Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 16 de noviembre de 2013

Sombra y cuerpo del comunismo



El comunista manifiesto, último libro del ensayista y crítico cubano, Iván de la Nuez, es un recorrido por las presencias del comunismo en las democracias y los mercados contemporáneos. Sea como fantasma o como zombie, como sombra o como cuerpo, a De la Nuez le interesan esas “manifestaciones” de un espectro que pueden leerse en artistas como Frank Thiel, Boris Mikhailov, Dermantas Narkevicius o Dan Peterjovschi, fotógrafos como Andreas Gursky, Joan Fontcuberta, Eric Lusito o Dani & Geo Fuchs, escritores como Eduardo Mendicutti, Ignacio Vidal Folch, Fogwill, Francesc Serés, Jordi Puntí o José Manuel Prieto o películas como Good Bye Lenin, Promesas del Este o Freedom Fury. A toda esa memorabilia De la Nuez da el nombre de un producto cultural específico, a principios del siglo XXI: el Eastern.
De la Nuez se detiene en obras como el proyecto del colectivo PSJM, que convirtió a Marx en una marca de tenis y jeans, en la imagen del filósofo de Tréveris en una tarjeta de crédito Master Card del Sparkasse Bank, en la pieza de teatro Marx en el Soho de Howard Zinn, en las obras del artista cubano Lázaro Saavedra –que le regala la cubierta-, en la ingeniosa obra Sputnik del fotógrafo Joan Fontcuberta –una fundación imaginaria, que editó un libro sobre la no menos imaginaria hazaña del cosmonauta soviético, Iván Istochnikov, y su ciberperra Kloka, que se impactaron en el espacio con un meteorito-, Limonov, la biografía novelada de Emmanuel Carrère o las múltiples intervenciones mercantiles del ícono del Che Guevara, reunidas por Trisha Ziff en la muestra Che: Market and Revolution.
En su mayor parte, el libro de De la Nuez fluye como un conjunto de glosas o apuntes de lectura sobre el espectro comunista en las dos últimas décadas. Tiene razón Josep Ramoneda, en el prólogo, cuando señala que este libro, como los anteriores El mapa de sal y Fantasía roja –no tanto La balsa perpetua y la antología La isla posible, que fueron proyectos más deliberados de intervención en el campo intelectual cubano- gira en torno a la misma ontología de sí o a la búsqueda de definición de un sujeto occidental que, a pesar de haber vivido el comunismo como una realidad del Caribe y no como una utopía eslava, apuesta por la izquierda en medio del triunfalismo liberal.
En este libro, sin embargo, el crítico cultural desplaza con mayor evidencia al historiador, al filósofo e, incluso, al escritor que hay en Iván de la Nuez. Hay aquí constantes alusiones a algunos pensadores neomarxistas, como Boris Groys, Slavoj Zizek, Alain Badiou o Jacques Rancière, pero muy poca reflexión teórica sobre el problema de la actualidad del comunismo o del marxismo espectral, tan debatido, desde el clásico de Derrida, por pensadores contemporáneos como Bruno Bosteels y Jodi Dean. La editorial Verso ha creado, de hecho, la colección Pocket Communism, centralmente dedicada al tema, que acaba de publicar un volumen tan pertinente para dicha discusión como Towards a New Manifesto, la historia del malogrado proyecto de Theodor Adorno y Max Korkheimer de reescribir el Manifiesto Comunista en la primavera de 1956.
En su libro, Iván de la Nuez nos convence de esas “manifestaciones” del comunismo en la cultura del capitalismo global. Pero el propio De la Nuez no se posiciona sobre las diversas maneras de entender la “actualidad” del comunismo. Esta elusión voluntaria informa, en buena medida, las estrategias de escritura del crítico cultural. Su insistencia en nociones como “fantasma”, "zombie", “sombra” o “espectro” parece aludir a presencias espirituales de un pasado muerto, cuando el fantasma que detectaban Marx y Engels, en 1848, tenía que ver, más, con una criatura a punto de nacer. Bosteels, Dean y otros neomarxistas contemporáneos piensan la actualidad del comunismo como una presencia política real, y no como una evanescencia espiritual, ya que para ellos el leninismo, el estalinismo o el maoísmo; el socialismo real, las guerrillas zapatistas o guevaristas o los socialismos bolivarianos, han sido sólo algunas de las formas que históricamente adoptó una tradición de la comuna, anterior al siglo XX y viva en el siglo XXI.
Lo que De la Nuez entiende como “cuerpo”, y no como “espectro” o como “sombra”, en esas “manifestaciones” del comunismo, son atributos de la globalización que bien podrían entenderse a partir de la tesis del ascendente camino hacia la igualdad, en detrimento de la libertad, de Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835-1840), un ensayo, que no panfleto, anterior al Manifiesto comunista. La radical individuación del sujeto, con su PC o cualquier otro equipo electrónico personal, la diseminación de las nociones jerarquizadas de autoría, poética o status y la creciente seguritización de la sociedad, esa distopía policiaca de hoy, fueron mejor profetizadas por Tocqueville que por Marx.
Un antecedente más claro que los Espectros de Marx de Derrida –marxismo y comunismo no son la misma cosa- de esta manera de pensar el comunismo, en la larga duración, sería el temprano ensayo de Jean Luc Nancy, “From the Existence of Communism to the Community of Existence” (1992), en la revista Political Theory, que tiene ecos de Tocqueville y –gústele o no a Nancy-, también de Francois Furet. Se puede estar o no de acuerdo con esa manera de pensar del comunismo –yo no lo estoy-, pero es indispensable definir qué entendemos por marxismo y por comunismo antes de discernir sus presencias vivas o muertas, espectrales o reales, en la cultura del capitalismo global.     




