Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 1 de julio de 2012

Obama, crítico de Eliot

La biografía del presidente de Estados Unidos por el periodista David Maraniss está llamando la atención de los reseñistas por su imagen de un joven Barack Obama, estudiante en Columbia y en Harvard, que trata de integrarse a los círculos blancos, post-hippies, del liberalismo de la Costa Este. Aquel Obama anterior a la política comunitaria en Chicago y al viaje a Kenya, en busca del espectro del padre, sería uno de los bagajes fundamentales que el actual presidente aprovechó en su camino a Washington.
La historiadora de Harvard, Jill Lepore, ha reparado en los amores y las lecturas del joven Barack, cuando era alumno de Edward Said en Columbia. Por entonces Obama no sólo escribía y publicaba poemas en una revista estudiantil -uno de los poemas, titulado "Pop", estaba inspirado en la figura de Mick Jagger- sino que leía acuciosamente "The Wasteland" de T. S. Eliot. Esto escribía el actual presidente a su novia Alex McNear, en aquella fase de radicalismo juvenil:

"Eliot contains the same ecstatic vision which runs from Munzer to Yeats. However, he retains a grounding in the social reality/order of his time. Facing what he perceives as a choice between ecstatic chaos and lifeless mechanic order, he accedes to maintaining a separation of asexual purity and brutal sexual reality. And he wears a stoical face before this. Read his essay on "Tradition and the Individual Talent", as well as "Four Quartets", when he's less concerned with depicting moribund Europe, to catch a sense of what I speak".

sábado, 23 de junio de 2012

Prefiero no hacerlo (Carleton Beals a Robert Taber)

En abril de 1960, el veterano periodista norteamericano Carleton Beals declinó la invitación que le hiciera, a nombre del gobierno cubano, el corresponsal de la CBS, Robert B. Taber, de figurar, junto a Waldo Frank, como uno de los codirectores del Fair Play for Cuba Committee en Estados Unidos.


  
Deep River, Conn., April 5, 1960.
Mr. Robert B. Taber,
CBS News, New York, N. Y.

Dear Taber: In my last in reply to your suggestion that I become cochairman
of the Fair Play to Cuba Committee, I replied that I might do so if you wished,
but would prefer not to as I had no time to devote to it and did not feel I should
accept the responsibility.

I have been hoping for a reply on that, but in any case I feel that I would not
wish to accept the responsibility. As you know I have attended none of the
sessions for organizing this committee, and I would have to know more about it
and just who is on it.

Two things I would have to be reassured about: (1) That no Communist is
part of the committee or is asked to become a sponsor. This would blow the
whole thing out of the water. (2) That funds are from voluntary contributions
and that no money is derived from the Cuban Government or their representa-
tives, either directly or indirectly.

In other words, I would not want to be part of an inspired propaganda organiza-
tion. It would be as bad, in my eyes, to twist any part of the record in favor of
the Cuban Government as to falsify the record against Castro and his government.

Another reason for declining the honor is one which I do not like to mention.
I do not believe that this cochairman idea is a good one. An organization such
as this, and probably any organization demands direct responsibility, and in any
case complete basic harmony. I am a great admirer of Waldo Frank and his
writings; I think his "Virgin Spain" is a truly fine book, for instance. On the
other hand, I am sure we do not see eye to eye on a great many things, particu-
larly in the political field. I think he is a fine chairman, and should have the
full responsibility.

Please know that I am as anxious as ever to further fair play to Cuba, which
has been so sadly lacking in many of our press services.
Sincerely yours,

Carleton Beals.

jueves, 21 de junio de 2012

Virgilio Piñera tal cual



Reproduzco a continuación la conferencia inaugural del coloquio "Virgilio Piñera tal cual", pronunciada por Antón Arrufat en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, el pasado martes 19 de junio.



