Libros del crepúsculo

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viernes, 20 de septiembre de 2019

A un siglo del primer comunismo mexicano


Comienza a hablarse del centenario de la fundación del Partido Comunista Mexicano, que se cumplirá el 24 de noviembre de 2019. La efeméride es buena oportunidad para repensar críticamente la historia de esa institución, disuelta en 1981, y para confirmar su discontinua relación con el México postrevolucionario. Hablamos, en esencia, de un partido opositor minoritario, pero de gran relevancia cultural, social e ideológica en la historia del siglo XX.
         Algo que caracterizó los orígenes del PCM, y que comparte con otros de la región como el argentino y el chileno, fue su composición transnacional. En su fundación y dirección –hasta 1925, por lo menos-, intervinieron viajeros, refugiados o agentes de la III Internacional en México como el bengalí M. N. Roy, el bolchevique ruso Mijaíl Borodin, el japonés Sen Katayama, el alemán Alfonso Goldschmidt y los estadounidenses Charles F. Phillips (Frank Seaman), Evelyn Roy, Linn A. E. Gale y Bertram Wolfe, que llegaría a ser uno de sus principales líderes.
         Daniela Spenser, que lo ha estudiado en detalle, cuenta que tras la expulsión de Wolfe por el gobierno de Plutarco Elías Calles, en 1925, el núcleo mexicano del PCM, que en los primeros años estuvo bajo el liderazgo del controvertido José Allen, se solidificó con la dirección Xavier Guerrero, Luis G. Monzón, Hernán Laborde y, sobre todo, Rafael Carrillo Azpeitia. En los documentos reunidos por Elvira Concheiro y Carlos Payán y en el periódico El Machete se pueden leer los principales aciertos y limitaciones de aquel PCM.
         Entre los aspectos positivos podrían destacarse la apuesta por los movimientos ferrocarrilero y campesino, la gran interlocución con las artes, sobre todo a través de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, que fueron militantes de la organización, y la perspectiva latinoamericana y anticolonial que introdujeron en la política mexicana: apoyo a Sandino en Nicaragua, a los opositores a las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Gerardo Machado en Venezuela y Cuba, a los nacionalistas indios y marroquíes y a los comunistas chinos. Los límites más claros de aquel proyecto se revelan en un sectarismo que, mucho antes de la entronización de Stalin en el poder soviético, los llevó a descalificar al anarquismo, la socialdemocracia y el propio nacionalismo revolucionario mexicano.
         Aunque respaldó claramente la candidatura de Álvaro Obregón, entre 1927 y 1928, El Machete, órgano del PCM, trasmitió una visión caricaturesca de las corrientes políticas del México postrevolucionario. Fuera del zapatismo, ninguna de aquellas corrientes (magonismo, maderismo, villismo, carrancismo, obregonismo…) era verdaderamente “revolucionaria” y todas se reducían a la voluntad de sus caudillos. Esos prejuicios se extendieron a otros liderazgos y organizaciones de la izquierda latinoamericana como Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA peruano o el propio José Vasconcelos y su campaña de 1929 en México.
         Cuando el cubano Julio Antonio Mella, miembro también del PCM y colaborador de El Machete, quien había combatido enérgicamente al APRA, intentó, a mediados de 1928, una alianza con corrientes liberales y nacionalistas contrarias a la dictadura de Machado en Cuba, fue reprendido por las jerarquías comunistas de La Habana y México. El fuerte estalinismo al que se desplazó el PCM tuvo como antecedente aquella intolerancia que, en buena medida, explica la ruptura diplomática entre México y la URSS en 1930.
         La discontinua historia del PCM, en sesenta años de existencia, obliga a preguntarse, tal y como la izquierda le reprochaba al PRI, si el centenario que se cumple es el del primer comunismo o el de todos los comunismos mexicanos del siglo XX. Tal vez haga más sentido pensarlo como una efeméride que implica, centralmente, al primer bolchevismo mexicano y no a todo el devenir de una corriente política que se negó a sí misma varias veces.          

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Miembros del Presidium de Honor del PCM en 1947



La vocación espiritista de la izquierda latinoamericana, ese deseo de vivificar a muertos fundacionales por medio de la liturgia ideológica, generalmente se atribuye a la corriente populista. Los historiadores Ottmar Ette para el caso de José Martí en Cuba y Elías Pino Iturrieta para el de Simón Bolívar en Venezuela han documentado ese hábito, que arraiga, por cierto, no sólo en el autoritarismo de izquierda sino también en el de derecha.
Pero hay antecedentes importantes de espiritismo de izquierda en la tradición comunista latinoamericana. De acuerdo con los documentos del Partido Comunista Mexicano, compilados hace algunos años por Elvira Concheiro y Carlos Payán, en el X Congreso de esa organización, en 1947, se declararon miembros de honor a muertos y vivos como Marx, Engels, Lenin y Stalin, por un lado, y Mao Tse Tung, Jorge Dimitrov, Bros Tito, Maurice Thorez, Palmiro Togliatti y William Z. Foster, el sucesor de Earl Browder en el comunismo estadounidense, por el otro.
Del lado latinoamericano estaban sentados, en aquel presidium, Don Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos, Benito Juárez, Emiliano Zapata, Ricardo Flores Magón y Julio Antonio Mella, junto con Blas Roca, Luis Carlos Prestes, Victorio Codovilla, Dolores Ibarruri y Elías Lafferte, dirigentes de los partidos comunistas de Cuba, Brasil, Argentina, España y Chile. Se observa aquí que los comunistas mexicanos compartían con el nacionalismo revolucionario hegemónico la apropiación del legado de héroes republicanos y liberales del siglo XIX y de líderes agraristas y anarquistas del siglo XX, que poco o nada tenían que ver con su ideología estalinista.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Cárdenas, Silone y Glusberg: una incógnita


