Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 17 de marzo de 2014

¿Una sociedad civil "consentida" y "tolerada"?



En reciente evento en La Habana, Lenier González, editor de la importante publicación católica Espacio Laical, expuso una idea problemática de la sociedad civil cubana. El artículo tiene la ventaja de esclarecer la posición de esa revista sobre el tema crucial de la asociación autónoma y los derechos civiles en Cuba. En buena medida, la posibilidad de una democracia en Cuba depende de cómo los actores sociales y políticos entiendan las relaciones entre la sociedad civil y el Estado. Y la Iglesia Católica y sus intelectuales laicos son y serán actores claves de la transición cubana.
La intervención de González parte de un marco teórico anticuado y de una visión unilateral del debate sobre la sociedad civil en medios académicos cubanos. La reducción de la reflexión teórica contemporánea sobre la sociedad civil a dos opciones, la “liberal” y la “gramsciana”, supone una regresión de casi un siglo, según la cual estaríamos inmersos, aún, en la reformulación gramsciana de la teoría de la sociedad civil y el Estado de Hegel que, en resumidas cuentas, fue menos importante para el liberalismo político de los dos últimos siglos que las diversas tesis del contrato social (Hobbes o Rousseau) o las observaciones de Alexis de Tocqueville sobre los usos y costumbres de la sociedad civil norteamericana en La democracia en América (1840).
Esa manera binaria de entender el campo teórico de la sociedad civil, que se inspira, en buena medida, en ensayos de Rafael Hernández y Jorge Luis Acanda de los 90 o principios de la década pasada, parte de una premisa ideológicamente preconcebida de alentar una transformación de la actual “sociedad civil socialista”, dotándola de mayor autonomía, y permitiendo la coexistencia entre esa sociedad civil y otra, más desconectada de las instituciones del Estado, que captaría la sociabilidad de las nuevas alteridades civiles surgidas en las dos últimas décadas. La posición de González no se separa, en lo fundamental, de la manera en que algunos académicos de la isla, vinculados en su mayoría al CEA, pensaron esa mutación hace veinte años, desde una perspectiva hegemonista o instituyente, de “abajo hacia arriba”, de inspiración gramsciana o no, que dejaba intacta la estructura política del Estado y que hoy está siendo cuestionada, desde la izquierda, por Jon Beasley-Murray, John Kraniauskas, Benjamin Arditi y otros teóricos del marxismo posthegemónico. 
Ese apego a viejas perspectivas teóricas e ideológicas del hegemonismo, que parece desentenderse deliberadamente del proyecto de reforma política, recientemente promovido por Espacio Laical y el Laboratorio Casa Cuba, explica que los referentes del debate estén tan desactualizados –los estudios de Habermas , Gellner, Almond, Verba, Cohen, Arato, y, más recientemente, Powell, Whaites y Edwards, dejaron atrás la vieja dicotomía Hegel-Gramsci- y que se excluya, abiertamente, de dicho debate y de la realidad misma de la sociedad civil a dos de sus componentes fundamentales en la Cuba contemporánea: la diáspora cubana –donde hay autores como Velia Cecilia Bobes, Juan Carlos Espinosa, Damián Fernández, Marlene Azor, Haroldo Dilla o Armando Chaguaceda, con aportes mejor informados teóricamente- y la propia institución católica y su laicado, que han producido distintas intervenciones sobre el asunto, como las de Carlos Manuel de Céspedes, José Conrado, Dagoberto Valdés, Luis Enrique Estrella u Orlando Márquez, que colocan a la Iglesia en el centro de una sociedad civil no estatal.
La autorización académica e ideológica del debate sobre la sociedad civil, rigurosamente selectiva, que propone Lenier González, converge, además, con un reposicionamiento político que parece colocarse un paso antes del proyecto Laboratorio Casa Cuba, en el que se proponía una reforma constitucional. En el actual reposicionamiento, se aplica una rígida distinción entre “oposición leal” y “desleal”, que se traslada mecánicamente a la sociedad civil, por medio del deslinde entre una “sociedad civil socialista” –las “organizaciones sociales y de masas”- y otra “consentida” o “tolerada” –las nuevas ONGs- términos que, como es sabido, se aplican a la oposición real cubana, ilegal y penalizada. Los criterios de “lealtad” o “deslealtad” al “nacionalismo revolucionario” –una corriente ideológica específica dentro de la pluralidad doctrinal actual-, concebidos para penalizar a actores concretos, no pueden desplazarse a la sociedad civil sin reproducir el mismo carácter excluyente del sistema político de la isla.
La mayoría de los teóricos actuales de la sociedad civil no se define como “liberal” o “gramsciana”, como sugiere González, pero coincide en que una cosa es la sociedad civil en regímenes democráticos y otra en regímenes no democráticos. Pensar la sociedad civil en Cuba, con un mínimo de rigor, exige posicionarse ante el problema de la ausencia de democracia en Cuba, aún desde la izquierda socialista o católica. Si ese posicionamiento se escamotea, como en el texto de González, se corre el riesgo de establecer dicotomías entre una “sociedad civil leal” y otra “desleal”, lo cual es equivocado teórica y políticamente, porque transfiere a la sociedad civil los atributos de una “oposición leal”, cuya función sería muy diferente por ubicarse en la sociedad política.
Lo “leal”, referido al “nacionalismo revolucionario” o, incluso, a la “nación”, genera, como comentábamos hace unos días, múltiples equívocos porque justifica la penalización de la oposición real cubana, verificada en la actual Constitución y el Código Penal. Para que haya democracia, ni la sociedad civil ni la oposición real pueden estar penalizadas a partir de orientaciones ideológicas o, mucho menos, morales. En cualquier democracia existen leyes electorales que impiden la intervención de gobiernos extranjeros en el financiamiento de partidos o asociaciones civiles y políticas. Una nueva ley electoral que contemple esos dispositivos jurídicos es suficiente para establecer límites precisos a cualquier violación a la soberanía nacional, sin tener que persistir en la actual penalización de las libertades públicas, que es constitutiva del régimen de partido único e ideología marxista-leninista. 
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domingo, 9 de marzo de 2014

