayo de 2014

Materialidad de José Martí

Comienzo a leer, este fin de semana, el esperado libro de Francisco Morán, Martí, la justicia infinita. Notas sobre ética y otredad en la escritura martiana (2014), que tuvo a bien editar Pío Serrano, en Verbum, con portada del artista Geandy Pavón. Es un libro al que, seguramente, volveremos varias veces en este blog en las próximas semanas. Se trata de un volumen escrito con pasión y precisión, destreza y flexibilidad, virtudes que raras veces se presentan juntas en la crítica literaria cubana de la isla o el exilio.
Sólo quisiera adelantar que en contra de quienes hace muy poco decretaban el fin de la desmitificación de Martí o de quienes pretenden atribuirle una condición de cierre epistemológico, este volumen, así como Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX (2014) de Jorge Camacho, que comentamos en el último número de La Habana Elegante, es buena prueba de que todavía hay mucho que debatir sobre Martí y que la mejor manera de hacerlo es por medio del diálogo y la crítica con las generaciones anteriores de estudiosos martianos.
No veo en este libro esa superación de todas las visiones anteriores sobre Martí, que le atribuye Román de la Campa en una de las notas de contraportada y mucho menos gracias al uso que Morán hace de la ya no tan "nueva concepción de lo político" de Jacques Rancière. Morán, a diferencia de otros críticos cubanos en Estados Unidos, hace un uso muy económico de la teoría, no permite que lo teórico invada plenamente la prosa y cita muy tangencial o eventualmente a Rancière o a Giorgio Agamben, sin poner su lectura de los textos de Martí a disposición de una plataforma teórica preconcebida.
No parece haber aquí, tampoco, alardes de iconoclastia o poses nihilistas en el ejercicio de la hermenéutica. El estudio parte de un rechazo evidente a toda sacralización de Martí, sostenida desde la hegemonía de discursos morales, religiosos o ideológicos, como los que podrían personificarse con Cintio Vitier en la isla o Carlos Ripoll en el exilio. Morán observa, incluso, esa persistencia de las estrategias sacralizadoras de la lectura en corrientes contemporáneas del pensamiento "latinoamericanista" en la academia de Estados Unidos, como la que podría asociarse a los enfoques postcoloniales de Gayatri Spivak y Laura Lomas. Pero, a la vez, mantiene un diálogo discordante con esos mismos y otros estudiosos de Martí como Julio Ramos y Ottmar Ette.
Este es un libro, en suma, que propone una vuelta a la materialidad de Martí, al Martí que negocia con sus benefactores en México o España, en Guatemala y Estados Unidos. Al Martí hombre de poder y de negocios, empresario y caudillo, que alienta el culto a la personalidad en aquella ciudad llamada "Martí City". Al Martí migrante, nómada, que, sin embargo, trasmite visiones negativas de inmigrantes en México y Estados Unidos, en América Latina y Europa. Al Martí que, como el republicano -más que como el liberal- de su tiempo que era posee una idea prejuiciada y jerárquica de las razas y de los caracteres nacionales que el darwinismo social del siglo XIX consideraba "incivilizados" o "bárbaros".
Hay afirmaciones o momentos de este estudio con los que seguramente no estaremos de acuerdo. A mí, por ejemplo, me sigue pareciendo anacrónica o forzada la percepción de acentos "lombrosianos" o "eugenésicos" en Martí o la suscripción de una idea dicotómica o asimétrica de los "derechos naturales" de obreros y burgueses en sus escritos sobre las huelgas en México o sobre los anarquistas de Chicago. Mucho menos creo que se pueda atribuir a Martí, como hace Pedro Marqués de Armas en sus palabras en la contraportada, un "racismo de Estado", por la sencilla razón de que Martí nunca fue el jefe de un Estado, a pesar de sus sintonías con el orden constitucional establecido en Cuba apenas seis años después de su muerte. No seré yo quien niegue que en el republicanismo martiano había racismo, pero de ahí a entenderlo como eugenesia, evolucionismo o biopolítica estatal va un trecho que sólo puede saltarse con arbitrariedad o exageración.
Este libro aporta, todavía, algo más: viene a recordarnos que Sainte-Beuve tenía razón, sobre Marcel Proust, y que la crítica literaria no puede desentenderse de la historia y la biografía, de la sociedad y el Estado, como bien anotan Jorge Camacho y José F. Buscaglia. Ese Martí oscuro, que negocia y cobra, que duda y miente, que odia e intriga, es un Martí material, que sólo puede ser reconstruido por medio de una historización precisa de su escritura. En un momento en que, ante la irreversible decadencia de la ciudad letrada que vivimos, tantas voces se lanzan a una inconcebible defensa de la autotelia de la literatura en el siglo XXI, este libro viene a recordarnos que, para los estudios literarios, es tan importante el bios como la grafía.

