Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 11 de enero de 2015

Impostura y kitsch histórico

Hace algunas semanas, Babelia, el suplemento literario del diario El País, señalaba el ascenso de la narrativa de no ficción en el mundo del libro iberoamericano. Se mencionaban los célebres antecedentes del género en el new journalism norteamericano, especialmente en Truman Capote, y se hablaba del éxito de un autor como Emmanuel Carrère, cuya novela El adversario (2002), la historia de Jean Claude Romand, un impostor francés, que desde los 18 años se había hecho pasar por médico y, a punto de ser descubierto, asesinó a su esposa y sus hijos -las primeras personas a las que debía enfrentar luego de reconocer su prolongada mentira- habría alentado aquella escritura de relatos reales. Según Babelia, se inscribían, dentro de esa corriente, los más famosos novelistas españoles (Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas...) y algunos latinoamericanos, como el cubano Leonardo Padura y los mexicanos Guadalupe Nettel y Gonzalo Celorio, que, a mi entender, tienen muy poco que ver con esa tradición.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.

viernes, 9 de enero de 2015

Adorno, los perros y la ciudad de México

Algún antropólogo debería explicar el sentido de la imagen y el símbolo del perro en la cultura mexicana. Ahora mismo hay, por lo menos, cuatro libros en librerías mexicanas con títulos perros: Autorretrato de familia con perro (2014) de Álvaro Uribe, Amigo del perro cojo (2014) de Tedi López Mills, Amarres perros (2014) de Jorge Castañeda y Te vendo un perro (2014) de Juan Pablo Villalobos. Encuentro una disquisición sobre ese imaginario perruno en esta última novela, escrita por un autor nacido en el DF en 1973.
Villalobos es un narrador radicalmente distinto a Guadalupe Nettel, aunque de la misma generación. No hay languidez o melancolía en su prosa: hay mordacidad y humor cáustico, ironía y desasosiego. Se le ha comparado con Jorge Ibargüengoitia, pero a mí me recuerda al ecuatoriano Pablo Palacio y, por momentos, a los cubanos Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Su mundo es el de los bajos fondos de la ciudad de México, aunque con inusitados asomos a la república letrada, que provocan el efecto de una carcajada en el parnaso.
Te vendo un perro (2014) cuenta la historia de un pintor frustrado de la ciudad de México, que dejó los estudios en la escuela de La Esmeralda para dedicarse a cocinar tacos en una esquina. Al final de su vida, este taquero retirado vive en un viejo edificio del centro de la ciudad, donde tiene lugar una tertulia literaria de ancianos. Teo, el viejo pintor y taquero, rivaliza con Francesca, la lideresa de la tertulia literaria, quien equivocadamente cree que su vecino perpetra una novela.
Uno y otra se agreden robándose libros: ella sustrae la Teoría estética y las Notas de literatura de Theodor Adorno, volúmenes de cabecera de Teo, y éste, con la ayuda de su amigo Mao, clandestino radical, traficante de drogas y libros, se roba una carreta con los ejemplares de la última lectura tertuliana: el mamotreto de Palinuro de México de Fernando del Paso. El pleito sucede en un ambiente de alcohol y cucarachas, verdulerías e inmundas fondas chinas, teorías de la conspiración o el apocalipsis, que logra momentos hilarantes.
Teo es un personaje maravilloso, amante del fracaso, de las promesas incumplidas del arte, como el pintor Manuel González Serrano, esquizofrénico, indigente y mundano, a quien rinde homenaje Villalobos. Y es, como Claudio, el personaje de Nettel, un lector empedernido de Adorno, que, entre tequila y cerveza, rumia frases del filósofo por el estilo de "lo nuevo es hermano de la muerte" o "la skepsis frente a lo no demostrado se convierte en la prohibición de pensar".
Como su propio mundo, los perros que han marcado la vida de Teo, son los que mueren de indigestión, luego de haberse tragado una media de mujer, o los que se venden como carne de res en los puestos de tacos de la ciudad. Los perros que simbolizan la marginalidad y el abandono, la "naturaleza herida", que pintaba González Serrano. La ciudad de Villalobos es ese reino donde las glorias pasadas de la revolución y el arte se han convertido en sospechas o atisbos de una novela de humor negro.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Migrantes en cementerios de París

