Leo un libro clásico del historiador conservador mexicano Carlos Pereyra, titulado El mito de Monroe (1914), antecedente directo de los que escribirán, sobre el tema de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, algunos historiadores cubanos como Emilio Roig de Leuchsenring, Ramiro Guerra, Herminio Portell Vilá y Emeterio Santovenia. Doy con un pasaje familiar, que me hace interrumpir la lectura. Dice así:
"Lo que es Venezuela para los Estados Unidos, se ha visto antes de Castro, en tiempo de Castro y después de Castro. ¿Qué humillaciones, para no emplear la palabras atropellos, no se encuentran excusables y justificables en la cancillería de Washington cuando se trata de la desventurada Venezuela? Bloqueo pacífico, bombardeos, batida en forma a Castro, como un jabalí de la especie de Zelaya en Nicaragua: todo se permite contra Venezuela, cuya soberanía, atravesada de parte a parte, da compasión".
Suena a tema contemporáneo, pero son palabras de hace un siglo. Pereyra, un antimperialista de derecha, católico hispanófilo, se refiere a Cipriano Castro, el caudillo que junto a Juan Vicente Gómez encabezó una revuelta contra el presidente Ignacio Andrade y llegó al poder en 1898. Bajo su gobierno se desató la guerra civil entre caudillos, en medio del gran emplazamiento del poderío militar de Estados Unidos en el Caribe, que siguió a las intervenciones de Cuba y Puerto Rico. Pero Estados Unidos, ante el conflicto fronterizo entre Venezuela y Gran Bretaña por los límites de la Guayana inglesa, no apoyó a Caracas.
El bloqueo al que se refiere Pereyra es el que aplicaron Gran Brataña y su entonces aliada Alemania a Venezuela en 1902, frente a la pasividad cómplice de Teddy Roosevelt. Zelaya no es otro que el presidente de Nicaragua José Santos Zelaya, en aquellos mismos años, que se enfrentó a Estados Unidos en rechazo al canal de Panamá, que entorpecía su propio proyecto interocéanico. Zelaya, como es sabido, se alió con los dictadores de México y Guatemala, Porfirio Díaz y José Manuel Estrada Cabrera, para hacer frente a la presión de Estados Unidos.
Todo esto pasó hace un siglo, pero nos resulta extraordinariamente actual. Lo asombroso no es que la historia se repita con tanta nitidez sino que los políticos actuales de la región se crean que están produciendo tramas completamente inéditas: en pocas palabras, que crean que "están haciendo historia". No hay nada esencialmente original en los conflictos geopolíticos del presente latinoamericano. Todo eso que vemos hoy, y que tantas y tan costosas fracturas produce, ya pasó, con los mismos apellidos.
Libros del crepúsculo
martes, 8 de enero de 2019
domingo, 30 de diciembre de 2018
Brotes de verticalidad
Cuando escuché por primera vez el título pensé que se trataba de una
expresión de Juan Villoro. Ahora, leyendo El
vértigo horizontal (2018), me entero de que la frase proviene de un texto
de Drieu La Rochelle sobre la pampa argentina. En 1932, poco antes de hacerse
fascista, el escritor francés viajó a Buenos Aires, invitado por su amiga Victoria
Ocampo. La frase de La Rochelle, que bien podría aplicarse a desiertos y playas,
fue comentada en su libro El río sin orillas:
tratado imaginario (1991) por Juan José Saer, quien pensaba que era
afortunada pero falsa.
Algo
similar piensa Villoro de su propio título, como fórmula para describir la
Ciudad de México. Durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, la
urbe creció en forma de “casas bajas”, desde el Centro Histórico hasta las
colonias más alejadas del entonces Distrito Federal. Esa planicie urbanística,
en un valle entre montañas remotas, producía una impresión de horizontalidad
sin fin.
La expansión de la ciudad
sobre la superficie del valle de México, por su falta de verticalidad, propició
una multiplicación de sus centros. El histórico siguió estando ahí, entre la
Avenida Juárez, la Alameda y el Eje Central y la Catedral, Palacio Nacional y
el Zócalo, pero surgieron otros, como los de las “monarquías” de Coyoacán y San
Ángel, la Zona Rosa y las colonias Polanco, Roma y Condesa.
