Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 1 de octubre de 2016

Marina Tsvietáieva y el espejo de la Revolución

Los Diarios de la Revolución de 1917 de Marina Tsvietáieva, rescatados el año pasado por Acantilado, en traducción de Selma Ancira, debieran ser lectura de quienes muestran algún interés genuino en entender qué es una Revolución. Es una lástima que el libro aparezca sin un buen prólogo que ayude al lector a orientarse en la terrible biografía de Tsvietáieva o en la historia de sus diarios, pero algunas notas aparecidas en periódicos españoles, como El País o El Mundo, ofrecen la información básica.
Tsvietáieva era una poeta de familia acomodada, aunque no aristocrática -su padre era profesor de Bellas Artes y director del Museo Pushkin de Moscú-, que se formó en internados de Friburgo y Lausana, tras quedar huérfana de su madre, pianista. En 1912, como en una novela de Tolstoi, se casó con un oficial del ejército, con el que tuvo tres hijos. Su esposo Sergei Efrón se enroló en el Ejército Blanco tras la Revolución de Octubre, pero a ella le sorprendió el evento viajando en tren entre Crimea y Moscú, con el fin de reunirse con sus hijos y sobrevivir, hasta que pudiera exiliarse.
La poeta es una espectadora y una potencial víctima de la Revolución, no una revolucionaria, pero intenta comprender y asimilarse al fenómeno. Pide trabajo a un vecino bolchevique, que la recomienda en el Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades, instalado en el palacio del conde Sologub, que inspiró a Tolstoi en Guerra y paz para narrar la casa de los Rostov. La metamorfosis del palacio en institución obrera es uno de los primeros indicios de la Revolución en la mente de la poeta.
La Revolución es ese vuelco social, esa brusca mutación. En los trenes, Tsvietáieva hace contacto con jóvenes bolcheviques que le reprochan que fume o que lea novelas, que vista bien o se mueva entre una casa en Moscú y una dacha en Koktebel. Pero también encuentra partidarios del comunismo que defienden la igualdad de la mujer y que sienten curiosidad por esa joven escritora, que ha visitado París y habla varias lenguas.
El Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades le parece la Babel de un nuevo fanatismo. Estonios, lituanos, finlandeses, moldavos, musulmanes, judíos… se integran en el aprendizaje de una nueva lengua marxista y soviética. La poeta abomina del revoltijo cultural de aquel imperio espurio, desde un nacionalismo ruso que, como en otros intelectuales de su generación, no oculta el antisemitismo o la islamofobia.
Para el otoño de 1918, la Revolución se ha consumado, es un asunto del pasado. La palabra desaparece de los Diarios, lo que ilustra una vez más el poco espesor semántico del concepto en la revolución más radical que ha conocido la historia, si se compara con otras, como la francesa, la mexicana o la cubana, que suscitaron todo un fetichismo retórico en torno a ese vocablo. Lo que ha sucedido es una caída en “tierra firme”, que le hace entender por qué en tiempos de la monarquía de los Románov se hablaba de “firmeza celestial”.
Es entonces que Marina Tsvietáieva alcanza una premonición de su exilio y su suicidio con la muerte del amigo Alexei Stajóvich. El viejo orden se ha trastocado de manera irremediable y ella lo constata una tarde en el restaurante Praga de la calle Arbat, de Moscú. Donde antes había un busto de Napoleón –un joven bolchevique le había dicho, en el vagón de un tren, que la francesa era una revolución “vieja” y “deteriorada”- ahora hay otro con la “jeta intimidatoria de Trotski”. Y recuerda que en febrero de 1917, su nana le regaló un espejito con el rostro de Kerenski, cuando la poeta prefería un “espejo verdadero, entero, sin Dictador”. 



