Mark O'Connell ha dicho, en Slate, casi todo lo que había que decir sobre la reedición que la Universidad de Yale ha hecho de la larga entrevista que le hiciera Jonathan Cott a Susan Sontag, en 1978, para la revista Rolling Stone. Sólo llamo la atención sobre el pasaje de la entrevista en la que Cott le hace la observación a Sontag sobre las diferencias entre el temperamento de los cubanos y los vietnamitas que ella había observado en sus viajes a esos países comunistas del Tercer Mundo.
Los cubanos, según Sontag, eran, como los "americanos", "manic, talkative, and intimate", mientras que los vietnamitas eran "controlled, measured, and formal", como los franceses. A pesar de reiterar la falsa equivalencia, tan común en el pensamiento de la New Left, entre dos idiosincracias culturales y políticas del Tercer Mundo, marcadas por sus respectivas metrópolis coloniales, Sontag dejaba ver su distanciamiento de aquellos comunismos al pasar de largo, ante la provocación de Cott, y centrar su respuesta en las diferencias temperamentales que observaba entre cineastas franceses como Jean Renoir y Marcel Pagnol.
El cine de Pagnol podía ser de tipo "cubano" y el de Renoir de temperamento "vietnamita", pero en algún momento los humores se intercambiaban. No había nada fijo en aquellas identidades aparentemente sedimentadas por tradiciones y costumbres. La mudanza que advertía Sontag en el cine francés era tanto una metáfora de la imposibilidad de fijar caracteres culturales o nacionales como de la propia curiosidad estética, sexual y política que debía distinguir al intelectual público moderno. Sontag se veía a sí misma como esa dama verdiana, a veces vietnamita, a veces cubana; a veces Renoir, a veces Pagnol.
Libros del crepúsculo
martes, 26 de noviembre de 2013
jueves, 21 de noviembre de 2013
Adorno y Horkheimer reescriben el Manifiesto
La editorial Verso, en su colección Pocket Communism, ha dado a conocer la transcripción de unas conversaciones que sostuvieron Theodor Adorno y Max Horkheimer, en la primavera de 1956, ideadas como el punto de partida para una reescritura del Manifiesto comunista. Los editores no dudan en llamar aquel diálogo philosophical jam-session, dado que el “jazz no era anatema para Adorno”. Frase, cuando menos, imprecisa, ya que el jazz, para Adorno, no sólo no era anatema sino una de las formas más vanguardistas de la música popular en el siglo XX. La “moda atemporal”, la utopía sonora de lo profano, con una especial energía anti-totalitaria.
Ni los editores de Verso ni los de The New Left Review, que publicaron inicialmente Towards a New Manifesto, exponen el contexto en que se produjo aquella conversación. Pero sin ese contexto –muerte de Stalin, XX Congreso del PCUS, invasión soviética a Hungría, primeras denuncias de los gulags, rearticulación de la socialdemocracia alemana, despegue de la sociedad de consumo…- es imposible comprender el impulso de reescritura del Manifiesto comunista que sintieron Adorno y Horkheimer en Frankfurt. El mundo daba el giro fundacional de la Guerra Fría y la teoría crítica –tal vez, la rama del marxismo occidental más viva para entonces- debía reformular su práctica.
Muchas de las ideas
que hacen girar Adorno y Horkheimer en el diálogo –los nuevos mecanismos de
reproducción cultural, la transformación del trabajo bajo el Estado de
bienestar y la sociedad de consumo, el desplazamiento final del positivismo por
el subjetivismo, la confusión entre libertad social y tiempo libre, el
desencuentro entre teoría y práctica dentro de las izquierdas, la totalización
de la instrumentalidad…- son apostillas a la obra previa de ambos,
especialmente a Dialéctica de la
Ilustración (1947). Me interesa, sin embargo, destacar aquí las
implicaciones políticas de esa actualización de la teoría crítica, en 1956, que
los llevaría a enfrentarse con la Nueva Izquierda en 1968.
