Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 20 de julio de 2022

Echeverría, Cuba y el silencio





El pasado 10 de julio, ningún medio oficial cubano publicó una semblanza del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, fallecido a sus 100 años en Cuernavaca. Si la muerte -o la vida- de Echeverría terminaron careciendo de relevancia para el gobierno cubano es porque algo cambió en la percepción de su figura en los últimos años.  Algo, por lo visto, inconfesable o inabordable, ni siquiera, desde un artículo de opinión. 

 Echeverría fue fundamental para la reconstrucción de la legitimidad internacional del régimen cubano en los años 70, luego de su pleno alineamiento con el bloque soviético. Desde el inicio del sexenio, el presidente mostró interés en un activismo tercermundista que se plasmó en el respaldo al gobierno de Salvador Allende en Chile y la propuesta a la ONU de una Carta de Derechos y Deberes Económicos.  

En 1973, Echeverría viajó a la Unión Soviética y China, proyectando una voluntad de “autonomía” en política exterior, que continuó con la extensión de lazos diplomáticos con Alemania del Este, Rumanía, Yugoslavia y 64 países de Asia, África y el Caribe. El viaje a La Habana, en agosto de 1975, un año después de que México defendiera en la OEA el derecho de gobiernos del hemisferio a sostener relaciones con Cuba, formó parte de aquella política. 

La delegación presidencial, como reportó exhaustivamente el periódico Granma desde el 16 de agosto, incluyó más de veinte funcionarios, entre los que figuraban el canciller Emilio Rabasa, el Jefe del Estado Mayor Presidencial Jesús Castañeda Gutiérrez y el Subsecretario de Gobernación Fernando Gutiérrez Barrios, viejo conocido de Fidel y Raúl Castro. 

 A Echeverría, y a su hijo Adolfo, los pasearon en un auto descapotable por las calles de La Habana, acompañado de Fidel y el presidente Osvaldo Dorticós. Recibió la Orden José Martí, puso una ofrenda floral en el busto de Benito Juárez y visitó puertos pesqueros, las ciudades de Cienfuegos y Pinar del Río y el plan ganadero del Valle de Picadura. En todas sus intervenciones, hizo una defensa del socialismo cubano en términos estrictos del nacionalismo revolucionario, como si la Revolución cubana fuera la hija de la mexicana, a pesar de adoptar la ideología marxista-leninista y el modelo de partido único. 

 El comunicado conjunto de Echeverría y Castro, el 22 de agosto, era una declaración de principios tercermundistas y a favor de la Carta de Derechos y Deberes promovida por México. Pero también inscribía el relanzamiento de relaciones entre México y Cuba en el protocolo de entendimiento comercial firmado por Echeverría con el CAME, el mercado común soviético. Lo sustancial estuvo relacionado con un ambicioso proyecto de colaboración técnica en la industria azucarera, cooperación en turismo, pesca y medios de comunicación, además de venta de níquel a México. 

 Más allá del limitado rendimiento de aquel proyecto bilateral, la visita de Echeverría y su cobertura mediática, en la isla y en México, se convirtieron en el modelo de diplomacia presidencial que Cuba demandaba al PRI. Un modelo que se repitió casi al pie de la letra con José López Portillo en 1980 y que, a su manera, sobrevivió con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. Fue con Ernesto Zedillo que aquel modelo entró en crisis. 

 Es fácil advertir que aquel viaje de Echeverría marcó un hito en la relación de Cuba con los mandatarios del PRI, revisando la cobertura de la estancia en la isla de José López Portillo, cinco años después, en agosto de 1980. Con López Portillo hubo concentración masiva en la Plaza de la Revolución, con gran retrato del presidente colgado en la fachada de la Biblioteca Nacional. En su discurso, en aquel "Acto de solidaridad y amistad entre México y Cuba", Fidel Castro sostuvo:"López Portillo pasará a la historia como uno de los grandes estadistas de México", mientras el presidente mexicano dijo: "todos los cubanos son también un solo hombre: Fidel Castro". 

