Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 16 de febrero de 2018

Yo no vengo a decir un discurso



El biógrafo Gerald Martin lo ha destacado, pero tal vez valga la pena pensarlo más detenidamente. Buena parte de la retórica que leemos en las novelas de Gabriel García Márquez proviene de una formación juvenil en el colegio jesuita de San José y luego en el liceo de Zipaquirá, donde se encuentra, por cierto, la impresionante Catedral de la Sal.
En una compilación de discursos de García Márquez que hace unos años editó la editorial Vintage Books en español, en Nueva York, aparece un texto del escritor colombiano a sus 17 años, que permite detectar los orígenes de aquel paso de la retórica a la ficción. Por lo visto, García Márquez fue designado como el orador que daría el discurso de fin de año y, en vez de un discurso al uso, escribió una suerte de contradiscurso, donde aparece varias veces la frase tantas veces citada: "yo no vengo a decir un discurso".
García Márquez juega con la ambivalencia del orador que promete no decir un discurso y, por supuesto, lo dice. No hace una argumentación sobre el sentido de la amistad, pero escenifica un homenaje a sus amigos y condiscípulos, de quienes hace semblanzas literarias. A tres amigos inseparables los llama "los tres mosqueteros", a otro, bien dotado para química, "gran caballero del tubo de ensayo", a otro más, "cónsul de la consagración y la buena voluntad".
El final del texto es un remedo de la oratoria más rancia del ceremonial republicano en América Latina y, especialmente, en el Caribe. Habla de los dos mejores alumnos como "columnas vivas que sostienen en sus hombros la responsabilidad de mis palabras, cuando yo digo que este grupo de muchachos está destinado a perdurar en los mejores daguerrotipos de Colombia. Todos ellos van en busca de la luz por un mismo ideal".
No podría terminar, el joven Gabo, aquella arenga tribunicia, sin una cita de Cicerón: "declaro a este grupo de jóvenes, con las palabras de Cicerón, miembros de número de la academia del deber y ciudadanos de la inteligencia". Esa retórica que no se asume a sí misma, que rehuye juguetonamente de su propia solemnidad, pero luego reafirmarla, es una de las claves de toda la narrativa posterior de García Márquez.