Ambos pensaban que
la encrucijada que se abría con la Guerra Fría dejaba huérfano, políticamente
hablando, al marxismo crítico. Desde Occidente avanzaba un capitalismo
renovado, con una enorme capacidad de reproducción cultural –el “dinamismo” de
la burguesía, a mediados del siglo XX, sería, a la vez, el principal punto de
continuidad y ruptura entre este Manifiesto
y el de Marx y Engels en 1848-, mientras del Oriente, venía una implementación
despótica del marxismo, que, entre otras cosas, maltrataba la sabiduría y el
lenguaje heredados de Marx. Los “libertadores” de ambos polos eran “nuevos
César Borgias”:
“Adorno: We cannot
call for the defense of the Western world.
Horkheimer: We
cannot do so because that would destroy it. If we were to defend the Russians,
that’s like regarding the invading Teutonic hordes as morally superior to the
Roman slave economy. We have nothing in common with Russian bureaucrats. But
they stand for a greater right as opposed to Western culture. It is the fault
of the West that the Russian Revolution went the way it did. I am always
terribly afraid that if we start talking about politics, it will produce the
kind of discussion that used to be customary in the Institute.
Adorno: Discussion
should at all costs avoid a debased form of Marxism. That was connected with a
specific kind of positivist tactic, namely the sharp divide between ideas and
substance.
Horkheimer: That
mainly took the form of too great an insistence on retaining the terminology.
Adorno: But this has
to be said. They still talk as if a far-left splinter group were on the point
of rejoining the Politburo tomorrow.
Horkheimer: What are
the implications of that for our terminology? As soon as we start arguing with
the Russians about terminology we are lost.
Adorno: On the other
hand, we must not abandon Marxist terminology.
Horkheimer: We have
nothing else. But I am not sure how far we must retain it. Is the political
question still relevant at a time when you cannot act politically?”
La última
pregunta de Horkheimer ilustra muy bien la sensación de parálisis que comenzaba
a sentir la Escuela de Frankfurt y que llevó a algunos de sus miembros a
distanciarse de la revuelta del 68 y a aproximarse a la socialdemocracia en los
70. Quienes hoy entienden aquella deriva como “derechización”, parecen sostener
que la única alternativa genuinamente de izquierda, a mediados de los 50, era
mantenerse leal al Kremlin, apoyar o callar ante la invasión soviética de
Hungría y respaldar la construcción del Muro de Berlín. Adorno y Horkheimer
optaron por defender el lenguaje del marxismo crítico, frente a la colonización
doctrinal de Moscú. Fue esa la principal motivación de ambos al intentar reescribir el Manifiesto en 1956.
sábado, 16 de noviembre de 2013
Sombra y cuerpo del comunismo
El comunista manifiesto, último libro del ensayista y crítico cubano,
Iván de la Nuez, es un recorrido por las presencias del comunismo en las
democracias y los mercados contemporáneos. Sea como fantasma o como zombie,
como sombra o como cuerpo, a De la Nuez le interesan esas “manifestaciones” de
un espectro que pueden leerse en artistas como Frank Thiel, Boris Mikhailov,
Dermantas Narkevicius o Dan Peterjovschi, fotógrafos como Andreas Gursky, Joan
Fontcuberta, Eric Lusito o Dani & Geo Fuchs, escritores como Eduardo
Mendicutti, Ignacio Vidal Folch, Fogwill, Francesc Serés, Jordi Puntí o José
Manuel Prieto o películas como Good Bye
Lenin, Promesas del Este o Freedom Fury. A toda esa memorabilia De
la Nuez da el nombre de un producto cultural específico, a principios del siglo
XXI: el Eastern.
De la Nuez se
detiene en obras como el proyecto del colectivo PSJM, que convirtió a Marx en
una marca de tenis y jeans, en la imagen del filósofo de Tréveris en una
tarjeta de crédito Master Card del Sparkasse Bank, en la pieza de teatro Marx en el Soho de Howard Zinn, en las
obras del artista cubano Lázaro Saavedra –que le regala la cubierta-, en la
ingeniosa obra Sputnik del fotógrafo
Joan Fontcuberta –una fundación imaginaria, que editó un libro sobre la no
menos imaginaria hazaña del cosmonauta soviético, Iván Istochnikov, y su
ciberperra Kloka, que se impactaron en el espacio con un meteorito-, Limonov, la biografía novelada de
Emmanuel Carrère o las múltiples intervenciones mercantiles del ícono del Che
Guevara, reunidas por Trisha Ziff en la muestra Che: Market and Revolution.
