Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Otro poeta suicida


Sólo unos pocos medios independientes de la diáspora cubana reportan que el poeta Juan Carlos Flores (La Habana, 1962) se ahorcó en el balcón de su apartamento de Alamar, al Este de La Habana, microcosmos del abandono. Se suicidó la mañana del miércoles 14, luego de caminar por el barrio. Una vecina y amiga, que lo vio colgado, llamó a Medicina Legal. Juan Carlos Flores, otro poeta suicida, como Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y muchos más, en la isla de los suicidas, ese paisito alegre con los índices de suicidio per cápita más altos de América, como hemos referido aquí y aquí.
         Dicen que antes de ahorcarse, Flores salió a comprar pan y anunció a los vecinos que se quitaría la vida. Nadie le hizo caso. Seguramente lo daban por loco, por su depresión, por su disidencia o por su poesía, que en Cuba, como en todos los totalitarismos, van de la mano. En sus Diarios de la Revolución de 1917 Marina Tsvietáieva comentaba la impresión que le produjo la noticia de que su amigo Alexei Stajóvich se había ahorcado. Se reprochaba a sí misma no haberlo visitado y anotaba que en el comunismo “visitar es dar”. Cuando no hay nada que dar: “¿mis manos vacías y mi corazón repleto?”
         En Tumbas sin sosiego (2006) comenté el interés de Flores por una poesía cívica, que colocaba la falta de voz en el centro de su lírica. En un poema del cuaderno Distintos modos de cavar un túnel (2002), que me envió dedicado a mi casa en México, anotaba: “Que te vuelvas afásico, me dicen, que te vuelvas afásico, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quitamanchas portátil”. Y en otro: “la cigarra canta y cantar es el único sentido de su canto…, yo, no soy una cigarra. Ni siquiera tengo voz”.
         No me asombró cuando a fines de la década supe que Flores había sido uno de los fundadores de un grupo autónomo de intervención poética, que escenificaba y cantaba versos en calles y casas de La Habana, sin permiso oficial, llamado Omni Zona Franca. Como todos los intentos de asociación independiente, el grupo fue restringido, censurado y descalificado por la burocracia cultural, que no toleraba que los recitales “Poesía sin fin” se realizaran al margen del poder.
         Flores era un poeta rebelde que pensaba que luego de que el sueño de la Revolución se hizo pesadilla no había más opción para el escritor que “volverse un roedor, en la maleza, hambriento y perseguido por los rastreadores”. Bajo el socialismo el poeta debía convertirse en cimarrón, no en un “Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical”, como nunca habría sido Rolando Escardó, su admirado poeta revolucionario y vanguardista que murió a los 35 años en un accidente.
         Si bajo un orden así el poeta no es un cimarrón, decía otro poema, es un “prisionero sin poder escapar ni ascender”, uno de esos tantos “expoliados dentro de las carpas panópticas”. La mirada de Flores se detenía en los poetas, los mutilados y los mendigos, pero también en los locos, a quienes describía como los máximos olvidados de la historia. Cuando en enero de 2010 murieron decenas de enfermos mentales en el hospital psiquiátrico de Mazorra, en La Habana, el poeta escribió el texto “Bajo cero”, en el que parodiaba el tono justificativo del discurso oficial: “26 locos murieron en Mazorra/ ese suceso pronto se olvidará/ un suceso entre sucesos no un suceso aislado/ sino un suceso que pertenece a un conjunto de sucesos/…¿26 locos murieron en Mazorra?”
         El joven poeta Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979) compiló recientemente una antología de los, a su juicio, mejores poetas de las tres últimas generaciones cubanas, titulada The Cuban Team (2015). De los nacidos en los 60 sólo incluyó tres: Carlos Augusto Alfonso, Omar Pérez y Juan Carlos Flores. Allí reprodujo poemas de los últimos cuadernos de Flores, cuando el poeta era todavía precariamente publicable, como Un hombre de la clase muerta (2008) o El contragolpe (y otros poemas horizontales) (2009).
         Horizontalidad es una noción básica en la poética de Flores. Horizontalidad en el sentido estilístico del verso en prosa, que avanza sobre párrafos que son monólogos, como el de los “avestruces”, símil del cubano conformista, o el de “las mujeres negras que se hacen el desriz”; el de la peregrinación del día de San Lázaro o el de los bailarines callejeros de break dance entre las ruinas de La Habana. Flores aspiraba a una poesía horizontal, sin fin, que desbordara la página, y murió ahorcado, frente a la mañana, en el balcón de su apartamento en Alamar.
        