sábado, 24 de septiembre de 2016

Chevengur: emancipación y arraigo

Ahora que Vladimir Putin ha consolidado su mayoría parlamentaria en la Duma del Estado, con cerca del 55%, aunque con una participación electoral menor al 48%, vale la pena regresar a algunas lecturas básicas como Chevengur (1928), la novela distópica de Andréi Platónov. Aquella ficción sobre la imposibilidad de la utopía en la Rusia del naciente estalinismo, sigue siendo tan útil para comprender el presente ruso como la reciente historia de la última dinastía reinante, Los Románov. 1613-1918 (2016), de Simon Sebag Montefiore.
            La filósofa francesa Chantal Delsol publicó no hace mucho un libro, Populismos. Una defensa de lo indefendible (2015), que lamentablemente no ha tenido en América Latina una resonancia equivalente a la de Ernesto Laclau en La razón populista (2005), un ensayo que desde el neomarxismo defendía los nuevos populismos latinoamericanos del siglo XXI. Delsol no suscribe los populismos de la derecha europea, como podría derivarse de una lectura superficial, pero propone comprender sin prejuicios y, sobre todo, sin el desprecio elitista al “pueblo idiota”, el rebrote de esa corriente política en el viejo continente.
            Dice Delsol que el populismo, de amplia aceptación en Europa central y del este (los hermanos Kaczynski, Viktor Orbán, Volen Siderov, Vadim Tudor…), responde a una reacción del “arraigo” y la “particularidad” contra la emancipación ilustrada y la globalización liberal. La filósofa francesa, discípula de Hannah Arendt, reivindica el concepto de “postmodernidad” pero le da un sentido contrario al que le atribuyeron Jean-Francois Lyotard y otros filósofos postestructuralistas en los años 80 y 90. Delsol piensa que la postmodernidad no representa la crisis sino el apogeo de los relatos ilustrados del progreso, la razón y la emancipación.
            La nueva hegemonía de Rusia Unida, el partido de Putin, abre de par en par las puertas del populismo en ese gran país euroasiático. Si hasta ahora el apoyo a Putin se veía limitado por una clase política que provenía de la pluralización de los 90, luego del más reciente triunfo electoral la corriente política que encabeza el mandatario y que ha controlado esa nación en lo que llevamos de siglo XXI alcanza una permanencia inédita. El populismo de Putin deja de ser, propiamente, un autoritarismo competitivo más y se convierte en una nueva modalidad de autocracia, que tiene a su favor la abstención electoral y la desmovilización política de más de la mitad de la ciudadanía.
            El amplio abstencionismo de la última contienda responde por igual al descontento y a la apatía. Esa situación genera el desentendimiento cívico de una consistente mayoría de la población, que favorece una modalidad autoritaria que, como en el último reformismo de los Románov, tiende a reemplazar la política con administración. Putin, como argumenta Sebag Montefiore, reinstala plenamente el zarismo o, más bien, reconcilia el legado zarista con el estalinista por medio de una variante despótica que converge con el ascenso del populismo de derecha en su frontera europea. 
            En la novela de Platónov, la comuna distópica de Chevengur es arrasada por un ejército que la crítica no ha podido identificar. Lo mismo puede tratarse de huestes de cosacos, de una partida de rusos blancos sobreviviente de la guerra civil o de una facción del ejército rojo estalinista. Chevengur es desaparecida de la faz de Rusia, en una metáfora perfecta del desencuentro entre emancipación y arraigo en un país sometido al nuevo tipo de dictadura que nos depara el siglo XXI.  