En su mayor parte,
el libro de De la Nuez fluye como un conjunto de glosas o apuntes de lectura
sobre el espectro comunista en las dos últimas décadas. Tiene razón Josep
Ramoneda, en el prólogo, cuando señala que este libro, como los anteriores El mapa de sal y Fantasía roja –no tanto La
balsa perpetua y la antología La isla
posible, que fueron proyectos más deliberados de intervención en el campo
intelectual cubano- gira en torno a la misma ontología de sí o a la búsqueda de
definición de un sujeto occidental que, a pesar de haber vivido el comunismo
como una realidad del Caribe y no como una utopía eslava, apuesta por la
izquierda en medio del triunfalismo liberal.
En este libro, sin
embargo, el crítico cultural desplaza con mayor evidencia al historiador, al
filósofo e, incluso, al escritor que hay en Iván de la Nuez. Hay aquí
constantes alusiones a algunos pensadores neomarxistas, como Boris Groys, Slavoj
Zizek, Alain Badiou o Jacques Rancière, pero muy poca reflexión teórica sobre
el problema de la actualidad del comunismo o del marxismo espectral, tan
debatido, desde el clásico de Derrida, por pensadores contemporáneos como Bruno
Bosteels y Jodi Dean. La editorial Verso ha creado, de hecho, la colección Pocket Communism, centralmente dedicada al tema, que acaba
de publicar un volumen tan pertinente para dicha discusión como Towards a New Manifesto, la historia del
malogrado proyecto de Theodor Adorno y Max Korkheimer de reescribir el Manifiesto Comunista en la primavera de
1956.
En su libro, Iván de
la Nuez nos convence de esas “manifestaciones” del comunismo en la cultura del
capitalismo global. Pero el propio De la Nuez no se posiciona sobre las
diversas maneras de entender la “actualidad” del comunismo. Esta elusión voluntaria informa, en buena medida, las estrategias de escritura del crítico
cultural. Su insistencia en nociones como “fantasma”, "zombie", “sombra” o “espectro”
parece aludir a presencias espirituales de un pasado muerto, cuando el fantasma
que detectaban Marx y Engels, en 1848, tenía que ver, más, con una criatura a
punto de nacer. Bosteels, Dean y otros neomarxistas contemporáneos piensan la
actualidad del comunismo como una presencia política real, y no como una
evanescencia espiritual, ya que para ellos el leninismo, el estalinismo o el
maoísmo; el socialismo real, las guerrillas zapatistas o guevaristas o los
socialismos bolivarianos, han sido sólo algunas de las formas que
históricamente adoptó una tradición de la comuna, anterior al siglo XX y viva
en el siglo XXI.
Lo que De la Nuez
entiende como “cuerpo”, y no como “espectro” o como “sombra”, en esas
“manifestaciones” del comunismo, son atributos de la globalización que bien
podrían entenderse a partir de la tesis del ascendente camino hacia la
igualdad, en detrimento de la libertad, de Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835-1840), un
ensayo, que no panfleto, anterior al Manifiesto
comunista. La radical individuación del sujeto, con su PC o cualquier otro
equipo electrónico personal, la diseminación de las nociones jerarquizadas de
autoría, poética o status y la
creciente seguritización de la sociedad, esa distopía policiaca de hoy, fueron mejor profetizadas por
Tocqueville que por Marx.
