Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 9 de junio de 2015

Julia de Burgos en La Habana

Llevo tiempo escuchando comentarios y leyendo artículos sobre la importancia de La Habana para la poeta puertorriqueña Julia de Burgos (1914-1953). Sabíamos que esa ciudad había sido escenario del romance y la ruptura con el médico y líder antitrujillista dominicano, fundador del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), Juan Isidro Jimenes Grullón, y habíamos leído su soneto a José Martí y las resonancias cubanas de su tercer poemario -después de Poema en veinte surcos (1938) y Canción de la verdad sencilla (1939), publicados en San Juan-, El mar y tú (1954), que aunque escrito durante su residencia en Cuba, fue publicado póstumamente por su hermana Consuelo en Nueva York.
Pero no ha sido hasta leer las cartas que Julia de Burgos envió a Consuelo y que fueron recientemente editadas en San Juan por Eugenio Ballou en la editorial Folium/ Prosas Profanas, con prólogo inteligente de Lena Burgos-Lafuente, que hemos aquilatado verdaderamente esa conexión. La correspondencia entre estas hermanas puertorriqueñas, inmersas en las redes intelectuales y políticas de la izquierda caribeña a mediados del siglo XX, es una fuente documental que lanza una bocanada de aire fresco al archivo un tanto reticente y controlado de la historia cultural de los comunismos, los nacionalismos y los socialismos del Caribe y sus diásporas, a mediados del siglo XX.
Buena parte del epistolario o, más bien, de las cartas de Julia a Consuelo compiladas en el volumen fueron escritas en Nueva York. Primero en el breve periodo que va de agosto de 1939, cuando la poeta llega a Nueva York, y junio de 1940, cuando embarca hacia La Habana. Luego, en la terrible década que va del verano del 42 al verano del 53, con breves estancias en Baltimore o Washington, en que la correspondencia va perdiendo fluidez, aunque no intensidad, ya que capta los años finales de la poeta, entrando y saliendo de hospitales, especialmente del Goldwater Memorial Hospital de la entonces llamada Welfare Island -hoy Roosevelt Island-, donde escribe sus dos estremecedores poemas en inglés, "Farewell y The Sun in Welfare Island", y de donde se escapa para morir en Manhattan, destrozada por la depresión, el alcoholismo, la cirrosis y el cáncer.
El momento de mayor fluidez de la correspondencia es, sin embargo, el del periodo habanero de la poeta. Como tantos otros poetas hispanoamericanos, desde José Martí hasta Octavio Paz, Julia de Burgos sentía por Nueva York una mezcla de fascinación y rechazo. Le atrae la "organización" de la modernidad, pero no gusta de la "apariencia de enorme cuartel militar" o de "las casas uniformes, sin gracia, y sin arte". Celebra la heterogeneidad civil y la "maravilla arquitectónica", marmórea, "sobria y llena de ángulos" del art deco del Midtown, pero escruta la "espesa niebla", el "mundo silenciado" y la "belleza esquiva" de los paisajes, que contrapone al "trópico desnudo" del Caribe.
