Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 21 de marzo de 2019

Las repúblicas imaginarias de Alfonso Reyes



Uno de los últimos ensayos que Alfonso Reyes vio publicado en vida fue “Las repúblicas imaginarias”, aparecido en Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, en febrero de 1959, año de la muerte del escritor mexicano. La revista Cuadernos, dirigida entonces por el trotskista valenciano Julián Gorkin, fue una publicación denostada por la izquierda latinoamericana de los años 60, luego de que se revelara que la CIA había contribuido a su financiamiento. Hoy resulta una fuente clave de la nueva historia de las ideas latinoamericanas.
En los años 50, allí publicaban algunos de los mayores escritores de la región: la chilena Gabriela Mistral, los venezolanos Rómulo Gallegos y Mariano Picón Salas, los cubanos Jorge Mañach y Eugenio Florit, el colombiano Germán Arciniegas, el peruano Luis Alberto Sánchez, las argentinas Victoria Ocampo y Alejandra Pizarnik, el mexicano Octavio Paz. En Cuadernos, Reyes publicó tres textos fundamentales: “Encuentro con Pedro Henríquez Ureña” en el número 10 de 1955, “La antesala de Grecia” en el número 31 de 1958 y “Las repúblicas imaginarias” en el número 34 de 1959.
Aquel año había arrancado con el triunfo de la Revolución Cubana en enero, que Reyes siguió de cerca por la prensa mexicana, pero, también, por la correspondencia con sus muchos y muy diversos amigos cubanos: Jorge Mañach, Juan Marinello, José Antonio Portuondo, Raúl Roa, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar… Mañach había publicado, precisamente en el número 30 de Cuadernos, el ensayo “El drama de Cuba”, en que defendía la insurrección que Fidel Castro encabezaba en la Sierra Maestra. En la biblioteca de la Capilla Alfonsina, en la Colonia Condesa, se encuentra un ejemplar de ese número de Cuadernos, probablemente subrayado por el propio Reyes.
Aquella reverberación del latinoamericanismo en la Guerra Fría se lee en “Las repúblicas imaginarias”, en febrero de 1959. Allí el escritor rememoraba cuatro grandes utopías de la literatura occidental: las de Tomás Moro, Tommaso Campanella, Francis Bacon y James Harrington. Se detenía en la Utopía de Moro, que a partir de estudios del antropólogo peruano Luis E. Valcárcel, relacionaba con el mundo incaico y amazónico, conquistado después de la publicación del libro del lord canciller de Enrique VIII. Pero también en La república de Océana de Harrington, que tradujo nada menos que Enrique Díez-Canedo para el Fondo de Cultura Económica en 1944, y que Reyes, tan cercano a Daniel Cosío Villegas, debió haber leído en el manuscrito, ya que la versión impresa no apareció hasta 1987.
Reyes captaba el centro argumentativo de la utopía oceánica de Harrington: la distribución de la propiedad territorial y la rotación del mandato presidencial. Según Reyes, había una coincidencia evidente entre las tesis de Harrington y la ideología de la Revolución Mexicana: “Harrington propone una ley agraria que limite la propiedad territorial. El límite no se fija conforme a la extensión, sino conforme al rendimiento de las parcelas, el cual no deberá superar las tres mil libras. Ese sistema de repartimientos rurales no carece de interés, aún en nuestros días. Respecto a la renovación de magistrados, el Senado o poder ejecutivo de la Océana, mudará anualmente por tercias partes, y ningún senador podrá ser reelecto para el periodo inmediato. Resumen: repartición agraria, sufragio efectivo y no reelección. ¡Los lemas de la Revolución Mexicana!”.
Las repúblicas imaginarias del utopismo europeo debían ser, según Reyes, realidades americanas. Mucho de aquel republicanismo harringtoniano, como años después estudiaría el historiador británico J. G. A. Pocock, estuvo en los orígenes de Estados Unidos. Y mucho de ese republicanismo desembocó en la tradición revolucionaria mexicana y cubana del siglo XX. Alfonso Reyes alcanzó a verlo mejor que algunos intelectuales de la izquierda de entonces.