        

          

martes, 13 de septiembre de 2016

Cabrera Infante y el "Swinging London"

A propósito del post anterior, me escribe Leonardo Rodríguez vía twitter para recordarme que en la crónica "Eppur se muove" Cabrera Infante habla con detenimiento de los Beatles, lo cual comentó en su blog en los días del concierto de los Rolling Stones en La Habana. Se trata de una de aquellas crónicas de los 60, que el escritor cubano envió a la revista Mundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal en París. En varias cartas y escritos autobiográficos sobre aquellos años, Cabrera Infante dice que Rodríguez Monegal lo había contratado como "corresponsal" de su revista en Londres. Un rol curioso, sin duda, ya que Mundo Nuevo era, más bien, una publicación de literatura y crítica, no de crónica o periodismo cultural. Es probable que Cabrera Infante -como Octavio Paz, por cierto- pensara que Mundo Nuevo debía abrirse más plenamente al arte y la música popular.
En todo caso, tiene razón Rodríguez: Cabrera Infante vio a los Beatles como parte del fenómeno del "Swinging London". Una revuelta cultural que fascinó al cubano más por el lado del cine, el jazz, el sexo, la psicodelia, la moda y el diseño, que por el del rock. Me recuerda Rodríguez que además de Joe Massot otra conexión fuerte de Cabrera Infante con aquel Londres eran Simon & Marijke, los diseñadores de los primeros álbumes de los Beatles y del Wonderwall de Harrison, y que a pesar de lo que haya dicho luego el cubano, en su momento disfrutó algunos textos de Lennon y McCartney como "I Am the Walrus", que escuchó como "la única equivalencia musical jamás realizada del mundo arbitrario, fantasmal y sin sentido de Lewis Carrol".
Simon Posthuma y Marijke Kooger eran los diseñadores holandeses del grupo de creación The Fool que, junto con el fotógrafo Karl Ferris, se volvieron artistas de culto del Swinging London por su imaginería psicodélica. Hay un treintañero Cabrera Infante, ligado a ese mundo, que luego pierde presencia en la memoria musical del adulto antologado en Mi música extremada o Mea Cuba. De cualquier manera, sigue siendo el autor de Tres tristes tigres uno de los más evidentes puntos de contacto de la cultura cubana con los Beatles. Evidencia que se afianza en la medida en que se vulgariza el culto a Lennon en La Habana y se persiste en el olvido o la negación de uno de los mayores prosistas de la lengua.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Cabrera Infante, los Beatles y Cuba