En La Habana, en cambio, Julia de Burgos siente regresar a su hábitat. Hay una pastoral de lo hispánico en las primeras cartas a Consuelo desde la isla, que coexiste sin mayor problema con el discurso nacionalista o las apelaciones vasconcelianas a una América "indo-hispánica". Pero también hay una descripción de La Habana como "pequeño París" del Caribe -"sin alemanes..., todavía"-, con "cafés al aire libre, aceras muy anchas y orquestas de mujeres, especialmente mulatas". No hay rastros de depresión en esas cartas: su vida en La Habana, los viajes a Trinidad -donde escribe el poema "Presencia de amor en la isla"-, Caibarién, Santiago de Cuba, Holguín, Santa Clara..., y la resolución con que ingresa a la Universidad de La Habana, con el propósito de cursar en pocos años cuatro doctorados -en Pedagogía, Filosofía y Letras, Ciencias Sociales y Derecho Público- y dos licenciaturas -Derecho Consular y Diplomático-, e instalar un bufete propio, parecen marcados por una euforia que emerge como catarsis epistolar.
Aquel entusiasmo tiene que ver con el hecho de que la poeta continúa en La Habana una vida literaria y pública, iniciada en San Juan a fines de los 30, aunque con la plataforma más sólida que le ofrece un país que ha salido de una revolución nacionalista, con una nueva Constitución y con un gobierno aliado de los comunistas cubanos. Julia de Burgos no se hace ilusiones con Fulgencio Batista -"militarote peligroso", le llama-, y dice que Grau San Martín es "hombre puro, pero desorientado y reaccionario". Pero su inserción en las élites intelectuales y políticas de la isla, aunque fuertemente ligada a la red comunista caribeña, se abre a otras corrientes políticas, cercanas a los nacionalismos revolucionarios no comunistas, en las que se mueven su pareja, Jimenes Grullón, y Juan Bosch, otro líder antitrujillista exiliado en Cuba. Esas redes explican, en medida, que Julia de Burgos afirme que "Raúl Roa es el crítico y escritor más destacado de Cuba, aún más que Marinello y Mañach".
Como bien apunta Lena Burgos-Lafuente en el prólogo, este epistolario aparece en medio de un vacío biográfico e historiográfico sobre la izquierda caribeña de mediados del siglo XX, especialmente, la puertorriqueña. Sabemos muy poco, en realidad, sobre aquellas redes y sus conexiones con la izquierda norteamericana, especialmente con el Partido Comunista de Estados Unidos. Las Cartas a Consuelo (2014) siguen dejando incógnitas en el aire, como las razones reales de la ruptura con Jimenes Grullón. Éste la acusa con su hermana de "deslealtad", concepto ambivalente que enlaza sentidos sexuales y afectivos, ideológicos y políticos, y de "actitudes inconvenientes o desviadas" y de "deficiencias y fallas en su carácter", frases que recuerdan lo peor de la tradición moral de esa izquierda. Ella le atribuye a Jimenes Grullón una "poderosísima enfermedad mental, que lo hacía desconfiar de todos y de todo, reflejo de una desgraciada vida anterior" y de no querer enfrentarse a sus padres con la decisión de "asumir una responsabilidad legal y pública", casándose con la poeta.
Lo cierto es que Cartas a Consuelo (2014) ofrece tanto material para la biografía, la historia y la crítica, como para la ficción. A falta de estudios definitivos en cualquiera de esos campos, sobre Julia de Burgos, Juan Bosch o el propio Jimenes Grullón, este libro viene a revitalizar el archivo y a recordarnos, una vez más, la importancia de la historia y la biografía para una información convincente de la crítica literaria. No creo que lleguemos nunca a comprender la multiplicidad de sentidos de la poesía de Julia de Burgos sin sus políticas o sin esas otras escrituras que acompañan el envío de un retrato en la revista Carteles o un recorte de prensa en Bohemia, donde glosan una conferencia suya en La Habana. La literatura es, también, vida literaria, cuando la hay, y silencio, soledad y muerte anónima, cuando todo se ha perdido.    

