Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 21 de abril de 2010

SS en RB



Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971), poeta, narrador, traductor y ensayista, autor de Las palabras pedestres (1996), La falacia (1999) y las magníficas prosas de Cuerpo a diario (2007), comenta desde La Habana a propósito del post sobre Severo Sarduy en Roland Barthes. Fernández Fe, buena prueba de que el cosmopolitismo literario, en Cuba, no por minoritaria es una tradición agotada, nos envía también un ensayo sobre Barthes y la novela, cuya primera versión apareció en la revista Unión (No. 45, enero-marzo, 2002, pp. 28-37), y que mañana publicaremos, actualizada, en Libros del Crepúsculo.


“Desconozco la traducción al español de Fragmentos de un discurso amoroso, por lo que me basaré obviamente en el original en francés. Recuerda que en esa especie de prólogo titulado más o menos "Cómo se hizo este libro", exactamente en el tópico número 3 titulado Referencias, Barthes argumenta el uso de las citas ajenas, las que provienen de una lectura regular, como el Werther de Goethe, las que provienen de lecturas insistentes, como El banquete de Platon, el zen, el psicoanálisis…, más tarde las lecturas ocasionales y al final también las conversaciones con amigos.

Luego anota: lo que proviene de los libros y de los amigos aparece a menudo en el margen del texto en forma de títulos para los libros y de iniciales para los amigos. Las referencias así dadas no son de autoridad, sino de amistad: no doy garantía de ellas, sólo retomo, como una especie de saludo dado al paso, lo que ha seducido, convencido, lo que por un instante provocó el goce de comprender (¿de ser comprendido?). Por ello hemos dejado estos recuerdos de lectura, de escucha, en un estado por momentos incierto, inacabado, que conviene a un discurso cuya instancia no es otra que la memoria de los lugares (libros, encuentros) en los que algo ha sido leído, dicho, escuchado.

En esa cuerda, hay en este libro un par de momentos en los que Barthes se refiere a conversaciones con Severo, momentos debidamente marcados con las iniciales S.S en el margen izquierdo:

… Muy al inicio del libro, en el capítulo El ausente, exactamenente en el fragmento número 8, cuando R.B. se refiere a un koan búdico que dice: el maestro sostiene la cabeza del discípulo bajo el agua…, aquí aparecen las iniciales S.S., pues obviamente es Sarduy, tan dado a la filosofía oriental, quien aporta la referencia a través de una conversación con el autor.

… en el capítulo La alborada, R.B. cita una reflexión amorosa que había escuchado en boca de S.S.: Sufría tanto, luchaba tanto durante todo el día con la imagen del ser amado, que en la noche dormía muy bien.

… Por último, al final del libro, Barthes incluye el nombre de Severo Sarduy en su Tabula gratulatoria junto a Sollers, Francois Wahl y otros amigos. Y más abajo, en la lista de libros y textos consultados, el único texto de S.S. que cita es Les travestis, publicado en el número 20 de la revista art press.

He aquí mi pequeña aportación,

Un abrazo, Gerardo”.

martes, 20 de abril de 2010

La libertad vigilada


El reportaje de Daniel Verdú, en El País del pasado domingo, sobre los informes de los censores literarios del franquismo, guardados en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, no tiene desperdicio. Curas, periodistas de medio pelo, profesores de tercera, escritores frustrados leían libros de Juan Marsé, Francisco Ayala, Antonio Gamoneda o Jaime Gil de Biedma y enviaban sus juicios a las instituciones culturales del régimen.
En la mayoría de los casos, las censuras eran lecturas aviesas, que descalificaban a los autores desde la religión, la moral o la franca homofobia. Pero no faltaban las censuras favorables, que denotaban ínfulas de crítico en el censor. Por ejemplo, un lector franquista de Jaime Gil de Biedma aseguraba que se trataba “de un buen poeta y sobradamente conocido como firmante de manifiestos contra el régimen. Su poesía es francamente buena, romántica algunas veces pero con un deje de ironía. Influjos machadianos y becquerianos…”
Otro censor leyó Fiestas (1958) de Juan Goytisolo y a pesar de su rechazo a todo lo que escribían los hermanos Goytisolo, recomendó su publicación con el siguiente argumento: “con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extranjero. No hacerles el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tienen consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar”.

lunes, 19 de abril de 2010

Magris y Cercas contra la izquierda reaccionaria

Entre las varias cosas buenas que traía El País de ayer, el diario y el semanario –la entrevista con Peter Brook, el artículo de Eduardo Lago sobre el Booker póstumo y su sugerencia de que la misma iniciativa se traslade al Nobel para honrar a Proust, a Joyce, a Kafka, a Borges y a Nabokov, el reportaje fotográfico de Huete Machado y Roemers sobre las reliquias de la Guerra Fría en el paisaje europeo, la visita de Daniel Verdú a los archivos de Alcalá de Henares, en busca de los informes de los censores literarios bajo el franquismo…- un artículo de Javier Cercas titulado “Los nuevos reaccionarios”.