Palabras preliminares

Antón Arrufat


Durante la organización de este Coloquio, hace ya varios meses,  el escritor cubano Abilio Estévez y yo nos enviamos algunos correos electrónicos, él desde Barcelona  y yo desde La Habana. En uno de ellos lo invité a unirse a nosotros, como buen piñeriano, y diversos compromisos anteriores se lo impidieron. En uno de los suyos, escrito un domingo de febrero del presente año, venia una impresionante noticia, o más bien el recuerdo personal de un vaticinio, vaticinio que suelen hacer algunos escritores cuando osan referirse en vida al futuro de sus obras, las resurrecciones anunciadas por Henry James o los lectores apasionados de Stendhal que  comprenderían sus escritos 95 años después de su muerte, es decir, hacia 1935. Lo cierto es que ambas predicciones, por igual asombrosas, dado el largo tiempo de espera, se cumplieron.
         En su correo se refiere Abilio Estévez a una noche, particularmente triste del “horrible 1978”, cuando la exclusión de la obra de Virgilio Piñera de la cultura de su país era  total y absoluta, noche del 31 de diciembre en que un grupo de sus amigos se había reunido para despedir el año. En un momento determinado la tristeza se generalizó, y Virgilio, tal vez para combatirla, se paró en medio de la sala, dio unos pasos de baile y les anunció a bombo y platillo, como era su costumbre, que su “centenario se celebraría por todo lo alto”. Aquel vaticinio se tomó como una de sus múltiples bromas, celebrar el Centenario de un escritor que era un ejemplo fehaciente “de un muerto en vida”, no podía ser más que eso,  broma o sarcasmo piñeriano. ¿No era un imposible que tal celebración ocurriera? Entonces les pareció una broma, al cabo de varios años ya no lo es.
         Al leer cuanto Abilio Estévez me contara acerca de lo ocurrido aquella noche, y que ahora resulta memorable, recordé los tiempos de grisura y atonía, en que  amistad con Virgilio Piñera se intensificó y la comunicación se volvió íntima y cotidiana. Fuimos juntos a teatros, exposiciones, recitales, y con nuestra presencia de excluidos arrogantes, pusimos en fuga a numerosos conocidos que dejaron de saludarnos y vacilantes se escabullían. Recordé que aquellos tiempos siempre le parecieron provisionales. “Ya volverán las aguas a su lugar”, afirmaba fumando, entre bocanadas de humo contra el aire.           
         Tal vez la más exacta palabra, la más justa, sea la palabra fe. Tal vez cuanto Piñera sentía por la literatura pudiera definirse con ese término, tan caro a los creyentes. La fe sería una posible explicación de su espera, del regreso natural de las aguas. Como aseguraba Miguel de Unamuno, la fe crea su objeto. En buena lógica, tener fe en Dios es crearlo de antemano, es llenar el vacío de su existencia con la fe, aunque no fuera un creyente o dejara de serlo desde muy joven. A los 29 años, en su poema “Las furias” había escrito: “…he asistido a los santuarios / con rodillas de perro ajusticiado”, o la rotunda negación de la existencia de los dioses que campea irreverente en Electra Garrigó. Ante el universo, ante el misterio de su propio cuerpo, el hombre deberá aprender a valerse por sí mismo. Personalmente desconfiaba de los dogmas religiosos, de la salvación y hasta de la existencia del alma. Pocos textos insolentes y sarcásticos existen en nuestra lengua si se comparan con La carne de René.