La reconstrucción del futurismo


El futurismo italiano, como todas las vanguardias del siglo XX, fue víctima de la impugnación postmoderna que, en las últimas décadas, ha difundido la obsolescencia del estatuto de “lo nuevo”. Luego de tanta “deconstrucción” parece haber llegado la hora de la reconstrucción de aquellas poéticas que convulsionaron la cultura moderna hace un siglo. Es lo que ha intentado la curadora Vivien Greene con la muestra Italian Futurism. (1909-1944): Reconstructing the Universe, en el Guggenheim de Nueva York.
Con frecuencia, la historia del arte del siglo XX reproduce un esquema evolutivo, en el que el futurismo italiano aparece como antecedente, en la década del 10, de corrientes posteriores como el constructivismo ruso o el surrealismo francés. En narrativas más subordinadas a la historia política, el futurismo se imagina precipitado en una temprana decadencia, en los años 20, al sumarse al proyecto cultural de Benito Mussolini y el fascismo.
La muestra de Greene desafía ambos enfoques. Desde el primer manifiesto de Marinetti, en 1909, y el fin de la Segunda Guerra, se produjeron arte y teoría–y también moda, muebles, films, decorado, murales y hasta juguetes- futuristas en Italia. El impacto del movimiento llegó a culturas tan distantes como el Japón de Hirohito o el Brasil de Getulio Vargas. El futurismo sobrevivió a las vanguardias europeas posteriores y sus relaciones con el fascismo fueron más sinuosas de lo que generalmente se admite. Mussolini, a diferencia de Hitler, no compartía la idea de la vanguardia como “degeneración” y, aunque el futurismo llegó a ser central en la política del régimen, sobre todo en los 30, siempre hubo futuristas contrarios al Duce.
La exposición recorre la obra de los futuristas más conocidos (Marinetti, Balla, Boccioni, Carrà, Severini…), pero se detiene, también, en otros artistas, como Fortunato Depero y Enrico Prampolini, que incursionaron en el diseño, la arquitectura y la publicidad. Greene destaca la ironía de que el futurismo, un movimiento que arrancó llamando a enterrar el “wagnerismo” y la idea de una obra de arte total, acabó abrazando un monumentalismo y un endiosamiento de la técnica, que no se inhibió de cualquier grandilocuencia.
La amplia sección dedicada al culto a la aeronáutica, estimulado por el político y militar fascista Italo Balbo –suerte de Howard Hughes italiano-, se centra en una pintura, como la de Gerardo Dottori, Tulio Crali y Tato, que hizo del avión un fetiche de la modernidad. Una pastoral modernista, similar a la de los grandes óleos de Benedetta Capa Marinetti, esposa del fundador del movimiento, ejecutados para decorar los salones del Palacio de Correos de Palermo, en Sicilia, y que con el título de “Síntesis de las Comunicaciones”, intentaba postular la telefonía como deidad mercurial del siglo XX.        