miércoles, 10 de enero de 2018

Mañach, Baquero y el falso dilema de la literatura y la política

En Diario de Cuba, José Prats Sariol reseña la antología La cura que quisimos (Casa Vacía, 2017), que reúne artículos de Jorge Mañach sobre la Revolución Cubana, compilados por Carlos Espinosa Domínguez, y hace algunas objeciones a mi comentario sobre ese libro. Lo que yo cuestionaba aquí es la idea de Gastón Baquero de que la vocación pública de Jorge Mañach limitó sus posibilidades como escritor, suscrita por Duanel Díaz en el prólogo, y la sugerencia de que frente al fenómeno de la Revolución Cubana el primero actuó con mayor lucidez o coherencia que el segundo.
Ambas opiniones me parecen equivocadas. No es cierto, como asegura Prats Sariol, que Mañach no escribió ensayos de la calidad de Indagación del choteo (1928) y otros textos suyos de los años 20 y 30, después de 1940. Hay pasajes de Examen del quijotismo (1950) o de Para una filosofía de la vida (1951), como "Trinidad de Goethe" o "El filosofar de Varona", o capítulos enteros de El espíritu de Martí (1951) como "Sangre y tierra", "Vocación" y "Crisis", o lo que sobrevivió de su inconclusa Teoría de la frontera (1961), de la más alta calidad ensayística.
Fue, justamente, en Para una filosofía de la vida, que Mañach se acercó más a un pensamiento filosófico profesional. Pero lo hizo sin descuidar el estilo que, por momentos, recuerda mucho a María Zambrano, quien lo frecuentaba por entonces en La Habana. Ese Mañach de los 50, por cierto, está bastante lejos ya de José Ortega y Gasset, a quien critica más de una vez, por lo que el tópico del orteguismo de Mañach, que repite Prats Sariol, no se sostiene desde un conocimiento más preciso de la obra del filósofo cubano.
Tampoco concuerdo con que la poesía de Baquero no alcanzara o no recuperara nunca el refinamiento de sus primeros poemas de los años 40, como consecuencia de su entrega a lo público. En primer lugar, porque aquellos poemas, "Palabras escritas en la arena por un inocente", "Saúl sobre su espada", "Testamento del pez", fueron escritos, como los ensayos de Mañach de los 20, en medio de una acelerada integración de ambos escritores a la esfera pública de la isla.
Como observa Carlos Espinosa Domínguez en su también reciente antología de prosas de Baquero, Paginario disperso (Unión, 2014), el poeta ya escribía regularmente en El Mundo en 1942. Y desde el año siguiente, 1943, Virgilio Piñera y otros le reprochaban dedicarse demasiado al periodismo porque podía pervertir sus virtudes expresivas. Algo a lo que siempre se opuso Baquero, en sucesivos ensayos de los años 40 y 50, en los que defendió el periodismo como género de la literatura. Si algo molestaba a Baquero entonces era el veredicto, muy "origenista" por cierto, de "es usted otro escritor echado a perder por el periodismo".
Por eso creo que el juicio coyuntural de Baquero sobre Mañach, en 1962, que suscribe Duanel Díaz, niega, en buena medida, las propias ideas de Baquero sobre el falso dilema entre literatura y política, que el poeta logró desarrollar en el ensayo así titulado "Periodismo y literatura", incluido por Alberto Díaz-Díaz en su antología Fabulaciones en prosa (2014).Y, salvo que neguemos la calidad de los poemas de Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984) o Poemas invisibles (1991), podría aceptarse la tesis de que la poesía de Baquero perdió valor por dedicarse demasiado al periodismo, cosa que siguió haciendo regularmente desde su exilio en Madrid.
Creo también, aunque Prats Sariol no lo vea o no lo quiera reconocer, que la inclusión del epílogo de Baquero, autorizado por Díaz desde el prólogo, busca contraponer el Mañach revolucionario y el Baquero contrarrevolucionario. De ahí que, a mi juicio, sí sea pertinente apuntar que lo que en buena medida evitó que Baquero se identificara con la Revolución Cubana fue su simpatía por el gobierno batistiano. Algo que, en resumidas cuentas, sería tan vindicable o cuestionable como el entusiasmo inicial de Mañach con el fidelismo.
Cuando digo que aquellos entusiasmos no carecían de fisuras, por supuesto que no me estoy refiriendo a Edmund Husserl, sino a algo tan elemental como las distancias críticas que caracterizan buena parte del partidismo político de los intelectuales modernos. Como puede leerse en La cura que quisimos, el apoyo de Mañach a la Revolución hasta 1960 no fue incondicional. Como tampoco lo fue el respaldo de Baquero al régimen de Batista, como hemos sostenido aquí y en las páginas dedicadas al tema en Motivos de Anteo (2008). Ninguno de los dos fue un clérigo del Estado.