 Tanto la posición de México frente a la Revolución sandinista en 1979 como la nacionalización de la banca en 1982 fueron aplaudidas en el periódico Granma y correspondidas con sendos mensajes de apoyo de Fidel Castro. En aquellos años, la profundización de la cooperación comercial y científica entre los dos países siempre tuvo una importante dimensión militar y de inteligencia. A un mes del viaje de Echeverría, en septiembre de 1975, Raúl Castro viajó a México, donde fue recibido por Fernando Gutiérrez Barrios y fue entrevistado para importantes medios mexicanos. Poco antes del viaje de López Portillo, en abril de 1980, visitó la isla el General de División Félix Galván, Secretario de Defensa de México, quien recibió la medalla por el XX Aniversario de las FAR y firmó varios acuerdos de colaboración con Raúl Castro. 

 Si Echeverría fue tan importante, tan referencial para Cuba, ¿cómo entender el silencio sobre su muerte en La Habana? Difícilmente ese silencio está desconectado del hecho de que el saldo represivo de las masacres del 68 y el Jueves de Corpus del 71, de la guerra sucia y la hostilización de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, en las que Echeverría intervino de manera protagónica, es reconocido públicamente en México, aunque no en Cuba. Ante el dilema de exponer el doble juego de Echeverría, que llegó al intercambio de información con la CIA y los gobiernos de Nixon y Ford, y la calculada connivencia de La Habana, los medios oficiales cubanos prefieren callar.

miércoles, 29 de junio de 2022

Retrato de Fina




A punto de cumplir un siglo, ha fallecido en La Habana la poeta y ensayista Fina García Marruz (1923-2022). Premio Pablo Neruda en 2007 y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2011, la poeta era la última sobreviviente del grupo Orígenes, como acabara conociéndose a la generación de brillantes escritores que acompañó a José Lezama Lima en la revista del mismo nombre a partir de 1944. 

 García Marruz, junto a su esposo Cintio Vitier y su cuñado Eliseo Diego, casado con su hermana Bella, llegaron a Orígenes desde la revista Clavileño (1942-43), publicación en la que no intervino Lezama y que tenía como figura rectora a Gastón Baquero, otro gran poeta cubano, nacido en 1914. Amigo cercano de Lezama, Baquero se distinguió por una poesía poderosamente visual y fluidamente conversacional, como se lee en “Testamento del pez” (1941), su inmortal homenaje a La Habana, aparecido en el cuarto número de Clavileño

 La poesía de García Marruz, como la de Diego, surge, en los años 40, más endeudada con Baquero que con Lezama. Sus primeros cuadernos, Poemas (1942), Transfiguración de Jesús en el Monte (1947) y Las miradas perdidas (1951), registran una serie entrañable de figuras y escenas, sello personal de su producción lírica posterior: el niño en el parque, la demente en la puerta de la iglesia, el incandescente mediodía habanero. 

 Fueron constantes aquellos retratos de personajes en la poesía de García Marruz: la muchacha de paseo, las damas decrépitas, las campesinas, los millonarios, Laurita regañando a las flores o Marta de compras. Están también los héroes: Antonio Maceo, Antonio Guiteras, Roque Dalton, el Che Guevara, en una intimidad muy parecida, otra vez, a la de la poesía antiépica de Diego.

En la lista de los héroes que rescataron a Maceo, la poesía de García Marruz se interesó en los anónimos y los pseudónimos, los sin historia, uno que llamaban "Cayuco", otro que llamaban "El Loco". A Guiteras lo imaginó en La Habana de "dril cien" de los 20 y 30 con Capablanca y Kid Chocolate, Abela y Massager. En su poema "Historia" glosaba el himno protestante "Un nítido rayo", que ponía en boca de Frank y Josué País.

Su libro Nociones elementales y algunas elegías, como El diario que a diario de Nicolás Guillén o Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña de Eliseo Diego, fue un ejercicio de trabajo poético con el arte de la edición y la hemerografía. A partir de la revista El Educador Popular, que editaba el anexionista Néstor Ponce de León, amigo de José Martí, en Nueva York, García Marruz convirtió lecciones de gramática inglesa, de física y anatomía del siglo XIX en indicios de escritura poética.  

 Tan visual llegó a ser la poesía de García Marruz que se volvió cinematográfica, como se observa en sus poemas a Josephine Baker, Isadora Duncan y Lilian Harvey o en su experimental libro Créditos de Charlot, dedicado a Charles Chaplin. Retratos son también Los Rembrandt de L’ Hermitage o sus “versos amigos” o poemas de amistad, como aquel dedicado a Virgilio Piñera, como un “niño-viejo, sentado solito, en el muro del Malecón”. 
 
