Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 21 de diciembre de 2010

Buckley recita a Poe



El rockero Jeff Buckley (1966-1997), de vida breve y tempestuosa, grabó esta versión de "Ulalume", el poema de Edgar Allan Poe. En la personalidad de Buckley se unían las virtudes del genio y la melancolía del enfermo. Más que en sus propias piezas ("Mojo Pin", "Grace" o "Last Goodbye", por ejemplo), intensas aún cuando trataran de ser ligeras, esa mezcla se escucha, sobre todo, en sus covers: "Lilac Wine", los tributos a Bob Dylan y Nina Simone en "The Other Woman" y "Just Like a Woman", la versión de "Corpus Christi Carol" de Benjamin Britten y, por supuesto, el "Hallelujah" de Leonard Cohen, que se ha vuelto una suerte de canto de confirmación y peregrinaje para músicos de esta década, como Damien Rice y Rufus Wainwright.
Este último, por cierto, compuso a la memoria de Buckley una extraordinaria canción, titulada "Memphis Skyline". El tema alude a la extraña muerte de Buckley en el Wolf River, cerca de esa ciudad sureña, no muy lejos del santuario de Elvis Presley. La escena de la muerte de Buckley, el joven genio ahogado en el río, comparte la atmósfera gótica del poema de Poe: tumbas perdidas, almas errantes, el lago pantanoso de Áuber, el bosque embrujado de Weir. El gusto de Buckley por el poema de Poe podría denotar la búsqueda de un escenario para su propia muerte.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El gran moderno

Crónicas de la impaciencia. El periodismo de Alejo Carpentier, la magnífica investigación que durante años ha realizado Wilfredo Cancio sobre la obra periodística del autor de El siglo de las luces, y que ahora publica la editorial Colibrí, en Madrid, viene a confirmar lo que ya sabíamos: que no hay otro escritor cubano, en los dos últimos siglos, mejor ubicado en el torbellino cultural de la modernidad que Alejo Carpentier. Sabíamos que Carpentier es el gran moderno de la literatura cubana, pero faltaba este libro de Cancio para comprobarlo.
No es raro que la confirmación provenga de un estudio que no se centra en las novelas de Carpentier sino en sus crónicas. La actividad periodística de Carpentier fue constante, entre 1922, cuando con sólo 18 años comienza a publicar en La Discusión, El País y otros diarios habaneros, y 1966, cuando el escritor, que escribía regularmente en el periódico El Mundo, fue nombrado Agregado Cultural de Cuba en París. En esas cuatro décadas de cronista, Carpentier se moverá entre publicaciones habaneras, como Carteles, Social y Diario de la Marina, parisinas como Bifur, Documents o Le Cahier , o caraqueñas como El Nacional, su suplemento Papel Literario, y Trópicos Shell.
El recorrido por las crónicas de Carpentier que propone Cancio describe un repertorio intelectual fundamentalmente vanguardista: Picasso y Cocteau, Satie y Stravinsky, Falla y Villa-Lobos, Man Ray y Eisenstein, Borges y Buñuel. Como en la mejor vanguardia, no había para Carpentier fronteras entre alta cultura y cultura popular: su mirada se movía entre el surrealismo o la música dodecafónica y los shows de Josephine Baker y Rita Montaner, la gran arquitectura parisina y los muelles habaneros, la publicidad newyorkina y las procesiones de la Virgen de la Caridad del Cobre. En aquel Carpentier cronista vemos la democracia cultural de la vanguardia en estado puro.
Con este estudio de Cancio vuelve a comprobarse lo mucho que la literatura de Carpentier debió, ya no al contacto con la vanguardia europea en el París de los 20 y 30, sino a la intelección de la cultura popular cubana y latinoamericana a través del prisma de aquellas vanguardias. En varias crónicas de esos años e, incluso, en una carta a Jorge Mañach de 1930, que reproduce Cancio, en la que Carpentier agradece a su amigo, el autor de Indagación del choteo, el envío del último ejemplar de Avance, se plasma esa idea de la vanguardia como instrumento hermenéutico para pensar la cultura popular:

“Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí (en París). El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría a China? En las cosas más barrioteras de Cuba, hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos”.

viernes, 17 de diciembre de 2010

La novela del rebelde

Desde que Georg Lukács la pensara, durante el periodo estalinista, la novela histórica ha cambiado considerablemente. Para Lukács lo distintivo del género era la creación de una verosimilitud por medio de la ficción, que él veía personificada en autores decimonónicos como Scott, Cooper, Hugo o Dumas. Además de realistas, las novelas históricas debían ser eso, novelas, y alejarse lo suficiente del discurso historiográfico.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.