sábado, 8 de marzo de 2014

Socialismo y contracultura



En el post anterior, comenté las fotos del cubano José Figueroa, incluidas en el apartado final del volumen Cuba in Revolution (2013), que compila el archivo fotográfico de la Arpad A. Busson Foundation, mostrado recientemente en el International Center of Photography (ICP) de Nueva York. Acabo de recibir, ahora, el libro José A. Figueroa. Un autorretrato cubano (Turner, 2009), editado por Cristina Vives, además de un número reciente de la revista Arte cubano (2/2013), con un ensayo de Cristina Vives sobre “Cultura y contracultura en tiempos de Revolución (desde la fotografía cubana de los 60)”, que explora la construcción del sujeto fotográfico en la isla, en la década de la explosión contracultural en Occidente.
El volumen de Figueroa y el ensayo de Vives constituyen, creo, las mayores intervenciones recientes en el tema de la contracultura en Cuba. Intervenciones que privilegian el documento de la fotografía, pero cuyo sentido último impacta toda la producción cultural desde Cuba y sobre Cuba en los años 60. En su texto, Vives insiste en la lógica de exclusión que predominó en las relaciones del naciente Estado socialista con la minoritaria subjetividad juvenil, inscrita en los referentes de la contracultura occidental. Pero Vives advierte, además, la principal paradoja de aquel proceso: mientras los jóvenes contraculturales de La Habana eran rechazados por conductas “desviadas” o “diversionistas”, los íconos fotográficos de la Revolución, especialmente el Che Guevara, se incorporaban a la simbología de la contracultura en París y Roma, Londres y Nueva York.
Los líderes e ideólogos de la Revolución Cubana promovieron una imagen subversiva de la isla, dentro de las democracias occidentales, pero reprimieron y marginaron toda aproximación de la juventud cubana a la cultura y la ideología de la Nueva Izquierda occidental. En todos y cada uno de los flancos en que aquella aproximación se insinuó (la sexualidad y el rock, las drogas y las nuevas religiosidades, la identidad racial y el irracionalismo filosófico, la moda y, en menor medida, el arte y el cine), el socialismo cubano actuó a la defensiva, como si aquel repertorio cultural, que en Occidente se asociaba directamente con el proyecto descolonizador de la isla, amenazara desde dentro el paradigma de una sociedad políticamente unanimista y homogénea. Hoy vemos, con aterradora claridad, que aquel diagnóstico de los burócratas cubanos era correcto.  