La ensayística de García Marruz también está hecha de escenas y retratos, para los cuales se requería una especial concentración de la mirada. Ahí están sus grandes estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz, Alicia Alonso y María Zambrano, que parecen escritos por una pintora. O sus más sesudas lecturas de Cervantes, Góngora y Quevedo; Gracián y Bécquer; Martí, Juan Ramón Jiménez y Lezama. 

 En dos textos ineludibles, “Lo exterior en la poesía” (1947) y “Hablar de la poesía” (1986), dijo su verdad sobre la escritura: rechazó la pretensión de alcanzar una “poética”, sostuvo que no había realidad sin sueño y cuestionó que “señalar fines a la poesía, no importa su bondad intrínseca, era pretender conocer de antemano los límites y contenidos de un impulso necesariamente oscuro en su raíz”. 

 En esos ensayos, García Marruz criticó también varias formulaciones exaltadas de políticas literarias, como las de poesía retórica o "palabrera", "pura" o "maldita", "moralista" o "comprometida". Sostuvo que la mejor poesía "vive de silencios" y que, en su caso, sería impensable sin la dimensión católica de la revelación. Una revelación, sin embargo, que como Cristo frente a los discípulos de Emaús, "sólo es reconocible a precio de desaparecer".

viernes, 17 de junio de 2022

José Martí y la cumbre de Los Ángeles





La novena Cumbre de las Américas de Los Ángeles ofrecía a los presidentes latinoamericanos la oportunidad de entrelazar dos realidades cada vez más imbricadas en sus vínculos con Estados Unidos: la de los propios países de la región y la de la creciente comunidad latina en la nación norteamericana 

 Mucho se han debatido, en años recientes, los encuentros y desencuentros entre la tradición intelectual latinoamericana, que se remonta al siglo XIX, y las identidades culturales desarrolladas por esa población mal llamada “hispana”, que incluye a brasileños y antillanos de diversa ascendencia étnica y demográfica en Europa y África y que sobrepasa los 60 millones de habitantes. La cita de Los Ángeles, ciudad donde el 45% de la población forma parte de esa comunidad, parecía ser el lugar ideal para establecer puentes entre las dos realidades.
   
  Esas identidades “latino-americanas” en Estados Unidos, en el siglo XXI, refutan día con día la representación de las dos Américas como universos radicalmente contrapuestos, incomunicados o enemistados. Ciertas lecturas ontológicas o identitarias de la tradición intelectual latinoamericanista, especialmente inspiradas en ensayos como Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó o La raza cósmica (1925) del mexicano José Vasconcelos, y refundidas por el antimperialismo de la Guerra Fría, nutrieron esa visión falsamente antinómica. 

  Para avanzar en una comprensión de la posibilidades de diálogo que culturalmente ofrece la vecindad continental entre Estados Unidos y América Latina valdría la pena regresar a algunas lecturas del poeta y político cubano, José Martí, quien residió 15 años en Nueva York. A fines del siglo XIX, Martí fue uno de los grandes conocedores y, en buena medida, traductores de la realidad norteamericana al lenguaje de América Latina y el Caribe. 

  No sólo leyó, glosó y tradujo a poetas, narradores y filósofos como Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson. También narró la construcción del puente Brooklyn, las ferias de Coney Island y cada una de las cinco elecciones presidenciales que tuvieron lugar en Estados Unidos, entre la de Rutherford Hayes en 1881 y la de Benjamin Harrison en 1893. 

  No siempre se recuerda que, entre los muchos trabajos que desempeñó Martí en Estados Unidos, mayormente dentro del periodismo y la conspiración política a favor de la independencia de Cuba, estuvieron sus misiones como cónsul, en Nueva York, de algunas naciones latinoamericanas: Uruguay a partir de 1887, Paraguay en 1890 y Argentina desde este mismo año. 

  A la vez de su labor diplomática a favor de aquellas naciones latinoamericanas en Nueva York, Martí se convirtió en el principal corresponsal de temas estadounidenses para importantes periódicos de la región como La Nación de Buenos Aires, La Opinión Pública de Montevideo y El Partido Liberal de México. En estos diarios, contó con lujo de detalles los debates de la primera Conferencia Internacional Americana, que tuvo lugar entre octubre de 1889 y abril de 1890, en Washington. 