Un antecedente más
claro que los Espectros de Marx de
Derrida –marxismo y comunismo no son la misma cosa- de esta manera de pensar el
comunismo, en la larga duración, sería el temprano ensayo de Jean Luc Nancy,
“From the Existence of Communism to the Community of Existence” (1992), en la
revista Political Theory, que tiene
ecos de Tocqueville y –gústele o no a Nancy-, también de Francois Furet. Se puede estar
o no de acuerdo con esa manera de pensar del comunismo –yo no lo estoy-, pero
es indispensable definir qué entendemos por marxismo y por comunismo antes de
discernir sus presencias vivas o muertas, espectrales o reales, en la cultura
del capitalismo global.
martes, 5 de noviembre de 2013
La vanguardia peregrina
Este es un libro sobre
lo que podría entenderse como la última o, acaso, la penúltima vanguardia
literaria cubana, en el exilio. Se estudia aquí un grupo de escritores que
publicaron textos narrativos, poéticos o ensayísticos, con un alto grado de
experimentación y cosmopolitismo, poco antes o poco después de 1968, en varias
ciudades occidentales: Nueva York, París, Roma, Madrid, Barcelona, Ciudad de
México. Autores exiliados, que produjeron sus obras en contextos marcados por
la rebelión moral y estética de aquella década y que, a pesar de compartir el
imaginario de una izquierda radical, debieron articular un discurso crítico
sobre el socialismo cubano.
Hubo
escritores de aquella vanguardia, como Severo Sarduy, que hicieron
impugnaciones explícitas del canon nacional de las letras cubanas. En novelas
como Gestos y De donde son los cantantes y en ensayos como Escrito sobre un cuerpo y Barroco, Sarduy colocó lo nacional e,
incluso, lo revolucionario, en un contexto territorialmente desplazado por lo
que podríamos llamar una estética y una erótica de la dislocación. A la
superposición de los tejidos raciales y antropológicos de la nacionalidad –el
indio, el negro, el español, el chino-, Sarduy agregó pulsiones universales
como el sexo y la muerte.
Estas dos últimas dimensiones, sexo y muerte, recorren
también la narrativa y la ensayística de Calvert Casey. En los cuentos y
críticas de Memorias de una isla y Notas de un simulador, Casey hizo de la
sexualidad un universo polimórfico, donde se manifiesta la vida y el reverso de
la vida. El sexo es, para Casey, como también para Virgilio Piñera, una
experiencia límite, ambivalente, donde se realiza la libertad del sujeto por
medio del placer y el dolor. Pero en Casey, el amor homosexual adquiere un
acento metafísico, de fusión con el otro, que no observamos en Piñera.
El sexo y el amor en Calvert Casey conectan más plenamente
con las ideas de Georges Bataille y, más recientemente, de Roberto Esposito. La
muerte y la sexualidad como figuras de lo impolítico,
es decir, de una esfera en la que no sólo se practica la moral subversiva o
antiautoritaria sino una negación de toda racionalidad biopolítica. En Calvert
Casey –y también en Nivaria Tejera- podríamos leer un desafío al discurso
nacional integrador de la Revolución, que no pasa por instrumentaciones de lo
barroco, como en Sarduy, o por desmontajes de genealogías letradas, como en
Lorenzo García Vega.
Tejera, por ejemplo, en Sonámbulo
del sol y, sobre todo, en Huir de la
espiral, envuelve a sus personajes dentro de una bruma ontológica, que
subvierte la luminosidad moral y racional de la Revolución. Entre todos
aquellos escritores de los 60, es, tal vez, Nivaria Tejera la que de un modo
más transparente incorpora la experiencia del exilio a sus ficciones. Los
personajes de Tejera son peregrinos en París, que hacen de la ciudad un
laberinto de identidades fugitivas. El París de Tejera es distinto al de
Sarduy, a pesar de ser contemporáneo: no es el de Tel Quel, Sollers, Barthes y Kristeva, sino el de Julio Cortázar,
el cronopio revolucionario que, a contrapelo de la empatía estética, rechaza al
cronopio exiliado.
El desencuentro de Tejera con la izquierda latinoamericana
de París –legible en sus ficciones y narrado en sus memorias Espero la noche para soñarte, Revolución-
sería equivalente al menos conocido de Julieta Campos con la izquierda mexicana
de los años 70 y 80. Una escritora cubana, adscrita al paradigma del relato
objetivo de la nouveau roman francesa,
en el México de la masacre de Tlatelolco y del desencanto del milagro
desarrollista, convergía en el horizonte de una nueva izquierda democrática,
como el que comenzaban a demandar Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos
Monsiváis, desde Plural y el
suplemento La cultura en México.
