Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 9 de septiembre de 2015

¿Fue Lezama Lima candidato al Nobel en 1973?

Hay momentos de las correspondencias y los epistolarios en que se habla de amigos a terceros con fingida frialdad o con un tipo de curiosidad aleatoria, falsamente azarosa o indeterminada. Sobre todo, entre exiliados, que cambian de hábitat con frecuencia y reconstruyen sus círculos íntimos de tanto en tanto, encontramos ese extraño testimonio de una amistad que se vuelve noticia vieja, dato inútil, colgado en el aire del tiempo. Leer epistolarios no cruzados es una buena manera de anudar las redes inconfesas del afecto.
Me ha llamado la atención, leyendo la correspondencia de María Zambrano del periodo de Roma y de La Pièce, Francia, entre los años 50 y 70, la escasa alusión a sus amigos cubanos, especialmente a José Lezama Lima, en sus cartas a nuevos amigos como Alfredo Castellón, Tomás Segovia, Agustín Andreu, Jaime Gil de Biedma, Diego Mesa o Ramón Gaya. El teólogo y filósofo valenciano Agustín Andreu es uno de los pocos a los que Zambrano habla de Lezama, aunque lo hace, a veces, con cierta dosis de falso distanciamiento o, incluso, fantasía, en el epistolario reunido en Cartas de La Pièce (2002).
El 22 de junio de 1975, Zambrano escribe a Andreu arrepentida de las "asperezas" que había escrito a su amigo a propósito de la "legión de machi-hembras en el ambiente culto mujeril" o de los hombres "que se van al homosexualismo, desvirilizados, hechos polvo". Intenta disculparse de sus afirmaciones con el argumento de que hay una tendencia a la "diafanidad" o a la "transparencia", en su prosa, que tempranamente le había advertido su maestro José Ortega y Gasset. Recuerda entonces Zambrano a su amigo José Lezama Lima, quien a principios de mes le ha enviado desde La Habana un poema titulado "María Zambrano", que comienza con los versos: "María se nos ha hecho tan transparente/ que la vemos al mismo tiempo/ en Suiza, en Roma o en La Habana.".
En la carta que acompaña al poema, Lezama le dice a Zambrano que si le gusta el poema, lo envíe a las revistas Ínsula o "Cuadernos de San Armadans" (sic). A Zambrano le llama la atención la coincidencia entre Ortega y Lezama sobre la "diafanidad" y la "transparencia" y escribe a Andreu: "Y sin que yo haya hablado nunca de esto, ahora José Lezama Lima me ha mandado un poema que saldrá pronto en Ínsula; pues, humildemente, me decía que si me gustaba lo diera y si no, lo guardara como prueba de amistad y ¡claro! Ud. lo manda y felices de poder publicarlo".
Y agrega Zambrano este pasaje intrigante: "Ay, ay, ay. Durante decenios he luchado para que le publicaran en revistas y editoriales. Sin lograrlo más que en las Revistas en que yo tenía parte. Lo propusieron para el Nobel hace dos años". Zambrano, en efecto, no sólo ayudó a Lezama a sobrevivir en la isla y a publicar fuera de Cuba, sino que escribió, por lo menos, tres ensayos sobre la obra del cubano: "José Lezama Lima en La Habana" (1968), aparecido en Índice y reproducido en La Gaceta de Cuba, y dos versiones del texto, "José Lezama Lima: hombre verdadero", escrito a la muerte del autor de Paradiso, cuyo título habría que releer a la luz del malestar de Zambrano con la homosexualidad, plasmado desde su temprano ensayo El freudismo, testimonio del hombre actual (1940), editado, justamente, por La Verónica en La Habana.
¿Fue Lezama candidato al Nobel en 1973 o fue una de esas exageraciones coloquiales de Zambrano, para ilustrar el drama de la soledad, el "estado de silencio", del escritor habanero en sus últimos años? En todo caso, bastaría para deshacer cualquier fantasía recordar que en aquellos mismos años, el escritor sueco y miembro de la Academia, Artur Lundkvist, hacía lo imposible por evitar que Jorge Luis Borges recibiera, finalmente, el Premio Nobel. Además de a Lundkvist, Lezama habría tenido en su contra al Estado cubano con todas sus conexiones ideológicas en el campo socialista y en la propia izquierda occidental.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Insularidad y totalitarismo