domingo, 7 de junio de 2015

Vuelta a Huysmans

Lo que más he disfrutado de Sumisión (2015), la última novela de Michel Houellebeck, no es la fantasía de una Francia gobernada a la altura de 2022 por el partido islámico moderado de Mohammed Ben Abbes -hay algo en esa sátira futurista que, creo, no funciona bien, por estereotipada, y los críticos que han comparado la novela con Huxley u Orwell olvidan la verosimilitud que estos últimos imprimieron a sus antiutopías-, sino las especulaciones teológicas y, sobre todo, esos personajes profesorales de La Sorbona, como Robert Rediger, el rector convertido a la religión musulmana, especialista en el filósofo esotérico René Guenon (1886-1951), a quien leyó como culminación de la crítica de Nietzsche al cristianismo, o Jean-Francois Loiseleur, experto en los últimos poemas prevanguardistas, teosóficos y espiritistas del viejo poeta parnasiano Leconte de Lisle (1818-1894), o el propio protagonista, que dedica toda su vida a estudiar la biografía y la obra de Joris Karl Huysmans (1848-1907).
Todo Huysmans está glosado en Sumisión, el traducido al español, de sus novelas más conocidas, Al revés (1884), En rada (1887), Allá lejos (1891) y En camino (1895), y el no traducido, especialmente el último, el de la conversión al catolicismo, que arranca con esta última novela y que se explaya en las ficciones y prosas finales de La catedrale (1898), L'Oblat (1903), Les foules de Lourdes (1906) y Trois Églises et trois Primitifs (1908). Los apuntes de Houellebeck sobre la sexualidad y la comida en la vida privada y en la obra literaria de Huysmans son del mayor interés, si partimos del desconocimiento de ambas que persiste en castellano. Lamentablemente, el tratamiento de Huysmans está subordinado a la analogía de su conversión al catolicismo con la conversión al islamismo del protagonista y sus colegas de La Sorbona, en un paralelo entre dos decadencias, las de los inicios del siglo XX y el XXI, y dos ascensos del monoteísmo que no se sostienen, no digamos en la historia, sino en la propia ficción.

jueves, 4 de junio de 2015

La biblioteca canibalizada

Hace semanas comentamos aquí el último libro del ensayista puertorriqueño Carlos Pabón, que compila algunas de sus principales intervenciones en la esfera pública de la isla en años recientes. Decíamos que el texto de Pabón dejaba leer cierta nostalgia por la época de los 90 y principios de los 2000, cuando revistas como PostdataBordes y Nómada y autores como Julio Ramos, Juan Duchesne, Áurea María Sotomayor, Rubén Ríos, Juan Gelpí, Arturo Torrecilla, Juan Carlos Quintero y el propio Pabón abrieron un campo intelectual, hasta entonces, bastante hegemonizado por discursos nacionalistas homogeneizantes y acríticos.
Ahora la estudiosa argentina Elsa Noya, profesora de la Universidad de Buenos Aires, ha publicado, también en la editorial Callejón, de San Juan, un volumen que analiza detalladamente la emergencia de ese nuevo campo intelectual en Puerto Rico, marcado por la resonancia del postestructuralismo y el postmodernismo, y que pondera sus legados fundamentales. Como sugiere el título, Canibalizar la biblioteca. Debates del campo literario y cultural puertorriqueño (1990-2002) (2015), Noya describe aquellas revueltas discursivas como la canibalización de una biblioteca nacional que, insinuada por textos críticos de principios de los 90, como La memoria rota de Arcadio Díaz Quiñones y Literatura y paternalismo de Juan Gelpí, produjo para fines de la década una oleada de deconstrucción y revisionismo, cuyos alcances es preciso medir y archivar.
Llama la atención en el estudio de Noya la exposición de conexiones del campo intelectual puertorriqueño con América Latina, el Caribe y Estados Unidos. En contra de una autopercepción insularista, que tanto en Cuba como en Puerto Rico, imagina la vida literaria enclavada en un excepcionalismo impermeable, Noya destaca la presencia en aquellas revistas y aquellos diálogos de escritores puertorriqueños como Mayra Santos Febres y Eduardo Lalo, pero también de cubanos como Rolando Prats, Víctor Fowler, Mayra Montero y Senel Paz, de los chilenos Diamela Eltit y Pedro Lemebel o de los argentinos Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo.
Las conclusiones de Noya, sintetizadas en los últimos párrafos del libro, apuntan a un paradójico proceso de autonomización cultural, por medio de la crítica, que habría que pensar con mayor cuidado. La paradoja a la que me refiero es que un movimiento de ideas y textos que, mayormente, desde el postestructuralismo y el postmodernismo, removió las bases del nacionalismo tradicional, de marca independentista o autonomista, haya impulsado la autonomización del campo intelectual. Entre la conclusión de Noya y la de Pabón es advertible una tensión en torno a las posibilidades de intervención real en la esfera pública que genera dicha autonomía:

"De frente a una tradición crítica que ha tendido a cristalizar a la literatura y cultura puertorriqueñas exclusivamente por su capacidad de resistencia y representación de una identidad nacional en el marco de la dependencia política neocolonial, podríamos pensar que los debates de los años 90 sobre las funciones de la escritura y del intelectual, de la transformación en las relaciones con el conocimiento y la misma producción crítica y literaria que generan en el campo, en diálogo con vitales y legítimas reivindicaciones identitarias y políticas, manifiestan un proceso de autonomización literario y cultural que se autodevora metabolizando sus procesos de crecimiento".

viernes, 22 de mayo de 2015

El retrato de Martine Franck

La última esposa de Henri Cartier-Bresson fue la también fotógrafa belga Martine Franck, quien fuera discípula y colega suya en la agencia Magnum. En sus últimos años, cuando Cartier-Bresson dejó la fotografía y regresó a la pintura, que había sido su primera vocación, Franck le hizo algunos retratos que hoy se cuentan como piezas arquetípicas del género. El retratista de Borges y Camus, Matisse y Sontag, Picasso y Sartre, Capote y Miller, era finalmente retratado.
Cartier-Bresson no dejó tantos retratos de Martine Franck como ésta de su esposo. En los 60, sin embargo, mientras Franck retrataba a Sophia Loren o a Michel Foucault, fue captada por Cartier-Bresson con las piernas cruzadas, aunque en una postura de cierta dificultad, en el apartamento de ambos en París. Con frecuencia a esta foto se le llama "Las piernas de Martine Franck", pero el título correcto de la foto es "Martine Franck, París, Francia, 1967", por lo que la idea de Cartier-Bresson era hacer un retrato de la fotógrafa.
Un retrato como sinécdoque, en el que las piernas hablan por el todo o en el que el cuerpo entero e, incluso, el rostro de la artista, no se ocultan, sino que se defieren del escorzo que tienden piernas sobre el sofá. Aunque la postura, como decíamos, no es cómoda, el retrato trasmite sosiego, relajación y hasta placidez. No es difícil imaginar que el brazo derecho de Martine Franck, acodado sobre el muslo, termine en un cigarro entre los dedos o que la mirada de la fotógrafa, ahora modelo, recorra serenamente las páginas del libro que lee.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Marías, la ficción y el cine

Cuando comencé a leer la última novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014), y llegué a la escena en que el joven De Vere, encaramado en un árbol, observa el encuentro sexual entre la mujer de su jefe, Beatriz Noguera, y el médico ex franquista Jorge Van Vechten, al fondo de un convento madrileño, hice la conexión tan predecible como equívoca con El mirón o La celosía de Alain Robbe-Grillet. Nada tiene que ver la prosa de Marías, tan introspectiva y psicológica, con aquellos relatos objetivos o físicos del nouveau roman francés, que viajaron cómodamente al cine. 
Por esa prosa, la relación de un novelista como Marías con el cine sería más bien tensa o no tan cómplice como la de Robbe Grillet, que escribió novelas y dirigió películas. Sin embargo, esta última novela de Javier Marías es cinematográfica en varios sentidos. Uno de los personajes centrales es un productor y director de cine, Eduardo Muriel, amigo de los actores Jack Palance y Herbert Lom y también del productor Harry Alan Towers. Como ha observado el crítico Diego Soto, Muriel es un homenaje al tío de Marías, Jesús (Jess) Franco, fallecido en 2013.
Eduardo Muriel habla con familiaridad de actores como Errol Flyn, Basil Rathbone, David Niven y Robert Taylor y de directores como John Ford, Raoul Walsh y Nicholas Ray. Su cine es, fundamentalmente, el americano y, en menor medida, el británico, no el francés, de antes o después de la nueva ola. Pero, además, el homenaje de Marías al cine, en esta novela, produce algunas modalidades estilísticas como el trabajo casi fílmico de varias escenas. En una prosa como la de Marías, donde son constantes y extensos los monólogos interiores y las especulaciones del yo, las escenas pierden, con frecuencia, intensidad dramática.
Pero en Así empieza lo malo, además del pasaje ya citado, en que De Vere mira la fría cópula al fondo de un convento, la escena de su propio encuentro con la esposa de Muriel, mirado, a su vez, por la hija de ésta -que luego se convertirá en su esposa-, y el suicidio de Beatriz Noguera, estrellándose en una moto contra un árbol, fueron escritas siguiendo las técnicas del guión cinematográfico. Tengo entendido que la única novela de Javier Marías llevada al cine fue Todas las almas, en la que se basó el film El último viaje de Robert Rylands, dirigido por Gracia Querejeta, que no gustó al novelista. Con Así empieza lo malo habría una segunda oportunidad.