En el parque de las calles 17 entre 6 y 8, en el barrio del Vedado, en La Habana, hay una estatua de John Lennon, sentado en un banco. La pieza fue esculpida por el artista José Villa, escultor de José Martí y el Che Guevara, e instalada en el año 2000, en medio de la movilización de la llamada "batalla de ideas", en acto al que asistió Fidel Castro. Se trataba, como tantas otras operaciones simbólicas similares de las dos últimas décadas, de un intento de corrección retórica e inconfesa de la política de persecución y estigmatización de la beatlemanía en Cuba, durante los años 60 y 70.
En aquellos años, en los que Lennon vivía, escribía, componía y cantaba, al músico británico, que alguna vez cuestionó el culto a la personalidad de Fidel Castro, se le rechazaba oficialmente en La Habana. Veinte años después de su asesinato en Manhattan, se le erigía una estatua en un parque, por cierto, que los jóvenes del Vedado comenzaron a llamar, espontáneamente, "John Lennon", luego de un concierto en su memoria organizado por el grupo Síntesis y los músicos Carlos Varela y Santiago Feliú, a principios de los años 90.
A pesar de la beatlefobia consistente de la burocracia cultural cubana en los 60 y 70, que asociaba el rock and roll con el "diversionismo ideológico", y que el fotógrafo José Figueroa captó en su serie sobre los "enfermitos", siempre hubo en Cuba seguidores de Lennon, McCartney y los Beatles. Es sabido que Jesús Ortega, un guitarrista mitómano, profesor por muchos años del Instituto Superior de Arte, se jactaba de ser amigo personal de los Beatles y hacía historias a sus alumnos de que Lennon y McCartney se levantaban de sus asientos para saludarlo y tomarse una foto con él, cuando lo reconocían en aviones y aeropuertos.
Otro Beatle cubano, más real, fue el enorme guitarrista Leo Brouwer, autor del maravilloso álbum "De Bach a los Beatles" (1981), editado al año siguiente de la muerte de Lennon. Allí Brouwer no sólo mezcló a los Beatles con Bach sino con músicos españoles y americanos -de toda América quiero decir- como Scott Joplin, Manuel de Falla, Joao Pernambuco, Miguel Llobet  y Eliseo Grenet. El resultado contempló, entre otras piezas espléndidas, una versión panamericanizada de "The Fool on the Hill", que se sigue escuchando con gran placer.
Los trasiegos simbólicos de una cultura tan larga y arbitrariamente intervenida por el Estado, como la cubana, han hecho que en La Habana exista una estatua a John Lennon y no una de Guillermo Cabrera Infante, uno de los fundadores literarios de la modernidad habanera y, también, uno de los mayores melómanos de la literatura cubana. Cabrera Infante admiraba a los soneros y boleristas cubanos de todos los tiempos, como se lee en su libro Mi música extremada (1996), y a grandes compositores de música clásica y sinfónica como Bach, Vivaldi, Wagner, Debussy y Ravel y, por supuesto, a los jazzistas norteamericanos.
No encuentro -aunque puede haber- alusiones a los Beatles o a Lennon en aquel libro editado por Rosa Pereda y el único apunte en el más reciente Mea Cuba antes y después (2015), es el dato irrefutable de que en Cuba, en 1959, Nicolás Guillén era "más popular que el Che Guevara", aunque  "no tan popular como John Lennon cuando se declaró más popular que Cristo". Pero Guillermo Cabrera Infante debe haber sido uno de los cubanos más cercanos física y culturalmente a los Beatles, aunque no gustara demasiado de la música de Lennon y McCartney. En su libro Two Islands, Many Worlds (2010), Raymond de Souza asegura que visitó los estudios Apple Corps, en Baker Street, y conoció al cuarteto y que le desagradó Lennon y simpatizó con McCartney.
Desde 1967, ya instalado en su apartamento de Gloucester Road en Londres, el escritor se movió en los círculos del swinging London, que narró para la revista Mundo Nuevo. Su amigo, el cineasta Joe Massot, le propuso escribir el guión de la película Wonderwall (1968), con Jane Birkin y Jack MacGowran, cuya música fue compuesta por George Harrison. El escritor argentino Tomás Eloy Martínez alguna vez contó que conoció a Cabrera Infante y a su esposa Miriam Gómez en aquellos años y que una noche el escritor cubano lo llevó a una fiesta en casa de la actriz Birkin y que otro día lo invitó a ver la premier de 2001, odisea del espacio de Kubrick y se sentaron al lado de George Harrison y Ringo Starr.