viernes, 16 de septiembre de 2016

Por qué el Partido Comunista de Cuba es reaccionario

En Cuba, único país del hemisferio occidental donde se instaló un sistema de esa naturaleza, el comunismo está adoptando su más plena forma reaccionaria en el siglo XXI. Allí la resistencia al avance del mercado adopta dos modalidades: una versión pedestre de discurso tecnocrático, que justifica la construcción de la hegemonía económica y social de una casta militar-empresarial, o un relato demagógico y conservador -por anti-liberal, quiero decir-, que, en vez de enfrentarse directamente al nuevo modelo capitalista que se edifica en la isla, sublima su malestar contra el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos, la apertura a Internet, la cultura popular, la "decadencia de valores", las nuevas tecnologías, las redes sociales, la autonomía de la sociedad civil y el contacto abierto y fluido entre la isla y la diáspora.
El resultado es que ahora mismo, el Partido Comunista de Cuba y sus máximos líderes, se ubican cerca o más a la derecha de Vladimir Putin, Donald Trump, Theresa May, Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y, por supuesto, el Papa Francisco. Ese partido único y gobernante está en contra, por ejemplo, del matrimonio gay, de la despenalización de las drogas, de las asociaciones civiles independientes por identidades étnicas o religiosas, de la personalidad jurídica de las comunidades LGTB, de los derechos de las parejas homosexuales, del acceso libre a la red, de la sindicación independiente, del derecho a huelga, de la autogestión financiera de organizaciones vecinales o locales, de la transparencia informativa y jurídica, de plenas garantías judiciales, económicas, civiles y políticas para los emigrantes o de la aplicación de mecanismos legales de acción afirmativa para proteger la igualdad de las mujeres, los afro-cubanos y los inmigrantes internos.
En la política educativa y cultural, ese partido gobernante único, tiene como prioridad la defensa de la "identidad nacional", no de la diversidad civil, cultural y política, constitutiva del país, ni la recuperación de la gran obra espiritual de la diáspora, ni el rescate del legado intelectual y artístico del siglo XIX y del periodo republicano, ni siquiera la difusión de las ideas más avanzadas de la izquierda democrática contemporánea ¿En qué periódico impreso o electrónico, en qué revista de ciencias sociales de la isla, oficial o semi-oficial, hemos leído una discusión abierta y actualizada sobre el crecimiento global, incluida Cuba, de la desigualdad, que en los últimos años han sostenido Thomas Piketty, Anthony Atkinson, Joseph Stigtlitz, Paul Krugman, o, más recientemente, Göran Thernborn, aunque la parte final del libro, Los campos de exterminio de la desigualdad (2016), sobre el descenso de la desigualdad en América Latina, ya esté descontinuada?
¿Cómo es posible que un país cuya Constitución, creada en la era soviética y que cumple 40 años, carezca de una publicación o de un programa de radio, televisión o internet donde se debatan las vías de reforma de ese viejo texto, heredado de la Guerra Fría, que culminó hace más de dos décadas? ¿Cómo es que un país que quiere presentarse como símbolo de la izquierda mundial, no cuente con los mecanismos de democracia directa (iniciativas ciudadanas de ley, consultas, referéndums, plebiscitos, revocación de mandato...), que distinguen, precisamente, a los sistemas políticos más progresistas del planeta? La respuesta es simple: el Partido Comunista de Cuba es reaccionario. Reacciona contra la globalización, contra la conectividad, contra el multiculturalismo, contra la alteridad, contra la diferencia, contra el desplazamiento, contra la transnacionalidad, contra el postmodernismo, en fin, contra el siglo XXI.