Villoro recuerda la Torre
Latinoamericana como el primer edificio elevado de la ciudad. Junto a Bellas
Artes o al magnífico Palacio Postal, la Torre es un símbolo de la simultaneidad
de tiempos de la Ciudad de México. Tema caro a la gran narrativa mexicana, de
Rulfo a Fuentes y a Del Paso, esa diversidad de tiempos vivientes se manifiesta
también en los personajes de la urbe: el merenguero, el encargado, el
vulcanizador, el merolico, el vendedor de tamales oaxaqueños o el comprador de
fierro viejo.
Hay personajes reales, no arquetípicos,
en estas crónicas de Juan Villoro, como Paquita la del Barrio o Rodrigo Woods,
“el zombi”, un médico versado en el arte de la negación total. Pero también hay
personajes que son la suma de todos los arquetipos civiles, como el chilango,
una criatura naturalizada en el caos vial, la contaminación, la inseguridad y
la alarma sísmica. El chilango, dice Villoro, es “un experto en catástrofes que
no puede reparar”, alguien que “juzga su circunstancia como un piloto en misión
de combate: las turbulencias son buena noticia porque indican que el avión no
ha sido derribado”.
La coexistencia de tiempos diversos
es también la clave del misterio de los monumentos de la ciudad. Recuerda
Villoro que fue Plutarco Elías Calles, un jefe revolucionario rabiosamente
anticlerical quien exhumó los restos de los héroes de la independencia, que se
encontraban en la Catedral, y los trasladó a la base del Ángel de la
Independencia, un monumento construido por Porfirio Díaz, el dictador contra el
que se rebelaron los revolucionarios.
Recuerda también Villoro, con
la ayuda de Fabrizio Mejía Madrid, que cuando los festejos por el bicentenario
de la independencia, en 2010, el presidente Felipe Calderón ordenó la exhumación
de los restos de los insurgentes y se confirmó que no había huesos de José
María Morelos. Sólo había un cráneo con la letra M, que tampoco era el de
Mariano Matamoros. Por años se especuló que Morelos estaba enterrado junto a su
hijo Juan Nepomuceno Almonte en Père Lachaise, en París, pero los historiadores
Luis Reed y José Manuel Villapando demostraron que era falso.
En años recientes, dice
Villoro, nuevos “brotes de verticalidad” han dejado muy abajo la Torre
Latinoamericana y el Ángel de la Independencia. La ciudad ha comenzado a crecer
hacia arriba, como consecuencia del choque entre los asentamientos informales y
las montañas, cada día más cercanas. Santa Fe y la avenida Reforma se llenan de
altos edificios inteligentes y los chilangos ya somos sobrevivientes del viejo
DF en la nueva Ciudad de México.
jueves, 27 de diciembre de 2018
Nostalgia del comunismo
El Centro Levada, una institución rusa de estudios sociológicos
independientes, acaba de reportar el mayor ascenso de la añoranza por la Unión
Soviética entre los habitantes de Rusia, después de la caída del Muro de Berlín.
Un 66% de los rusos, ocho puntos más que el año pasado, lamenta que la URSS
haya colapsado en 1991 y quiere regresar a un sistema similar, que le asegure
derechos sociales básicos. Esta vez no es el deseo de pertenecer a una “gran
potencia” lo que dispara la nostalgia.
La mayoría de los nostálgicos
son personas cercanas a la edad de retiro, que ven amenazadas las garantías de
una vejez digna, luego de la aprobación de una nueva ley de pensiones impulsada
por el gobierno de Vladimir Putin. Se trata de la última porción de la
ciudadanía rusa que vivió a plenitud el pasado soviético y que, probablemente,
apoyó las reformas de Mijaíl Gorbachov en los 80 y la reorganización de ese
gran estado en los 90, encabezada por Boris Yeltsin.