Campos enfrentaría aquella conexión crítica, vindicando su pertenencia a una
tradición literaria cubana que, no por patriótica, dejaba de estar constituida
por el destierro y la errancia. Todavía es posible advertir ese nacionalismo
transterrado en poetas del exilio como Orlando González Esteva o Gustavo Pérez
Firmat.
El autocercioramiento de una poética literaria dentro de una
tradición nacional, pero desde lejos, es decir, desde el exilio, también es
perceptible en el mayor y el menor de aquellos escritores vanguardistas de los
60: me refiero a Lorenzo García Vega y José Kozer. El diálogo que supieron
entablar García Vega y Kozer hasta la muerte del primero, el año pasado, es uno
de los testimonios más persuasivos sobre la dialéctica entre tradición y
vanguardia en la literatura cubana. García Vega llegó a ese diálogo desde un
surrealismo persistente, que lo enfrentó al nacionalismo católico de Orígenes, y lo abrió al psicoanálisis y la
contracultura de mediados de siglo. Kozer, desde una inmersión en los
alrededores poéticos de la Nueva Izquierda, en el Nueva York de los 60 y 70,
arribó a una zona colindante.
Ese diálogo descansaba sobre la premisa de que la vanguardia
era una apuesta por el escape o la fragmentación de la racionalidad estética
que sustentaba la cultura cubana tradicional. García Vega encontraría lo peor
de esta última en lo que llamaba la “opereta cubana”, una mezcla de racismo
sublime y espurio aristocratismo, personificada en Julián del Casal y buena
parte del postmodernismo cubano. Lo curioso es que esa interlocución, que en
ambos, García Vega y Kozer, inclinaba hacia la ruptura con lo que hemos llamado
“la escuela de Casal” y la reinvención de un Martí vanguardista, produjo dos
escrituras de la memoria radicalmente distintas.
A
diferencia de García Vega, Kozer no estaba interesado en el ajuste de cuentas
con el catolicismo origenista o en la sintonía de éste último con el discurso
legitimante de la Revolución Cubana. Lo decisivo para Kozer era –y es- la
fabricación de una cápsula personal de memoria, asociada a su experiencia
dentro de una familia judía habanera que no parte al exilio luego de 1959 sino
que retoma el camino de la diáspora, constitutivo de su comunidad, luego del
giro hacia el comunismo del gobierno revolucionario. El proyecto poético de
Kozer, a pesar de construirse desde el exilio, abre, por la vía de la memoria,
zonas de contacto con poéticas armadas en la Habana postsoviética como las de
Reina María Rodríguez o Soleida Ríos.
En
Kozer, el dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha marcado a la
literatura cubana, como a cualquier otra literatura latinoamericana en el
último siglo, alcanza un estatuto discernible, por su carácter expansivo y
global. La poesía de Kozer gravita hacia todos los puntos cardinales del
imaginario cultural –orientalismo y vanguardia norteamericana, América Latina y
tradición hebrea, Siglo de Oro y Generación del 27, neobarroco y
coloquialismo-, estableciéndose como un dispositivo lírico del arte de la lectura.
En la poesía lectora de Kozer observamos una de las más elocuentes apuestas por
un exilio de vanguardia en la literatura cubana contemporánea.
Historiar
una vanguardia implica, siempre, certificar su desaparición o el paso de su
momento. Sobre todo, si el relato de esa vanguardia es escrito luego de la
devastadora crítica al vanguardismo que ha propiciado la cultura postmoderna. El
lugar de esa vanguardia, sin embargo, en la historia de la literatura cubana,
sigue estando a debate. Su recepción, en las últimas décadas, si bien limitada
o incómoda, da cuerpo a algunas de las poéticas mejor armadas de la literatura
cubana contemporánea, en la isla o en la diáspora. Este libro quisiera ser, al
menos, una constatación de ese legado.
viernes, 25 de octubre de 2013
El hemisferio izquierdo
En su libro The Left Hemisphere (Verso, 2013), el profesor de la Sorbonne, Razmig Keucheyan, se propuso dibujar un mapa de la que llama "teoría crítica contemporánea". A simple vista, el objeto de su estudio podría resultar demasiado abarcador, pero cuando avanzamos en el libro advertimos que a Keucheyan no le interesa toda la "teoría crítica" sino aquella que se produce dentro de las fronteras del radicalismo de izquierda.