“Para cualquier liberal de verdad, ese título (“Comentarios liberales”) sólo puede ser un sarcasmo; o un insulto. Como sólo puede ser un sarcasmo o un insulto que los nuevos reaccionarios saquen a diario en procesión a Orwell y a Camus, dos tipos de quienes hace 40 años abominaban porque tuvieron el coraje de denunciar el totalitarismo en una época totalitaria y que 40 años después abominarían de ellos porque los verían como una amenaza totalitaria en una época democrática. En realidad, nada está más lejos de cualquier idea liberal y de progreso que los nuevos reaccionarios; no lo digo yo, lo dice un verdadero liberal: “Si hay una actitud opuesta a la mía, asegura Claudio Magris, es aquella que mantenían muchos revolucionarios extremistas que hace 40 años creían que la revolución iba a crear un mundo perfecto, y vieron que eso no ocurrió y se convirtieron en seres completamente reaccionarios”.

viernes, 16 de abril de 2010

Pregunta a los sarduyanos

Tomando notas para un ensayo, de cuyo tema no quiero acordarme, he releído varios libros de Roland Barthes. Por el camino me he preguntado si existe algún inventario de las alusiones a Severo Sarduy en su obra. Se han escrito algunos ensayos sobre la amistad intelectual entre Barthes y Sarduy y se han escrito demasiados ensayos interpretando la obra de Sarduy en clave barthesiana. Pero mi pregunta va por un lado archivístico: no he encontrado un buen estudio sobre Sarduy en Barthes.
Para empezar tendríamos el ensayo “Sarduy: la face baroque”, publicado en 1967, en La Quinzaine littéraire, y reproducido por Gustavo Guerrero y Francois Wahl en la Obra completa (incompleta) de Sarduy, en dos tomos, que editó la UNESCO y el Fondo de Cultura Económica. El texto ha sido recientemente traducido por Gerardo Muñoz en su blog Puente Ecfrático y lo más interesante del mismo, a mi juicio, es esa idea de que De donde son los cantantes no “habla de Cuba o del castrismo”, sino de la “lengua cubana”.
Una lengua, dice Barthes, que invierte el paisaje cubano por medio de una conexión con el barroco español. Al desembocar esa “traducción” en el francés se produce, entonces, una nueva inversión: la novela de Sarduy hace emerger la cara barroca de Francia. Al final, Barthes utiliza a Sarduy para interrogar críticamente la tradición literaria francesa y no por gusto su texto comienza con una referencia al logocentrismo de la misma.
Luego tendríamos la famosa alusión a Cobra, en El placer del texto (1973), en la que Barthes habla de “la alternancia de dos placeres en estado de competencia”, del “más y más todavía”, de la “reconstrucción de la lengua en otra parte”, de una “heterología por plenitud” y de una “especie de franciscanismo que convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente”.
Por último, tendríamos los interesantes comentarios de Barthes sobre Sarduy en las notas de cursos y seminarios en el College de France, entre 1978 y 1980, año de su muerte. En uno de los tres volúmenes de dichas notas, preparados por la ensayista argentina Beatriz Sarlo para la editorial Siglo XXI (Buenos Aires), el titulado La preparación de la novela (2005), hay dos menciones de Sarduy. Una sobre el ensayo La Doublure, que apareció en Flammarion en 1982 –y en Monte Ávila, ese mismo año. Dado que el libro no se había editado en 1979, Barthes citaba en el aula el manuscrito de un amigo, además de la obra de un autor admirado.
La segunda mención también es íntima. Hablando de los “libros-clave”, que permiten la “comprensión de un país, de una época o de un autor” (Hamlet en Shakespeare, la Divina comedia en Italia…), Barthes asegura que los franceses carecen de un libro clave, a diferencia de los españoles que tienen Don Quijote de Cervantes. A lo que agrega: “Severo Sarduy me hacía notar que era una pena, que habría sido más divertido si hubiera sido La celestina”. Y cerraba con la típica salida sarduyana: “un país puede equivocarse de libro”.