domingo, 17 de mayo de 2015

Otro elogio de la sombra

La gran retrospectiva de Henri Cartier-Bresson (1908-2004) en el Palacio de Bellas Artes, de la ciudad de México, hace énfasis en la complementariedad entre arte fotográfico y reportaje gráfico en la obra de este importante fotógrafo francés. El espectador sigue, entre las salas, la biografía de una mirada, a lo largo de los grandes hitos del siglo XX: las revoluciones rusa, mexicana y cubana, la República y la guerra civil españolas, la Segunda Guerra Mundial, la descolonización de Asia y África, la vida cotidiana en Europa del Este, la China de Mao y la Indonesia de Sukarno, la cultura material en Occidente y en Europa del Este, los dos Berlines y el Nueva York de los 60, Truman Capote y Jean Paul Sartre, Henri Matisse y Martine Franck.
Hay algunas constantes en ese itinerario de perpetuo desplazamiento: los niños, los escorzos de los cuerpos sobre la hierba, la mirada en lontananza de algunas mujeres y, sobre todo, la sombra. Hay una trama de sombras en muchas de las fotos de Cartier-Bresson, que atraviesa la captación de la imagen desde la fotografía artística juvenil de los años 20 hasta el trabajo reporteril de madurez, en la agencia Magnum. Hay sombras evidentes, como la del gigante Lenin de cartón, a la entrada de un edificio en San Petersburgo, y otras más ocultas, como las que ondulan sobre las perfectas piernas de la fotógrafa belga, Martine Franck, que, en una suerte de animación de la imagen, modeló para Cartier-Bresson.
Todavía en los años 70 y 80, cuando Cartier-Bresson observaba que la sociedad de consumo reproducía una cultura material bastante parecida en el Occidente capitalista y en el Este comunista, en las islas del Mediterráneo o en las del Pacífico, en el Nueva York de Kennedy o en La Habana de Castro, uno de los elementos gráficos que involucró en aquella yuxtaposición de imágenes fue la sombra. La obra fotográfica de este gran artista francés podría ser leída como una refutación del célebre ensayo del novelista japonés, Junichirò Tanizaki, El elogio de la sombra (1933), que sostenía una polaridad entre el culto a la luz en Occidente y al de la sombra en el Oriente. Antes de que el libro de Tanizaki fuera conocido en Francia, ya Cartier-Bresson había capturado las sombras de los niños, que corrían entre las callejuelas y pasajes de algún barrio del Magreb.


viernes, 8 de mayo de 2015

Julio Le Riverend contra los "expertos"