martes, 5 de noviembre de 2013

La vanguardia peregrina



Este es un libro sobre lo que podría entenderse como la última o, acaso, la penúltima vanguardia literaria cubana, en el exilio. Se estudia aquí un grupo de escritores que publicaron textos narrativos, poéticos o ensayísticos, con un alto grado de experimentación y cosmopolitismo, poco antes o poco después de 1968, en varias ciudades occidentales: Nueva York, París, Roma, Madrid, Barcelona, Ciudad de México. Autores exiliados, que produjeron sus obras en contextos marcados por la rebelión moral y estética de aquella década y que, a pesar de compartir el imaginario de una izquierda radical, debieron articular un discurso crítico sobre el socialismo cubano.
Hubo escritores de aquella vanguardia, como Severo Sarduy, que hicieron impugnaciones explícitas del canon nacional de las letras cubanas. En novelas como Gestos y De donde son los cantantes y en ensayos como Escrito sobre un cuerpo y Barroco, Sarduy colocó lo nacional e, incluso, lo revolucionario, en un contexto territorialmente desplazado por lo que podríamos llamar una estética y una erótica de la dislocación. A la superposición de los tejidos raciales y antropológicos de la nacionalidad –el indio, el negro, el español, el chino-, Sarduy agregó pulsiones universales como el sexo y la muerte.
         Estas dos últimas dimensiones, sexo y muerte, recorren también la narrativa y la ensayística de Calvert Casey. En los cuentos y críticas de Memorias de una isla y Notas de un simulador, Casey hizo de la sexualidad un universo polimórfico, donde se manifiesta la vida y el reverso de la vida. El sexo es, para Casey, como también para Virgilio Piñera, una experiencia límite, ambivalente, donde se realiza la libertad del sujeto por medio del placer y el dolor. Pero en Casey, el amor homosexual adquiere un acento metafísico, de fusión con el otro, que no observamos en Piñera.
         El sexo y el amor en Calvert Casey conectan más plenamente con las ideas de Georges Bataille y, más recientemente, de Roberto Esposito. La muerte y la sexualidad como figuras de lo impolítico, es decir, de una esfera en la que no sólo se practica la moral subversiva o antiautoritaria sino una negación de toda racionalidad biopolítica. En Calvert Casey –y también en Nivaria Tejera- podríamos leer un desafío al discurso nacional integrador de la Revolución, que no pasa por instrumentaciones de lo barroco, como en Sarduy, o por desmontajes de genealogías letradas, como en Lorenzo García Vega.
         Tejera, por ejemplo, en Sonámbulo del sol y, sobre todo, en Huir de la espiral, envuelve a sus personajes dentro de una bruma ontológica, que subvierte la luminosidad moral y racional de la Revolución. Entre todos aquellos escritores de los 60, es, tal vez, Nivaria Tejera la que de un modo más transparente incorpora la experiencia del exilio a sus ficciones. Los personajes de Tejera son peregrinos en París, que hacen de la ciudad un laberinto de identidades fugitivas. El París de Tejera es distinto al de Sarduy, a pesar de ser contemporáneo: no es el de Tel Quel, Sollers, Barthes y Kristeva, sino el de Julio Cortázar, el cronopio revolucionario que, a contrapelo de la empatía estética, rechaza al cronopio exiliado.
         El desencuentro de Tejera con la izquierda latinoamericana de París –legible en sus ficciones y narrado en sus memorias Espero la noche para soñarte, Revolución- sería equivalente al menos conocido de Julieta Campos con la izquierda mexicana de los años 70 y 80. Una escritora cubana, adscrita al paradigma del relato objetivo de la nouveau roman francesa, en el México de la masacre de Tlatelolco y del desencanto del milagro desarrollista, convergía en el horizonte de una nueva izquierda democrática, como el que comenzaban a demandar Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, desde Plural y el suplemento La cultura en México. Campos enfrentaría aquella conexión crítica, vindicando su pertenencia a una tradición literaria cubana que, no por patriótica, dejaba de estar constituida por el destierro y la errancia. Todavía es posible advertir ese nacionalismo transterrado en poetas del exilio como Orlando González Esteva o Gustavo Pérez Firmat.