En otro raro y poco leído escrito de María Zambrano, Isla de Puerto Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (La Habana, La Verónica, 1940), la filósofa malagueña parece sostener la imposibilidad de que el totalitarismo triunfe en una isla. La argumentación de Zambrano es perfectamente lógica. Dice que en las islas, los hombres se familiarizan con una soledad esencial, que adjetiva de múltiples formas: soledad "floreciente, hacia afuera, fecunda, llena, abierta, rodeada por la vida..., oscura soledad que busca un ilimitado horizonte".
Esa soledad raigal del habitante de las islas hace que el culto básico de toda democracia, como estilo de vida, que es la "integridad de la persona humana", deje de ser una abstracción y tome cuerpo en la vida cotidiana. Toda vez que el totalitarismo, según Zambrano, tiene su origen en el miedo a la soledad, las islas parecen ser territorios resistentes a esa forma de organización de la sociedad y el Estado. Zambrano está hablando específicamente del totalitarismo español y de la Isla de Puerto Rico, destino y hogar de muchos exiliados republicanos, pero su argumento parece trasladable a cualquier totalitarismo europeo y a cualquier isla del Caribe:

"Si fuésemos a ver, en el fondo de todo totalitarismo está el terror del hombre a su soledad. La criatura totalitaria, infinitamente aterrorizada se esconde de su propia soledad, se esconde de Dios. Y ya no le podrán llamar diciéndole: "¿Qué has hecho de tu hermano?", sino preguntándole "¿Qué has hecho de ti mismo?" Es el hombre escondido, enmascarado, replegado, no sobre sí, sino hacia afuera. Hacia un afuera, que se ha quedado también vacío".

El librito Isla de Puerto Rico, como es sabido, fue el inicio de un largo diálogo de Zambrano con otro discípulo de José Ortega y Gasset, el puertorriqueño Jaime Benítez, rector de la Universidad de Río Piedras y uno de los principales ideólogos del Estado Libre Asociado. Aquel diálogo culminaría, de algún modo, en el ensayo Persona y democracia (1958), publicado precisamente en San Juan, un año antes del triunfo de la Revolución Cubana. Muchos años después, cuando el ensayo fue reeditado en España, sin referirse explícitamente a Cuba, Zambrano parecía reconocer la inactualidad de su texto. Cuba era la formidable refutación de la tesis de la imposibilidad del totalitarismo en las islas.