         Podría admitirse sin embargo que su necesidad de creer en algo permanente, autónomo, por encima de las contingencias sociales que al final de su vida de escritor le fueron muy adversas, lo indujo a realizar una violenta sustitución: la del Dios trascendente por la literatura trascendente, pese a sus burlas y sarcasmos, a su aparente desconfianza en esa singular diosa profana, díscola y caprichosa, que era para él, a la vez, la literatura. En su fe, el artista se instala como el creador supremo de un descubrimiento decisivo para el hombre. Aunque mutilado, perseguido, marginado, excluido y detestado resulta en realidad eficaz: es el descifrador de la irrealidad, según Piñera mismo decía, que se desprende de la realidad. A partir de esta recuperación, la más suprema de sus escapatorias, el rincón iluminado donde se siente a salvo y desde el que ha de concebir la más audaz de sus vindicaciones, a partir de ella se condujo como un creyente furioso, realizó las prácticas sociales y sentimentales que realizan los creyentes religiosos con el objeto de su fe. Incluso las dudas e inesperadas negaciones de “la sacrosanta literatura”, el silencio, las preguntas sin respuesta posible acerca del valor duradero de su escritura,  fueron semejantes a los variados ritos paradójicos de un creyente. Eso que se ha llamado el silencio de Dios resulta tan elocuente como la falta de garantías que ofrece la literatura sobre la futuridad de cualquiera obra. En este caso, la de Virgilio Piñera.
         Es indudable: a medida que creció su exclusión y sus obras dejaron de imprimirse, y las que habían sido publicadas fueron retiradas de los estantes de las librerías, sus piezas teatrales desaparecieron de los escenarios, su nombre fue borrado de los periódicos, de la televisión y de la radio, de las antologías  y de las historias de la literatura cubana, incluso del catálogo de las bibliotecas públicas, la fuerza secreta de su fe en el aspecto intocable de la literatura, progresivamente fue en aumento, hasta alcanzar, por obra de su imaginación ilusoria, la máxima saturación. Poco le importó, protegido por su callada y solitaria vindicación, que su persona de escritor fuera puesta en el espacio en blanco de la marginación, y su parte de ciudadano quedara integrada, en un modesto puesto de traductor en la Editorial Nacional, a la vida laboral de su país.
         Su vida sufrió una escisión estrafalaria y a la vez dramática. Como en la novela de Italo Calvino, quedó dividido en dos mitades, cuyas partes manifestaban para algunos fundamentalistas el conflicto entre el Bien y el Mal.  En esos tiempos de su marginación como escritor le escuché decir múltiples veces, esta expresión dolorosa y a la vez cierta: “No me han dejado ni un huequito para respirar.” Expresión casi de niño acosado que busca un alivio pequeño, y tan profundamente real. Braceaba, salía a flote y se reponía al poco rato. Hasta la hora de su muerte estuvo convencido de que la exclusión que  padecía y le había sido impuesta, tendría fin. Gesticulaba como el náufrago buscando la tierra y terminaba esta travesía angustiosa hablando de la literatura, de la elevada idea que se hacía de ella, para consentir en someterla a nada. 
         Si existen obras y autores con un destino patético, Piñera podría figurar en esa legión extraña. Murió antes de que su rehabilitación se iniciara. Murió en la mayor oscuridad: pese a que sus escritos no se publicaban ni su teatro se estrenaba, su fe se volvió apremiante, le exigía que pusiera en práctica su confianza en la díscola diosa profana, su fe requería alimentarse con obras, y silencioso y en la sombra, siguió escribiendo, entre dudas inesperadas y desánimos, pero con una fuerza oculta que volvía renovada. Con una fe sin comprobación posible, dejó sobre la butaca de la habitación en la que trabajaba, pasadas en limpio, listas para su impresión, para cuando llegara el momento, su momento, cientos de páginas inéditas.