A la última novela de Guadalupe Nettel (México D.F., 1973), Después del invierno (Anagrama, 2014), que ganó el Premio Herralde, se le puede reprochar, tal vez, un exceso de simetría -un cubano en Nueva York y una mexicana en París, narran en primera persona sus soledades y neurosis y se presentan, desde las primeras páginas, como destinados al encuentro o al choque-, pero no falta de destreza, persuasión o elegancia. La melancolía o la douce tristesse que busca Nettel inducir en el lector se siente en cuanto imaginamos las lecturas de Adorno, con Jarret de fondo, que hace Claudio en su minúsculo apartamento del Upper West Side de Manhattan o seguimos a Cecilia y a Tom, en alguno de sus paseos por los cementerios de París.
Esta es una novela de migrantes -salvo Ruth, ninguno de los personajes parece ser originario de la ciudad donde reside- que discurren sobre los muertos. Los cuatro grandes cementerios de París -Père-Lachaise, Montmartre, Montparnasse, Passy- son recorridos, en busca de las tumbas Chopin, Stendhal, Kardec, Perec, Gautier, Zola, Vallejo y hasta Porfirio Díaz. El moribundo Tomasso Zaffarano -otro inmigrante en París- ofrece el discurso espiritista que necesitaba la novela, sin ceder demasiado a la tentación gótica o noir, que habría acentuado el tono crepuscular del relato. Nettel, con una oaxaqueña que vive frente a un cementerio de París y un espiritista al borde de la muerte, como personajes centrales, logró una novela no saturada de tópicos de ultratumba.
A pesar de su pretensión simétrica, o justamente por eso, sorprenden algunos desequilibrios, como que Nueva York, donde vive Claudio, sea un escenario apenas apuntado o menos descrito que París. Una objeción similar podría hacerse en relación con el lenguaje que hablan unos y otros personajes. Cecilia, la oaxaqueña, y Haydée, la cubano-francesa, hablan un español neutro, carente de giros o modismos de sus lugares de origen. Sin embargo, Claudio, a pesar de llevar décadas en Nueva York, usa constantemente palabras o expresiones del argot habanero. Hay, en Nettel, un interés en afirmar las coordenadas nacionales de su personaje cubano, que resulta un tanto intrigante, por no decir sintomático de los modos de representación de Cuba y los cubanos, aún, en la mejor literatura global.
Guadalupe Nettel es, junto a Alvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos y algunos otros, una de las voces más discernibles de la nueva narrativa mexicana e hispanoamericana. Una escritora que domina los géneros de la novela y el cuento -algo que no puede decirse, por ejemplo, de muchos escritores cubanos de su misma generación o anteriores a ella, que se han aferrado a una suerte de escritura "fragmentaria", por considerarla "anticanónica", o hacen pasar por novelas lo que no son. Una escritora atenta a los sonidos del cuerpo y al cambio de estaciones y que, a la vez, decide practicar, plenamente, el arte moderno de la ficción.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Carpentier contra Lezama (por el alma de Orbón)

Desde su exilio venezolano, en los años 50, Alejo Carpentier llegó a estar lo más cerca que le permitía su cultura de "alta vanguardia", de un escritor, en buena medida, reacio a esta última como José Lezama Lima y los poetas que lo rodeaban en la revista Orígenes. En aquella aproximación a Orígenes -donde Carpentier publicó, en un número de 1952, el cuento "Semejante a la noche", que junto a otros dos, "Camino de Santiago" y "Viaje a la semilla", incluidos en el volumen Guerra del tiempo (1958), fueron, tal vez, las obras suyas que más admiró Lezama, como se desprende de la correspondencia entre ambos en los 50-, Julián Orbón fue el enlace clave.
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:

"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El ocaso de la nación sinfónica

Leyendo el intenso diálogo que sostuvieron Alejo Carpentier y Julian Orbón entre los años 40 y 50 y que, fácilmente, se descifra en La música en Cuba (1946) y, sobre todo, el Diario de Venezuela (2014), del primero, he pensado en la desaparición de ese tipo de intelectual en Cuba y, en buena medida, en América Latina. El tipo de intelectual que pensaba la nación en clave sonora, no tanto poética o narrativa, a la manera de Vitier o Lezama, y que, en la tradición de Thomas Mann o Theodor Adorno, creía que toda cultura que se respete debe alcanzar una expresión sinfónica de su propio acervo musical.
Recordemos que en La música en Cuba, Carpentier sostenía que luego de Caturla y Roldán, aquel empeño de dar forma culta a una sonoridad nacional, entraba en una fase de "desorientación", que comenzaba a revertirse con la labor "didáctica" de José Ardévol y el Grupo Renovación Musical. Después de Ardévol, según Carpantier, emergían las figuras más alentadoras de la música cubana, algunos como Harold Gramatges, marcados por el proyecto de Renovación Musical, otros, como Hilario González y Argeliers León, más "criollos" o más deudores del tipo de nacionalización del sonido emprendida por Caturla o Roldán.
En esa segunda generación de músicos, que emerge entre los 40 y los 50, el preferido de Carpentier es, sin dudas, Julián Orbón. De éste dice, en La música en Cuba, que "es la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana"¿Por qué? Al parecer, porque, según Carpentier, era el que se planteaba retos mayores. A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de "tener sinfonía" -equivalente al de Lezama de "tener novela"- y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que "esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica". Carpentier se hacía eco de Orbón: "el músico que logre ser un Brahms español -o americano- con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema".
¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal. Según Carpentier, Orbón creyó encontrar esa fórmula en el Treno que compone el personaje de Los pasos perdidos, que en algún momento pensaron escribir a cuatro manos. A Carpentier le sorprende el entusiasmo de Orbón por su novela, ya que atribuye al músico una falta de americanismo que, sin embargo, se ve compensada por su aspiración a lo sinfónico.
Es difícil decidir si, en el Diario de Venezuela, es decir, durante todos los años 50, Carpentier se considera más novelista que músico. En noviembre de 1952, anota que Orbón le ha mandado un Preludio y Toccata para guitarra, en el que observa "cierta cubanidad en el acento", que "le encanta". Y agrega: "hay una solidez de intenciones que me maravilla. Una eliminación de lo superfluo, semejante a la que yo busco". ¿A qué se refiere? ¿A lo que buscaba en la novela o en la música? Creo que a ambas búsquedas, fundidas en una, como se desprende en otro diálogo, unos meses después, en el que reitera ese "horror instintivo por las soluciones fáciles" de Orbón, a lo que agrega, petulante:

"Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo. Su misa, por lo demás, es una maravilla. Después de conocer la música de Orbón (el Homenaje a la Tonadilla, el Cuarteto) me mostré tan poco interesado en conocer la música de los demás, que estos deben estar resentidos. Tant pis!.." 

martes, 23 de diciembre de 2014

Carpentier, Orbón y el "ratage" intelectual

Finalmente ha aparecido el Diario de Venezuela (1951-1957) de Alejo Carpentier, en la colección de sus Obras Completas, que edita Siglo XXI en México y Argentina. Había tenido noticias del volumen, en edición habanera, por una inteligente nota que publicó Jorge Enrique Lage en Diario de Cuba y por conversaciones con Roberto González Echevarría, quien me aseguró que en aquellos apuntes del exilio venezolano de Carpentier, durante la década de los 50, encontraría críticas frontales del escritor al comunismo cubano y a las principales figuras del PSP.
En efecto, esas críticas están, aunque con matices que habría que glosar. Tan revelador de la posición política de Carpentier en los 50 es ese pasar de largo ante la dictadura de Batista y la revolución de Castro, como su desencanto con el comunismo juvenil. En abril de 1952, rememorando a sus viejos amigos Jorge A. Vivó y Leonardo Fernández Sánchez, Carpentier se refiere a un "infantilismo revolucionario, ampliamente rebasado en Cuba". Aquellos amigos comunistas le parecen, ahora, "eternos jueces de los jóvenes burgueses, índices alzados para señalar, en una corbata, en un traje nuevo, una muestra de espíritu burgués, pero que, a la postre, resultaron los mejores aliados de las fuerzas de la reacción".
Sin embargo, me llama la atención que Carpentier cuida siempre sus juicios sobre Marinello. En un viaje que hizo en abril de 1953 a La Habana, Carpentier asistió a una cena en el Pen Club de la ciudad, donde coincidió con Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello. Desbocado en galicismos, escribe que la cena fue "navrante" y que Mañach le pareció "el raté magnifique", que "se ve alabado por la gente de sociedad, pero la verdad es que lleva, dentro de sí, la gran amargura de su frustración". Y agrega, "Marinello, que estaba a su lado -por primera vez en muchísimo tiempo-, al menos, se ha realizado en lo político".
Un poco más adelante, Carpentier expone el origen de la frase, "raté magnifique", que no proviene de alguna lectura francesa sino nada menos que de Orestes Ferrara, quien se refería en esos términos a Francisco García Cisneros, un escritor y periodista afrancesado de las primeras décadas republicanas, que firmaba artículos para El Fígaro, Social o Chic con seudónimos como Lohengrin, Raoul Francois o Francois G. de Cisneros. Carpentier da, por supuesto, un sentido más abarcador al "fracaso" o "ratage", que el que daba Ferrara en alusión a García Cisneros. Un sentido muy parecido al de José Lezama Lima y Orígenes, con quienes por entonces tiene muy buenas relaciones, y que implica la frustración política del intelectual. A Marinello, según Carpentier, lo salva su "realización" política.
Pero como observó Lage, el diario venezolano de Carpentier es, en buena medida, la historia de la gran amistad entre el escritor y el músico Julián Orbón. Otra amistad quebrada por la Revolución, como las que hemos reseñado, aquí, entre Lino Novás Calvo y José Antonio Portuoundo o entre Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa. Carpentier no escatima elogios a Orbón -"es, decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido.., hay en su mente un horror instintivo a las soluciones fáciles, qué maravilla…, toda cuestión es puesta en entredicho, siempre, por su espíritu"- y hasta se arrepiente de anotar reproches a su amigo, como aquel en el que observa la negación, por parte de Orbón, "de una cultura que tenga en cuenta sus raíces americanas".
La crítica de Carpentier a la falta de americanismo de Orbón o a su desentendimiento de la tradición de Roldán ("mulato tirando a negro"), Caturla ("que sólo podía fornicar con negras") y Lam ("negro"), sorprende más si se tiene en cuenta que en La música en Cuba (1946), varios años antes, Carpentier había elogiado La guacanayara y el Pregón, con versos de Nicolás Guillén, de Orbón, como continuaciones de la americanización sonora que representaban La rumba de Caturla o los Choros de Villalobos. Y, en efecto, nada más americano que el Julián Orbón de ensayos como "Tradición y originalidad en la música hispanoamericana" o "Tarsis, Isaías, Colón", reunidos en en el volumen En la esencia de los estilos (Colibrí, 2000).