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En sus discursos, Lázaro Cárdenas no era muy dado a citar a los escritores o filósofos que leía. Sus Apuntes (1972), sin embargo, contienen menciones de algunos muy disímiles. Por ejemplo, el historiador conservador Carlos Pereyra, de quien dice que hay que leer su libro México falsificado para comprender el “problema indígena en el Yaqui”, o “su amigo”, el escritor Waldo Frank, que lo visitó, por lo menos, en dos ocasiones: en 1937, cuando lo acompañó a una gira por Oaxaca y, luego, en 1939, cuando se unió al ex Ministro de Defensa de la República española, Indalecio Prieto, en un recorrido por Torreón.
         Otro comentario de sus lecturas, muy revelador e intrigante, es una nota de Cárdenas en enero de 1936, en la que cita una “disertación” titulada “Conciencia histórica”, de un tal Enrique Espinosa, donde se transcribe este pasaje de la novela La semilla bajo la nieve del italiano Ignazio Silone: “¿A quién va a dirigirse uno si los intelectuales a los que incumbiría la obligación de ilustrar a la opinión pública son sumisos y obedientes empleados del Estado, convertido éste a su vez en una central de adulteradores?” Y agrega Cárdenas: “procuraremos no merecer semejante sentencia”.
         Silone fue un fundador del Partido Comunista italiano que se exilió en Suiza, durante el régimen fascista de Mussolini, y que en los años 30 rompió con el estalinismo soviético. Tras un acercamiento al trotskismo, Silone acabó defendiendo las posiciones de la socialdemocracia, en el arranque de la Guerra Fría, y muy cerca del Congreso para la Libertad de la Cultura, una red de la que formó parte la revista Tempo Presente, que editó con Nicola Chiaromonte.
         En una breve pesquisa sobre la recepción de Silone en América Latina no aparece Enrique Espinosa sino Enrique Espinoza, pseudónimo del escritor judío-ruso-argentino-chileno Samuel Glusberg, amigo de José Carlos Mariátegui y fundador de la revista Babel. Bajo el nombre de Enrique Espinoza, Glusberg escribió desde los años 30, una columna titulada “Conciencia histórica”, en la edición chilena de Babel, en la que comentó la obra, entre otros, de Isaac Babel, George Orwell, Albert Camus e Ignazio Silone, críticos todos del estalinismo. Luego, en los años 50, esas columnas fueron reunidas en un libro titulado, justamente, Conciencia histórica.
         ¿Dónde leyó Cárdenas la cita de Silone, en la Babel chilena de Glusberg? ¿Influyó aquella cita en su decisión de desarrollar una política intelectual crítica y autónoma, a través de instituciones como el Fondo de Cultura Económica, el Colegio de México o la Universidad Nacional, donde jugaron un papel fundamental los refugiados españoles, casi todos, pertenecientes a una izquierda socialista no estalinista? Como quiera que se mire, el gobierno de Lázaro Cárdenas no es “merecedor de la sentencia” de haber sido una “central de adulteradores” ni de haberse rodeado de intelectuales “sumisos y obedientes empleados del Estado”.  

miércoles, 14 de agosto de 2019

Glorias trasplantadas



La certidumbre de que Cuba es un país que produce buena parte de su cultura nacional fuera del territorio de la isla es tan vieja como los orígenes de la nacionalidad cubana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Está ya, como advirtiera Julio Le Riverend, en la Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales (1761) de José Martín Félix de Arrate, donde se hacía un inventario de los cubanos residentes en la capital de la Nueva España, y, de un modo más claro, en el Viaje a La Habana (1844) de la Condesa de Merlin, prologado por Gertrudis Gómez de Avellaneda.
La Avellaneda decía en aquel prólogo que "varias causas se reunían para impedir que los hijos de Cuba, dotados en general de una viva y brillante imaginación, puedan aclimatar, por decirlo así, la literatura en su suelo". Se quejaba doña Gertrudis de que "no florezcan en el suelo de Cuba muchos de los aventajados ingenios que sabe producir". Y mencionaba, como un ejemplo entre muchos, a José María Heredia, "quien vivió y murió desterrado, y apenas llegaron furtivamente a sus compatriotas los inspirados tonos de su lira". No se mencionaba a sí misma la Avellaneda, pero se tenía en mente.
En un momento de aquel prólogo a la edición madrileña del Viaje a La Habana, en la Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, decía la Avellaneda que Heredia y la Condesa de Merlin podían ser definidos como "glorias trasplantadas". El primero, en el "continente mejicano", donde "cantó a la rica perla de sus mares", así como "entre los tronantes raudales del Niágara resonaron melancólicamente recuerdos tiernísimos del perdido Almendares". La segunda, en las orillas del Sena, en París, "donde traza cuadros deliciosos de su hermosa patria: en ella piensa, con ella se envanece, a ella consagra los más dulces sentimientos de su corazón".
Es evidente que hablando de Heredia y de la Condesa de Merlin, Gertrudis Gómez de Avellaneda hablaba de sí misma. Para 1844, ella también, en Madrid, había publicado buena parte de su obra (sus Poesías y sus novelas Sab y Dos mujeres), pensando en Cuba. Aquel prólogo al volumen de la Condesa de Merlin y su correspondencia con Antonio Neira de Mosquera y otros amigos deshacen la imagen de la Avellaneda como escritora españolizada, que cierta crítica literaria nacionalista cubana, por lo visto incandescente, ha tratado de construir en los dos últimos siglos.