  Antecedente lejana de las cumbres interamericanas de hoy, a aquella conferencia, diseñada desde la perspectiva panamericanista imperial que le imprimió el Secretario de Estado, James G. Blaine, fueron invitados representantes de Brasil, México, Centroamérica, Suramérica, Haití y Santo Domingo, aunque los de estos últimos países no llegaron por conflictos con Estados Unidos. 

  En vez de regodearse en las ausencias, Martí se centró en las demandas de los representantes “juiciosos” Alberto Nin de Uruguay, Amaral Valente de Brasil, Emilio C. Varas de Chile, Matías Romero, José Yves Limantour y Juan Navarro de México y Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña de Argentina. El poeta cubano celebró con elocuencia, sobre todo en intervenciones de mexicanos, chilenos, uruguayos y argentinos, el rechazo al hegemonismo de Blaine, quien intentaba monopolizar un “concierto de naciones soberanas”.

  Al final, la cumbre de Los Ángeles sirvió de poco para avanzar en ese diálogo cultural que recorre la obra escrita de José Martí sobre Estados Unidos. Un diálogo que, en la tercera década del siglo XXI, no puede eludir el crecimiento demográfico de la inmigración latinoamericana en territorio norteamericano. La migración es y seguirá siendo en los próximos años la gran tarea común de todos los estados americanos.

viernes, 20 de mayo de 2022

Cien años de Trilce





Se cumplen cien años de la publicación, en Talleres Tipográficos de la Penitenciaría de Lima, del poemario Trilce de César Vallejo. El libro, escrito durante la prisión del poeta en la cárcel de Trujillo, entre 1920 y 1921, por una falsa acusación de saqueo de una casa, fue financiado por el propio poeta peruano e impreso por reclusos del panóptico de Lima. 

 Con expresiones similares a las de José Martí sobre Versos libres, Vallejo se hizo “responsable” por aquel cuaderno, que sabía herético, lleno de frases coloquiales, neologismos, faltas deliberadas de ortografía, giros escatológicos e imágenes delirantes. Tanto sus palabras sobre Trilce como el prólogo de Antenor Orrego parecían confesiones y disculpas por un pecado de libertad. 

 Orrego, brillante pensador y político peruano, que luego formaría parte del núcleo intelectual del APRA, decía que Vallejo había “destripado los muñecos de la retórica” y había “hecho pedazos todos los alambritos convencionales y mecánicos” de la poética modernista. Con su poesía más “veraz y leal, caliente y cercana de la vida”, Vallejo representaba un caso de “virginidad poética” equivalente al de Walt Whitman en Estados Unidos. 

 El poeta hablaba de cosas de otro mundo como las “calabrinas tesóreas”, las “hialóideas grupadas”, los “mantillos líquidos” y los “bromurados declives”. Sus poemas insertaban frases coloquiales, como “quién hace tanta bulla”, “un poco más de consideración” o “he almorzado solo”, que traspasaban la frontera letrada de la poesía tradicional. 

 Orrego, Luis Alberto Sánchez, José Carlos Mariátegui y otros ensayistas que celebraron el poemario de Vallejo, contra un contingente de críticos escandalizados, estaban convencidos de que con Trilce la vanguardia se instalaba en la poesía latinoamericana, dejando atrás el canon modernista presidido por Rubén Darío. 

 El propio Vallejo sugirió esa ruptura, aunque no aludiendo a Darío sino al poeta simbolista y parnasiano francés Albert Samain. El arranque del poema LV de Trilce decía: “Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza/ Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada lindero a cada hebra de cabello perdido”. La muerte, el sexo, la locura y el cuerpo alcanzaban, en aquel cuaderno, una presencia inusitada para la poesía latinoamericana. 

 Era aquella una poesía en la que se encontraban las metáforas más inventivas con retratos de su propia familia o personajes populares de Santiago de Chuco, como Aguedita, Nativa, Miguel o su propia madre, fallecida en 1918, a quien dedica versos entrañables, que hablan del duelo en la memoria de un preso. 

