Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 22 de octubre de 2013

Salinger: la escritura irrenunciable

Si la reciente biografía de Shields y Salerno, en documental y en libro, de J. D. Salinger, está en lo cierto, habría que despachar uno de los grandes mitos de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. No me refiero, desde luego, al mito que la narrativa de Salinger construyó en torno a sí misma, luego de los impactantes relatos publicados en el New Yorker en los 40 o sus novelas posteriores, The Catcher in the Rye (1951) y Franny and Zooey (1961). Me refiero al mito de la renuncia a la escritura y al de la auto exclusión de cualquier contacto con la realidad mediática de su país, entre 1965 y 2010, que siempre se le ha atribuido.
Buena parte de las críticas a la biografía y el documental que hemos leído en estos meses tienen que ver con la fuerza de ese mito. Resulta difícil, a quienes han creído por décadas en esa política del silencio de Salinger, aceptar que, de acuerdo con el testimonio Joyce Maynard, quien fuera su pareja en los 70, el escritor se mantuviera tan pendiente de las publicaciones literarias de Estados Unidos, especialmente del New Yorker, desde su cabaña en Cornish, New Hampshire, y que iniciara romances epistolares con Maynard y otras aprendices de literatura en aquellas décadas. La especulación en torno a una pedofilia ligada al trauma del rechazo de Oona O'Neill, quien lo habría dejado por Charles Chaplin, suena un tanto exagerada, pero en sexualidades todo es posible.
Si Shields y Salerno tienen razón, Salinger no sólo se mantuvo al tanto de la vida pública norteamericana entre los 70 y los 2000 sino que nunca dejó de escribir en esos treinta años. Cinco manuscritos, sobre temas tan variados como el Vedanta, su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y la "familia Glass" de Franny and Zooey, comenzarán a aparecer a partir de 2015, según Shields y Salerno, de acuerdo con la última voluntad de Salinger. La legendaria reclusión del escritor quedaría reducida, después de estos testimonios, a un genuino deseo de privacidad, pero no a mucho más. No por gusto el film termina con una imagen del anciano Salinger, captada con cámara oculta, en la que el escritor camina hacia su coche, luego de comprar el periódico en un estaquillo. Una vez en su asiento, parece mirar a la cámara y soltar la carcajada.

jueves, 17 de octubre de 2013

El realismo como régimen

El más reciente reportaje de Jon Lee Anderson, en The New Yorker, "A Crime Writer Surveys a Changing Cuba", tiene el acierto de abultar visiones sobre la nueva Cuba del siglo XXI en la esfera pública de Nueva York. Como en las notas de Vicky Burnett para The New York Times, en los dos últimos años, asistimos al retrato de una ciudad y un país del Caribe, que ya dejaron atrás el "periodo especial" o el momento post soviético, y que se internan en la terrible normalidad del capitalismo subdesarrollado. Hay un acto de desilusión, de abandono de toda fantasía reparadora, en esa mirada newyorkina hacia Cuba, que afina el juicio.
Pero el artículo de Anderson tiene la dificultad de que no sólo trata sobre lo que, abusando del tópico, podríamos llamar el "caso Padura". El periodista se propuso algo más: describir, a través de ese "caso", el "estado" de la literatura cubana. No es raro que en el subtítulo que anuncia la portada del New Yorker se junten dos conceptos que rebasan su significado político más preciso: "on realism and the regime". Anderson, en efecto, no sólo intentó explicar a sus lectores de Manhattan el enrevesado asunto de que un escritor interesado en su autonomía, que ha criticado y critica abiertamente aspectos fundamentales del sistema político cubano, sea premiado por el Estado. Al fin y al cabo, en cualquier país del mundo, eso es lo más común.
La mayor dificultad comienza cuando Anderson hace del caso Padura un fenómeno estético y entiende su soledad -dice, por ejemplo, que el escritor se "ha quedado sin pares en la isla"- en clave literaria. Cuando es bien sabido que el tipo de realismo de Padura no es tan raro en la literatura cubana contemporánea y no proviene de Carpentier, mucho menos de Eliseo Alberto, a quien en algún momento se menciona como antecedente, sino de escritores realistas de los 60, 70 y 80, como Lisandro Otero o Jesús Díaz y, específicamente, de escritores del género policiaco como Daniel Chavarría y Luis Rogelio Nogueras. A contrapelo de lo que afirma Anderson podría decirse que Padura no está nada solo, estéticamente hablando. Casi toda la narrativa que se publica en Cuba sigue siendo realista.
Anderson privilegia, además, la interlocución de Padura con Pedro Juan Gutiérrez y Wendy Guerra, dos escritores con los que sus novelas, sobre todo las mayores, La novela de mi vida y El hombre que amaba los perros, no dialogan. El equívoco no sólo tiene que ver con el hecho de que se trata de tres de los pocos escritores de la isla, de los últimos años, traducidos al inglés, y con posiciones públicas similares, de autonomía negociada, sino con algo más problemático aún: escritores en los que la literatura norteamericana puede encontrar ecos o epigonías de sus propios modelos. Padura es el "Chandler cubano", Gutiérrez, el "Bukowski habanero". Por suerte no puede decirse que Guerra sea la "Anaïs Nin cubana", porque Anaïs Nin era cubana.
En las mismas páginas del New Yorker, cuando algún crítico literario norteamericano, como James Wood por ejemplo, reseña novelas o reflexiona sobre el "estado" de la literatura de Estados Unidos, jamás se detiene en los best sellers que describen la vida cotidiana de los estadounidenses, "tal cual es". Wood prefiere comentar a escritores jóvenes, cosmopolitas y de vanguardia, como Elena Ferrante, Rachel Kushners o Caleb Crain, que enfrentan en sus ficciones dilemas globales. Wood mismo es defensor del realismo o de un tipo de realismo crítico, abierto a la experimentación, pero en sus reseñas cuestiona la colonización de la literatura por el periodismo.
Me pregunto si no habría que discutir, en honor a esa patria de la discusión que es Nueva York, la idea colonial de la literatura, en la que convergen el mercado, los medios, la academia y, a estas alturas, el Estado, y que asume que la tarea del escritor cubano es narrar la precariedad de su vida cotidiana. Hay ahí una hegemonía del patrón periodístico de la literatura, que canoniza el realismo de un modo muy similar a como, no hace mucho, lo canonizaba Moscú. Habría que discutir esa idea de la literatura, para empezar, porque borra la historia cultural cubana de los últimos veinte años. Si "la literatura cubana" es eso, entonces Cabrera Infante, Sarduy o Kozer, el arte de los 80, Paideia, Naranja Dulce, Diásporas, Encuentro y la diáspora de los 90 no tuvieron lugar. 