        El autocercioramiento de una poética literaria dentro de una tradición nacional, pero desde lejos, es decir, desde el exilio, también es perceptible en el mayor y el menor de aquellos escritores vanguardistas de los 60: me refiero a Lorenzo García Vega y José Kozer. El diálogo que supieron entablar García Vega y Kozer hasta la muerte del primero, el año pasado, es uno de los testimonios más persuasivos sobre la dialéctica entre tradición y vanguardia en la literatura cubana. García Vega llegó a ese diálogo desde un surrealismo persistente, que lo enfrentó al nacionalismo católico de Orígenes, y lo abrió al psicoanálisis y la contracultura de mediados de siglo. Kozer, desde una inmersión en los alrededores poéticos de la Nueva Izquierda, en el Nueva York de los 60 y 70, arribó a una zona colindante.
         Ese diálogo descansaba sobre la premisa de que la vanguardia era una apuesta por el escape o la fragmentación de la racionalidad estética que sustentaba la cultura cubana tradicional. García Vega encontraría lo peor de esta última en lo que llamaba la “opereta cubana”, una mezcla de racismo sublime y espurio aristocratismo, personificada en Julián del Casal y buena parte del postmodernismo cubano. Lo curioso es que esa interlocución, que en ambos, García Vega y Kozer, inclinaba hacia la ruptura con lo que hemos llamado “la escuela de Casal” y la reinvención de un Martí vanguardista, produjo dos escrituras de la memoria radicalmente distintas.
A diferencia de García Vega, Kozer no estaba interesado en el ajuste de cuentas con el catolicismo origenista o en la sintonía de éste último con el discurso legitimante de la Revolución Cubana. Lo decisivo para Kozer era –y es- la fabricación de una cápsula personal de memoria, asociada a su experiencia dentro de una familia judía habanera que no parte al exilio luego de 1959 sino que retoma el camino de la diáspora, constitutivo de su comunidad, luego del giro hacia el comunismo del gobierno revolucionario. El proyecto poético de Kozer, a pesar de construirse desde el exilio, abre, por la vía de la memoria, zonas de contacto con poéticas armadas en la Habana postsoviética como las de Reina María Rodríguez o Soleida Ríos.
En Kozer, el dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha marcado a la literatura cubana, como a cualquier otra literatura latinoamericana en el último siglo, alcanza un estatuto discernible, por su carácter expansivo y global. La poesía de Kozer gravita hacia todos los puntos cardinales del imaginario cultural –orientalismo y vanguardia norteamericana, América Latina y tradición hebrea, Siglo de Oro y Generación del 27, neobarroco y coloquialismo-, estableciéndose como un dispositivo lírico del arte de la lectura. En la poesía lectora de Kozer observamos una de las más elocuentes apuestas por un exilio de vanguardia en la literatura cubana contemporánea.
Historiar una vanguardia implica, siempre, certificar su desaparición o el paso de su momento. Sobre todo, si el relato de esa vanguardia es escrito luego de la devastadora crítica al vanguardismo que ha propiciado la cultura postmoderna. El lugar de esa vanguardia, sin embargo, en la historia de la literatura cubana, sigue estando a debate. Su recepción, en las últimas décadas, si bien limitada o incómoda, da cuerpo a algunas de las poéticas mejor armadas de la literatura cubana contemporánea, en la isla o en la diáspora. Este libro quisiera ser, al menos, una constatación de ese legado.       
         