jueves, 6 de marzo de 2014

Posar la contracultura



En el libro The Making of a Counter Culture (1969) de Theodore Roszak, se perfilan los principales referentes de la insurgencia juvenil de los 60 en Occidente. Se habla allí de una revuelta contra la racionalidad tecnocrática de la sociedad industrial, fuera esta de inspiración capitalista o socialista, norteamericana, europea o soviética, que hacía suyas la “dialéctica de la liberación” de Herbert Marcuse y Norman Brown, el budismo y la psicodelia de Allen Ginsberg y Allan Watts, la “sociología visionaria” de Paul Goodman y la refutación práctica del mito de la “conciencia objetiva” a través del rock and roll y el amor libre.
Era lógico que a un país del Caribe hispano, como Cuba, las premisas de la contracultura resultaran extrañas y amenazantes. Sobre todo, si a lo que quedaba de las clases medias y altas católicas del antiguo régimen, se sumaba, desde los 60, una nueva ortodoxia moral, construida en torno a los dogmas de un marxismo-leninismo que, como advertía Roszak, legitimaba otro tipo de tecnocracia industrial: la comunista. De ahí que el poco contacto que estableció el campo intelectual cubano con la contracultura se limitara a un par de números de Lunes de Revolución, al diálogo efímero de los poetas de la Beat Generation con la generación de El Puente y a la débil resonancia de las ideas de la Nueva Izquierda entre algunos marxistas guevarianos, como los editores de Pensamiento Crítico.
Hay, sin embargo, una conexión más orgánica con la contracultura en algunos estratos de la juventud cubana de los 60 y 70. Estratos que, provenientes de la antigua clase media, con un estilo de vida norteamericano o europeo, descendían a un nuevo tipo de marginalidad, que sería severamente reprimida o disciplinada por medio de las UMAP, la “depuración” y la “parametración”. Hace unos días, el fotógrafo cubano José Figueroa, habló de esas paradójicas élites marginales o minorías modernas, venidas a menos, en La Habana de los 60 y 70, durante la presentación del importante libro Cuba in Revolution. The Arpad A. Busson Foundation (2013) en el International Center of Photography de Nueva York.
El fotoreportero norteamericano Lee Lockwood retrató a algunos jóvenes beatlemaniacs en el barrio del Vedado, en los 60, pero fue el propio Figueroa quien llegó a captar, más plenamente, esa subjetividad borrosa en su serie “My Sixties”. Siendo asistente en el estudio de Alberto Korda, Figueroa fotografió a amigos y parientes que posaban la contracultura en La Habana. Juanito Ferrer, Chuni, René Villa, Jorge Dávila, Estrellita Guerra, Diana Fernández, Navarro, Rafael Savín, Juan Carlos Halley, Margarita Arroyo, Idalberto Gálvez, "Olga, la Francesa" y el cuarteto “Los Pacíficos” eran los personajes reales de aquella escenificación de una Habana contracultural, bajo el comunismo.
“Gente que no era aceptaba”, dijo Figueroa hace unos días en el ICP de Nueva York, que vivía en La Habana como si viviera en el East Village, en San Francisco o en una película de Godard. Sujetos sin lugar, que irían desapareciendo poco a poco de una esfera pública masificada y uniformada, como la propia familia de Figueroa, retratada en las páginas finales de Cuba in Revolution. La serie “Exile: Farewells at 17th Street”, es un relato desgarrador sobre la fractura familiar provocada por la Revolución Cubana. Hay un lenguaje de duelo, en esas imágenes, que tiene algunos equivalentes reconocibles en la literatura o el cine cubanos, pero que al pasar a la narrativa fotográfica acentúa su tono de melancolía y desamparo. 