domingo, 7 de enero de 2018

Rodrigo Blanco Calderón y la novela del postchavismo

The Night (2016), la novela del joven escritor venezolano Rodrigo Blanco Calderón, nacido en Caracas en 1981, tiene todo lo que hace falta para afincarse en el mercado y la mejor crítica del libro iberoamericano. Cuenta varias historias violentas, rinde homenaje a escritores bizarros, desempolva el archivo de la izquierda latinoamericana de los 60, discurre con erudición sobre el trasfondo lingüístico de la literatura o sobre la psiquiatría conductista y critica el desastre de la Venezuela chavista. Esto último, sin embargo, no es el centro, ni siquiera la periferia, de la ficción.
The Night es la noche de los apagones y de la muerte de los venezolanos. La trama se construye sobre historias reales, espeluznantes, como la del psiquiatra feminicida Edmundo Chirinos, médico de cabecera de Carlos Andrés Pérez, Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y Hugo Chávez, o la de Luis Carrera Almoina, "el Monstruo de los Palos Grandes", hijo del laureado escritor Gustavo Carrera Damas, que durante meses violó y torturó a la joven Linda Loaiza. Ambas historias se entrelazan en la novela como referentes de una ficción que se vuelve sobre sí misma e interroga los límites lingüísticos de todo relato.
Estudiante él mismo de Lingüística en París, Blanco Calderón rinde homenaje a Ferdinand de Saussure por medio de la figura de Darío Lancini, un raro escritor venezolano que se especializó en palíndromos, anagramas y juegos de palabras. Lancini fue un poeta trotamundos, que vivió en París, Praga, Varsovia y Atenas, y que en su libro Oír a Darío (Monte Ávila, 1975), muy admirado por Julio Cortázar, escribió versos como "Yo sonoro no soy", "Adán aloja bajo la nada", "Roma no cede con amor" o poemas enteros a Dios o al mar, a base de palíndromos.
Lancini, y también Chirinos (Montesinos en la novela), son llaves de acceso al mundo de la izquierda venezolana de los años 60 y 70, que Blanco Calderón revisita con fascinación. La novela vuelve a contar las fugas de la cárcel de Teodoro Petkoff y su evolución hacia un socialismo democrático en los 70, así como las guerrillas de Douglas Bravo y los exilios de comunistas venezolanos en Europa. Como se reconoce en los Agradecimientos, el texto fue construido a partir de entrevistas con algunas figuras de aquella izquierda, que en las últimas décadas han sido opositores al chavismo y al madurismo.
La marca de Roberto Bolaño es inocultable en este libro: siluetas de escritores extravagantes, exilios latinoamericanos, nostalgias de la izquierda sesentera... La misma marca que hemos leído en Jorge Volpi, Santiago Roncagliolo y otros novelistas de las últimas generaciones latinoamericanas, que a diferencia de John Beverly, no vemos política o ideológicamente tan desconectados del chileno. Como hemos observado aquí, también en Bolaño había una visión muy crítica de la evolución de la izquierda latinoamericana en el poder: Castro, Ortega, Chávez...
Esa dimensión política es trabajada con sumo cuidado, evitando rigurosamente que la diatriba o el panfleto se adueñen de la prosa. Más que una novela antichavista es esta una ficción postchavista, en la que el autor no se inhibe, incluso, de ironizar sobre el tono "bíblico" o "delirante" de la propaganda opositora, que alerta sobre una "invasión castrocomunista" en Venezuela. La política de la ficción en The Night es muy parecida a la de algunos escritores cubanos de las últimas generaciones. Pienso, por lo pronto, en novelas recientes como La casa y la isla (2016) de Ronaldo Menéndez y Archivo (2015) de Jorge Enrique Lage, pero tal vez la sintonía sea más profunda.

sábado, 6 de enero de 2018

Alfonso Reyes: la posteridad del olvido



El ensayista Jesús Silva-Herzog Márquez ha compilado, para la editorial El Equilibrista, una antología de prosas breves de Alfonso Reyes, que nos llegó como regalo navideño. El título La cosa boba alude a un pasaje del Diario de Reyes, de 1911, en que el joven escritor, en medio de la agitación revolucionaria, dice refugiarse en la escritura. No en cualquier escritura sino en aquella apegada a temas cotidianos, íntimos, aparentemente sin trascendencia o que giraban en torno al oficio mismo del escritor.
         La idea provenía de un conocido fragmento de Las Moradas de Teresa de Jesús en que la santa de Ávila se disculpaba por tomar la página como “cosa boba” y dar rienda a suelta a curiosidades humanas que la teología más escolástica subestimaba. Lo bobo aludía tanto a la nimiedad del tema como al atrevimiento que suponía escribir sobre lo que no se sabe: la escritura era, a fin de cuentas, aprendizaje. Reyes también encontraba un estado de gracia en la soledad y el tedio de su biblioteca, donde a través de la prosa observaba los pequeños movimientos del mundo y de su persona.
         Silva-Herzog vuelve sobre las páginas que Hugo Hiriart dedicó a Reyes en El arte de perdurar (2010) e intenta otra versión del ya clásico paralelo entre el mexicano y Jorge Luis Borges. ¿Por qué si ambos escritores compartieron tantas lecturas, simpatías, obsesiones e, incluso, coordenadas estilísticas, la fama del argentino no hizo más que crecer, mientras la del mexicano se eclipsaba? La respuesta de Hiriart fue que Reyes “se pasó de civilizado” y que su cordialidad y enciclopedismo adoptaron, con frecuencia, un tono menor que, a la larga, lo desfavoreció.
         Silva-Herzog, en cambio, encuentra en esa literatura menor, en esos textos sobre cosas bobas, la clave del magisterio de Reyes: “en ninguna otra región de su vastísimo continente literario puede mostrarse ese genio que en aquellas piezas que podríamos llamar su literatura incidental”. Lo que libera el impulso de la escritura puede ser cualquier objeto o sensación inmediata: una cámara fotográfica Kodak, una cena en el Savoy de Londres, una compra en las Mantequerías Leonesas, la lentitud del correo, una cita, un epígrafe, las moscas… Luego el sentido del texto se eleva o se adentra en regiones más profundas, sin perder transparencia.
         Hay en esta antología de Reyes un especial cuidado en la selección de prosas dedicadas a la historia material de la literatura. Son abundantes, aquí, los ensayos sobre la relación del escritor con los libros, los malos o buenos hábitos de los impresores, la conveniencia o no de llevar diarios o cuadernos de apuntes o el uso y abuso de las citas. El perfil de Reyes que se dibuja no cabe, estrictamente, en la figura del escritor profesional. Había en aquel interés por el estado de la literatura mexicana e hispanoamericana un liderazgo intelectual que explica, en buena medida, su trayectoria como diplomático, traductor, editor y político cultural.
         De hecho, no es imposible percibir en estas prosas de Reyes una idea clínica de la literatura y del lenguaje que previene contra el efecto dañino o tóxico de ciertos giros del habla o la escritura. “De microbiología literaria”, un texto de 1923, escrito en Madrid, es el mejor ejemplo. Observaba Reyes un envilecimiento del lenguaje en la esfera pública que hacía desconfiar de cada verbo y cada frase. Todo era enmascaramiento: quien decía “frescura” o “gracia” quería decir “desvergüenza” y “bufonada”. La adjetivación se volvía fácil e irascible en aquel tiempo, cada vez más lejano a la corrección política de hoy.
          