lunes, 31 de agosto de 2015

Lino Novás Calvo en Revista de Occidente

No fue Jorge Mañach o cualquiera de los muchos seguidores habaneros de José Ortega y Gasset la principal conexión cubana con Revista de Occidente, tal vez, la más importante publicación intelectual iberoamericana de la primera mitad del siglo XX. Quien colocó a Cuba en esa revista, aunque fuera de manera lateral, fue el novelista, cuentista y traductor Lino Novás Calvo, escritor gallego nacido en A Coruña, quien llegó de niño a vivir a la isla, con sus padres, en 1912. Como es sabido, Novás Calvo fue enviado como corresponsal del semanario Orbe del Diario de la Marina, a Madrid, en el verano de 1931, justo cuando se estrenaba el primer gobierno de la Segunda República española, encabezado por Manuel Azaña.
En los años siguientes, este escritor gallego, hecho en Cuba, acabará involucrándose fuertemente en la experiencia republicana y en la Guerra Civil que estalló en 1936. Durante esos cinco años que van de 1931 y 1936, cuando se suspende la publicación, Novás Calvo logrará cerca de 20 colaboraciones, entre traducciones, cuentos y reportajes, en la revista fundada por José Ortega y Gasset en 1923. Son conocidos, sobre todo, sus tres cuentos "La luna de los ñáñigos", retitulado luego como "La luna nona", que daría nombre a su primer volumen de relatos en 1942, "Aquella noche salieron los muertos", incluido en el mismo libro, y "En el cayo", que con el título "El otro cayo" fue incluido en su segundo libro de cuentos, Cayo Canas (1946).
Pero no fueron esas las únicas colaboraciones de Novás Calvo en Revista de Occidente, una publicación dirigida por un filósofo, que siempre publicó más ensayo que literatura. En la revista de Ortega y Gasset, Novás escribió un tipo de reportaje geográfico e histórico, que exponía una parte sustancial de su trabajo investigativo como narrador, puesto a prueba en la novela El negrero (1933). Además de notas sobre Hemingway y Faulkner o traducciones de Aldous Huxley, Novás Calvo publicó en Revista de Occidente crónicas como "Las espuelas del general Nogales", sobre el excéntrico general venezolano Rafael de Nogales Méndez que, formado en las guerras civiles suramericanas, acabó peleando bajo las órdenes del imperio otomano en la Primera Guerra Mundial y luego vinculado con los anarquistas de los hermanos Flores Magón en California y con la revolución de Augusto César Sandino en Nicaragua.
Otra nota, "Donde el Oriente se encuentra con Occidente", sobre Singapur, sostenía que algunas islas Pacífico evidenciaban un tipo de encuentro entre las civilizaciones del Oeste y el Este diferente al que había tenido lugar en América o en el Sur de España. Un tipo de encuentro "de lado", no "de tope", que restituía el verdadero sentido de una frontera cultural, en apasionada réplica de Rudyard Kipling. Otra colaboración por el estilo fue "Filipinas en vísperas", a propósito del volumen Filipinas, orgullo de España. Un viaje por las islas de la Malasia (1934), publicado tras la misión en Manila del geógrafo español Julio Palacios y el poeta Gerardo Diego. Novás Calvo reinvidicaba el mestizaje, como una marca de la colonización hispánica, y cuestionaba el intervencionismo de Estados Unidos en las Antillas y el Pacífico.
En otras notas como "El Olonés, hermano de la costa" o "A remo y vela" emergía toda la cultura marina de Novás Calvo, aunque con un énfasis anticolonial y antiesclavista, que lo mismo exploraba las aventuras filibusteras de Francois l'Olonnais que biografiaba al marino holandés Hendrik van Loon. Las Antillas, el Caribe y, específicamente, Cuba, aparecían y reaparecían en las notas de Novás Calvo para Revista de Occidente si bien el escritor gallego pudo dedicar expresamente a la isla un artículo, titulado "Los ánimos literarios en Cuba", rememoración exhaustiva de las vanguardias culturales cubanas de los años 20, hasta la desaparición de la Revista de Avance. Hoy por hoy, ese artículo de Novás Calvo, en 1933, sigue siendo una síntesis de aquella década más completa que algunas monografías sobre el tema publicadas en los últimos años.
¿Cómo llegó Novás Calvo al círculo ortegueano? Algunos estudios como el de Enriqueta Morillas son útiles pero nos dicen poco sobre el acceso del escritor gallego-cubano a la revista. En la más reciente y muy completa biografía de Ortega y Gasset de Jordi Gracia no se le menciona. ¿Por dónde llegó Novás Calvo a Revista de Occidente? Es difícil imaginar que llegara por los filósofos, tipo Xavier Zubiri, o, incluso, por los discípulos filosóficos de Ortega, tipo María Zambrano o Fernando Vela. Más probable es que el vínculo llegara por críticos o historiadores como Antonio Marichalar o por poetas, narradores y editores, bien ubicados en las redes intelectuales republicanas, como Manuel Altolaguirre o Francisco Ayala que, tras la caída de la República, marcharían al exilio.
En una carta a José Antonio Portuondo, de 1931, recogida por Cira Romero, Novás Calvo ofrece una pista. Cuenta que ha visitado la redacción de Revista de Occidente y que mientras Marichalar y Ayala lo reciben con simpatía, advierte frialdad en los "monaguillos que rodean a Ortega". En todo caso, Lino Novás Calvo debe haber sido uno de los escritores, no filósofo ni historiador, con mayores colaboraciones en Revista de Occidente en los últimos cinco años de vida de aquella importante publicación mensual, en su primera época. Hay ahí un material para antologar y estudiar, entre otras cosas, por la fuerte conexión americana que establece en el centro de las redes intelectuales españolas.

