Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 9 de agosto de 2018

Recontar la izquierda


En los últimos años se ha acumulado una serie de estudios sobre la historia de la izquierda en México, que es pertinente relacionar con un cambio de época. Las razones más profundas de esa renovación historiográfica tienen que ver con la crisis que vive el modelo de transición democrática armado en los 90, pero también con el agotamiento de los referentes tradicionales de la izquierda latinoamericana del siglo XX, cuya evidencia más persuasiva es el desastre venezolano.
A pesar de que las causas de esa producción pueden ser tan coyunturales como las recientes elecciones, no hay que descartar el papel del tiempo en la memoria colectiva y la historia escrita. Los ciclos generacionales advertidos hace un siglo por José Ortega y Gasset pesan, no sólo en la mentalidad personal o colectiva, sino en la vida intelectual. Vivimos el medio siglo de las revueltas juveniles del 68 y los treinta años de la caída del Muro de Berlín, dos fenómenos cruciales para la reconfiguración de la izquierda contemporánea.
Menciono cinco libros de los dos últimos años, que llaman a recontar la historia de la izquierda en el siglo XX. Resultado de una prolongada investigación, Daniela Spenser publicó, finalmente, su ambiciosa biografía de Lombardo Toledano. Spenser revisó archivos de Gran Bretaña, Estados Unidos, los Países Bajos, Suiza, República Checa, Rusia y, por supuesto, México. La historiadora narra al detalle e interpreta con sutileza el rol de Lombardo Toledano en la fundación y dirección de la CTM, durante la consolidación del régimen post-revolucionario.
Pero también se detiene en el papel del líder sindical en la creación y conducción, hasta su crisis final en 1963, de la Confederación de Trabajadores de América Latina (CTAL). Lombardo aparece en esta biografía como el hombre de Moscú, no sólo en México sino en el movimiento sindical latinoamericano antes y durante el calentamiento de la Guerra Fría. Su declive, en los 60, tuvo que ver tanto con la radicalización marxista que produjo la Revolución Cubana como con el anquilosamiento del socialismo soviético frente a la Nueva Izquierda del 68.
Carlos Illades, uno de los más serios y prolíficos historiadores de la izquierda en México, ha publicado dos libros ineludibles sobre el tema: el volumen colectivo Camaradas (2017), que editó la Secretaría de Cultura y el Fondo de Cultura Económica, y El marxismo en México (Taurus, 2018). En ambos se recorre la trayectoria intelectual y política de los socialistas y comunistas mexicanos, desde la creativa y heterodoxa década de los 20, hasta la deriva estalinista y prosoviética de la Guerra Fría, pasando, desde luego, por el trotskismo, el anarquismo y otras corrientes reacias a los dogmas de Moscú.
Los libros de Spenser e Illades dan cuenta de la crisis que el 68 y el 89 representaron para la izquierda partidaria del socialismo real en México. Si el primer año supuso el mayor desafío desde el flanco heterodoxo de la izquierda, el segundo implicaría el inicio de una migración masiva hacia el nacionalismo revolucionario, que llega hasta nuestros días. Esa diferencia explica, entre otras cosas, el poderoso atractivo que sigue ejerciendo el 68 como promesa de una izquierda libertaria.
Sobre el 68 se ha escrito y publicado mucho y todavía faltan por aparecer algunos volúmenes decisivos en lo que queda de año. Pero el contraste con el 89, en tanto símbolo de la derrota de la utopía, se lee en libros como México 1968. Experimentos de la libertad. Constelaciones de la democracia (2018) de Susana Draper, editado por Siglo XXI, y el más reciente, El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA (2018), de Sergio Aguayo, a cargo de Ediciones Proceso. Cada uno en su perspectiva, los estudios culturales en el caso de Draper y la historia política en el caso de Aguayo, desembocan en el duelo ante una promesa asediada por los grandes –y no tan grandes- poderes de la Guerra Fría en América Latina.   