viernes, 25 de octubre de 2013

El hemisferio izquierdo

En su libro The Left Hemisphere (Verso, 2013), el profesor de la Sorbonne, Razmig Keucheyan, se propuso dibujar un mapa de la que llama "teoría crítica contemporánea". A simple vista, el objeto de su estudio podría resultar demasiado abarcador, pero cuando avanzamos en el libro advertimos que a Keucheyan no le interesa toda la "teoría crítica" sino aquella que se produce dentro de las fronteras del radicalismo de izquierda.
El libro de Keucheyan recorre las conceptualizaciones del "imperio", la "multitud" y el "capitalismo cognitivo" de Michael Hardt y Tony Negri, la nueva teoría del imperialismo de Leon Panitch, Robert Cox y David Harvey, el debate sobre la "excepción" y los estados postnacionales en Giorgio Agamben, Étienne Balibar, Jürgen Habermas, Wang Hui, Benedict Anderson y Tom Nairn, la crítica del capitalismo tecnológico de Robert Brenner, Giovanni Arrighi, Elmar Alveter y Luc Boltanski.
El mapa de Keucheyan abarca, naturalmente, otras zonas más conocidas del pensamiento neomarxista como la filosofía del "evento" y el "sujeto" en Jacques Rancière, Alain Badiou y Slavoj Zizek, el postcolonialismo y la teoría feminista en Gayatri Spivak, Judith Butler y Donna Haraway, la nueva interpretación del conflicto de clases en E. P. Thompson, Erik Olin Wright o Álvaro García Linera o del choque de indentidades colectivas y hegemonías políticas en Nancy Fraser, Axel Honneth, Seyla Benhabid, Achille Mbembe, Ernesto Laclau y Fredric Jameson.
Pero, más allá del mapa, el libro de Keucheyan interviene en terrenos de la historia y la política del pensamiento de izquierdas, en los que encontramos tantas observaciones pertinentes como visiones estereotipadas e, incluso, prejuicios. Por ejemplo, Keucheyan narra una historia excesivamente limitada, por no decir sectaria, de la Nueva Izquierda, que deja fuera importantes corrientes de la misma, sobre todo en Nueva York, como la del último trotskysmo, el socialismo democrático, el nacionalismo negro o, específicamente, los Black Panthers.
La historización de la Nueva Izquierda, a partir del "relato de la derrota" del 68, produce generalizaciones. Y produce, también, ocultamientos geográficos como el escaso tratamiento del pensamiento de la descolonización del Tercer Mundo o, específicamente, de América Latina. El único pensador  latinoamericano que, además de Laclau, aparece en el mapa de Keucheyan es el vicepresidente boliviano García Linera y algunos pasajes, como aquel en que presenta a los argentinos José Aricó y Juan Carlos Portantiero, como parte de la "derechización neoliberal", por su respaldo a la transición democrática y su aproximación a la socialdemocracia, en los 80, son muy cuestionables.
A pesar de estos desenfoques, el libro de Keucheyan tiene aciertos innegables como el reconocimiento del aporte del postestructuralismo francés de los 70 y los 80 a la articulación del neomarxismo reciente -una deuda que no todos los que intervienen en el debate contemporáneo de la izquierda, que cargan con viejas aprensiones contra el postmodernismo, están dispuestos a reconocer. Keucheyan, además, es franco cuando admite que la teoría crítica de la izquierda es, cada vez más, un asunto académico, específicamente de las universidades norteamericanas, y encuentra las raíces históricas de esa progresiva intelectualización del socialismo en la teoría marxista occidental de mediados del siglo XX. No hay el menor intento, aquí, de encubrir el desencuentro entre las teorías y las prácticas de la izquierda radical.  

jueves, 24 de octubre de 2013

La institución del yo

Armada de una ironía envidiable, tan fina que por momentos se hace imperceptible, Sarah Lyall retrató, el domingo pasado en The New York Times, la decadencia del arte del performance en una de las titulares del género, la artista serbia Marina Abramovic. Lyall comenta que el próximo proyecto de la artista es la creación de un Abramovic Institute en el pueblo de Hudson, New York, en un terreno de 33 000 pies, en el que los espectadores aplicarán entre sí las técnicas performáticas de la artista: se sentarán a mirarse fijamente durante horas, presionarán sus cuerpos contra los cristales, nadarán en arroyos congelados, gritarán su enojo a los árboles, dedicarán horas a tomarse un vaso de agua...
Lyall sugiere que con esta obra, Abramovic desplaza a uno de sus personajes, la artista experimental y de vanguardia, nacida en Belgrado, que expone su cuerpo a situaciones límite, como metáfora de vidas amenazadas y precarias, por otro: la celebridad mimada, luego de su más famoso show en el Moma, que  sirve de gurú mental a Lady Gaga y Jay Z y que deviene ícono mediático. El Abramovic Institute sería la culminación de ese desplazamiento por el cual una artista hace mutar su figura pública, convirtiéndose en la fundadora de una religión new age. Al fin y al cabo, piensa Abramovic, "artists have to be the servant to society" and "ego is a huge obstacle to art".