miércoles, 13 de marzo de 2019

El Trimestre Económico y la izquierda latinoamericana


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Es una fortuna que el Fondo de Cultura Económica haya logrado la captura electrónica de la revista El Trimestre Económico, fundada por Daniel Cosío Villegas y Eduardo Villaseñor en 1934, a meses de la presidencia del general Lázaro Cárdenas. El lector puede acceder al archivo digital de esa publicación cardinal del pensamiento económico latinoamericano y hacerse una idea propia de su evolución.
       La suspensión del Comité Editorial de El Trimestre Económico parte de un juicio histórico lapidario, que no se basa en una lectura cuidadosa de la trayectoria intelectual de la publicación. Dicen los nuevos directivos que El Trimestre Económico era una publicación “portadora del proyecto neoliberal”, sin hacer, siquiera, distinciones de sus fases históricas: fases como las de cualquier editorial o revista occidental en ocho décadas.
       Es muy fácil refutar esa visión ahistórica: basta leer los índices de la revista desde 1934. En los primeros números de aquel año, por ejemplo, aparecieron artículos como “Un órgano eficaz para intervenir en la economía” (1934) de Roberto López, donde se argumentaba que no era suficiente la Secretaría de Hacienda y Crédito para asegurar los intereses del Estado y que era preciso crear una institución especializada, o como “Los varios mercados de México” (1935) de Manuel Gamio, donde se proponía una gran integración del mercado interno nacional.
       En El Trimestre Económico se glosaron las ideas de John Maynard Keynes, pero también se reprodujo una famosa entrevista de H. G. Wells a Stalin, se publicaron los ensayos de Sidney y Beatrice Webb sobre la “civilización soviética” y se defendió abiertamente la economía planificada socialista. Entre los años 40 y 50, aquella revista mexicana fue una plataforma central de la difusión de las revoluciones y populismos latinoamericanos: allí aparecieron los documentos básicos de las reformas agrarias de Guatemala y Bolivia.
       Las tesis de Raúl Prebisch y la CEPAL ocuparon un espacio considerable. Allí escribieron los chilenos Aníbal Pinto y Osvaldo Sunkel, el brasileño Celso Furtado, el venezolano Carlos Rafael Silva y el cubano Felipe Pazos, muy cercanos todos al propio Prebisch y al mexicano Víctor L. Urquidi, sucesor de Cosío Villegas en la dirección de la revista y luego Presidente de El Colegio de México. Un diplomático y economista cepalino, Edmundo Flores, propagó las tesis económicas de las tres revoluciones de la Guerra Fría latinoamericana: la guatemalteca, la boliviana y, finalmente, la cubana.
       El Trimestre Económico  no dedicó uno sino cinco artículos a la Reforma Agraria cubana de 1959 y al tránsito socialista de la isla, que transformó la historia latinoamericana en la Guerra Fría. Cuatro de de aquellos artículos, los de los mexicanos Marco Antonio Durán y Juan F. Noyola, el del chileno Jacques Chonchol y el del marxista norteamericano Paul Baran, firma central de Monthly Review en Nueva York, eran celebraciones del proyecto cubano. La crítica que les hizo el economista cubano Felipe Pazos, colaborador habitual y autor, junto con Regino Boti, del programa económico del Movimiento 26 de Julio en 1958, no cuestionaba tanto el sentido como la aplicación de la nueva legislación agraria en Cuba.
       Entre los años 60 y 80, El Trimestre Económico se abrió a las tesis de la Teoría de la Dependencia y del desarrollismo latinoamericano. Allí se reseñaron la “vía chilena” y la Revolución Sandinista: Marcos Kaplan criticó la “concentración del poder político a nivel mundial”, John Kenneth Galbraith apostó por una “economía útil” y Branko Horvat propuso el modelo yugoslavo del “socialismo autogestionario”. Es cierto que a partir de los años 90 se publicaron textos de orientación neoliberal, pero los enfoques distributivos y desarrollistas, propios de la tradición neoclásica, cepalina o dependentista latinoamericana, nunca desaparecieron en El Trimestre Económico.
           