Hace unos diez años, cuando
aquella nostalgia rondaba el 50%, el fenómeno podía relacionarse con el ascenso
del liderazgo de Vladimir Putin. Sin embargo, los sociólogos del Centro Levada
observan que quienes extrañan hoy los tiempos de la Unión Soviética son, en su
mayoría, personas desencantadas con la figura de Putin. El putinismo,
recordemos, es una corriente política nacionalista que se contrapone al
proyecto soviético en más de un sentido.
El joven historiador
mexicano, Rainer Matos Franco, ha estudiado esa nostalgia en su libro Limbos rojizos (2018), recientemente
editado por El Colegio de México. Matos Franco llama la atención sobre las
ambivalentes relaciones entre dicha nostalgia y la fuerza política real del
comunismo bajo la hegemonía de Putin y su partido Rusia Unida. Mientras en
1999, cuando arrancaba el liderazgo putinista, los comunistas moderados o
radicales controlaban cerca de un 35% de la Duma o parlamento, en 2011 habían
bajado a menos del 20% y en 2016 a menos del 15%.
En lo que va del siglo XXI,
la hegemonía de Putin ha experimentado un ascenso oscilante. En 2007 los
“partidos del Kremlin” representaban el 64. 3% del parlamento, en 2011 el 49.
3% y en 2016 el 54.2%. Según diversos analistas, si las elecciones fueran hoy,
el putinismo vería mermada su mayoría, lo que tal vez explique el intento de
Putin de escalar el conflicto con Europa y Estados Unidos, como una forma de
activar su base social nacionalista.
De manera que la nostalgia
por la URSS no está directamente relacionada con el comunismo ni con el
putinismo. Como fenómeno de la memoria colectiva, nos dice Franco Matos
siguiendo al sociólogo francés Maurice Halbwachs, la nostalgia es un
sentimiento de vuelta a un pasado que ya no es, que nunca será, y que en buena
medida se presenta idealizado e inalcanzable. Se trata, en resumidas cuentas,
de la ubicación de la sociedad ideal o la utopía en el pasado, no en el futuro.
Algo similar a la
“retrotopía” descrita por el pensador polaco Zygmunt Bauman en uno de sus
últimos libros. La nostalgia por el comunismo o por la Unión Soviética en Rusia
tal vez tenga poco ver con la experiencia histórica concreta del socialismo
real. Su reacción va dirigida, fundamentalmente, contra un presente que cancela
la posibilidad de un futuro alternativo. Ese cierre de todo escenario utópico,
como advertía Bauman, se vive lo mismo bajo cualquier democracia occidental que
bajo el autoritarismo ruso.
De ahí que, como sugiere
Matos Franco, el verdadero dilema resida en el tipo de “politización de la
nostalgia” que pueda articularse. Putin fue eficaz en su conducción del
malestar de los rusos con la transición post-comunista. A los nuevos políticos
rusos corresponderá hacerse cargo de la incomodidad creciente con el
autoritarismo putinista, que se refleja en la añoranza por un sistema que
tampoco garantizaba la satisfacción de los derechos sociales básicos y que,
para colmo, disolvía la sociedad civil en el Estado.
lunes, 10 de diciembre de 2018
Roger Chartier y las siete vidas de Bartolomé de las Casas
Recuerda Chartier a sus
maestros en la Escuela de los Anales con mezcla de veneración y piedad. Habla
de Jacques Le Goff y Pierra Nora como si se tratara de vecinos que uno
encuentra cada mañana en la panadería o el café. Y recuerda no sólo a los
historiadores sino también a los filósofos, como Michel Foucault, de quien
sigue admirando la prosa viva, y Louis Althusser, cuya obsesión final con la
compra de un Rolls Royce le parece la paradoja perfecta del marxismo francés.
Los estudios de Chartier
sobre la Brevísima relación de Las
Casas han quedado condensados en un capítulo del libro La mano del autor y el espíritu del impresor, publicado por Katz-Eudeba
en Buenos Aires el año pasado. Asegura el historiador que el texto del fraile
dominico y obispo de Chiapas tuvo “siete vidas”, como los gatos, ya que el
sentido del tratado se fue reinventando en cada una de sus múltiples ediciones.