martes, 25 de agosto de 2015

María Zambrano sobre el comunismo y el liberalismo

En su brillante y poco leído ensayo, Horizonte del liberalismo (1930), una veinteañera María Zambrano dice del comunismo:

"Es el caso del comunismo ruso actual. Partiendo de una teoría de la historia, crea una economía, una moral, un arte, es decir, una cultura. Es una política inspirada en la vida; en la que la vida predomina y aun aplasta al individuo. Es querer fundar una nueva vida, sí, pero una vida concebida por un cerebro humano, una vida racional, racionalizada. Lejos de ser entrega a lo espontáneo, a lo natural, es afán de dominio sobre ello. Hasta en esto coincide con la religión. Hay horror a lo imprevisto. Se persigue toda posible espontaneidad -heterodoxia- hasta el detalle, hasta la obsesión. El comunismo ruso ama tanto la vida que, en ansia erótica, quiere apoderase de ella y detenerla".

Pero como a su maestro José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1927), le parecía que el ascenso del comunismo y del fascismo, en la Europa de entreguerras, se debía, en buena medida, a la incapacidad del liberalismo para reinventarse:

"A que hayan pertenecido a este tipo (intelectuales de café o inactivos, gentes sin vida, si pasión, políticos de invernadero...) la mayoría de nuestros queridos liberales, debemos el encontrarnos, en el primer tercio del siglo XX, cuando teóricamente se cree por algunos superado el liberalismo, con el vacío efectivo de una verdadera y honda revolución liberal. Y hoy tendremos que ser nosotros, los que quizá hemos nacido bajo el signo de su superación, los que hayamos de crearla (la revolución liberal), lo cual nos depara una confusa situación, por ser inadecuado lo que traemos en nosotros con la labor que fuera se precisa realizar. Ello envuelve el serio peligro de que nuestra generación se pierda en lo político".


miércoles, 19 de agosto de 2015

María Zambrano y la izquierda liberal

Comienzo a leer por estos días los artículos juveniles de María Zambrano, reunidos en el tomo quinto de las Obras completas editadas por Galaxia Gutenberg, y que aparecieron en publicaciones de la Segunda República como Nueva España, Hoja Literaria, Cruz y raya, El mono azul y Hora de España, y descubro los orígenes del liberalismo político de la filósofa española. Todos esos artículos sobre las juventudes universitarias, la función política de la educación superior o la necesidad de un "renacimiento litúrgico" para que la religión católica pueda sumarse a la "revolución civil", concepto que usa Zambrano con mucha familiaridad, son el cajón de sastre de su primer gran ensayo, el injustamente olvidado Horizonte del liberalismo (1930), donde las ideas centrales de su obra de madurez, Persona y democracia (1958), ya estaban insinuadas.
Sorprenden en esos artículos políticos la vecindad que Zambrano, desde su liberalismo y su cristianismo, llegó a vivir con anarquistas, socialistas e, incluso, comunistas. En Hora de España, especialmente, compartió páginas con Juan Marinello, Octavio Paz y Lino Novás Calvo, demandó una vuelta al "realismo social" de Benito Pérez Galdós y escribió un elogio sobre la poética "materialista" de Pablo Neruda. Luego de leer esos textos juveniles se entienden mejor sus dudas sobre la profesión filosófica, confesadas en sus memorias Delirio y destino (1989), escritas a principios de los 50 en La Habana. Dudas que, en realidad, comenzaron muy temprano, tal vez desde su primer ensayo en Revista de Occidente, "Hacia un saber del alma" (1934).
Con esos textos a la mano no resulta extraño tampoco que en su breve paso por La Habana, en 1936, con su esposo Alfonso Rodríguez Aldave, camino a Chile, cuando un grupo de jóvenes invita a la pareja a comer en la Bodeguita del Medio, Zambrano identifique a un "joven, inédito y de izquierda" José Lezama Lima, que se había leído sus nueve colaboraciones en la Revista de Occidente, aunque en su mayoría fueran breves reseñas de libros de filosofía. Todo aquello era entonces "izquierda", Cruz y raya de José Bergamín y también Revista de Occidente de José Ortega y Gasset. Y aquella izquierda era republicana y liberal, como se encargaría de reafirmar la propia Zambrano cuando se negó a adoptar el "dogma de la educación socialista", en el México cardenista, asignada por la Casa de España como profesora de filosofía en la Universidad de Morelia, Michoacán.