 Poeta de un catolicismo de carne y hueso, revelado en Los heraldos negros (1918), no alcanzaría reconocimiento con el vanguardismo sino con su poesía a favor de la República española en los años 30, y después de su muerte en 1938, con España, aparta de mí este cáliz y Poemas humanos. Trilce no será su cuaderno más leído, pero sí el más estudiado.

sábado, 23 de abril de 2022

La revista Plural y la Nueva Izquierda





Las asociaciones fáciles llevan, a veces, a identificar la revista Plural con Octavio Paz y a Paz mismo, únicamente, con la crítica a los socialismos reales de Europa del Este en la Guerra Fría. El desplazamiento de Paz hacia el liberalismo, entre los años 70 y 90, fue progresivo y zigzagueante. Cuando ese desplazamiento comenzó, justo en los años de Plural, el poeta y la revista estaban más cerca de las tesis de Postdata (1970) que de las de El ogro filantrópico (1979). 

 En muchos sentidos, Plural fue una revista de la Nueva Izquierda. Uno de sus focos iniciales fue la crítica a las tecnocracias capitalistas, tema que aparece en varias de las primeras mesas redondas. La resistencia a la racionalidad instrumental de las sociedades industriales había sido, durante los años 60, una de las obsesiones del hippismo y la contracultura, tal y como expuso Theodore Roszak en The Making of a Counter Culture (1968). 

Esa resistencia tuvo ecos en Plural desde el número cuarto, de enero de 1972, con el dossier sobre “la crisis de las sociedades industriales”. Ahí intervinieron el socialista francés Michel Rocard, que todavía militaba en el Parti Socialiste Unifié (PSU), el marxista Roger Garaudy, que acababa de abandonar el Partido Comunista tras la invasión soviética a Checoslovaquia, y los economistas John Kenneth Galbraith y Michel Albert. Galbraith, canadiense, autor de los famosos ensayos La sociedad opulenta (1958) y El nuevo Estado industrial (1967,) se opuso a la guerra de Viet Nam y a la política exterior de Richard Nixon. 

 El tono de aquella mesa redonda giró alrededor del rechazo al instrumentalismo de las economías capitalistas avanzadas. La política económica tecnocrática relegaba derechos sociales y acentuaba la disparidad en el ingreso, dentro de las naciones y en la comunidad internacional. A ese número siguieron otros, como el de abril de 1971, sobre “la sobrevivencia de la especie humana”, con Luis Villoro, Tomás Segovia, Edmundo Flores y Margarita Chávez de Caso, o el de septiembre de 1972, sobre cuestiones demográficas, coordinado por Víctor L. Urquidi, que adoptaron la misma línea crítica. 

 No sólo Urquidi o Galbraith, también autores como el economista brasileño Celso Furtado, figura central de la CEPAL y la Teoría de la Dependencia, estuvo presente en Plural. Su defensa de “economías con responsabilidad social” apareció en un artículo de julio de 1974 donde cuestionaba tanto el “objetivismo” como el “ilusionismo” de la ciencia económica. Una perspectiva parecida se lee en el ensayo “El economista ante el poder” (1973) de Galbraith, que cuestionaba la creciente intervención de los intereses empresariales en la política. 

 Paul Goodman, gurú de la New Left neoyorkina, partidario de la liberación sexual y la despenalización de las drogas, llegó a publicar en Plural, antes de su muerte en 1972. En el segundo número de la publicación, Goodman alegó a favor del “desorden” y la “confusión” en la esfera pública. En el número 17 de 1973, Susan Sontag le dedicó a Goodman un obituario vehemente, en el que celebraba el aliento emancipador de pensadores como Marcuse o McLuhan, y en el 40 de 1975 Noam Chomsky defendió la "política anarco-marxista" como alternativa al corporativismo capitalista.

 El interés de Paz en las utopías se reflejó en uno de los primeros números de la revista, dedicado a Charles Fourier. Las tesis de Fourier sobre el “mundo industrial y societario”, que tanto llamaron la atención de escritores admirados por Paz, como André Breton y Michel Butor, renovaron su atractivo en los años en que despegaba la Nueva Izquierda estadounidense y europea. 