martes, 2 de enero de 2018

Por qué la identidad cultural no existe




Lo dice François Jullien, filósofo francés, estudioso de Grecia pero también de China. La identidad no es otra cosa que un conjunto de recursos (lenguas, etnias, músicas, tradiciones, artes, cocinas, paisajes...) y la diferencia es un écart, una especie de distancia íntima o brecha dialogante, comunicativa, que permite que culturas distintas se reconozcan en lo común y lo universal:


"No hay identidad cultural francesa o europea sino recursos (franceses, europeos, y también de las otras culturas). Cuando una identidad se define, aparece un inventario de recursos. Tales recursos se exploran y se explotan -lo que yo llamo activar-. Así, la exigencia de universal es sin duda un recurso (incluso si el pensamiento de lo universal no es, como sabemos, universal sino singular), y esto se puede constatar en su capacidad reguladora: su capacidad para promover indefinidamente lo común en la Historia y mantenerlo abierto a ella, pues él tiende siempre a cerrarse y aislarse. Lo propio del recurso es pues su capacidad de promoción. Me parece que otro recurso europeo, correlativo a lo universal, es, para indicarlo globalmente, la promoción del Sujeto, y no del individuo (y del individualismo replegado en la estrechez del yo), sino del sujeto como un yo que se enuncia y, por eso mismo, introduce su iniciativa en el mundo, concibe en él un proyecto que hace efracción en la cerrazón de ese mundo: el proyecto hace que el sujeto "se mantenga fuera" del encierro en un mundo y le permite "ex-istir". Esto se traduce políticamente en un recurso, que siempre es necesario liberar, que es la libertad del sujeto, y del que la democracia extrae -aun si le es siempre difícil encontrar lo que la constituye- su razón y su legitimidad".