martes, 22 de octubre de 2013

Salinger: la escritura irrenunciable

Si la reciente biografía de Shields y Salerno, en documental y en libro, de J. D. Salinger, está en lo cierto, habría que despachar uno de los grandes mitos de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. No me refiero, desde luego, al mito que la narrativa de Salinger construyó en torno a sí misma, luego de los impactantes relatos publicados en el New Yorker en los 40 o sus novelas posteriores, The Catcher in the Rye (1951) y Franny and Zooey (1961). Me refiero al mito de la renuncia a la escritura y al de la auto exclusión de cualquier contacto con la realidad mediática de su país, entre 1965 y 2010, que siempre se le ha atribuido.
Buena parte de las críticas a la biografía y el documental que hemos leído en estos meses tienen que ver con la fuerza de ese mito. Resulta difícil, a quienes han creído por décadas en esa política del silencio de Salinger, aceptar que, de acuerdo con el testimonio Joyce Maynard, quien fuera su pareja en los 70, el escritor se mantuviera tan pendiente de las publicaciones literarias de Estados Unidos, especialmente del New Yorker, desde su cabaña en Cornish, New Hampshire, y que iniciara romances epistolares con Maynard y otras aprendices de literatura en aquellas décadas. La especulación en torno a una pedofilia ligada al trauma del rechazo de Oona O'Neill, quien lo habría dejado por Charles Chaplin, suena un tanto exagerada, pero en sexualidades todo es posible.
Si Shields y Salerno tienen razón, Salinger no sólo se mantuvo al tanto de la vida pública norteamericana entre los 70 y los 2000 sino que nunca dejó de escribir en esos treinta años. Cinco manuscritos, sobre temas tan variados como el Vedanta, su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y la "familia Glass" de Franny and Zooey, comenzarán a aparecer a partir de 2015, según Shields y Salerno, de acuerdo con la última voluntad de Salinger. La legendaria reclusión del escritor quedaría reducida, después de estos testimonios, a un genuino deseo de privacidad, pero no a mucho más. No por gusto el film termina con una imagen del anciano Salinger, captada con cámara oculta, en la que el escritor camina hacia su coche, luego de comprar el periódico en un estaquillo. Una vez en su asiento, parece mirar a la cámara y soltar la carcajada.