sábado, 12 de octubre de 2013

El Nobel de la familia






El premio Nobel de literatura a la escritora canadiense Alice Munro ha sido recibido, en círculos intelectuales de Nueva York, como la negativa a conceder el galardón a Philip Roth, uno de los más fuertes candidatos de esta comunidad literaria. Las reacciones, sin embargo, pueden perder fácilmente la compostura, y presentar la justicia del reconocimiento a Munro como injusticia a Roth.
Con sutileza, en el New Yorker de la semana pasada, Claudia Roth Pierpont reconstruyó las amistades  literarias de Roth con Milan Kundera, John Updike y Saul Bellow. En el retrato de aquellos afectos, el vínculo con Bellow, el único Nobel de los tres, se distinguía por esa mezcla de admiración y rivalidad que a veces se apodera de la relación entre maestro y discípulo.
Nada que ver con esta otra reacción, también en el New Yorker, o con la broma pesada de Tablet. En estos niveles de la preferencia se pierde de vista cualquier ponderación de la narrativa de Munro y se atribuye al Nobel una importancia de la que carece. Explicar políticamente el fallo desfavorable a Roth, por el hecho de ser éste un escritor judío de Nueva York, puede parecer exagerado, pero de eso se trata un premio como el Nobel: de políticas de la amistad.
Hay en estas reacciones una voluntad de representación y un orgullo comunitario que sólo pueden encontrar paralelo en los nacionalismos o las filias de las guerras, los deportes o la mafia. Roth se ha convertido un emblema de Nueva York, como Woody Allen, el Empire State o el puente de Brooklyn, y su comunidad, con todos sus encantos, va a defenderlo hasta el final, como si se jugara la vida en el empeño. Pero los newyorkinos no deberían olvidar que la patria chica de Roth es la ciudad más cosmopolita del planeta.

domingo, 6 de octubre de 2013

La cara irreproducible de Edward James




En la retrospectiva de Magritte que puede verse ahora mismo en el Moma se muestran los dos retratos que el pintor belga hiciera de su amigo, el magnate y poeta escocés, mecenas de los surrealistas y partidario de la República Española, Edward James.  Fue este excéntrico millonario el que propuso a Buñuel y Dalí comprar un submarino y decorarlo a la manera surrealista, para ponerlo a las órdenes de los republicanos durante la Guerra Civil.


En uno de los retratos, Reproducción prohibida (Retrato de Edward James),  el poeta aparece de espaldas frente a un espejo, que no refleja su rostro sino la nuca que pinta el pintor. La imposible reproducción a la que se refiere Magritte en el título alude tanto a ese ocultamiento del rostro como a la imagen invertida del volumen The Narrative of Arthur Gordon Pyn of Nantucket de Edgar Allan Poe, lectura de cabecera del propio James y otros poetas surrealistas.


En el otro retrato, la cara de Edward James tampoco se ve. Se titula El principio del placer y, como en buena parte de la obra de Magritte, el título encierra la paradoja conceptual de diluir el rostro del modelo dentro de una luminosidad propagada más por el principio de la razón -o de la realidad, hegelianamente entendido- que por el del placer. James sería ese sujeto cuyo semblante se pierde lo mismo, en la profundidad del espejo, que en las fulguraciones del cerebro.