domingo, 23 de febrero de 2014

Cómo se construye una oposición leal en Cuba




En días pasados, los editores de la revista Espacio Laical, Roberto Veiga y Lenier González, publicaron sendos artículos sobre el importante tema de la construcción de una oposición leal en Cuba. Los textos de Veiga y González fueron comentados críticamente, en Havana Timespor Haroldo Dilla y Armando Chaguaceda, dos reconocidos académicos cubanos, radicados fuera de la isla. Aunque las críticas de Dilla y Chaguaceda adelantaron mis reparos a las intervenciones de Veiga y González, agrego las siguientes observaciones, que podrían servir para completar más las aristas de un debate crucial en Cuba, como el que intenta abrir Espacio Laical. Sin debate sobre la oposición, no hay, de hecho, debate sobre la democracia. Aún cuando se entienda que esa “oposición leal” está por construir, es evidente que en Cuba existe una “oposición real”, que no puede ser borrada del presente o del futuro de la isla.  
Coincido con los cuatro autores mencionados y, sobre todo, con los últimos párrafos del escrito de Roberto Veiga, que intentan definir el proceso de construcción de una oposición leal, en Cuba, desde una perspectiva amplia, que se abre, simultáneamente, a mecanismos representativos y participativos de la democracia. Ese enfoque es irrenunciable en estos días, cuando vemos en todos lados, en Estados Unidos y Europa, Egipto y Siria, Venezuela y Ucrania, Rusia y China, una crisis de la representación política que afecta tanto a las modalidades clásicas del liberalismo democrático como a las nuevas variantes –autoritarias o no-, más afirmativas de un rol hegemónico del Estado en la economía, la sociedad y la política. La crisis actual de la democracia sólo puede enfrentarse, con un mínimo de coherencia global, por medio de una articulación de elementos representativos y comunitarios, institucionales e independientes, parlamentarios y participativos.
Mi mayor objeción proviene, como en los textos de Dilla y Chaguaceda, de la exposición teórica e histórica del concepto de "oposición leal" que propone Lenier González. La historia reciente de ese concepto en medios académicos e intelectuales cubanos es mucho más compleja y rica y se remonta a los años 90, cuando, a partir de las experiencias de Europa del Este, España, Portugal y América Latina, se instala la idea de una transición pacífica a la democracia en Cuba. Bastaría, por ejemplo, revisar algunos cuadernos editados por el Instituto de Estudios Cubanos, en Miami, o los primeros números de la revista Encuentro, entre 1996 y 1998, para encontrar un uso del concepto de “oposición leal”, referido a la obra de Juan Linz, y aplicable a Cuba, en tanto país que, de acuerdo con trabajos de Jorge Domínguez, Haroldo Dilla, Carmelo Mesa Lago, Marifeli Pérez Stable, Damián Fernández o Eusebio Mujal León, transitaba de un régimen totalitario a uno autoritario o postotalitario. Esas ideas fueron manejadas en Encuentro o Cuban Studies con quince o veinte años de antelación al uso que le han dado más recientemente otros autores, citados por Veiga y González.
Lo que más me interesa no es, sin embargo, la primicia en el uso de un concepto sino la mayor o menor profundidad con que lo aplicamos a la experiencia cubana y las formas de inclusión política que podrían desprenderse de dicha aplicación. La idea de una “oposición leal”, en los teóricos de las transiciones de los 90, estaba relacionada con las posibilidades de vertebración de una cultura jurídica bajo un orden no democrático, que permitiera llegar a consensos en torno a las rutas legales y pacíficas del conflicto político. Aunque esas teorías, como observa Armando Chaguaceda, están siendo revisadas hoy, no estaría de más, en un contexto tan desabastecido de debate teórico como el cubano, regresar a las mismas para observar los aciertos y limitaciones con que la oposición real cubana ha intentado asimilarlas. 
Creo que coincidimos en que una oposición leal, además de aceptar las reglas del juego político establecidas por un régimen, debe respetar la soberanía nacional del país, los métodos pacíficos de resolución de conflictos, el reconocimiento de la legitimidad del gobierno y el Estado de Derecho. Ahora bien, ¿cuál sería, entre todas esas premisas -por no hablar de valores humanos universales, sobre los que es imposible detentar monopolio alguno, como la libertad, la igualdad, la justicia, el bienestar, la felicidad, el progreso...- la que determinaría la lealtad última dentro de la vida política de una comunidad? En cualquier proceso de transición democrática, inclusive en un proceso de transición democrática en un país, como Cuba, sometido a diversas formas de acotación de sus soberanías, la lealtad última, no es al "nacionalismo revolucionario" -que al fin y al cabo es una doctrina gubernamental, derivada de un corpus ideológico y, sobre todo, un relato histórico, bastante específico dentro de la cada vez mayor pluralidad de hoy-, sino al orden constitucional. Con más razón en el caso de Cuba, porque su Constitución vigente, la de 1992 reformada en 2002, establece de manera explícita y hasta reiterativa el principio de la soberanía nacional. En Cuba, quien es leal a la Constitución es leal a la soberanía.
La idea de una oposición leal al orden constitucional y a las leyes vigentes en la isla implicaría extender el concepto de lealtad más allá de ideologías y afectos, creencias y doctrinas, partidos u asociaciones, preferencias o no por unos líderes u otros, captando la pluralidad real de la sociedad cubana. Además de establecer límites precisos para el consenso, como los que podrían relacionarse con el uso de métodos pacíficos o con la inviolabilidad de la soberanía, una comprensión de lo leal, referida a la Constitución, permitiría fomentar la cultura cívica y el respeto a las leyes, que Espacio Laical y otras publicaciones académicas de la isla han demandado en los últimos años. Esta idea de una lealtad a la Constitución no está, por supuesto, reñida con la legítima apuesta de la oposición real por la reforma o el abandono de esa Constitución. Como sabemos, sin la reforma de algunos capítulos de esa Constitución y del Código Penal vigente, es imposible hablar, ya no de una oposición leal sino de algo anterior a ella: una oposición legal y despenalizada. Sin el reconocimiento de la legalidad de una oposición, en Cuba, difícilmente se podrá asegurar el marco jurídico de consenso que se requiere para institucionalizar el nuevo pluralismo político.