viernes, 2 de septiembre de 2016

La novela de Blanes

Varios estudiosos de la obra de Roberto Bolaño, y destacadamente la crítica Valeria Brill, han señalado la marca de la experiencia personal en las ficciones del chileno. Una experiencia literaturizada, no sólo porque Bolaño sintiera especial fascinación por la vida de los escritores y, especialmente, de los poetas -lo que él mismo creía y decía ser-, sino por las alteraciones o los montajes de memoria e historia, en torno a episodios vividos en Chile, México o Girona, que se leen en novelas como Los detectives salvajes, Estrella distante o 2666.
Pero si de transcripción de experiencia se trata, la gran novela de la vida de Bolaño habría que derivarla de sus múltiples pasajes sobre personajes y escenas de Blanes, el balneario catalán al que llegó a vivir poco antes de que iniciara su tardío y breve reconocimiento literario. Blanes es la Venecia de Bolaño: el lugar de la agonía final, pero también de la invención literaria de una última playa, de un sitio intrascendente. Invención que Bolaño produjo, no en sus novelas, sino deliberadamente en sus prosas de no ficción, buscando una mayor eficacia testimonial.
Como en toda invención literaria de un lugar, el origen era libresco. Bolaño decía que la primera noticia que tuvo de Blanes fue en México, cuando leyó Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé. Los padres de Teresa, los Serrat, tenían una casa en Blanes, lo que la hacía perversamente deseable a los ojos de Pijoaparte, el charnego andaluz, que, como personaje, es el centro de la novela. Bolaño, con su vida errabunda y multioficio, debió identificarse con aquella historia de amor, ambientada en los años 50, entre Barcelona y Blanes.
En múltiples crónicas sobre Blanes Bolaño se dio a la tarea de dibujar personajes locales como perfiles literarios: el pastelero bonachón Joan Planells, la menuda librera que hace gala a su apellido Pilar Pagespetit, las bañistas del Paseo Marítimo que leen de pie o Josep Ponsdoménech, el anciano poeta de 88 años, con los bolsillos repletos de papeles, donde colecciona poemas ocasionales para viudas desconsoladas, amantes despechados o ediles con la estima baja.
El éxito editorial de Bolaño a fines de los 90 lo convirtió, por lo visto, en un héroe local, en un personaje de aquella novela de Blanes. En 1999, el alcalde del pueblo, Ramón Ramos, invitó al escritor chileno para que fuera el "pregonero" del año y pronunciara las palabras principales en la "fiesta mayor" de la localidad. El discurso de Bolaño, incluido por Ignacio Echevarría en Entre paréntesis (2004), es un homenaje a todos esos personajes de la novela nunca escrita de sus quince años de vida en Blanes. Los viejos de la ciudad le decían que el pregonero debía honrar a los muertos de Blanes pero Bolaño prefirió celebrar a los vivos.