         Pasados siete años de su muerte, en 1984, comenzarían a publicarse y a estrenarse. El bracear con la sombra había comenzado a terminar. Su rehabilitación, lenta y gradual, ha contribuido en Cuba a la  comprensión y asimilación de un arte literario contradictorio, pleno de objeciones y dificultades, de repentes humorísticos y grotescos, sabiduría y cubanía esencial.
         ¿Habrá que lamentar su muerte a deshora? Para quienes entienden el mundo como un cosmos, nada ocurre a deshora. Se muere cuando se debe morir. Para otros, pendientes de sus emociones y sentimientos, no es fácil aceptar un ordenamiento excesivamente lógico, la muerte debería esperar que se cumpliera la obra de la vida. Si el corazón no le hubiera estallado en el pecho, habría podido asistir a su gradual reaparición. Asistir un tanto sonreído y un tanto incrédulo, nunca –felizmente- habría dejado de ser el ironista que fue, y un tanto emocionado a la vez. Pero la muerte resulta insobornable. Juega sus cartas de manera diferente a la nuestra, ignora nuestros deseos y esperanzas, también disposiciones y dictámenes. La señora muerte le impidió comprobar que era cierta su fe, que la obra literaria, una vez terminada, ocupará inexorablemente su lugar.
         Hemos llegado hasta aquí, en esta mañana, tras un largo y tortuoso camino, mientras en el imaginario del cubano actual, el mundo de Piñera se iba abriendo paso, venciendo las últimas resistencias, en busca de ese lugar, las aguas al fin tranquilizadas. Las obras que publicó en vida y las que dejó inéditas en el sofá de la sala, se han estrenado y editado, con una gráfica cada vez más hermosa y con mejor papel. Están al alcance de todos en varios volúmenes y se han representado en varios teatros y ciudades de la Isla. Aquel augurio, obra de una prodigiosa fe y de una intuición relampagueante, se ha cumplido,  con los que quisieron que se cumpliera, y contra aquellos que lucharon a brazo partido por impedirlo. Este Coloquio no es, por tanto, un comienzo, es una culminación.
         En nombre de la Comisión Organizadora agradezco a todos lo que han hecho todo lo posible para que este Coloquio pudiera celebrarse. Mucho es lo que hicieron, dadas las condiciones económicas que padece la Nación cubana. Pero nuestra pobreza, el hecho de que nada nos sobre y muchas cosas nos falten, tiene una ganancia espiritual para nosotros, piñerianos, nos ha permitido,  incluso obligado,  a realizar un acto sin boato ni ridícula solemnidad, como Virgilio Piñera hubiera querido y alentado, desdeñoso de todas las solemnidades. Agradezco a los que han venido de diversos lugares para estar junto a nosotros en este momento que es una suma de momentos creadores y justicieros.     
         Ahora me vuelvo hacia él.
         Virgilio, donde quiera que estés y te llegue mi voz, quiero decirte que he cumplido hasta el final. Pocos días antes de que la muerte decidiera separarnos, entre grave y sonreído me dijiste pidiéndome: “cuida mi obra”.
         Así lo he hecho, Virgilio, en los tiempos adversos y en los propicios. Al cabo de ellos, como en el verso herediano, cuando más hermoso y de paz  nos luce el día, dejo en manos de otros tu legado. De ellos dependerá preparar el porvenir piñeriano, el próximo bicentenario.
         Quiero cerrar estas palabras preliminares volviendo al principio, con una nueva confirmación de su fe,  leyéndoles un poema, el último que escribiera en el postrero 1979,  donde el vaticinio de aquella noche de fin de año, de aquel 31 de diciembre, encuentra una decisiva confirmación personal. El poema se llama simplemente “Isla”. En él se transformará el cuerpo del poeta en la tierra que pisa, se hará por tanto isla, y será isla. Oigamos la última predicción de Virgilio Piñera:

  Se me ha anunciado que mañana,
   a las siete y seis minutos de la tarde
   me convertiré en una isla.
    Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
     y poco a poco,
     igual que en un andante chopiniano,    
     empezarán a salirme árboles en los brazos,
     rosas en los ojos, y arena en el pecho.
     En la boca las palabras morirán
     para que el viento a su deseo pueda ulular. 
  
Después, tendido como suelen hacer las islas,                                                                                                                                                                      
      miraré fijamente al horizonte,
      veré salir el sol, la luna,
      y lejos ya de la inquietud,
      diré muy bajito:
      ¿así que era verdad?  
                      
          

    Muchas gracias por escucharme.
           
                                        

martes, 19 de junio de 2012

Fedra y Aricia




Cuando las pasiones intervienen tan claramente en los asuntos de Estado se hace evidente la estructura literaria de la política. Los británicos casi siempre recurren a Shakespeare, a la hora de ponderar lo poco que ha cambiado el mundo de la política -emocionalmente hablando- desde los tiempos isabelinos. Los franceses podrían recurrir a Racine, a la tragedia Esther o, más claramente aún, a Fedra, para describir los celos entre mujeres en la política francesa. La rivalidad entre Trierweiler y Royal sigue las pautas de aquellos dramas jansenistas del siglo XVII. 





viernes, 15 de junio de 2012

La desaparición de Emma Pérez





 Tal vez exista, pero no conozco un buen estudio sobre las diferencias entre los cánones de la poesía cubana producidos por las antologías La poesía cubana en 1936 (1937) de Juan Ramón Jiménez, José María Chacón y Calvo y Camila Henríquez Ureña y Cincuenta años de poesía cubana (1952) de Cintio Vitier. Deliberadamente, Vitier incluyó más o menos la misma cantidad de poetas -68- que los antologadores de la Institución Hispano-Cubana de Cultura -63-, aunque su lista fue notablemente distinta.
         Con frecuencia se piensa que el principal cambio introducido por Vitier se debió a la incorporación de los más jóvenes poetas de la generación de Orígenes –en la del 37 sólo figuraban Gaztelu, Lezama, Piñera y Rodríguez Santos-, pero, como veremos, no es esa la alteración fundamental que produjo la compilación del cincuentenario. El principal cambio del canon de Vitier, armado sólo quince años después de la antología de Jiménez, tiene que ver con la exclusión de unos treinta poetas cubanos, muchos de ellos, mujeres.
         En la antología de Vitier no aparecieron Dora Alonso, Julia Cárdenas Quintana, Samuel Caldevilla, Julio Carvajal, Tete Casuso, Josefina de Cepeda, Esperanza Figueroa, Ada Gabrielli, Juan M. García Espinosa, Zoila García Fominaya, Leonardo García Fox, Alfonso García Iglesia, José Gómez Sicre, Dalia Íñiguez, Agustín Irulegui, Lukas Lamadrid Moya, Julio Morales Gómez, María Luisa Muñoz del Valle, Emma Pérez, Herminia del Portal, René Potts, Cuca Quintana, Pedro Alejandro Quintana, Mercedes Rey de Garriga, José Rodríguez Menéndez, Mariblanca Sabas Alomá, María Sánchez de Fuentes, Valentín Tejada, Carmela Valdés Gayol, Rosa Hilda Zell y J. L. Zúñiga.
         Había diferencias entre las concepciones de ambas antologías que explican, en parte, dichas exclusiones. A Juan Ramón Jiménez le interesaba una muestra sincrónica, que incluyera a los mejores poetas que estaban escribiendo en 1936 en Cuba. A Vitier, en cambio, le interesaba la obra poética consolidada en el lapso de medio siglo de vida republicana. Casi todas las purgas de este último tenían sentido, dada la baja calidad de la mayoría de los poetas mencionados. Pero hay excepciones. Una de ellas, la poeta Emma Pérez Téllez (1901-1988).
         Pérez había nacido en Cartagena, Murcia, a principios de siglo y había emigrado con su familia a Santa Clara. Desde fines de los veinte, ya vivía en La Habana, cercana a los círculos intelectuales de la izquierda antimachadista. A través de José Zacarías Tallet, conoció en 1929 a Carlos Montenegro, quien cumplía una condena por asesinato en la prisión del Castillo del Príncipe. Montenegro y Pérez se casaron en el mismo año 29, en el Príncipe, en medio de la campaña a favor de la liberación del escritor impulsada por la revista Avance. El autor de Hombres sin mujer (1938) salió en libertad dos años después, en 1931.
         Hasta mediados de los años 40, cuando ambos rompieron con Moscú, Montenegro y Pérez fueron figuras importantes de los medios comunistas cubanos. Fueron redactores de El Resumen, Mediodía, Hoy y otras revistas y periódicos del comunismo insular y se identificaron con la defensa de la República Española y el movimiento sindical. Emma Pérez fue la encargada durante años de la sección “Mi verdad y la vuestra”, en el periódico Hoy, además de escribir varios libros de poesía infantil y varios ensayos notables de historia de la educación y la pedagogía en Cuba, motivados por su experiencia como profesora de esas materias en la Universidad de La Habana.
         La mutación ideológica de Pérez en los 40 podría ilustrarse por medio de dos títulos suyos: Canciones a Stalin (1944) y La política educacional del Dr. Grau San Martín (1949). La poesía de Pérez en aquellas décadas mantuvo, sin embargo, el vanguardismo moderado o el surrealismo de baja intensidad que había caracterizado sus composiciones desde los años 20. Algunos poemas incluidos en la antología del 37 permiten leer un sutil acento Mayakovski en versos como:

Subo a mi hija sobre mis cantos
A que adhiera carteles a los muros…

Le enseño los himnos sangrantes,
La ferocidad de los ejércitos,
La ignorancia de los soldados
De ser hermanos de los que asesinan,
La ira apretada de los mares,
Alrededor de las hurtadas islas,
Los cielos que caerán al agua
Y las montañas que serán destruidas.

Coloco al lado de su cama
El retrato de Yevdokia Korobka
Amamantando a su hijo.

Le fabrico
Unas esperas verticales
(firmes, de hierro) de la tempestad…

O en su “Noción de la muerte de Pablo”, dedicado a Pablo de la Torriente Brau, o en “Tempestad sobre la isla”:

Ráfagas. Secas. Duras. ¡Sopla el viento
Desde lo alto de los Urales!

Fugitivo, el silencio de las ceibas
Arranca crenchas de palmares
Y va a hacerse llamados de alegría
Sobre el tumulto de las cañas.

Ráfagas. Secas. Duras. Como hierro.

El yanqui cierra sus ventanas,
Mientras rompen los puños del estruendo
Los ventanales de las fábricas.

Hay que enderezar cóleras
Y surgen, con sonrisas desenterradas,
Los guajiros del vientre de la tierra…  

Buena parte de la poesía de Emma Pérez en aquellas décadas adoptaba la forma de un diálogo con su madre, Luisa Téllez, y su hija, Emma Montenegro. Un diálogo que a veces se presentaba como conversación imposible, como articulación de palabras en el aire, que no llegaban a su destino en ninguna de las dos generaciones: la del pasado y la del futuro. La poesía infantil de Emma Pérez, que debe mucho a Ismaelillo de José Martí, tiene ese dejo de soliloquio, que también encontramos en la elegía “Contra el amor que no se cansa”, dedicada a su madre:

Donde estoy
No hay praderas de encuentros blandos.
Para advertírtelo hago esta bocina
Con mis dos manos apretadas
Y te lanzo palabras como piedras
Que estrían de sangre oscura el aire….

Fíjate que no voy sobre otros muertos
Con ramos de dalias compradas,
Haciendo altos en despedidas rígidas,
Dejando a mis ojos que viajen
Por caminos de nombres extinguidos,
En intentos de concentrar árboles
Que me protejan con la sombra tuya…

¿Cuándo, cómo y por qué desapareció esta poeta de la historia de la literatura cubana? Como su esposo, Carlos Montenegro, la autora de Elegías por Luisa Téllez (1944) no aparece en el Diccionario de la literatura cubana (1984) del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. Pero en la más reciente Historia de la literatura cubana (2003), coordinada y editada por la misma institución y concebida, en buena medida, para corregir las ausencias de aquel, tampoco aparece o, más bien, sólo aparece mencionada, una vez, como compiladora de la antología de Cuentos cubanos de 1945.
         Hasta que en años recientes se han interesado en ella Jorge Domingo Cuadriello y Carlos Espinosa Domínguez, quien escribió un magnífico artículo sobre el poemario Isla con sol (1945), sabíamos muy poco de Emma Pérez. Ahora sabemos que para comprender plenamente el sentido de un libro como la novela Hombres sin mujer  (1938) de Carlos Montenegro, hay que leer el poemario Poemas de la mujer del preso (1932) de Emma Pérez. Ahora sabemos que esta mujer escribió un ensayo fundamental sobre las ideas pedagógicas de Enrique José Varona y que todavía en los años 60, separada ya de Montenegro, vivía en La Habana, antes de su exilio a Estados Unidos, donde murió un año antes de la caída del Muro de Berlín. 