domingo, 9 de agosto de 2015

Aguilera, narrador

Los dos últimos libros del escritor cubano Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970)  respetan y, a la vez, violan una regla no escrita del grupo Diáspora(s), que lanzó el samizdat habanero del mismo nombre a fines de los 90. Aquellos escritores parecían decir no a la novela y entregarse al rol del "narrador", pensado por Walter Benjamin no como una categoría integradora de todas las ficciones sino como arquetipo contrapuesto al del novelista. El narrador, según Benjamin, era un escritor de relatos que se resistían a la formas genéricas del cuento o de la novela. Y no precisamente por la mayor o menor extensión del texto.
Varios de ellos y, especialmente, los dos principales editores de la publicación, Rolando Sánchez Mejías y el propio Aguilera, se han movido en las últimas décadas entre la poesía y un tipo de relato  -Historias de Olmo del primero o Teoría del alma china del segundo- que cabría dentro de la conceptualización benjaminiana de lo narrativo. Aguilera, sin embargo, ha publicado en el último año una novela y una nouvelle, que se abren más claramente a la encrucijada que el mercado del libro impone a escritores que han apostado, centralmente, por la escritura antes que por la institución-literatura.
Aguilera ha vivido la última década peregrinando entre diversas ciudades centroeuropeas: Bonn, Dresde, Frankfurt, Graz, Hannover y, finalmente, Praga, donde reside actualmente. Esa experiencia se ha filtrado en su narrativa por medio de la novela El imperio Oblómov (2014), perfecta parodia de la tradición de la saga familiar en la literatura de esa región fronteriza, donde comienza el Este o donde acaba el Oeste. Un tradición que lo mismo puede reclamar para sí la última novela de Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, o la primera de Thomas Mann, Los Buddenbrook, y que, de tanta afirmación predecible, ha acabado en caricaturas como Sunshine (1999), el film genealógico de István Szabó.
La parodia de Aguilera, en la que una estirpe de Oblómov -el personaje de Iván Goncharov que se convertiría en tipificación del tedio y la abulia en la cultura rusa del XIX- se reproduce a lo largo de varias generaciones por medio de variantes seriales de un mismo sujeto (Oblómov el Grande, Oblómov el Tuerto, Oblómov el Mudo, Oblómov el Piadoso, Oblómov Satanás, Gran Oblomovina, Mamushka Oblomovina, Oblomovina la Contenta...), es un pretexto para narrar los imperios, las guerras, las dictaduras, los exilios y los racismos en el Este de Europa. Una historia de muertes, en la que la genealogía Oblómov abre paréntesis a otras tramas de sangre, como la de los Uliánov en Rusia, que resume, a su vez, la experiencia de la Revolución Rusa, leída por Aguilera en la obra del historiador londinense E. H. Carr.
La clave de El imperio Oblómov no está en la trama de la novela sino en la extrañeza de un narrador que se ubica desde las primeras líneas fuera del territorio de la ficción. Un narrador que "odia el Este y todo lo que simboliza el Este". Ese narrador, que aborrece la sobrevida del pasado en la memoria, es el mismo que cuenta en primera persona la trama del relato Clausewitz y yo (2015). La historia de un parricida, que con una Remignton revienta el cráneo a su padre alcohólico y patán. Un relato sádico que, por momentos, recuerda a Kafka o a Palacio, el ecuatoriano de Un hombre muerto a puntapiés (1927), que describe el parricidio como una de las bellas artes.
La experiencia centroeuropea vuelve a asomar la cabeza en esta nouvelle de Aguilera. Toda la mentalidad opresiva del padre ejecutado estaba codificada por un puñado de referencias al tratado Sobre la guerra de Karl von Clausewitz. El padre es aquí la alegoría cabal de un autoritarismo, cifrado en la Prusia del siglo XIX, que hace del mal gusto la estética oficial del despotismo y que convierte la cría e ingesta de conejos en una versión familiar de la economía de Estado. Europa central funciona, en la narrativa de Carlos A. Aguilera, como una suerte de gran archivo del totalitarismo, del que es posible derivar cualquier representación literaria del terror.