sábado, 21 de julio de 2018

Guillermo Sheridan: crónica y archivo


Si Salvador Novo supo infiltrar la crónica en el áspero ritual de los sexenios presidenciales y Carlos Monsiváis la llevó a los confines del caos urbano, Guillermo Sheridan ha logrado devolverla al archivo, a la biblioteca, a su origen letrado. Uno de los grandes maestros de la ironía en México hace de la ciudad letrada objeto de disquisición y curioseo.
         En su último libro, Paseos por la calle de la amargura (2018), Sheridan reúne apuntes salvados del cajón de sastre de sus grandes libros sobre Octavio Paz: Poeta con paisaje (2005), Habitación con retratos (2015), Los idilios salvajes (2016). Se interesa, por ejemplo, en la figura de José Revueltas en la correspondencia entre Paz y Fuentes. De 1968 a 1971, el epistolario de ambos escritores es el centro de una conjura intelectual contra la prisión de Revueltas en Lecumberri.
         Revueltas era admirado por Paz desde sus primeras novelas –Los muros de agua, El luto humano, Los días terrenales- y esa admiración se volcó en solidaridad frente al encierro del escritor socialista. Caso contrario al del poeta Jaime Sabines, a quien Paz elogiaba como “expresionista”, pero que al ponerse del lado de los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, merece su repudio y el de Fuentes.
         El apoyo a Revueltas de Paz y Fuentes se enmarca en largo periodo de amistad y colaboración intelectual entre ambos escritores que va de los años 50 a principios de los 70 y que tiene como uno de sus principales puntos de coincidencia la crítica al avance del totalitarismo en Cuba. Sheridan recorre la correspondencia del poeta y el novelista y localiza con bastante precisión el distanciamiento que sigue a la aproximación de Fuentes al gobierno de Luis Echeverría, que llegó a nombrarlo embajador en Francia, en 1975.
         Se detiene también el cronista en los congresos literarios de la primera mitad de los 60, patrocinados por la Fundación Interamericana para las Artes, en los que Fuentes oficiaba como embajador del boom. Aquellas reuniones en Santiago de Chile y Chichén Itzá fueron antecedentes inmediatos del famoso congreso del Pen Club en Nueva York, en 1966, coronado por Pablo Neruda, que hizo estallar la Guerra Fría cultural en la izquierda.
         Las crónicas de Sheridan se acercan al gran género de entonces, la novela policiaca, cuando avanza sobre la trama de la CIA en la comunidad de escritores. Cuenta la historia de la agente June Cobb, joven norteamericana que intervino en la creación de la Asociación de Escritores de México, en 1963, y que se vería envuelta con su amiga Elena Garro en el rocambolesco capítulo mexicano de la máxima intriga de aquellos años: el asesinato del presidente Kennedy.
         En sus pesquisas, Sheridan reconstruye al detalle el papel de Garro como informante del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz durante la represión del movimiento estudiantil del 68. Los testimonios de la escritora sobre la “conspiración intelectual comunista” contra Díaz Ordaz y su sucesor Luis Echeverría están bien afincados en la documentación de la CIA y los servicios de inteligencia mexicanos. Por lo que tras leer a Sheridan se vuelve más asombrosa la resistencia de algunos críticos a aceptar esos vínculos.
         Ya inmerso en el mundo de la filantropía intelectual de Washington en la Guerra Fría mexicana, Sheridan cuenta la historia de la revista Diálogos, impulsada por agentes norteamericanos, y dirigida por Ramón Xirau, y los múltiples proyectos de la Fundación Rockefeller desde los años 50. Por el camino, da con la documentación encriptada del proyecto GNOMO, un operativo de la NKVD soviética para rescatar de Lecumberri a Ramón Mercader, asesino de León Trotski.
         La transcripción del proyecto GNOMO en la prosa de Sheridan produce una experiencia curiosa. El lector pasa de las  cartas entre poetas y novelistas a los mensajes cifrados entre agentes soviéticos en México. Sheridan, lector de poetas, logra componer en mayúsculas negras un collage textual (REDACTOR-CARTAGO-TIMONEL, LUKA-NERUDA-RUMANÍA, SERGE-GORKIN-CAMPIÑA-ZORRILLOS…) que recuerdan los cadáveres exquisitos del surrealismo francés.   
             