jueves, 14 de junio de 2012

El equivocado juicio de José Martí sobre Ramón Meza



Una relectura del prólogo que el dramaturgo y publicista español Manuel Cañete escribió para la edición madrileña de Gerónimo el honrado (1859) de Ramón Piña me hizo regresar a la famosa crítica sobre la novela Mi tío, el empleado (1887) de Ramón Meza (1861-1911), que José Martí publicó en El Avisador Cubano de Nueva York en abril de 1888. Cañete y Martí, desde perspectivas diferentes, se refieren al mismo dilema, a propósito de dos novelas sobre pícaros modernos -¿habría que decir “modernistas”?- en la Cuba del siglo XIX. No por gusto algunos críticos de la época, como Aurelio Mitjans y Enrique Piñeyro leyeron a Piña, y también a Palma, como antecedentes inmediatos de Meza.
            Cañete sostenía en el prólogo a Gerónimo el honrado que Piña había adoptado un estilo moderno, tomado fundamentalmente de novelistas franceses como Balzac, Sand y Sue, para trasmitir una historia concebida en clave de la picaresca del Siglo de Oro español. Pero Cañete no desautorizaba esa operación sino que la creía recomendable para los propios novelistas peninsulares de la segunda mitad del XIX, a quienes sugería, casi, imitar a los realistas franceses, aunque sus obsesiones siguieran siendo las del siglo XVII castellano. Las hipérboles hispánicas debían ser representadas desde el tono racional y realista de la narrativa francesa.
            José Martí se coloca de la misma manera frente a la novela de Meza, aunque proponiendo lo contrario. Martí dice que Mi tío el empleado narra la “historia vergonzosa” de “un país de pillos”, desangrado por la burocracia, la estupidez, la corrupción y el arribismo. Vicente Cuevas, el protagonista, personifica esa pesadilla de “títeres fúnebres”. La realidad de La Habana contada por Meza parece una caricatura, pero esa caricatura, según Martí, no es más que la realidad misma de la Cuba colonial, que Meza cuenta con los instrumentos de la novela realista. A Martí le parece bien esa trasmisión de una “verdad” como “caricatura”, pero no concuerda con la adopción del realismo francés como estilo. La escritura “laboriosa e intensa” lleva a Meza a “defectos de nimiedad y cargazón”, similares a los de aquellos prosistas peninsulares que “ponen en lengua académica, por métodos ingleses y franceses, las cosas de España”.
            Una lectura menos ideológica de Mi tío el empleado nos lleva a concluir que ambos juicios de Martí están equivocados: ni la novela es una caricatura de la realidad colonial cubana ni la prosa de Meza es imitativa o académica. Meza no escribe, como sugiere Martí, como Daumier o Hogart sino como Balzac y Zola. Sus banquetes no son “pantagruélicos” ni sus risas “rablesianas”. Es cierto que el mundo de la picaresca reaparece aquí, pero amoldado a la reconstrucción de una realidad compleja, que el novelista no quiere presentar como “monstruosa”. No todos los personajes de Mi tío el empleado son arribistas: Benigno, por ejemplo, es un burócrata honesto y honrado. La “ignorancia” de Vicente , que Martí enfatiza, no es tal: era más bien la cultura oral, no libresca, de alguien con ortografía deficiente que citaba al Arcipestre de Hita, Raimundo Lulio, Feijoo, Mendoza, Chaide o Sigüenza.
            Aunque no lo aclara, es probable que a Martí le resultara demasiado naturalista o poco modernista la prosa de Meza y que fuera eso lo “académico” que encontraba en el texto. Sin embargo, la descripción de los lugares públicos de La Habana, el puerto, la Alameda de Paula, el paseo del Prado o el café del Louvre, alcanza tonos modernistas y  trasmite el “espectáculo animado y bello” de una ciudad occidental, amigada con el progreso y la felicidad. A mitad de la novela, la primera imagen sombría que Vicente se hizo de la ciudad –“el suelo grasiento de los almacenes, las paredes sucias, húmedas y llenas de telarañas”- ha sido reemplazada por la estampa de un puerto próspero y hermoso.
            Al final, el arribismo triunfa y  el ascenso social de Vicente en La Habana, convertido ahora en Conde Coveo y casado con Clotilde, es contado como el encumbramiento de un Rastignac en el trópico. El encuentro con el mendigo, el viejo oficinista honesto Benigno, a la salida de la Catedral, cierra la trama con una fuerte moralización. Pero el triunfo de Vicente no es narrado por Meza sin identificación o sin cierta satisfacción stendhaliana o napoleónica por el hecho de que un simple empleado de oficina ha conquistado, finalmente, una maravillosa ciudad como La Habana. Martí, evidentemente, no captó o no quiso captar esta ambivalencia, porque la misma lo hubiera llevado a admitir que el anticolonialismo de Meza no era sólido.
           Meza, como es sabido, fue un escritor poco leído en la primera mitad del siglo XX cubano. La generación que lo descubrió fue la de los 50. Lorenzo García Vega lo incluyó en su Antología de la novela cubana (1960) y varios escritores de aquella generación, como Antón Arrufat, Calvert Casey, Mario Parajón y Lisandro Otero, escribieron buenos ensayos sobre Meza, como puede comprobarse en un número extraordinario de la revista Cuba en la Unesco, de 1961, con motivo de su centenario. Sin embargo, como ha señalado Reynaldo González en "La ironía incomprendida", la mayoría de esos buenos ensayos sobre Meza disculpó los errores de interpretación de Martí sobre Mi tío el empleado.