viernes, 7 de agosto de 2015

Montaigne en la playa

Antoine Compagnon, profesor de Columbia y autor de ese ensayo ejemplar titulado Los antimodernos, vuelve a escribir sobre Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, en buena medida, por haber sido un pensador "antimoderno". No escribe, esta vez, Compagnon como el profesor que es, no se interesa por la "alegoría" o cualquier otra puerta conceptual a los Ensayos. Escribe como comentarista, como vacacionista que glosa a un autor entrañable.
Un verano con Montaigne (2015) repite el gesto de Jean Lacouture en su Montaigne a caballo (2007) de devolver al escritor a su cuerpo y, en especial, a la historia de su cuerpo. A sus cólicos, sus largas cabalgatas, sus miedos y fiebres. Pero a Compagnon le interesan más puntualmente las marcas que esos llamados del cuerpo dejan en la escritura. El resultado es un Montaigne enfermo, que se cae del caballo con frecuencia, que pierde dientes, que depende del olfato como de ningún otro sentido y que aborrece a los médicos.
Lo que ha hecho Compagnon, bajo la luminosidad de la playa, es leer el cuerpo de Montaigne que se oculta bajo la escritura de los Ensayos. Un ejercicio de transparencia radical, en el que la lectura es develación de noticias y datos, expedientes y diagnósticos, como si se tratase de un discurso clínico cubierto por una espesa capa moral. El Montaigne antimoderno que sigue interesando a Compagnon, que duda del progreso y augura que el contacto de la civilización occidental con América pervertirá al Nuevo Mundo, es un caballero que escoge bien la camisa que se pone, que estudia a los hermafroditas, que caza y galantea.
En resumidas cuentas, lo que ha intentado Compagnon es presentarnos al antimoderno Montaigne como un contemporáneo suyo. No una sino varias veces detectamos a Compagnon retratándose a sí mismo a través de su semblanza de Montaigne. Lo mismo cuando relativiza la positividad de la memoria que cuando vindica el poder epistémico y moral de la verdad. Pero sobre todo cuando lee a Montaigne colocado en las antípodas de Maquiavelo, que piensa que el éxito político del letrado está en presentarse como lo que es y no como eminencia gris o poder espiritual detrás del trono.
El letrado que, como Montaigne o Maquiavelo, entra en lides diplomáticas o políticas, según Compagnon, tiene más posibilidades de triunfar si actúa más como el primero que como el segundo. Es decir, si no aspira al rol de consejero del príncipe o a cualquier modalidad del compromiso y se atiene al lugar de la cultura o el saber como territorios de intervención en la diplomacia o la política. Presentarse como lo que es y seguir la "vía abierta", en vez de la "vía encubierta" de Maquiavelo, es, según Montaigne y según Compagnon, la opción más feliz y, también, la más eficaz.