miércoles, 14 de septiembre de 2016

Otro poeta suicida


Sólo unos pocos medios independientes de la diáspora cubana reportan que el poeta Juan Carlos Flores (La Habana, 1962) se ahorcó en el balcón de su apartamento de Alamar, al Este de La Habana, microcosmos del abandono. Se suicidó la mañana del miércoles 14, luego de caminar por el barrio. Una vecina y amiga, que lo vio colgado, llamó a Medicina Legal. Juan Carlos Flores, otro poeta suicida, como Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y muchos más, en la isla de los suicidas, ese paisito alegre con los índices de suicidio per cápita más altos de América, como hemos referido aquí y aquí.
         Dicen que antes de ahorcarse, Flores salió a comprar pan y anunció a los vecinos que se quitaría la vida. Nadie le hizo caso. Seguramente lo daban por loco, por su depresión, por su disidencia o por su poesía, que en Cuba, como en todos los totalitarismos, van de la mano. En sus Diarios de la Revolución de 1917 Marina Tsvietáieva comentaba la impresión que le produjo la noticia de que su amigo Alexei Stajóvich se había ahorcado. Se reprochaba a sí misma no haberlo visitado y anotaba que en el comunismo “visitar es dar”. Cuando no hay nada que dar: “¿mis manos vacías y mi corazón repleto?”
         En Tumbas sin sosiego (2006) comenté el interés de Flores por una poesía cívica, que colocaba la falta de voz en el centro de su lírica. En un poema del cuaderno Distintos modos de cavar un túnel (2002), que me envió dedicado a mi casa en México, anotaba: “Que te vuelvas afásico, me dicen, que te vuelvas afásico, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quitamanchas portátil”. Y en otro: “la cigarra canta y cantar es el único sentido de su canto…, yo, no soy una cigarra. Ni siquiera tengo voz”.
         No me asombró cuando a fines de la década supe que Flores había sido uno de los fundadores de un grupo autónomo de intervención poética, que escenificaba y cantaba versos en calles y casas de La Habana, sin permiso oficial, llamado Omni Zona Franca. Como todos los intentos de asociación independiente, el grupo fue restringido, censurado y descalificado por la burocracia cultural, que no toleraba que los recitales “Poesía sin fin” se realizaran al margen del poder.
         Flores era un poeta rebelde que pensaba que luego de que el sueño de la Revolución se hizo pesadilla no había más opción para el escritor que “volverse un roedor, en la maleza, hambriento y perseguido por los rastreadores”. Bajo el socialismo el poeta debía convertirse en cimarrón, no en un “Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical”, como nunca habría sido Rolando Escardó, su admirado poeta revolucionario y vanguardista que murió a los 35 años en un accidente.
         Si bajo un orden así el poeta no es un cimarrón, decía otro poema, es un “prisionero sin poder escapar ni ascender”, uno de esos tantos “expoliados dentro de las carpas panópticas”. La mirada de Flores se detenía en los poetas, los mutilados y los mendigos, pero también en los locos, a quienes describía como los máximos olvidados de la historia. Cuando en enero de 2010 murieron decenas de enfermos mentales en el hospital psiquiátrico de Mazorra, en La Habana, el poeta escribió el texto “Bajo cero”, en el que parodiaba el tono justificativo del discurso oficial: “26 locos murieron en Mazorra/ ese suceso pronto se olvidará/ un suceso entre sucesos no un suceso aislado/ sino un suceso que pertenece a un conjunto de sucesos/…¿26 locos murieron en Mazorra?”
         El joven poeta Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979) compiló recientemente una antología de los, a su juicio, mejores poetas de las tres últimas generaciones cubanas, titulada The Cuban Team (2015). De los nacidos en los 60 sólo incluyó tres: Carlos Augusto Alfonso, Omar Pérez y Juan Carlos Flores. Allí reprodujo poemas de los últimos cuadernos de Flores, cuando el poeta era todavía precariamente publicable, como Un hombre de la clase muerta (2008) o El contragolpe (y otros poemas horizontales) (2009).
         Horizontalidad es una noción básica en la poética de Flores. Horizontalidad en el sentido estilístico del verso en prosa, que avanza sobre párrafos que son monólogos, como el de los “avestruces”, símil del cubano conformista, o el de “las mujeres negras que se hacen el desriz”; el de la peregrinación del día de San Lázaro o el de los bailarines callejeros de break dance entre las ruinas de La Habana. Flores aspiraba a una poesía horizontal, sin fin, que desbordara la página, y murió ahorcado, frente a la mañana, en el balcón de su apartamento en Alamar.
        
        

          

martes, 13 de septiembre de 2016

Cabrera Infante y el "Swinging London"

A propósito del post anterior, me escribe Leonardo Rodríguez vía twitter para recordarme que en la crónica "Eppur se muove" Cabrera Infante habla con detenimiento de los Beatles, lo cual comentó en su blog en los días del concierto de los Rolling Stones en La Habana. Se trata de una de aquellas crónicas de los 60, que el escritor cubano envió a la revista Mundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal en París. En varias cartas y escritos autobiográficos sobre aquellos años, Cabrera Infante dice que Rodríguez Monegal lo había contratado como "corresponsal" de su revista en Londres. Un rol curioso, sin duda, ya que Mundo Nuevo era, más bien, una publicación de literatura y crítica, no de crónica o periodismo cultural. Es probable que Cabrera Infante -como Octavio Paz, por cierto- pensara que Mundo Nuevo debía abrirse más plenamente al arte y la música popular.
En todo caso, tiene razón Rodríguez: Cabrera Infante vio a los Beatles como parte del fenómeno del "Swinging London". Una revuelta cultural que fascinó al cubano más por el lado del cine, el jazz, el sexo, la psicodelia, la moda y el diseño, que por el del rock. Me recuerda Rodríguez que además de Joe Massot otra conexión fuerte de Cabrera Infante con aquel Londres eran Simon & Marijke, los diseñadores de los primeros álbumes de los Beatles y del Wonderwall de Harrison, y que a pesar de lo que haya dicho luego el cubano, en su momento disfrutó algunos textos de Lennon y McCartney como "I Am the Walrus", que escuchó como "la única equivalencia musical jamás realizada del mundo arbitrario, fantasmal y sin sentido de Lewis Carrol".
Simon Posthuma y Marijke Kooger eran los diseñadores holandeses del grupo de creación The Fool que, junto con el fotógrafo Karl Ferris, se volvieron artistas de culto del Swinging London por su imaginería psicodélica. Hay un treintañero Cabrera Infante, ligado a ese mundo, que luego pierde presencia en la memoria musical del adulto antologado en Mi música extremada o Mea Cuba. De cualquier manera, sigue siendo el autor de Tres tristes tigres uno de los más evidentes puntos de contacto de la cultura cubana con los Beatles. Evidencia que se afianza en la medida en que se vulgariza el culto a Lennon en La Habana y se persiste en el olvido o la negación de uno de los mayores prosistas de la lengua.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Cabrera Infante, los Beatles y Cuba