El gran proyecto de la vida de James, como ahora se sabe, no fueron esos retratos por encargo a Magritte o las empresas surrealistas que propuso a Dalí y Buñuel: fue su mansión de Las Pozas, un Jardín del Edén construido en Xilitla, San Luis Potosí, donde se pueden ver esas esculturas vegetales que intentaron escenificar la idea de México como patria del surrealismo, formulada alguna vez por Breton.



viernes, 27 de septiembre de 2013

Martí umpire








En Stealing Base: Cuba at Bat, una reciente muestra de pintura cubana en la galería The 8th Floor, en Manhattan, se expuso un cuadro del joven artista cienfueguero Camilo Villalvilla, titulado “El Mago”. La pintura retrata a un José Martí, vestido de umpire, detrás del home, con la mano derecha oculta en su espalda y la careta en la izquierda.
Un Martí hipster, desenmascarado, civil entre uniformados, que en pose respetuosa espera, detrás del home, por el cátcher, el bateador y el pitcher. El héroe como umpire del gran juego de la nación, cuya tarea consiste en marcar la bola y el strike, el out y el safe. Pero en este caso, el héroe en reposo, antes de que comience el juego propiamente dicho.
Se trata de un árbitro ya listo para cumplir una función, que el artista asocia con un acto de magia. ¿O la magia es que a casi 120 años de su muerte y luego de tantos usos y apropiaciones José Martí siga siendo un referente clave de la política cubana? La magia también podría aludir a que la jugada que deberá arbitrar el umpire será la más complicada, en el juego de la nación.
El punctum del retrato, como diría Barthes, es que la jugada no ha tenido lugar aún. Cuando lleguen los jugadores al home, el umpire dará al cátcher una de las pelotas que lleva en el bolsillo y comenzará el partido. Martí, según el artista, no es un jugador, es un árbitro, alguien que, en vez de jugar, propicia y canta la jugada. Un sujeto neutral, imparcial, que desde algún afuera de la historia interviene en ésta para dotar de sentido al evento. naciego de tantos usos y apropiaciones Jos20 años de su muerte

martes, 24 de septiembre de 2013

¿Cómo no querer a Sting?








La entrevista que concede Sting al Book Review de este fin de semana nos retrata a un músico con una cultura literaria e histórica reconocible. Lee novelas sobre la Revolución Gloriosa inglesa o sobre la Revolución de Independencia de Estados Unidos, que sintomáticamente llama "American War of Independence", no "Revolución", que le interesan porque burlan estereotipos acumulados por la mala historiografía y los usos políticos del pasado. Le gusta el Cromwell de Hilary Mantel porque es "complejo", liberado del mito establecido por la historia oficial.
Dice que su novelista favorito es Mark Twain, habla de "migraciones masivas al universo lingüístico" de Nabokov, de Cien años de soledad como una ópera y confiesa que el libro que más impacto ha tenido en su vida es El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgakov. Por si fuera poco, aprovecha para decir que Woland y el mundo de Bulgakov siguen vivos en la Rusia de Putin, recomienda a los presidentes que lean a Marco Aurelio, sobre el "estoicismo y la limitación del poder", y acaba dando la noticia de que está leyendo Solitude and Solidarity (2012), la antología de Albert Camus compilada por su hija Catherine. "Well, what did you expect"?

jueves, 19 de septiembre de 2013

La verdad inútil

Ayer asistí, en Princeton, a una conversación entre el historiador Jeremy Adelman y el economista Paul Krugman, a propósito de la biografía de Albert O. Hirschman, Worldly Philosopher (2013), escrita por el primero. El libro de Adelman ha sido celebrado por Malcolm Gladwell en The New Yorker y por Cass Sunstein en The New York Review of Books, como una obra elegante y erudita, a medio camino entre la biografía privada y la historia intelectual.
Hirschman, autor de ensayos fundamentales sobre la economía, la sociedad y la política modernas, como Exit, Voice, and Loyalty (1970), The Passions and the Interests (1977) y The Rethoric of Reaction (1991), fue además uno de esos peregrinos académicos -"Odisea" es el término que Adelman escogió para subtitular su libro- involucrados en el diseño y la difusión de estrategias para el desarrollo en América Latina y el Tercer Mundo en los años 50 y 60. Veterano de la solidaridad con la República Española y de la resistencia antifascista francesa, sus simpatías por el socialismo democrático lo llevaron a tomar distancia, a la vez, de la ortodoxia marxista y del dogmatismo liberal.
En el diálogo de ayer, en Princeton, Krugman, quien en materia de economía política sostiene una posición muy parecida o heredera de la de Hirschman, confesó, sin embargo, no saber qué hacer con las ideas del maestro. Había algo inútil e inaplicable en aquellas teorías sobre el desarrollo, basadas a veces en la observación antropológica de la moral económica de una familia de campesinos colombianos. Adelman dio la razón a Krugman cuando recordó las dificultades de aquel economista, admirador de Montaigne, para formalizar matemáticamente sus hipótesis.