jueves, 15 de mayo de 2014

Cuando la crítica literaria también era ensayo social y político

En algunas capitales culturales, como Nueva York o París, Londres o Buenos Aires, Madrid o la Ciudad de México, la crítica literaria nunca ha dejado de ser parte del género ensayístico y nunca ha pretendido divorciarse de la filosofía, la historia o el pensamiento social y político. Tal vez, esas distinciones tengan sentido para algunos profesores de literatura -realmente conozco muy pocos con esos prejuicios-, interesados, por alguna razón seguramente más mundana que la que arguyen, en parcelar escrituras y saberes.
Recientemente, dos académicos norteamericanos, el historiador Louis Menand y el ya comentado estudioso de la literatura Lawrence Buell, profesor de Harvard, y el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, uno de los más fieles seguidores de esa tradición en Iberoamérica, se han encargado de recordar que el tipo de crítica literaria que, entre los años 30 y 60, escribían autores como Lionel Trilling y Edmund Wilson, jamás postuló el conocimiento sobre la sociedad y el Estado, la historia, la filosofía o, incluso, la política, como mundos ajenos a la literatura.
Como recuerda Menand, el libro clásico de Trilling, The Liberal Imagination (1950), trató temas tan diversos como la neurosis y el capitalismo, el dinero y la ciudad, por medio de ensayos en los que el crítico se adentraba en la literatura de diversas épocas y estilos: Mark Twain y Rudyard Kipling, Sigmund Freud y Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y Henry James. En modo alguno, ese corpus heterogéneo de lecturas e interpretaciones tenía que ver con la ausencia de discernimiento estético o de preferencias estilísticas en el estudio de la literatura.
Pocos años después del estudio de Trilling, Anchor Books publicó los Eight Essays (1954) de Edmund Wilson, en los que se reiteraba una idea similar del arte de la crítica literaria. Wilson estudiaba a un grupo más heterogéneo aún de escritores: Bernard Shaw y Charles Dickens, el Marqués de Sade y A. E. Housman, Ernest Hemingway y Harold Laski. En este libro inorgánico de Wilson -¿qué libro de Wilson o de Trilling no fue, de algún modo, inorgánico?- se leían e interpretaban novelistas, ensayistas, dramaturgos, críticos y hasta políticos como Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
Los textos críticos de estos autores intentaban articular, en un mismo público, la audiencia universitaria y los lectores de periódicos y revistas. Es cierto que ambos tuvieron detrás, además de universidades como Columbia y Princeton, publicaciones de ese microcosmos que era y sigue siendo Nueva York, como Partisan Review y el New Yorker. Hablamos de los años en que en cualquiera de esas revistas y universidades se escuchaba o se leía a Jacques Barzun o a Hannah Arendt.
Pero como bien recuerdan Menand, Buell y Domínguez Michael, esa manera de entender la literatura y la crítica literaria no era ni es exclusiva de Nueva York. Me temo que quienes piensan que es imposible trabajar con corpus estéticamente heterogéneos de escritores o con ideas sociales y políticas, que ven extrañamente adheridas a algo que llaman "sociología", desconocen o desprecian este tipo de crítica literaria. Es muy alentador que haya académicos como Menand y Buell resueltos a recobrar esa tradición en la vida universitaria de Estados Unidos.