domingo, 12 de diciembre de 2010

El libro mutante

Durante toda la segunda mitad del 2010 hemos leído notas que advierten sobre las dificultades que enfrentan los libros electrónicos para crear mercado en España y algunos países latinoamericanos, como México y Argentina. Los iPads y los Kindles se extienden con menos velocidad que en otras partes de Europa y Estados Unidos, a pesar de los esfuerzos de distribuidores como Libranda y del avance de la digitalización de clásicos de la lengua.
Muchos piensan que es cuestión de tiempo, de poco tiempo. Habría que recordar, en todo caso, que la articulación de un gran mercado literario impreso iberoamericano es fenómeno relativamente reciente –de los 80 para acá, a lo sumo- y que es natural que en el espacio de la lengua castellana haya mayores resistencias editoriales al libro electrónico. Me temo que quienes piensan que es cuestión de pocos años, no de una década siquiera, la extensión del uso de libros electrónicos en España y América Latina, tienen razón.
Algo de ese futuro próximo se lee ya en los propios libros impresos, sobre todo, en aquellos que intentan lidiar con fenómenos de la opinión pública del siglo XXI. Quien vaya a las páginas de “Referencias” del reciente libro Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (Colibrí, 2010), de Antonio José Ponte, comentado en este blog hace un par de días, observará que casi todas las fuentes utilizadas por este escritor, para su crítica de la esfera pública insular, son electrónicas.
Si acaso, alguna referencia a John Lennon en La Habana With a Little Help From my Friends (Unión, 2005) de Ernesto Juan Castellanos o a La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, 2008), editado por Desiderio Navarro. Todo lo demás proviene de la red. Con lo cual Villa Marista en plata se presenta como una especie de ensayo mutante, entre la Era Gutenberg y la Era Digital.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Psique y Marte

Desde Lacan, el lenguaje del psicoanálisis ha desarrollado una jerga comunitaria, cada vez menos accesible al público lego. Una diferencia notable entre los escritos de Freud y Lacan tiene que ver con la transparencia de la prosa del primero, más apegada a la descripción de casos clínicos, una modalidad de la escritura con inherentes virtudes narrativas y ensayísticas. La tradición del ensayo neurológico, que podríamos asociar con el ruso Alexander Luria –autor del clásico La mente de un mnemonista- y su discípulo inglés, Oliver Sacks –cuyos libros La isla de los ciegos (1999), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (2005) o Musicofilia (2007), fueron editados por Anagrama- ha dejado atrás al psicoanálisis como género literario.
Un psicoanalista norteamericano, James Hillman (Atlantic City, 1926), ha escrito, sin embargo, uno de los mejores ensayos que conocemos sobre el fenómeno político y cultural de la guerra. Se titula A Terrible Love of War (2004) y aparece, ahora en castellano, en la ineludible editorial mexicana Sexto Piso, con el título de Un terrible amor por la guerra (2010). Hillman repasa, con soltura envidiable, la gran galería de pensadores y escritores de la guerra: Tucídides, Sun Tzu, Maquiavelo, Hobbes, Kant, Clausewitz, Twain, Tolstoi, Mao… Pero lo hace más como historiador de la filosofía y la literatura que como hermeneuta psicoanalítico de textos clásicos. Su narrativa histórica nos lleva de la mano por un vasto archivo del saber, que vemos desfilar sin angustia, a pesar de lo monstruoso de la guerra.
Luego de su amigable recorrido, Hillman llega a cuatro conclusiones, válidas para el pasado y para el presente de la humanidad –su libro apareció en 2004, en plena guerra de Irak. 1) La guerra es normal. 2) La guerra es inhumana. 3) La guerra es sublime. 4) La religión es la guerra. Silogísticamente, la cuarta conclusión lo lleva a derivar el argumento de que, como la guerra, la religión es normal, inhumana y, a la vez, sublime. Pero contrario a lo que podría imaginarse, no hay en este libro enfoque fatalista alguno: la religión y la guerra son prácticas humanas inveteradas y recurrentes, pero no por ello deben dejar de ser pensadas, criticadas e, incluso, humanizadas. No es Hillman de los que creen en la kantiana quimera de la “paz perpetua”, pero tampoco de los que desiste en el propósito de civilizar, pacificar e, incluso, evitar las guerras.
El secreto de la buena prosa de Hillman tiene que ver con su fidelidad al método narrativo de Freud y Jung y con su rechazo a la deriva postestructuralista francesa o, más específicamente, lacaniana. La buena prosa es también un interés propio de la obra psicoanalítica de Hillman, ya que la misma aparece asociada a la codificación romántica de ciertas almas, como se observa en Anima. An Anatomy of a Personified Notion (1985) y The Soul’s Code (1997), libros en los que ha recuperado la teoría del genio romántico, de vida trunca, refiriéndolo no sólo a poetas canónicos del siglo XIX, como Byron y Keats, sino a rockeros de fines del siglo XX como Kurt Cobain y Jeff Buckley.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El poder en plata