jueves, 17 de octubre de 2013

El realismo como régimen

El más reciente reportaje de Jon Lee Anderson, en The New Yorker, "A Crime Writer Surveys a Changing Cuba", tiene el acierto de abultar visiones sobre la nueva Cuba del siglo XXI en la esfera pública de Nueva York. Como en las notas de Vicky Burnett para The New York Times, en los dos últimos años, asistimos al retrato de una ciudad y un país del Caribe, que ya dejaron atrás el "periodo especial" o el momento post soviético, y que se internan en la terrible normalidad del capitalismo subdesarrollado. Hay un acto de desilusión, de abandono de toda fantasía reparadora, en esa mirada newyorkina hacia Cuba, que afina el juicio.
Pero el artículo de Anderson tiene la dificultad de que no sólo trata sobre lo que, abusando del tópico, podríamos llamar el "caso Padura". El periodista se propuso algo más: describir, a través de ese "caso", el "estado" de la literatura cubana. No es raro que en el subtítulo que anuncia la portada del New Yorker se junten dos conceptos que rebasan su significado político más preciso: "on realism and the regime". Anderson, en efecto, no sólo intentó explicar a sus lectores de Manhattan el enrevesado asunto de que un escritor interesado en su autonomía, que ha criticado y critica abiertamente aspectos fundamentales del sistema político cubano, sea premiado por el Estado. Al fin y al cabo, en cualquier país del mundo, eso es lo más común.
La mayor dificultad comienza cuando Anderson hace del caso Padura un fenómeno estético y entiende su soledad -dice, por ejemplo, que el escritor se "ha quedado sin pares en la isla"- en clave literaria. Cuando es bien sabido que el tipo de realismo de Padura no es tan raro en la literatura cubana contemporánea y no proviene de Carpentier, mucho menos de Eliseo Alberto, a quien en algún momento se menciona como antecedente, sino de escritores realistas de los 60, 70 y 80, como Lisandro Otero o Jesús Díaz y, específicamente, de escritores del género policiaco como Daniel Chavarría y Luis Rogelio Nogueras. A contrapelo de lo que afirma Anderson podría decirse que Padura no está nada solo, estéticamente hablando. Casi toda la narrativa que se publica en Cuba sigue siendo realista.
Anderson privilegia, además, la interlocución de Padura con Pedro Juan Gutiérrez y Wendy Guerra, dos escritores con los que sus novelas, sobre todo las mayores, La novela de mi vida y El hombre que amaba los perros, no dialogan. El equívoco no sólo tiene que ver con el hecho de que se trata de tres de los pocos escritores de la isla, de los últimos años, traducidos al inglés, y con posiciones públicas similares, de autonomía negociada, sino con algo más problemático aún: escritores en los que la literatura norteamericana puede encontrar ecos o epigonías de sus propios modelos. Padura es el "Chandler cubano", Gutiérrez, el "Bukowski habanero". Por suerte no puede decirse que Guerra sea la "Anaïs Nin cubana", porque Anaïs Nin era cubana.
En las mismas páginas del New Yorker, cuando algún crítico literario norteamericano, como James Wood por ejemplo, reseña novelas o reflexiona sobre el "estado" de la literatura de Estados Unidos, jamás se detiene en los best sellers que describen la vida cotidiana de los estadounidenses, "tal cual es". Wood prefiere comentar a escritores jóvenes, cosmopolitas y de vanguardia, como Elena Ferrante, Rachel Kushners o Caleb Crain, que enfrentan en sus ficciones dilemas globales. Wood mismo es defensor del realismo o de un tipo de realismo crítico, abierto a la experimentación, pero en sus reseñas cuestiona la colonización de la literatura por el periodismo.
Me pregunto si no habría que discutir, en honor a esa patria de la discusión que es Nueva York, la idea colonial de la literatura, en la que convergen el mercado, los medios, la academia y, a estas alturas, el Estado, y que asume que la tarea del escritor cubano es narrar la precariedad de su vida cotidiana. Hay ahí una hegemonía del patrón periodístico de la literatura, que canoniza el realismo de un modo muy similar a como, no hace mucho, lo canonizaba Moscú. Habría que discutir esa idea de la literatura, para empezar, porque borra la historia cultural cubana de los últimos veinte años. Si "la literatura cubana" es eso, entonces Cabrera Infante, Sarduy o Kozer, el arte de los 80, Paideia, Naranja Dulce, Diásporas, Encuentro y la diáspora de los 90 no tuvieron lugar. 




sábado, 12 de octubre de 2013

El Nobel de la familia






El premio Nobel de literatura a la escritora canadiense Alice Munro ha sido recibido, en círculos intelectuales de Nueva York, como la negativa a conceder el galardón a Philip Roth, uno de los más fuertes candidatos de esta comunidad literaria. Las reacciones, sin embargo, pueden perder fácilmente la compostura, y presentar la justicia del reconocimiento a Munro como injusticia a Roth.
Con sutileza, en el New Yorker de la semana pasada, Claudia Roth Pierpont reconstruyó las amistades  literarias de Roth con Milan Kundera, John Updike y Saul Bellow. En el retrato de aquellos afectos, el vínculo con Bellow, el único Nobel de los tres, se distinguía por esa mezcla de admiración y rivalidad que a veces se apodera de la relación entre maestro y discípulo.
Nada que ver con esta otra reacción, también en el New Yorker, o con la broma pesada de Tablet. En estos niveles de la preferencia se pierde de vista cualquier ponderación de la narrativa de Munro y se atribuye al Nobel una importancia de la que carece. Explicar políticamente el fallo desfavorable a Roth, por el hecho de ser éste un escritor judío de Nueva York, puede parecer exagerado, pero de eso se trata un premio como el Nobel: de políticas de la amistad.
Hay en estas reacciones una voluntad de representación y un orgullo comunitario que sólo pueden encontrar paralelo en los nacionalismos o las filias de las guerras, los deportes o la mafia. Roth se ha convertido un emblema de Nueva York, como Woody Allen, el Empire State o el puente de Brooklyn, y su comunidad, con todos sus encantos, va a defenderlo hasta el final, como si se jugara la vida en el empeño. Pero los newyorkinos no deberían olvidar que la patria chica de Roth es la ciudad más cosmopolita del planeta.