En el parque de las calles 17 entre 6 y 8, en el barrio del Vedado, en La Habana, hay una estatua de John Lennon, sentado en un banco. La pieza fue esculpida por el artista José Villa, escultor de José Martí y el Che Guevara, e instalada en el año 2000, en medio de la movilización de la llamada "batalla de ideas", en acto al que asistió Fidel Castro. Se trataba, como tantas otras operaciones simbólicas similares de las dos últimas décadas, de un intento de corrección retórica e inconfesa de la política de persecución y estigmatización de la beatlemanía en Cuba, durante los años 60 y 70.
En aquellos años, en los que Lennon vivía, escribía, componía y cantaba, al músico británico, que alguna vez cuestionó el culto a la personalidad de Fidel Castro, se le rechazaba oficialmente en La Habana. Veinte años después de su asesinato en Manhattan, se le erigía una estatua en un parque, por cierto, que los jóvenes del Vedado comenzaron a llamar, espontáneamente, "John Lennon", luego de un concierto en su memoria organizado por el grupo Síntesis y los músicos Carlos Varela y Santiago Feliú, a principios de los años 90.
A pesar de la beatlefobia consistente de la burocracia cultural cubana en los 60 y 70, que asociaba el rock and roll con el "diversionismo ideológico", y que el fotógrafo José Figueroa captó en su serie sobre los "enfermitos", siempre hubo en Cuba seguidores de Lennon, McCartney y los Beatles. Es sabido que Jesús Ortega, un guitarrista mitómano, profesor por muchos años del Instituto Superior de Arte, se jactaba de ser amigo personal de los Beatles y hacía historias a sus alumnos de que Lennon y McCartney se levantaban de sus asientos para saludarlo y tomarse una foto con él, cuando lo reconocían en aviones y aeropuertos.
Otro Beatle cubano, más real, fue el enorme guitarrista Leo Brouwer, autor del maravilloso álbum "De Bach a los Beatles" (1981), editado al año siguiente de la muerte de Lennon. Allí Brouwer no sólo mezcló a los Beatles con Bach sino con músicos españoles y americanos -de toda América quiero decir- como Scott Joplin, Manuel de Falla, Joao Pernambuco, Miguel Llobet  y Eliseo Grenet. El resultado contempló, entre otras piezas espléndidas, una versión panamericanizada de "The Fool on the Hill", que se sigue escuchando con gran placer.
Los trasiegos simbólicos de una cultura tan larga y arbitrariamente intervenida por el Estado, como la cubana, han hecho que en La Habana exista una estatua a John Lennon y no una de Guillermo Cabrera Infante, uno de los fundadores literarios de la modernidad habanera y, también, uno de los mayores melómanos de la literatura cubana. Cabrera Infante admiraba a los soneros y boleristas cubanos de todos los tiempos, como se lee en su libro Mi música extremada (1996), y a grandes compositores de música clásica y sinfónica como Bach, Vivaldi, Wagner, Debussy y Ravel y, por supuesto, a los jazzistas norteamericanos.
No encuentro -aunque puede haber- alusiones a los Beatles o a Lennon en aquel libro editado por Rosa Pereda y el único apunte en el más reciente Mea Cuba antes y después (2015), es el dato irrefutable de que en Cuba, en 1959, Nicolás Guillén era "más popular que el Che Guevara", aunque  "no tan popular como John Lennon cuando se declaró más popular que Cristo". Pero Guillermo Cabrera Infante debe haber sido uno de los cubanos más cercanos física y culturalmente a los Beatles, aunque no gustara demasiado de la música de Lennon y McCartney. En su libro Two Islands, Many Worlds (2010), Raymond de Souza asegura que visitó los estudios Apple Corps, en Baker Street, y conoció al cuarteto y que le desagradó Lennon y simpatizó con McCartney.
Desde 1967, ya instalado en su apartamento de Gloucester Road en Londres, el escritor se movió en los círculos del swinging London, que narró para la revista Mundo Nuevo. Su amigo, el cineasta Joe Massot, le propuso escribir el guión de la película Wonderwall (1968), con Jane Birkin y Jack MacGowran, cuya música fue compuesta por George Harrison. El escritor argentino Tomás Eloy Martínez alguna vez contó que conoció a Cabrera Infante y a su esposa Miriam Gómez en aquellos años y que una noche el escritor cubano lo llevó a una fiesta en casa de la actriz Birkin y que otro día lo invitó a ver la premier de 2001, odisea del espacio de Kubrick y se sentaron al lado de George Harrison y Ringo Starr.