martes, 16 de diciembre de 2014

Los dos Castro de Frantz Fanon

Comentábamos en El estante vacío (2009) la paradoja de que un pensador como Frantz Fanon, con ideas que tanto sintonizaron con la izquierda radical nacionalista y antiimperialista, a la manera del Che Guevara, hubiera mostrado, en sus escritos de 1959 a 1961, año de su muerte, tan poco entusiasmo por la Revolución Cubana. Sartre, por ejemplo, que prologó y, de algún modo, "tradujo" Le Damnés de la terre para la edición de Francois Maspero, en 1961, se identificó con la Revolución Cubana más que el pensador negro, martiqueño y argelino. Incluso en textos posteriores a 1959, como los reunidos en Por la revolución africana (1964), libro que lamentablemente se lee menos que otros suyos, Fanon se refiere a Cuba sin acreditar el cambio que la Revolución está produciendo en la isla y en la región.
La explicación tal vez se encuentre en un par de pasajes de Los condenados de la tierra, en los que Fanon se refiere directamente a Castro. En un momento de su gran ensayo, Fanon alude al hecho de que las delegaciones de los países del Tercer Mundo, reunidas en la ONU en septiembre de 1960, no se extrañan de que Castro aparezca con uniforme militar en la tribuna de la Asamblea General. Para Fanon no hay mayor extrañeza ante el atuendo del líder cubano porque la guerra se ha vuelto, para los países subdesarrollados, parte constitutiva de la realidad. La guerra no es la excepción, sino la regla, el modo de vida de los pueblos colonizados y el uniforme simboliza la procedencia y la asunción de una realidad bárbara:

"Lo mismo que Castro al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la existencia de un régimen persistente de violencia. Lo sorprendente es que no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizás? Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta mutuamente al capitalismo y al socialismo".

Pero Fanon no desconocía que la polarización de la Guerra Fría había creado un bloque comunista antagónico, que detentaba una hegemonía en su territorio, que tampoco se avenía con los intereses de las naciones colonizadas del Tercer Mundo, especialmente, las africanas. Como el Guevara posterior a 1962, Fanon fue crítico de Moscú y de la política de los partidos comunistas europeos, sobre todo del francés, frente a la cuestión argelina y de la descolonización africana, en general. Es ahí donde aparece, la mayor discordancia de Fanon con el proyecto cubano: para el intelectual descolonizador, la lógica binaria de la Guerra Fría es parte del aparato político y simbólico del orden colonial. Es por ello que en otro momento de Los condenados de la tierra se refiere, críticamente, a la protección nuclear de Cuba por parte de los soviéticos, que concibió la dirigencia cubana desde 1960, por lo menos:

"No puede afirmarse que solo la demagogia explica el súbito interés de los grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia -ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los indigentes locales. Dejan de limitarse a sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Kruschev amenaza con salvar a Castro mediante cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada".

Las reservas de Fanon para con la Revolución Cubana tuvieron su origen en ese desdoblamiento de Fidel Castro ante sus ojos. Por un lado, Castro era el líder de un proceso de liberación nacional, que recuperaba una soberanía perdida o limitada. Pero, por el otro, Castro era un aliado de Moscú, en plena Guerra Fría, que hacía avanzar los intereses del bloque soviético en el Tercer Mundo. El primer Castro era un actor fundamental del proceso descolonizador con el que Fanon se había comprometido desde principios de los años 50, cuando recién graduado de psiquiatría en Lyon, se instala en un hospital para enfermos mentales en Argelia. Pero el segundo era parte del mismo sistema colonial de la Guerra Fría, que no excluía la política global del bloque soviético y de los partidos comunistas leales a Moscú y al "marxismo-leninismo".