martes, 13 de mayo de 2014

La literatura como torneo de pesca


Lawrence Buell es un estudioso de las ideas y las literaturas de Estados Unidos, que en los 90 marcó el campo académico con una monografía sobre Henry David Thoreau y el nacimiento de una tradición de “imaginación ambiental” en Estados Unidos, a partir del clásico Walden, or Life in the Woods (1854). Buell tituló su libro The Environmental Imagination (1995), en un guiño a célebres antecesores en el pensamiento norteamericano, como C. Wright Mills y Lionel Trilling, y se instaló como autor de consulta en la historia intelectual, cultural y de las mentalidades.
Recuerdo haber leído el libro de Buell, en una clase de historiografía y teoría de la historia en El Colegio de México, impartida por Elías Trabulse en el doctorado de esa institución. Y recuerdo también lo importante que se volvió el trabajo de Buell para quienes se iniciaban en los estudios ecológicos y ambientales. Lo que no recuerdo es que alguien, en medios académicos de Estados Unidos, España o México, le reprochara a Buell trabajar como fuente historiográfica a la literatura o que algún crítico literario se espantara porque considerara a escritores de la segunda mitad del siglo XIX (Whitman o Poe, Emerson o Dickinson) como pensadores o ideólogos.
Las quejas por las incursiones de críticos literarios en la historia o de historiadores en el estudio de la literatura son cada vez menos frecuentes en Estados Unidos, no sólo por la comprensible fortuna que, en medios académicos de este país, tienen las metodologías híbridas sino por la existencia de una corriente intelectual, desde mediados del siglo XX, de críticos literarios genuinamente interesados en la historia, la filosofía y la política, en la que nombres como Edmund Wilson, Lionell Trilling e Irving Howe, son ineludibles. Buell proviene de esa escuela, aunque mucho más endeudado con la historia de las ideas, al estilo de Isaiah Berlin o Louis Menand.
El último libro de Buell, The Dream of the Great American Novel (Harvard, 2014), ha vuelto a colocarlo en medio del debate académico en Estados Unidos. Frente a un estudio como este, la obra de Harold Bloom, con todos sus méritos, envejece a mayor velocidad, ya que queda más claramente fijada como resistencia conservadora, no a los estudios culturales, como sucedía en los 90, sino a la nueva historia intelectual y a la crítica literaria profesional, más reciente, en Estados Unidos. A diferencia de los estudios culturales –y ni siquiera todos los estudios culturales-, la historia intelectual y la nueva crítica literaria son disciplinas no marcadas por aquella “escuela del resentimiento”, propia del multiculturalismo , que ya dejó de ser novedad, sino por una visión de la literatura como fenómeno cultural no exclusivamente regido por las jerarquías de la estética letrada.
Lo que nos cuenta Buell en su estudio es que el “sueño” de una “gran novela americana” es tan viejo como el nacionalismo y el patriotismo en Estados Unidos. Nadie se libró de esa quimera, ni Melville ni Twain, ni James ni Hemingway, ni Faulkner ni Wharton, ni Fitzgerald ni Salinger, ni Mailer ni Roth, ni Pynchon ni DeLillo. Unos contaron historias de balleneros y otros de niños navegantes del Mississippi, de aristócratas en Italia o de pescadores en el Caribe, de bohemios en Nueva York o de decadentes en Louisiana, de adolescentes huraños o de profesores frustrados, pero todos buscaron algo más: codificar estéticamente la nación en un estilo, en una forma de narrar tramas y perfilar personajes.
Se han escrito todo tipo de reseñas de este libro, apologéticasaplastantes y críticas, y en todas aparece, a favor o en contra de Buell, el tema de la resistencia a la indistinción estética. Se le reprocha a Buell que estudie, en su historia del sueño de la gran novela americana, a escritores buenos y malos, a Mark Twain y a Harriet Beecher Stowe, Scarlet Letter de Hawthorne y Beloved de Morrison. Adam Gopnik, me parece, lo capta bastante bien en su reseña: no es que Buell no distinga lo “realmente bueno de lo meramente significativo” –el recurso más barato del crítico conservador es atribuirse el don exclusivo de la distinción-, ya que de manera sutil expresa sus preferencias, sino que su objeto de estudio es algo más que la mera clasificación entre buena y mala literatura.
Más sentido tiene, a mi juicio, la crítica que Gopnik hace a la falta de perspectiva comparada de este estudio en relación con otras grandes literaturas occidentales, como la británica, la francesa o la rusa. Pareciera que Buell intenta describir el avasallamiento del significante nacional, en la literatura norteamericana, como si se tratara de algo excepcional. Hay, por supuesto, rasgos del patriotismo y el nacionalismo norteamericanos, observados por Tocqueville desde mediados del siglo XIX, que se infiltran en ese sueño de la gran novela americana, pero no creo que ese tipo de fenómenos de la representación cultural sean exclusivos de Estados Unidos.
Quien espere un libro que le diga, por enésima vez, quiénes son los buenos y los malos escritores norteamericanos de todos los tiempos, según el juicio inapelable del crítico, que no lea a Buell, que regrese a Bloom. Una de las mayores enseñanzas de este libro es que esa lógica deportiva y, en el fondo, mercantil, que con tanta frecuencia se disfraza de autorización estética de “la mejor novela” o “el mejor escritor”, la comparten casi todos los escritores y críticos, sean tradicionales o vanguardistas, refinados o populares, académicos o no. A la hora de pescar el sueño de la gran novela nacional, todos se suben al barco y arponean la ballena blanca.