El libro de Keucheyan recorre las conceptualizaciones del "imperio", la "multitud" y el "capitalismo cognitivo" de Michael Hardt y Tony Negri, la nueva teoría del imperialismo de Leon Panitch, Robert Cox y David Harvey, el debate sobre la "excepción" y los estados postnacionales en Giorgio Agamben, Étienne Balibar, Jürgen Habermas, Wang Hui, Benedict Anderson y Tom Nairn, la crítica del capitalismo tecnológico de Robert Brenner, Giovanni Arrighi, Elmar Alveter y Luc Boltanski.
El mapa de Keucheyan abarca, naturalmente, otras zonas más conocidas del pensamiento neomarxista como la filosofía del "evento" y el "sujeto" en Jacques Rancière, Alain Badiou y Slavoj Zizek, el postcolonialismo y la teoría feminista en Gayatri Spivak, Judith Butler y Donna Haraway, la nueva interpretación del conflicto de clases en E. P. Thompson, Erik Olin Wright o Álvaro García Linera o del choque de indentidades colectivas y hegemonías políticas en Nancy Fraser, Axel Honneth, Seyla Benhabid, Achille Mbembe, Ernesto Laclau y Fredric Jameson.
Pero, más allá del mapa, el libro de Keucheyan interviene en terrenos de la historia y la política del pensamiento de izquierdas, en los que encontramos tantas observaciones pertinentes como visiones estereotipadas e, incluso, prejuicios. Por ejemplo, Keucheyan narra una historia excesivamente limitada, por no decir sectaria, de la Nueva Izquierda, que deja fuera importantes corrientes de la misma, sobre todo en Nueva York, como la del último trotskysmo, el socialismo democrático, el nacionalismo negro o, específicamente, los Black Panthers.
La historización de la Nueva Izquierda, a partir del "relato de la derrota" del 68, produce generalizaciones. Y produce, también, ocultamientos geográficos como el escaso tratamiento del pensamiento de la descolonización del Tercer Mundo o, específicamente, de América Latina. El único pensador latinoamericano que, además de Laclau, aparece en el mapa de Keucheyan es el vicepresidente boliviano García Linera y algunos pasajes, como aquel en que presenta a los argentinos José Aricó y Juan Carlos Portantiero, como parte de la "derechización neoliberal", por su respaldo a la transición democrática y su aproximación a la socialdemocracia, en los 80, son muy cuestionables.
A pesar de estos desenfoques, el libro de Keucheyan tiene aciertos innegables como el reconocimiento del aporte del postestructuralismo francés de los 70 y los 80 a la articulación del neomarxismo reciente -una deuda que no todos los que intervienen en el debate contemporáneo de la izquierda, que cargan con viejas aprensiones contra el postmodernismo, están dispuestos a reconocer. Keucheyan, además, es franco cuando admite que la teoría crítica de la izquierda es, cada vez más, un asunto académico, específicamente de las universidades norteamericanas, y encuentra las raíces históricas de esa progresiva intelectualización del socialismo en la teoría marxista occidental de mediados del siglo XX. No hay el menor intento, aquí, de encubrir el desencuentro entre las teorías y las prácticas de la izquierda radical.
El libro de Keucheyan recorre las conceptualizaciones del "imperio", la "multitud" y el "capitalismo cognitivo" de Michael Hardt y Tony Negri, la nueva teoría del imperialismo de Leon Panitch, Robert Cox y David Harvey, el debate sobre la "excepción" y los estados postnacionales en Giorgio Agamben, Étienne Balibar, Jürgen Habermas, Wang Hui, Benedict Anderson y Tom Nairn, la crítica del capitalismo tecnológico de Robert Brenner, Giovanni Arrighi, Elmar Alveter y Luc Boltanski.