Las Casas escribió su
invectiva contra la colonización española en un estado de decepción con las
llamadas Leyes Nuevas de mediados del siglo XVI. En contra de lo que él mismo
había argumentado en el famoso debate de Valladolid con Ginés de Sepúlveda, el
sistema colonial seguía recurriendo a las encomiendas y otras formas de
atropello de los derechos naturales de las poblaciones originarias de América.
La segunda vida del texto de Las
Casas es la de las traducciones y reediciones en los Países Bajos, durante las
rebeliones de aquellos reinos protestantes contra España a fines del siglo XVI.
El dominico, un teólogo católico, que había dedicado su manuscrito al rey
Felipe II, era convertido en precursor del protestantismo, que denunciaba la
“tiranía” del imperio español. El libro de Las Casas era traducido como un
“espejo” del despotismo católico.
La tercera vida de la Brevísima relación es la de la primeras
traducciones al alemán en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII.
Se trata de ediciones ilustradas en Frankfurt y Amberes que exponían las
crueldades del imperio español en América con imágenes dantescas, que
describían la colonización como el infierno. Cuenta Chartier que series
iconográficas similares se reprodujeron en Gran Bretaña como parte de la
propaganda antiespañola en los años de la “Armada Invencible”.
La cuarta vida es el uso
político que hicieron algunos editores mediterráneos, especialmente en Venecia,
de la “leyenda negra” antiespañola, en el siglo XVII. Aquellos editores eran
republicanos y antipapistas que acusaban a Roma de complicidad con Madrid en la
empresa colonial. Una quinta vida es una rara traducción catalana de la Brevísima relación que denunciaba el
“imperialismo castellano”, en tiempos de la revuelta contra Felipe IV.
La sexta y séptima vidas del
ensayo de Las Casas son más conocidas: la de los ilustrados y enciclopedistas
franceses, críticos del absolutismo y la inquisición, en el siglo XVIII, y la
de Simón Bolívar, Fray Servando Teresa de Mier y los independentistas
latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX. Las Casas aparece aquí como
una fuente del anticolonialismo y el abolicionismo, especialmente el británico,
a pesar de haber sido partidario de la esclavitud de los africanos.
La arqueología bibliográfica
de Chartier es un ejercicio admirable, que permite recorrer los usos y abusos políticos
de cualquier texto referencial. Algo similar merecerían, ya no libros o
folletos, sino frases o máximas de los “padres de la patria” del XIX y de los
caudillos revolucionarios del siglo XX, que siguen emocionando a los políticos
de hoy, como si se tratara de rezos o letanías.
domingo, 2 de diciembre de 2018
Los Debray y el drama familiar de la izquierda
Debo haber conocido a Régis Rebray y Elizabeth Burgos a mediados de los 90
en Madrid. Eran los años en que el escritor cubano Jesús Díaz lanzaba la
revista Encuentro, con la que
colaboré desde su primer número. También los años en que aquella pareja
emblemática de la izquierda de la Guerra Fría, conformada por un filósofo
francés y una antropóloga venezolana, rompía definitivamente con el gobierno de
Fidel Castro, al que habían respaldado desde el triunfo de la Revolución de
1959.
Debray y Burgos, cuyos
vínculos con el proyecto cubano de expansión guerrillera en los años 60 habían
sido estrechos, y que todavía en los 80, por su pertenencia al gobierno
socialista de Francois Mitterand, mantenían una autorizada interlocución con La
Habana, comenzaron a distanciarse de Fidel Castro en 1989, tras el fusilamiento
del general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Como tantos
socialistas occidentales, Debray y Burgos rechazaron el inmovilismo cubano en
medio de la caída del Muro de Berlín.
Debray publicó Alabados
sean nuestros señores (1999), memorias en las que retrataba críticamente a
Fidel Castro y al Che Guevara. Burgos cuestionó la veracidad del testimonio
autobiográfico de Rigoberta Menchú, la líder indígena guatemalteca, que la
propia Burgos había entrevistado en los 80. El libro, titulado Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi
conciencia (1983), le valió a la
antropóloga el premio Casa de las Américas, en La Habana, y a Menchú, en buena
medida, el Nobel en Estocolmo.