A partir de obras como el cortometraje Monte Rouge, del cineasta Eduardo del Llano, y piezas como Las Joyas de la Corona del artista Carlos Garaicoa y el archivo electrónico reunido en Obra Catálogo # 1, de Yeny Casanueva y Alejandro González, el escritor cubano exiliado en Madrid, Antonio José Ponte, ha escrito un ensayo que hay que leer y que abre, promisoriamente, su volumen Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (2010), editado por Víctor Batista en Colibrí.
“Esto no es una crítica de arte”, podría afirmar, magritteanamente, el invisible frontispicio de este libro. Claro que hay crítica de arte aquí: Ponte lee las obras, sus tramas y personajes, sus texturas y sentidos. Pero al escritor le interesa saber qué sucede a los artistas antes y después de una obra que interpela directamente al poder bajo un régimen político como el cubano. Los eventos críticos en la cultura cubana casi siempre surgen de manera espontánea, pero terminan simbólicamente mediados por el poder. De ahí que sea éste quien pone el punto final.
El poder, ese dispositivo funcional y omnipresente, raras veces es aludido de manera directa en la cultura cubana. Cuando esto último sucede, piensa Ponte, la obra no termina con el “fin” del filme, el borde del cuadro o la página electrónica en blanco. Cuando el poder, bajo un orden totalitario como el que subsiste en la isla, es interpelado, la obra pasa de la ficción a la realidad y se convierte en espacio de intervención para críticos y espectadores, funcionarios y policías.
En el estudio de esas mediaciones simbólicas y policiacas, Ponte encontró que los mecanismos represivos del poder cubano en la cultura funcionan de la misma manera en el tratamiento de obras de arte crítico, en el control del debate electrónico –como se vio durante la llamada “guerrita de los e-mails” en 2007, a raíz de los intentos de reivindicación de represores de la cultura en los 70- o en la estigmatización de voces críticas de la esfera pública insular como los blogueros Yoani Sánchez, Claudia Cadelo y Luis Felipe Rojas Rosabal.
Villa Marista en plata deja de ser entonces un estudio específico sobre los avatares políticos de tres obras de arte y se convierte en una historia intelectual del presente cubano. Pero una historia intelectual que, a diferencia de tantas otras, no oculta al sujeto hegemónico de esa cultura -el Estado- sino que lo retrata en sus usos y costumbres más represivos. La presencia del Estado en la cultura cubana es muy visible, en tanto megaempresa cultural y mediática, de la que depende la mayoría de los escritores y artistas. Pero esa misma dependencia conjura las representaciones críticas del poder en la cultura insular.
Ponte hace lo contrario: devuelve el poder a su centro mediático y represivo. Un centro que, al salir de su invisibilidad, pasa a formar parte misma del evento artístico o electrónico. Aquí el poder no es sólo un sujeto aludido en una obra de Carlos Garaicoa o en un post de Yoani Sánchez. Aquí el poder es un lector-censor, un espectador-inquisidor, que tiene la potestad de tolerar al artista y al bloguero, para luego castigarlo por medio de la vigilancia o el vituperio.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La verdad de lo oscuro

Taurus ha hecho una reimpresión de La oscuridad no miente (2002), el volumen preparado por Ignacio Díaz de la Serna, que dio a conocer por vez primera en castellano los apuntes que dejó Georges Bataille (1897-1962) para la culminación de su Summa Ateológica. Como es sabido, Bataille pensaba completar una serie de cinco libros, dentro de ese gran proyecto intelectual: los tres primeros, La experiencia interior, El culpable y Sobre Nietzsche, se editaron en vida del autor, los otros dos, La pura felicidad y El sistema inacabado del no saber, quedaron inconclusos y conforman los fragmentos reunidos en La oscuridad no miente.
Más de una vez se ha analogado esta gravitación hacia lo fragmentario y lo inconcluso con el gran proyecto de Los pasajes de Walter Benjamin (1892-1940). Habría que insistir, sin embargo, en que la obsesión de Bataille con diversas modalidades de lo oscuro –la muerte, el suicidio, la culpa, el mal, la irracionalidad, el “no saber”…-, sobre todo, al final de su vida, guarda una diferencia sustancial con Benjamin. Para este último, lo oscuro carecía de toda posibilidad epistemológica: la renuncia a la vida era también la renuncia al conocimiento. Bataille, en cambio, no deja nunca de aspirar a la experiencia de la verdad en el no saber.
No estoy seguro de que la diferencia resida, únicamente, en el habitual deslinde entre la formación católica de Bataille y la formación judía de Benjamin o en una figuración discordante del pecado, la culpa y el mal, ya en la madurez laica y, por momentos, atea de ambos. Habría que indagar más sobre los distintos itinerarios filosóficos y biográficos de uno y otro, en sus lecturas divergentes de Hegel y Nietzsche y, sobre todo, en sus similares y, a la vez, no idénticas aproximaciones a la literatura y el arte. He ahí unas vidas paralelas todavía no escritas: Benjamin y Bataille.