El mapa de Keucheyan abarca, naturalmente, otras zonas más conocidas del pensamiento neomarxista como la filosofía del "evento" y el "sujeto" en Jacques Rancière, Alain Badiou y Slavoj Zizek, el postcolonialismo y la teoría feminista en Gayatri Spivak, Judith Butler y Donna Haraway, la nueva interpretación del conflicto de clases en E. P. Thompson, Erik Olin Wright o Álvaro García Linera o del choque de indentidades colectivas y hegemonías políticas en Nancy Fraser, Axel Honneth, Seyla Benhabid, Achille Mbembe, Ernesto Laclau y Fredric Jameson.
Pero, más allá del mapa, el libro de Keucheyan interviene en terrenos de la historia y la política del pensamiento de izquierdas, en los que encontramos tantas observaciones pertinentes como visiones estereotipadas e, incluso, prejuicios. Por ejemplo, Keucheyan narra una historia excesivamente limitada, por no decir sectaria, de la Nueva Izquierda, que deja fuera importantes corrientes de la misma, sobre todo en Nueva York, como la del último trotskysmo, el socialismo democrático, el nacionalismo negro o, específicamente, los Black Panthers.
La historización de la Nueva Izquierda, a partir del "relato de la derrota" del 68, produce generalizaciones. Y produce, también, ocultamientos geográficos como el escaso tratamiento del pensamiento de la descolonización del Tercer Mundo o, específicamente, de América Latina. El único pensador latinoamericano que, además de Laclau, aparece en el mapa de Keucheyan es el vicepresidente boliviano García Linera y algunos pasajes, como aquel en que presenta a los argentinos José Aricó y Juan Carlos Portantiero, como parte de la "derechización neoliberal", por su respaldo a la transición democrática y su aproximación a la socialdemocracia, en los 80, son muy cuestionables.
A pesar de estos desenfoques, el libro de Keucheyan tiene aciertos innegables como el reconocimiento del aporte del postestructuralismo francés de los 70 y los 80 a la articulación del neomarxismo reciente -una deuda que no todos los que intervienen en el debate contemporáneo de la izquierda, que cargan con viejas aprensiones contra el postmodernismo, están dispuestos a reconocer. Keucheyan, además, es franco cuando admite que la teoría crítica de la izquierda es, cada vez más, un asunto académico, específicamente de las universidades norteamericanas, y encuentra las raíces históricas de esa progresiva intelectualización del socialismo en la teoría marxista occidental de mediados del siglo XX. No hay el menor intento, aquí, de encubrir el desencuentro entre las teorías y las prácticas de la izquierda radical.
jueves, 24 de octubre de 2013
La institución del yo
Armada de una ironía envidiable, tan fina que por momentos se hace imperceptible, Sarah Lyall retrató, el domingo pasado en The New York Times, la decadencia del arte del performance en una de las titulares del género, la artista serbia Marina Abramovic. Lyall comenta que el próximo proyecto de la artista es la creación de un Abramovic Institute en el pueblo de Hudson, New York, en un terreno de 33 000 pies, en el que los espectadores aplicarán entre sí las técnicas performáticas de la artista: se sentarán a mirarse fijamente durante horas, presionarán sus cuerpos contra los cristales, nadarán en arroyos congelados, gritarán su enojo a los árboles, dedicarán horas a tomarse un vaso de agua...
Lyall sugiere que con esta obra, Abramovic desplaza a uno de sus personajes, la artista experimental y de vanguardia, nacida en Belgrado, que expone su cuerpo a situaciones límite, como metáfora de vidas amenazadas y precarias, por otro: la celebridad mimada, luego de su más famoso show en el Moma, que sirve de gurú mental a Lady Gaga y Jay Z y que deviene ícono mediático. El Abramovic Institute sería la culminación de ese desplazamiento por el cual una artista hace mutar su figura pública, convirtiéndose en la fundadora de una religión new age. Al fin y al cabo, piensa Abramovic, "artists have to be the servant to society" and "ego is a huge obstacle to art".