Ahora la hija de la pareja, Laurence Debray,
cuenta la historia de sus padres en Hija
de revolucionarios (Anagrama, 2018). Una historia que, según la primera
línea, le “habían ocultado”. Nacida en París en 1976, cuando su padre,
discípulo de Louis Althusser, renunciaba a la vía revolucionaria en libros como
La crítica de las armas (1975), y
educada en los años dorados del socialismo francés en el poder, bajo Mitterand,
la parte de aquella historia, propiamente “oculta”, era la de la experiencia
guerrillera de sus padres y el encierro de Debray en Bolivia, entre 1967 y
1970.
Cuenta muy bien aquellos años Laurence Debray. En
la línea de biógrafos como Pierre Kalfon y Jorge Castañeda –no tanto de Jon Lee
Anderson, tan severo con Debray como generoso con Ciro Bustos-, la hija
reivindica al padre frente a la acusación de “delator” o “traidor” del Che
Guevara, que la línea oficialista cubana relanzó, sobre todo, en los 90. Se
basaba aquella acusación en algunas frases ambivalentes de Guevara sobre
Debray, en el Diario de Bolivia, en
el sentido de que el intelectual francés, aunque inicialmente interesado en
afincarse en la guerrilla, había insistido en lo útil que podía ser como agente
internacional del guevarismo o que en los interrogatorios con los militares
bolivianos que lo arrestaron había “hablado de más”.
Recuerda Laurence Debray que en el mismo diario el
Che elogió la forma en que su padre se enfrentó a sus acusadores en Camiri,
defendiendo siempre la causa de la guerrilla, y en la importancia de aquel
juicio, que atrajo atención internacional, para la lucha revolucionaria en
América Latina. Aporta también este libro alguna información nueva, para
rearmar el “affaire Debray”, como la
carta que el intelectual francés envió a Charles de Gaulle, desde la cárcel, en
la que el viejo general de la Resistencia antifascista era presentado como
símbolo de la lucha antimperialista en América Latina.
Quien haya conocido a Debray y Burgos tal vez eche
en falta una reconstrucción más precisa de la obra intelectual de cada uno. El
enorme impacto del ensayo de Debray, ¿Revolución
en la revolución? (1967), que en este libro se atribuye más al diálogo con
Castro que con Guevara, o la gran polémica sobre el testimonio que siguió al
citado libro de Burgos, se pierden en la mirada cercana de la hija. La tensión
generacional adopta la forma de un drama de familia a través de la escritura.
La hija reprocha a sus padres la entrega a un ideal que desde muy pronto comenzó a mostrar una vocación autoritaria sumamente costosa para las sociedades latinoamericanas. No entiende cómo todavía a fines de los 90 y principios de los 2000, Debray, a pesar de su contacto directo con la experiencia venezolana, respaldó a Hugo Chávez. En el polo opuesto se colocó su madre, Elizabeth Burgos, quien siempre queda mejor parada en el ajuste de cuentas de la hija.
El itinerario de Laurence Debray, desde las primeras páginas, busca colocarse en las antípodas de sus progenitores: lejos del socialismo o el republicanismo de Régis y Elizabeth, se interesa en el monarquismo y en la figura del Rey Juan Carlos de Borbón como actor decisivo de la transición española; en vez de sumarse a las redes europeas de solidaridad con Chiapas o con Chávez, se va a Nueva York a probar suerte en los bancos del capitalismo financiero.
Sin embargo, poco a poco, el periodismo y la escritura van acercando a la hija a la profesión de los padres. Al final, con Hija de revolucionarios, Laurence Debray hace pública su memoria de un modo muy similar a como lo hicieron sus padres a lo largo de su carrera intelectual. Los Debray acaban reafirmados como un clan contradictorio, unido y dividido por acercamientos disonantes a la política y la ideología, la literatura y la historia.
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