domingo, 24 de diciembre de 2017

La economía del enriquecimiento

Desde Marx sabemos que las formas históricas del capitalismo han sido variadas y que más que de una historia del capitalismo deberíamos hablar de historias de los capitalismos. Se trata de una premisa que aceptan historiadores, economistas y sociólogos en el campo académico, desde hace un siglo por lo menos, pero que encuentra una resistencia enorme en la ideología y la esfera pública de las izquierdas globales. Estaríamos en presencia de una de esas viejas y, por lo visto, irreductibles pugnas entre la teoría marxista y la práctica comunista que, a pesar de la caída del Muro de Berlín y el colapso del socialismo real, sigue viva en el siglo XXI.
En el último número de la New Left Review se reproduce una polémica entre Nancy Fraser, por un lado, y Luc Boltanski y Arnaud Esquerre, por el otro, que continúa el debate en torno a la tesis que el propio Boltanski y Eve Chapiello presentaron en un libro anterior, The New Spirit of Capitalism (2006). Lo que ahora, de un modo más preciso, Boltanski y Esquerre llaman "economía del enriquecimiento", ya no implicaría el nuevo "espíritu" del mismo capitalismo de siempre sino nuevas "formas capitalistas" que remueven los fundamentos del capitalismo industrial o financiero. Fraser advierte un cambio terminológico entre los conceptos de "espíritu" y "forma", que en principio sería un gesto de distancia de Weber y aproximación a Marx, pero que, sin embargo, le parece equívoco.
Boltanski y Esquerre encuentran las nuevas formas capitalistas en ciertas áreas de la economía, de gran desarrollo en el siglo XXI: el turismo, la moda, el patrimonio, las artes, el lujo, la gastronomía, el coleccionismo cultural, las nuevas tecnologías. Esa alta cultura de servicios que se ha instalado en las últimas décadas en las sociedades post-industriales comienza a generar un tipo de valorización de mercancías suntuarias que ya no responde a las claves de la explotación del trabajo y la obtención de plusvalía del periodo moderno. La fuerza de trabajo explotada es aquí una población minoritaria hipercalificada y los beneficiarios son, por lo general, amplios sectores de clase media. Dicen Boltanski y Esquerre: "mientras la economía de masas se basa principalmente en la explotación de los pobres, como trabajadores o consumidores, la economía del enriquecimiento obtiene sus beneficios esencialmente de los ricos".
Nancy Fraser acepta la evidencia de que, ciertamente, en algunas zonas de la economía capitalista desarrollada se están produciendo dinámicas propias de la desindustrialización, que alteran el conflicto y el análisis del conflicto entre empresarios y trabajadores. Y aunque Fraser concede que algunas de las modalidades más clásicas del capitalismo de masas se arraigan en otras regiones del mundo, como China, India o América Latina, se niega a aceptar que la nueva economía del enriquecimiento determine o defina el sentido del capitalismo global en nuestros días. A su juicio, si hay diversas formas de capitalismo en el siglo XXI, la financiera sigue siendo la hegemónica.

domingo, 17 de diciembre de 2017

La biblioteca del pensamiento vivo




En una vieja librería de la Ciudad de México, doy con varios de los volúmenes de la, una vez famosa, Biblioteca del Pensamiento Vivo de la editorial Losada, en Buenos Aires. Casi todos los volúmenes son de los años 30 y 40, y un repaso de los títulos y autores dice bastante de la cultura de entreguerras en América Latina. El "pensamiento vivo" de Rousseau corrió a cargo de Romain Rolland, el de Voltaire de André Maurois, el de Montaigne de André Gide, el de Pascal de Francois Mauriac, el de Descartes de Paul Valéry, el de Schopenhauer de Thomas Mann y el de Nietzsche de su hermano, Heinrich Mann.
La muestra es suficiente para reconocer el origen francés del proyecto, pero también para describir el pensamiento a vivificar y el tipo de lectura que le daba respiración boca a boca. Casi ninguno de los pensadores elegidos era un filósofo duro o sistemático y todas las semblanzas corrían a cargo de escritores. El Marx de Trotsky no era una excepción, ya que el líder bolchevique, por entonces exiliado en México, circulaba en Occidente como historiador o ensayista. Para confirmar la regla, los responsables de la colección pidieron un pensamiento vivo de Emerson a un poeta: Edgar Lee Masters.
Tampoco estaba injustificado un pensamiento vivo de Tolstoy por Stefan Zweig, ya que el escritor ruso era percibido, a principios del siglo XX, como pensador. Pero cabe preguntarse por qué un pensamiento vivo de Séneca por María Zambrano o uno de Platón por Jean Guitton y no uno de Aristóteles o por qué el pensamiento vivo de Kant por Julien Benda o de Kierkegaard por W. H. Auden y no un volumen dedicado a Hegel. Tal vez porque con Aristóteles o Hegel sucedía que el pensamiento no estaba muerto y no había que revivirlo en la semblanza de algún escritor.
Los arquitectos de la colección intentaban proponer la filosofía como género literario. Los filósofos elegidos eran, todos, excelentes escritores y sus glosistas eran narradores y poetas de primer nivel a mediados del siglo XX. El catálogo era una reacción no sólo contra la "muerte" del pensamiento sino contra el abandono de la filosofía por parte de los escritores. Era muy de aquellos tiempos, de ascenso de los totalitarismos, esa defensa del diálogo humanístico entre filosofía y literatura. Hoy, en cambio, cuando la democracia está más difundida que nunca, hemos llegado a lo mismo que tanto se temía entonces: los filósofos del pasado se olvidan y los escritores del presente dan la espalda a las ideas.