sábado, 27 de agosto de 2016

Josep Ramoneda y La Maleta de Portbou

Hace unos días el intelectual catalán Josep Ramoneda ofreció una conferencia en la Librería Rosario Castellanos, de la Ciudad de México, sobre la situación de España y Cataluña en el “desconcierto” europeo. En la presentación, Roger Bartra destacó la peculiar mezcla de filosofía y periodismo, análisis político y promoción cultural que se produce en la obra de Ramoneda. El autor de Apología del presente (1989), un cuestionamiento paralelo del preterismo y el utopismo que se apodera de las visiones de la realidad internacional contemporánea, publicado en el mismo año de la caída del Muro de Berlín, hizo gala de esa condición.
            Ramoneda es un pensador que razona con imágenes. Hábito adquirido en su larga experiencia como director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), que colinda con el Museo de Arte Contemporáneo de esa ciudad. La metáfora que utilizó para describir el actual “desconcierto” de Europa es el “libro desencuadernado”. El libro fundacional de la Unión Europea, es decir, el conjunto de valores democráticos y confederales, que debía rebasar los nacionalismos enfrentados en las dos guerras mundiales y las ideologías contrapuestas del mundo bipolar, y que colocaría al viejo continente a la avanzada de un nuevo concepto jurídico y político del territorio, demostró estar mal encuadernado.
            Los problemas de España y Cataluña, tan acuciantes como la ausencia de gobierno durante ocho meses o el avance del independentismo catalán, sin que, al parecer, haya condiciones mínimas para negociar una salida de Cataluña de España entre las fuerzas políticas de ambas naciones, tienen que ver, según Ramoneda, con la crisis europea. El secesionismo, sostiene el ensayista, empieza por las élites económicas de Europa que, cada vez más, se separan de la amplia base de clase media, corazón del europeísmo, edificando un mundo aparte.
            Ramoneda es un ensayista que apuesta por el diálogo entre el arte y las ciencias sociales, la economía y las humanidades. La mejor prueba de ese empeño es la revista La maleta de Portbou, fundada hace tres años en Barcelona, que él dirige. El título de la revista alude, naturalmente, a la maleta que habría dejado Walter Benjamin en un hotel de ese puerto fronterizo entre Cataluña y Francia, donde se suicidó el filósofo, en septiembre de 1940, con una sobredosis de morfina. La maleta de Benjamin es otra metáfora del libro perdido, como el que Ramoneda observa en el fracaso de Europa.
            La revista que dirige el intelectual catalán es, también, la apuesta por una publicación impresa en medio de la revolución digital. Pero una apuesta cuya melancolía, como la propia melancolía de Benjamin, no es el cursi lamento por la pérdida de la cultura libresca sino la crítica a la disgregación de la esfera pública contemporánea, que limita la capacidad de intervención de los intelectuales. Hoy no pocos escritores prefieren el Facebook, como plataforma de posicionamiento político, a un artículo en un periódico, una revista de ideas o un buen libro de ensayos.
            En el último número de La maleta de Portbou leemos un ensayo de Marina Subirats sobre la creciente escisión de la sociedad española, como consecuencia del agotamiento del modelo político de la transición, otro de Jordi Gracia que intenta explicar el complejo fenómeno de Podemos y, de paso, discute con agudeza y equilibrio el libro La desfachatez intelectual (2016) de Ignacio Sánchez-Cuenca, y otro más, de Jordi Amat, que vuelve sobre la transformación política de Cataluña, luego de la pérdida de la hegemonía bipartita de Convergencia y Unión y el Partido Socialista. Literatura de ideas de la más alta calidad en tiempo de pokemones.

             