domingo, 4 de agosto de 2019

El amor en tiempos de la Guerra Fría


La obra teatral de Juan Villoro en el Museo Tamayo nos transportó al Berlín de los 80, donde residen las claves de un futuro que ya comienza a ser nuestro pasado. La escenografía con instalaciones del artista Abraham Cruzvillegas, la música de Lou Reed, la puesta en escena de Mariana Giménez, las actuaciones Mauricio Isaac, Mariana Gajá y Jacobo Lieberman, todo en La guerra fría, evoca la cultura de fines del periodo soviético.
            Hay algo de ostalgie al revés en la obra de Villoro. Un sentimiento parecido al que se apoderó del Berlín reunificado hace algunos años, pero con algunos desplazamientos que vale la pena señalar. El Berlín de Villoro es el occidental de principios de los 80, donde una pareja de jóvenes mexicanos vive el típico amor tormentoso de los que emigran, juntos, a temprana edad. Un Berlín que evoca el de Lou Reed en los 70, que dio pie al que es, de lejos, su mejor disco.
El muro y el otro lado del muro son presencias constantes. Se trata de un Berlín que es la última frontera del “mundo libre”, donde todo está al borde de convertirse en otra cosa. En la propia canción que da título al disco de Lou Reed, la utopía es el paraíso de un pequeño café, con guitarras de fondo, donde los amantes se aman, “by the Wall”. El muro es ese límite que, por un momento, hace posible lo imposible: una especie de última estación antes del cruce al otro lado, que supone otra realidad.
            Pero no es sólo Berlín o el muro, es también la estética teatral la que nos devuelve a la Guerra Fría. Por momentos se tiene la impresión de estar ante aquellas puestas en escena grotowskianas de los 70 y los 80, tan frecuentes en Varsovia, en Moscú o La Habana, donde en un escenario pobre, lleno de objetos en desuso, dos actores hacen teatro con sus voces y sus cuerpos. Ese expresionismo del detritus y la ruina se apodera de la función desde sus primeros minutos.
            Mientras veía la obra de Villoro recordaba que no mucho antes había visto la película del mismo título del polaco Pawel Pawlikowski. Otra historia de amor, con el muro en perspectiva, de dos jóvenes artistas polacos entrampados en el infierno de hipocresías y delaciones del socialismo real. Pero la estética de Villoro ha resultado, a la larga, más polaca que la de Pawlikowski, quien hizo una película llena de jazz, cafés y buhardillas, como el París de Chet Baker.
            La Guerra Fría de Villoro es una prolongación berlinesa del sexo, drogas y rock and roll de los años hippies en California. Su exploración del amor de este lado del muro pone énfasis sobre los juegos de la toxicidad en los afectos de aquella época. El amor en la Guerra Fría estaba atravesado por pasiones que, de algún modo, trasplantaban la pugna ideológica global a estrechos apartamentos de grises y enormes edificios. En el caso de la obra de Villoro, un apartamento ocupado por dos jóvenes mexicanos en un multifamiliar abandonado.
            Quienes fuimos jóvenes al final de la Guerra Fría podemos reconocer la retórica de los pleitos sentimentales de aquellos años: los amagos de vivir al límite, el odio a todo lo que pareciera burgués, el machismo contenido o disfrazado de liberalidad juvenil, la contradicción sofocante entre libertad y responsabilidad o la presión despiadada de las familias, las universidades y el mercado. Vivir la juventud al final de la Guerra Fría implicaba, además de todo lo que se cree intemporal, dar por sentado que había siempre una realidad alternativa detrás del muro.
            Era aquella una sensación que, como ha expuesto mejor que nadie Slavoj Zizek en El acoso de las fantasías (1999), se sentía con la misma intensidad desde cualquiera de los dos territorios: el Este o el Oeste. Unos fantaseaban con la libertad del capitalismo y otros con la igualdad del comunismo. Era parejo aquel equívoco, que en los últimos treinta años ha quedado refutado por un futuro entonces inimaginable. Ni eran tan iguales los socialismos reales ni tan libres las democracias occidentales.