miércoles, 14 de abril de 2010

El totalitarismo como barroco fúnebre


Siempre que se debate sobre tiranías, antiguas o modernas, de derechas o izquierdas, aparece el tema de la cantidad de muertos. Con frecuencia se piensa que una dictadura pasa a ser una tiranía, o que un régimen autoritario se vuelve totalitario, cuando rebasa cierta cantidad de muertos. Desde Tácito, sin embargo, sabemos que no es así.
Las tiranías y los totalitarismos son tales no por el cúmulo de muertos que producen –también las democracias matan- sino por un tipo específico de institucionalización de un terror, que no siempre es letal. Mejor que muchos historiadores y politólogos, Roland Barthes captó esta sutileza en su ensayo sobre Tácito y el “barroco fúnebre”.
El ensayo, publicado en 1959, en L’Arc, fue recogido en la primera edición de Ensayos críticos (Seuil, 1964). La idea de la imposibilidad de contar las muertes del terror, planteada por Barthes, guarda algún parentesco con la “cantidad hechizada” de José Lezama Lima. La misma no sólo sería válida para describir tiranías o totalitarismos sino para pensar culturas barrocas:


“Quizás eso sea el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte genérica es masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el terror no es un fenómeno cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios fue irrisorio; pero también que a lo largo del siglo siguiente, de Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se ha visto en el terror un ser, no un volumen”.

martes, 13 de abril de 2010

Villaverde, retratista

Como tantos escritores románticos y naturalistas del siglo XIX, el narrador cubano Cirilo Villaverde (1812-1894) recurría, con frecuencia, al retrato físico de sus personajes. En Cecilia Valdés, por ejemplo, abundan retratos, no sólo de personajes de ficción (Don Cándido, Cecilia, Leonardo, Isabel Ilincheta, José Dolores Pimienta…), sino también de personajes históricos. Por ejemplo, los retratos de José Antonio Saco, José Agustín Govantes y Francisco Javier de la Cruz, ante la mirada atenta de los estudiantes de derecho del Seminario de San Carlos
La escena de la novela parece estar ambientada en 1830 –a no ser que algún villaverdista me corrija-, ya que en algún momento se menciona el “año anterior de 1829”. Si es así, con todo su naturalismo y a pesar de que sus protagonistas son personajes históricos, el lector de Villaverde nunca sale de la ficción para entrar en la historia. Saco regresó a Cuba en febrero de 1832 y volvió a exiliarse en 1834, deportado por el Capitán General Miguel Tacón, por lo que en 1830 no podía estar en La Habana, conversando con Cruz y Govantes.

“En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de veintiocho a treinta años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negros, los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos, agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior, José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América”.

Las expresiones “pureza de sangre” y “color tabaco de hoja” nos remiten a los tópicos raciales de la época. Sin embargo, Govantes es un héroe intelectual en la novela de Villaverde, por haber renovado la jurisprudencia y la enseñanza del derecho en la primera mitad del siglo XIX cubano. Ni su origen humilde o su condición étnica impidieron a Govantes ser –como se comprueba en la famosa representación del Ayuntamiento de la Habana, en 1841, contra la abolición- un tenaz defensor de la trata y la esclavitud en Cuba.



lunes, 12 de abril de 2010

Sarduy y los ángeles

En el ya mencionado libro Severo Sarduy en Cuba (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2007), que editó la estudiosa Cira Romero, se compilan los primeros escritos en la isla del autor de De donde son los cantantes. Se trata de poemas, cuentos y artículos publicados entre 1953 y 1961, es decir, entre los 16 y los 24 años, edades que confirman una voluntad de escritura incontenible.
Los primeros poemas de Sarduy en el periódico El Camagüeyano, escritos y publicados, gracias a su mentora, la poeta Clara Niggemann, cuando aún vivía en esa capital de la provincia oriental de la isla, se autodenominaban “baladas krishnamurtianas”. De esa primera poesía teosófica, Sarduy pasó a una poesía, que podríamos llamar “angélica”, en sus colaboraciones para Ciclón.
En cinco de los poemas publicados por Sarduy en aquella revista (“Islas, “Ángeles”, “Historia”, “Fábulas” y el soneto “Caiga tu reino”), entre 1956 y 1959, aparecen ángeles. Los hay que “sitian el sueño”, que “aparecen por la ventana en su flecha celeste quebradizo”, que “se aventuran en su cielo por el rumor del agua convidados”, que “furiosos” profieren “extrañas voces”, “gritos de las bestias del cielo” o que, finalmente, son el poeta mismo y su criatura:


Ángeles

Voy a crearte ahora para que cuando muera,
perdures implacable vigilando la nada.
He sentido la tierra. Tus alas de silencio
en el olvido compactas, blancas, inmemoriales
persiguiendo la mente, acaso confundidas.
Tu palabra enterrada en la amplitud del ánimo
desoyendo los nombres. Oíd, el crujir de dientes
de los que descuidados inclinaron su oído.
Voy a crearte ahora, aunque quizás yo sea
el ángel que proyecto, por otro dios creado.