martes, 12 de junio de 2012

El otro Ramón

En la crítica de Antón Arrufat a la Antología de la novela cubana (1960) de Lorenzo García Vega, que mencionamos en el post anterior, el otro novelista del siglo XIX que se echaba en falta era Ramón Piña, nacido en La Habana en 1819 y fallecido en Madrid en 1861. Como Palma, Piña era abogado y dramaturgo. Tuvo una columna en la Revista de La Habana con el título neoclásico de "Leyes atenienses" y escribió varias comedias de temas cubanos y españoles entre los años 30 y 40.
Dos de las novelas de Piña, Gerónimo el honrado (1857) -que apareció por entregas en la misma Revista de La Habana, dirigida por Rafael María de Mendive y José Quintiliano García, y que ha sido recientemente rescatada por Nabu Press- e Historia de un bribón dichoso (1860), llamaron la atención de Enrique Piñeyro, tal vez, el crítico literario más profesional del fin de siglo XIX cubano. Valdría la pena reconstruir el lugar de Piña y Palma en la historia de la crítica literaria cubana, con el propósito de comprender mejor sus exclusiones de la antología de García Vega.
¿Por qué, cuándo y cómo deja de ser referencial un novelista o un poeta son preguntas que rondan todas las literaturas nacionales? Con frecuencia, el juicio favorable de algún célebre contemporáneo, cubano o extranjero, como Domingo del Monte, Rubén Darío o José Martí, fue suficiente para ubicar a un autor de la isla en el canon. En los casos de Palma y Piña ni siquiera encontramos esas autorizaciones.
Martí, por ejemplo, que muchas veces es equivocadamente leído como cumbre de la crítica literaria cubana del siglo XIX, no pareció interesarse en ninguno de los dos, como tampoco llegó a comprender la grandeza de Cirilo Villaverde, a quien apenas menciona en sus obras, o de Ramón Meza y Julián del Casal, dos contemporáneos suyos a los que sí leyó y comentó. Los defectos de "nimiedad y cargazón", que Martí vio en Meza, estaban más pronunciados, como observara Virgilio Piñera, en Amistad funesta que en Mi tío el empleado.