domingo, 3 de marzo de 2019

La causa de las humanidades


Hace cien años la Asociación Libre de Estudiantes de Munich invitó a Max Weber a que hablara sobre política y ciencia. Alemania se encontraba entonces en plena Revolución, tras la caída de la monarquía a fines de 1918. En Munich y en toda la región de Baviera, se había instalado una república soviética en enero de 1919, impulsada por Ernst Toller y el ala radical de la socialdemocracia. Las palabras de Weber iban dirigidas a estudiantes y profesores universitarios en una situación revolucionaria.
         Dijo entonces Weber que la política y la ciencia eran vocaciones, pero de muy distinto tipo. La política tenía que ver con la lucha por el poder del Estado y las diversas formas de ejercerlo. La ciencia, en cambio, que Weber comparaba con el arte, formaba parte de la “corriente del progreso”. A diferencia de una obra de arte perfecta, que es eterna, las mejores teorías científicas caducaban con el tiempo. La política, por su lado, ya se basara en una autoridad tradicional, carismática o legal, en una ética de la convicción o en otra de la responsabilidad, era mucho más efímera e inmediata que la ciencia, sobre todo en tiempo de revoluciones.
         Ambas, política y ciencia, se practicaban, según Weber, en un mundo moderno, cada vez más secularizado, que dejaba atrás los encantamientos de la magia, las religiones y las profecías. El influjo de la ciencia, a su juicio, haría de la política una vocación más racional y burocrática. No alcanzó a ver el sociólogo alemán, que falleció al año siguiente, la entronización de los grandes totalitarismos del siglo XX ni los constantes brotes de populismo, que confirmaban pero también contrariaban su hipótesis.
         En sus conferencias de Munich, Weber hablaba de las ciencias en general. Pero en un pasaje de “La ciencia como vocación” se refería a las “ciencias históricas de la cultura” (sociología, economía, historia, derecho, filosofía, teoría política o “del Estado”…) que corresponden, más o menos, a lo que todavía hoy llamamos ciencias sociales o humanidades. Desde el positivismo decimonónico hubo enfoques de las ciencias sociales poco humanísticos, más apegados a los modelos de las ciencias naturales o exactas. Ciertamente no podría achacarse esa tendencia a Weber, quien afirmaba que todas aquellas formas del saber, que él mismo practicó, indagaban la “naturaleza humana”.
         Las ciencias sociales, agregaba Weber, no nos ayudan, necesariamente, a ser más felices ni a comprender mejor nuestra vida. Sin embargo, las humanidades eran una buena “causa”, a la “altura de la dignidad” de las personas. El buen humanista, como el buen artista –salvo en casos geniales, como el de Goethe, en que la propia vida se vuelve arte-, es el que se entrega en cuerpo y alma a esa causa con denuedo y pasión. La causa de las humanidades, como la de la política, también debe ser protegida de las constantes amenazas de intereses ajenos.
         Esto llevó a Weber a recomendar la no aplicación de juicios de valor y posicionamientos políticos en las ciencias sociales. Algo extraordinariamente difícil por tratarse de disciplinas tan cercanas a las ideologías y que otras corrientes de pensamiento, como el marxismo, combatían desde la famosa tesis XI sobre Feuerbach. Pero si se leen con cuidado las últimas páginas de “La ciencia como vocación” se comprobará que la peor amenaza a las humanidades, según Weber, no provenía de las ideologías sino de las religiones modernas o lo que llamaba “el politeísmo”.
         La propuesta de Weber tenía, además, un sentido pedagógico. Si un profesor masón o católico o protestante utilizaba el aula para inclinar las ciencias sociales hacia su credo se estaba confundiendo la función de la universidad con la de las iglesias, las sectas o los seminarios religiosos. La causa de las humanidades en la modernidad demandaba la defensa de su autonomía frente a otras formas del saber o el poder: las religiones, la ideología o la política.
        