sábado, 20 de agosto de 2016

Bolaño y la literatura nazi en Cuba



Alguna vez el crítico Gerardo Muñoz observó en su blog que debajo de la aparente liviandad del personaje de Ernesto Pérez Masón, el imaginario escritor fascista cubano de La literatura nazi en América (1996) de Roberto Bolaño, había una indagación más o menos informada de la historia de la literatura cubana del siglo XX. Tenía razón Muñoz, pero probablemente lo que hizo a Bolaño familiarizarse con la literatura de la isla no fue tanto una red de amigos -mucho menos de lectores-, como un discernimiento muy refinado de la historia de la literatura latinoamericana del siglo XX.
Frente a una identidad escindida por el exilio -chileno para los mexicanos, mexicano para los españoles, español para los catalanes...-, Bolaño se pensaba como un escritor latinoamericano y su interés por las literaturas de Argentina y Perú, México y Centroamérica o Venezuela y Colombia, así lo atestiguan. Es ese latinoamericanismo, de vuelta de los mitos identitarios de la generación del boom, el que le permitió descreer de la supuesta dislocación de Cuba en el campo socialista de Europa del Este. En una famosa entrevista con Lateral, en 1998, decía que los cubanos tenían la extravagancia de ser "prosoviéticos", pero como en el fondo no dejaban de ser caribeños y latinoamericanos, se les perdonaba todo.
Bolaño hace nacer a Pérez Masón en Matanzas en 1908, por lo que se trataría de un escritor de la generación de José Lezama Lima, Gastón Baquero y Virgilio Piñera: era, dice, "integrante un tanto sui géneris de la revista Orígenes". En la factura del personaje hay elementos de Piñera y Baquero: es un "enemigo" de Lezama, a quien reta a duelo tres veces y tres veces es "desairado" por el poeta, pero es un escritor anticomunista, como Baquero. Al igual que Piñera, Pérez Masón es gran admirador de Franz Kafka y escribió "hagiografías apresuradas" de los líderes de la Revolución. Pero como Baquero, se exilia, en Nueva York, no en Madrid, donde funda la GEAC, cuyas siglas podrían corresponder a Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o a Grupo de Escritores Arios de Cuba o del Caribe.
Pérez Masón es anticomunista, pero también antinorteamericano, y en contra de quienes en el exilio de Miami le reprochan su entusiasmo por la Revolución a principios de los 60, escribe una novela pornográfica con los generales Eisenhower y Patton como protagonistas, que escandaliza a los líderes del anticastrismo. El único elemento que distinguiría claramente a Pérez Masón de los tres escritores mencionados es que, además de afrancesado -se ganaba la vida en Cuba como "profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana"-, es un germanófilo. Su pasión por Hitler, expuesta en clave en la novela La sopa de los pobres (1950), era, en buena medida, resultado de su profunda desconfianza en los cubanos como nación civilizada.
Esto último hace del personaje ficticio de Pérez Masón una cápsula de la realidad. Había algo de Pérez Masón en el Cintio Vitier de las últimas páginas de Lo cubano en la poesía, o, antes, en el Jorge Mañach de Historia y estilo o en el Fernando Ortiz de La decadencia cubana. Y había, por supuesto, mucho de Pérez Masón en Alberto Lamar Schweyer y los nietzscheanos cubanos de principios de siglo y en Luis Rodríguez Embil y su Imperio mudo (1928), pura nostalgia por la decadencia del imperio austro-húngaro, antes de la Primera Guerra, y, sobre todo, en Raúl Maestri, nacido en La Habana, en el mismo año de 1908, alumno del economista austriaco Joseph A. Schumpeter en la Universidad de Heidelberg, que en 1932 publicó, en Madrid, el ensayo El nacionalsocialismo alemán, con una imagen de Hitler en la portada.
El argumento de Maestri era complejo y, de hecho, partía de pensadores diversos y contradictorios como Marx, Jaspers y Mannheim. Su finalidad era cuestionar el peligro de una ideología como el nazismo, pero por el camino trasmitía una visión desoladora de la República de Weimar, suscribía varios mitos en torno al "genio" o la "tragicidad" de Alemania y escribía frases como "el nacionalsocialismo alemán entraña una fuerza hacedora de historia" o "la fuerza predominante en el genio alemán es de matiz metafísico, absoluto" o "el nacionalsocialismo es el esfuerzo hábil de armonizar lo eterno y lo antiguo y lo imprescindible y lo nuevo", que dieron lugar a que no pocos equivocaran a Maestri con un autor fascista. Maestri, por cierto, también murió en el exilio, pero no en Nueva York en 1980 sino en Virginia en 1973.
Pérez Masón podría parecerse también a muchos escritores anticomunistas cubanos de los años 50 y 60, como el grafómano Salvador Díaz Versón, que fuera oficial del Servicio de Inteligencia Militar durante el último régimen de Fulgencio Batista y líder de organizaciones anticomunistas latinoamericanas y caribeñas en el arranque de la Guerra Fría. Como el personaje de Bolaño, Díaz Versón escribió novelas políticas y tratados de temas conspirativos como el nazismo y el comunismo en Cuba y América Latina. Una de sus obsesiones era que Occidente no se enfrentara al comunismo como se había enfrentado al fascismo y, por momentos, maldecía la ruptura del pacto de Munich y consideraba el rol de contención que cumplía Hitler frente a Stalin.
Pero a diferencia de Pérez Masón, Díaz Versón se exilió a primera hora, no en 1975, y jamás habría sido incluido en el Diccionario de la literatura cubana (1980-84). Podría pensarse que este último dato, el de la inclusión de Pérez Masón en aquel diccionario que rigurosamente vetaba a los exiliados, era otra boutade más. Pero no habría que olvidar que Enrique Labrador Ruiz se exilió a sus 75 años, más o menos en la misma época en que se exilió el personaje de Bolaño, y sí figura en el diccionario de marras. Labrador Ruiz, por cierto, autor de una novela cuyo título, El pan de los muertos, parece parodiarse en La sopa de los pobres de Pérez Masón. Es más que probable que durante la investigación para La literatura nazi en América, en bibliotecas de Barcelona y Gerona, en los 90, Bolaño se topara con esos nombres cubanos.