El importante historiador cubano Julio Le Riverend, que se doctoró, como Manuel Moreno Fraginals, en El Colegio de México en los años 40, dejó algunos títulos fundamentales en temas de historia intelectual e historia económica, dos líneas historiográficas que raras veces se cruzan. Le Riverend estudió la vida del ilustrado cubano José Martín Félix de Arrate y la inmigración habanera en el virreinato de la Nueva España, en el siglo XVIII, además de la cultura patriótica en ese mismo siglo. También dejó escritas su excelente La Habana: biografía de una provincia (1960) y la mejor Historia económica de la isla, para mediados del siglo XX, que formó parte del gran proyecto de Historia de la nación cubana (1952), coordinado por Ramiro Guerra y auspiciado por el gobierno de Fulgencio de Batista, en el año del centenario de la República. En la semblanza que dedicó a Le Riverend, el Diccionario de la literatura cubana (1980), se silencia su intervención en esa obra colectiva que reunió a lo mejor de la historiografía republicana de la isla.
Luego de la Revolución, Le Riverend hizo algunos intentos de síntesis histórica, inscritos en el relato hegemónico de la historia oficial. A ese género pertenecen La República: dependencia y revolución (1966), reeditada y ampliada en 1973 por el Instituto del Libro, y la más tardía y menos ideológica Breve historia de Cuba (1995), que sigue teniendo utilidad pedagógica. Hay, sin embargo, un texto de Julio Le Riverend, emparentado con las últimas páginas de La República, pero menos conocido, que es el capítulo sobre Cuba que el historiador escribió para la Historia de medio siglo de América Latina (1981), coordinada, en México, por Pablo González Casanova en la editorial Siglo XXI. En ese texto, el historiador, poco dado a la polémica, entra en el debate sobre la historia de la Revolución Cubana que tuvo lugar entre los años 60 y 70.
Escrito en 1975 e inspirado en la soterrada discusión teórica e histórica que acompañó al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, ese mismo año, el texto es una refutación de la tesis de las dos "fases" de la Revolución Cubana, sostenida, entre otros, por dirigentes como Carlos Rafael Rodríguez y Ernesto Che Guevara, y por historiadores marxistas, fuera de la isla, como J. P. Morray, Adolfo Gilly o Marcos Winocur. La idea de un tránsito de una fase "democrático-burguesa y antiimperialista" de la Revolución a otra "socialista y marxista-leninista", entre 1960 y 1961, que en esencia no se diferenciaba mucho de la tesis de la "revolución traicionada", sostenida por la primera oposición y por algunos historiadores liberales, implicaba que los orígenes ideológicos y políticos del proyecto revolucionario no eran socialistas.
La refutación de Le Riverend, sin embargo, no era similar a la de historiadores como Jorge Ibarra, en Ideología mambisa (1972) o Nación y cultura nacional (1981) o de dirigentes, como el propio Fidel Castro, en Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución (1968), que enfatizaban la continuidad ideológica de la Revolución a partir de un nacionalismo radical, sino que se inspiraba en la idea de que la Revolución Cubana era marxista-leninista desde sus orígenes, en 1953, con el asalto al Cuartel Moncada. Esta tesis que, como hemos reseñado aquí, manejaba el presidente Osvaldo Dorticós desde el verano de 1961 y que tiene puntos de contactos con la anticomunista y batistiana, que presentaba a los moncadistas como comunistas, adquiría rango académico en el ensayo de Le Riverend:

"Todo ello quedó formulado de conjunto en el alegato de Fidel, donde aparecen conceptos fundamentales, como prerrequisitos, en medio de la lucha armada, de las concepciones socialistas que se desarrollan a partir de 1956. En La historia me absolverá..., la justicia queda definida como justicia de clase, porque los tribunales nunca han condenado a un rico delincuente. Comentaristas ligeros o "expertos" de mala fe no han visto que los contenidos reales de las palabras de ese documento coinciden con los que dan a su propio vocabulario los grandes creadores del socialismo científico, Marx, Engels y Lenin".

¿Quiénes eran esos "comentaristas ligeros y expertos de mala fe" a los que se refería Le Riverend? Ciertamente no el por entonces Vicepresidente del Consejo de Estado,  Carlos Rafael Rodríguez, quien en su ensayo más enjundioso sobre el tema, que data de 1979, dos años antes de la publicación del capítulo de Le Riverend en el volumen de González Casanova, había escrito que "no hay otro modo de enfocar el nacimiento de la Revolución socialista en Cuba", fuera de aquel que localiza el punto de partida en las nacionalizaciones de octubre del 60. Cualquier otra manera, sugería Rodríguez, que intentara presentar la Revolución Cubana como un proceso ideológicamente unívoco, fuera desde 1868 o desde 1953, estaba obligada a desdibujar o, de plano, borrar la radicalización comunista entre 1960 y 1961.