Lyall sugiere que con esta obra, Abramovic desplaza a uno de sus personajes, la artista experimental y de vanguardia, nacida en Belgrado, que expone su cuerpo a situaciones límite, como metáfora de vidas amenazadas y precarias, por otro: la celebridad mimada, luego de su más famoso show en el Moma, que sirve de gurú mental a Lady Gaga y Jay Z y que deviene ícono mediático. El Abramovic Institute sería la culminación de ese desplazamiento por el cual una artista hace mutar su figura pública, convirtiéndose en la fundadora de una religión new age. Al fin y al cabo, piensa Abramovic, "artists have to be the servant to society" and "ego is a huge obstacle to art".
martes, 22 de octubre de 2013
Salinger: la escritura irrenunciable
Si la reciente biografía de Shields y Salerno, en documental y en libro, de J. D. Salinger, está en lo cierto, habría que despachar uno de los grandes mitos de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. No me refiero, desde luego, al mito que la narrativa de Salinger construyó en torno a sí misma, luego de los impactantes relatos publicados en el New Yorker en los 40 o sus novelas posteriores, The Catcher in the Rye (1951) y Franny and Zooey (1961). Me refiero al mito de la renuncia a la escritura y al de la auto exclusión de cualquier contacto con la realidad mediática de su país, entre 1965 y 2010, que siempre se le ha atribuido.
Buena parte de las críticas a la biografía y el documental que hemos leído en estos meses tienen que ver con la fuerza de ese mito. Resulta difícil, a quienes han creído por décadas en esa política del silencio de Salinger, aceptar que, de acuerdo con el testimonio Joyce Maynard, quien fuera su pareja en los 70, el escritor se mantuviera tan pendiente de las publicaciones literarias de Estados Unidos, especialmente del New Yorker, desde su cabaña en Cornish, New Hampshire, y que iniciara romances epistolares con Maynard y otras aprendices de literatura en aquellas décadas. La especulación en torno a una pedofilia ligada al trauma del rechazo de Oona O'Neill, quien lo habría dejado por Charles Chaplin, suena un tanto exagerada, pero en sexualidades todo es posible.
Si Shields y Salerno tienen razón, Salinger no sólo se mantuvo al tanto de la vida pública norteamericana entre los 70 y los 2000 sino que nunca dejó de escribir en esos treinta años. Cinco manuscritos, sobre temas tan variados como el Vedanta, su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y la "familia Glass" de Franny and Zooey, comenzarán a aparecer a partir de 2015, según Shields y Salerno, de acuerdo con la última voluntad de Salinger. La legendaria reclusión del escritor quedaría reducida, después de estos testimonios, a un genuino deseo de privacidad, pero no a mucho más. No por gusto el film termina con una imagen del anciano Salinger, captada con cámara oculta, en la que el escritor camina hacia su coche, luego de comprar el periódico en un estaquillo. Una vez en su asiento, parece mirar a la cámara y soltar la carcajada.
Buena parte de las críticas a la biografía y el documental que hemos leído en estos meses tienen que ver con la fuerza de ese mito. Resulta difícil, a quienes han creído por décadas en esa política del silencio de Salinger, aceptar que, de acuerdo con el testimonio Joyce Maynard, quien fuera su pareja en los 70, el escritor se mantuviera tan pendiente de las publicaciones literarias de Estados Unidos, especialmente del New Yorker, desde su cabaña en Cornish, New Hampshire, y que iniciara romances epistolares con Maynard y otras aprendices de literatura en aquellas décadas. La especulación en torno a una pedofilia ligada al trauma del rechazo de Oona O'Neill, quien lo habría dejado por Charles Chaplin, suena un tanto exagerada, pero en sexualidades todo es posible.
Si Shields y Salerno tienen razón, Salinger no sólo se mantuvo al tanto de la vida pública norteamericana entre los 70 y los 2000 sino que nunca dejó de escribir en esos treinta años. Cinco manuscritos, sobre temas tan variados como el Vedanta, su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y la "familia Glass" de Franny and Zooey, comenzarán a aparecer a partir de 2015, según Shields y Salerno, de acuerdo con la última voluntad de Salinger. La legendaria reclusión del escritor quedaría reducida, después de estos testimonios, a un genuino deseo de privacidad, pero no a mucho más. No por gusto el film termina con una imagen del anciano Salinger, captada con cámara oculta, en la que el escritor camina hacia su coche, luego de comprar el periódico en un estaquillo. Una vez en su asiento, parece mirar a la cámara y soltar la carcajada.
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