sábado, 14 de julio de 2018

Amor a La Habana


Se acerca el V Centenario de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana, más conocida, familiarmente, como La Habana. El gobierno cubano y sus principales publicaciones reconocen como fecha oficial de la fundación de la ciudad, por el conquistador Diego Velázquez, el 16 de noviembre de 1519. Sin embargo, algunos medios como Ecured, la Wikipedia ideológica de la isla, aseguran que la ciudad fue creada el 25 de julio de 1515.
      Según los editores de Ecured, la ciudad se fundó ese día, no por alguna coincidencia con el asalto al cuartel Moncada, protagonizado por Fidel Castro y sus seguidores varios siglos después, en 1953, sino porque el 25 de julio es el día de San Cristóbal, patrono de los viajeros y los marinos. Sin embargo, de acuerdo con la mayoría de las publicaciones litúrgicas, el día de San Cristóbal se celebra el 10 de julio de cada año en los países católicos.
          La historia de La Habana, durante sus primeros cuatro siglos, estuvo decidida por el protagonismo del puerto y la belleza natural de la bahía. Alejandro de Humboldt anotaba en su Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826): “la vista de La Habana, a la entrada del puerto, es una de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse en el litoral de la América equinoccial”. Se refería Humboldt a una alegría estrictamente física, propia de la “majestad de las formas vegetales y el vigor orgánico de la zona tórrida”.
          Un siglo después, apuntaba Fernando Ortiz: “La Habana, capital marina de las Américas, y Sevilla, que lo fue de los pueblos de Iberia, cambiaron año tras año por tres siglos sus naves, sus gentes, sus riquezas y sus costumbres, y con ellas sus pícaros y sus picardías y todos los placeres de sus almas regocijadas”. Ya aquí la alegría habanera era humana, antropológica, pero igualmente subordinada a la función portuaria de la bahía.
          En casi todos los mapas de La Habana, hasta mediados del siglo XIX, el personaje central es la enorme bahía de tres ensenadas. Al oeste de la entrada, del lado del castillo de La Punta, un pequeño perímetro entre la muralla y el puerto, constituía, propiamente, la parte habitada de la ciudad. Es a fines del siglo cuando mapas como el de Francisco de Alvear y Lara en 1874 o de Facundo Cañada López de 1890, ubican el centro de la ciudad en tierra firme e incluyen los nuevos barrios extramuros.
          Entonces los narradores y poetas de la isla comienzan a declarar su amor a la ciudad: no a la villa o al puerto, sino a lo que entendemos por La Habana moderna. Pero a diferencia de los historiadores o los cartógrafos, los escritores prefirieron fijar la mirada en algunos rincones antes que en el conjunto de la ciudad. Cirilo Villaverde narró el Paseo del Prado, con sus “caleseros expertos” y sus “tímidas señoritas”. Plácido celebró la Fuente de la India, con su alegoría de la “noble Habana”, de “color de nieve” y “estructura fina”, “dominando una fuente cristalina/ sentada en trono de alabastro breve”.
          Lydia Cabrera y Dulce María Loynaz cantaron al Almendares, “río de nombre musical”, que fue la segunda frontera de la ciudad, después de la Muralla y antes de la construcción de Miramar. José Lezama Lima elogió las calles Obispo y O’Relly, que “son una sola en dos tiempos: una para ir a la bahía y otra para volver a internarse en la ciudad”. En vez de aquellas “callejas minoanas” de la Habana Vieja, Eliseo Diego prefirió la calzada “más bien enorme” de Jesús del Monte. Fina García Marruz retrató el “donaire de la Giraldilla”, en la torre del Castillo de la Fuerza, y Gastón Baquero divisó las luces del Malecón desde el ojo de un pez, que, antes de morir, dice adiós a la ciudad.
          Incluso Alejo Carpentier, que tuvo una idea muy completa de La Habana, recurría al detalle cuando decía que "La Habana es el único puerto que ofrece una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad". Esa imagen inicial de castillos, fosos y atalayas, que deslumbra al viajero, escondía la perfección urbanística de los barrios cuadriculados que ascendían, a través de calzadas serpenteantes, desde la bahía y el mar, hasta las colinas de San Miguel del Padrón, el Príncipe o Santos Suárez. Más a gusto en su microcosmos, Guillermo Cabrera Infante hizo de algunas cuadras de La Rampa el corazón de la ciudad.
         Pero aquellas miradas tan enfocadas, como la del poeta Emilio Ballagas, otra vez, a la Fuente de la India, o la de Fina García Marruz a las gotas de agua que caen de los balcones de la Habana Vieja, trasmitían un amor implícito a la ciudad entera. La Habana moderna, construida apenas en medio siglo, exactamente entre la primera intervención norteamericana de 1898 y 1955, cuando Josep Lluís Sert, Paul Lester Wiener, Paul Schultz y Mario Romañach elaboran el gran Plan Director de la ciudad, era el verdadero objeto del deseo. Detrás de las miradas absortas en un detalle avanzaba el amor y la fidelidad al trazado perfecto de la urbe.