martes, 19 de febrero de 2019

Orwell, el elefante y la aspidistra


Conforme avanza el siglo XXI el pensamiento de George Orwell se vuelve más actual. No tanto porque hiciera profecías certeras sobre el Estado de vigilancia o sobre la propagación de noticias falsas. O porque elaborara perfectas alegorías del fanatismo político del siglo XX. Orwell es nuestro contemporáneo porque dio con la manera de narrar los riesgos de la asunción del fundamentalismo en política, cualquier fundamentalismo.
       Dice Irene Lozano, editora de los Ensayos de Orwell en 2013 en Debate, siguiendo a Christopher Hitchens, que el escritor británico tuvo la rareza de enfrentarse a tres fenómenos del siglo XX que, para muchos, no eran causas compaginables: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Tiene razón: antes de diseccionar los totalitarismos de derecha o izquierda, Orwell denunció el imperialismo británico en Birmania. Siendo muy joven, derivó de su experiencia de policía imperial en aquella colonia del Sudeste Asiático, una visión crítica que se plasma en la novela Burmese Days (1934).
       En otros textos de aquella época como “Matar un elefante”, Orwell describía la “naturaleza del imperio” de tal manera que son notables sus coincidencias con el nacionalismo descolonizador posterior, que tiene en Los condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon un texto básico. Lo que para Orwell era la esencia del imperialismo no era la posesión de tierras o el dominio financiero sino algo más profundo e intemporal: la asunción del hombre blanco como guardián de la seguridad de los pueblos “bárbaros”.
       La parábola del enorme elefante, ejecutado por el policía británico para salvar la vida de toda una comunidad birmana, supone una denuncia de la falacia de que el colonizador protege al colonizado. Pero también de la creencia muy arraigada, sobre todo en el Occidente metropolitano de hoy, de que los colonizados agradecen ese resguardo, cuando en realidad asisten a un espectáculo en el que, más bien, se ríen de la afectada bravuconería o el humanismo del colonizador.
       Lo fascinante en Orwell es que, al tiempo que es capaz de percibir la mirada irónica de la multitud birmana, no se toma en serio a sí mismo y acaba reconociendo que mata al elefante, sencillamente, por “no hacer el ridículo”. En este sentido, Orwell es una suerte de anti-Hemingway: no se cree ningún heroísmo, aunque lo practica en grado sumo, lo mismo cuando se incorpora a la filas del POUM en Cataluña que cuando rompe con el comunismo británico por su alianza con Stalin.
       ¿Cuánto antimperialismo o antifascismo no se ha justificado en nombre de alguna causa comunista, que no deja clara su posición frente al estalinismo? Todavía hoy es muy común escuchar disculpas de todo tipo al estalinismo, como si fuera pecado reconstruir con precisión el terrible saldo del Gulag o de las purgas estalinistas de los años 30 y 40. Mucho del chantaje de las simetrías discursivas, que, ante cualquier crítica a China o a Rusia, exige reiterar, una vez más, el rechazo al hegemonismo estadounidense o europeo, tiene su origen en aquellas décadas.
       Desde entonces se estableció una lógica del “mal menor” que resguardaba a los totalitarismos de izquierda frente a los de derecha. Por preferencias ideológicas se decidió que a las dictaduras de izquierda había que perdonarles la vida, mientras que a las de derecha se les condenaba al infierno. Pero, como sostenía el propio Orwell, en aquella carretera al infierno, como la única vía que conduce al muelle de Wigan, se amontonan todos los cadáveres de la barbarie del siglo XX.
       Podrán simular una existencia nueva, los adoradores de los viejos tiranos. Al final, todos, tendrán frente a sí al enorme elefante, como metáfora de la amenaza o el peligro extremo. Matar al elefante, nos dice Orwell, no significa conjurar el riesgo de las mayores pérdidas, sino, apenas, la ilusión de una sobrevida rutinaria y tediosa. Tan tediosa como la de la aspidistra.