viernes, 2 de septiembre de 2016

La novela de Blanes

Varios estudiosos de la obra de Roberto Bolaño, y destacadamente la crítica Valeria Brill, han señalado la marca de la experiencia personal en las ficciones del chileno. Una experiencia literaturizada, no sólo porque Bolaño sintiera especial fascinación por la vida de los escritores y, especialmente, de los poetas -lo que él mismo creía y decía ser-, sino por las alteraciones o los montajes de memoria e historia, en torno a episodios vividos en Chile, México o Girona, que se leen en novelas como Los detectives salvajes, Estrella distante o 2666.
Pero si de transcripción de experiencia se trata, la gran novela de la vida de Bolaño habría que derivarla de sus múltiples pasajes sobre personajes y escenas de Blanes, el balneario catalán al que llegó a vivir poco antes de que iniciara su tardío y breve reconocimiento literario. Blanes es la Venecia de Bolaño: el lugar de la agonía final, pero también de la invención literaria de una última playa, de un sitio intrascendente. Invención que Bolaño produjo, no en sus novelas, sino deliberadamente en sus prosas de no ficción, buscando una mayor eficacia testimonial.
Como en toda invención literaria de un lugar, el origen era libresco. Bolaño decía que la primera noticia que tuvo de Blanes fue en México, cuando leyó Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé. Los padres de Teresa, los Serrat, tenían una casa en Blanes, lo que la hacía perversamente deseable a los ojos de Pijoaparte, el charnego andaluz, que, como personaje, es el centro de la novela. Bolaño, con su vida errabunda y multioficio, debió identificarse con aquella historia de amor, ambientada en los años 50, entre Barcelona y Blanes.
En múltiples crónicas sobre Blanes Bolaño se dio a la tarea de dibujar personajes locales como perfiles literarios: el pastelero bonachón Joan Planells, la menuda librera que hace gala a su apellido Pilar Pagespetit, las bañistas del Paseo Marítimo que leen de pie o Josep Ponsdoménech, el anciano poeta de 88 años, con los bolsillos repletos de papeles, donde colecciona poemas ocasionales para viudas desconsoladas, amantes despechados o ediles con la estima baja.
El éxito editorial de Bolaño a fines de los 90 lo convirtió, por lo visto, en un héroe local, en un personaje de aquella novela de Blanes. En 1999, el alcalde del pueblo, Ramón Ramos, invitó al escritor chileno para que fuera el "pregonero" del año y pronunciara las palabras principales en la "fiesta mayor" de la localidad. El discurso de Bolaño, incluido por Ignacio Echevarría en Entre paréntesis (2004), es un homenaje a todos esos personajes de la novela nunca escrita de sus quince años de vida en Blanes. Los viejos de la ciudad le decían que el pregonero debía honrar a los muertos de Blanes pero Bolaño prefirió celebrar a los vivos.