 Breton mismo y Antonin Artaud estuvieron muy presentes en Plural como herederos del vanguardismo cultural del siglo XX. Cuando muchas revistas culturales de la izquierda latinoamericana derivaban hacia un realismo social, cobijado por el marxismo soviético, Plural mantuvo una valoración positiva de la vanguardia y la experimentación, tanto en la literatura como en el arte.

domingo, 17 de abril de 2022

Pablo Lafargue contra el patriarcado





En enero pasado se cumplieron 180 años del natalicio de Pablo Lafargue, brillante pensador y líder político, nacido en Santiago de Cuba a mediados del siglo XIX, en una familia de franceses, judíos y antillanos. Graduado de medicina en París y cercano a las ideas de Pierre-Joseph Proudhon, Lafargue se convirtió en uno de los principales líderes franceses de la Primera Internacional a mediados de la década de 1860. Por esa vía conoció a Karl Marx y se casó con su segunda hija, Laura, en 1868. 

 A pesar de ser uno de los grandes divulgadores del pensamiento de Marx y Engels, su formación anarquista, sensibilidad estética, actividad periodística y experiencia parlamentaria acercaron a Lafargue a temas de menos centralidad en la obra de sus maestros, como el racismo, el feminismo, los intelectuales y la democracia. Muestras de esto último son dos ensayos suyos recientemente rescatados: El matriarcado (1886) y La cuestión de la mujer (1905). 

 En estos textos, Lafargue repasó la visión antropológica sobre el origen del patriarcado, predominante a fines del siglo XIX: Bachofen, Spencer, Morgan, Engels… Sus conclusiones reproducían la tesis central marxista de que el patriarcado había surgido con la propiedad privada al descomponerse las comunidades primitivas. Sin embargo, el estilo erudito y ensayístico de Lafargue escapaba al evolucionismo y presentaba el matriarcado como una estructura familiar y social superior al patriarcado. 

 Distante del positivismo rudo de Comte o del más sutil de Spencer y, también, del darwinismo social a la manera de Morgan y Engels, Lafargue compartía con los fundadores del marxismo la expectativa de que la ciencia moderna debía conducir a una revolución de las costumbres, simultánea y no sucedánea, de la revolución social que implosionaría el orden del capital y la propiedad privada. A su juicio, esa revolución haría evidente que el “axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia…, se desmoronaría ante el empuje de la ciencia” 

 “El axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia, ya sea ésta monógama o polígama, que se considera más inamovible que una roca, se desmorona ante el empuje implacable de la ciencia del mismo modo que se han desmoronado otras verdades tenidas por incuestionables desde épocas remotas”. 

 Otros modelos parentales como el de las “familias naire” de Malabar, en el suroeste de India, a la llegada del conquistador portugués Vasco de Gama, eran más funcionales y justos: la madre o la hija mayor eran las cabezas de familia y las mujeres poseían varios maridos que eran, fundamentalmente, proveedores y residían fuera de la casa familiar: 

 “El hermano mayor, nombrado proveedor, se ocupaba de gestionar los bienes. El marido era un huésped, no entraba en la casa más que en días contados y no se sentaba a la mesa al lado de su mujer y sus hijos. Los naires respetan extraordinariamente a su madre, de quien reciben bienes y honores. Honran del mismo modo a su hermana mayor, que sucederá a la madre y asumirá la dirección de la familia”. 

 La comunidad de bienes y el matriarcado estaban entrelazados en las estructuras parentales de los naires y también de los tuaregs del Norte de África y los “hovas de Madagascar”, las otras dos comunidades que proponía como alternativas al patriarcado. Según Lafargue, que aquellas estructuras desaparecieran bajo el peso del capitalismo y el cristianismo occidentales, en la época moderna, no las hacía antinaturales o salvajes. 

 “Podríamos plantearnos la pregunta: si la familia naire se basa en la comunidad de bienes en el seno del clan, en la poligamia de los dos sexos, en la supremacía de la madre –dueña y señora de la casa al ser su hermano mayor únicamente una especie de mayordomo- y se basa también en la filiación materna, en la madre como única trasmisora a sus hijos de su nombre, rango y bienes, ¿constituiría este uno de esos hechos anormales, una de esas monstruosidades generadas por unas circunstancias tan excepcionales que no han podido reproducirse en otra parte?” 

 Esas familias antiguas en las que el “padre era un personaje secundario y no trasmitía a sus hijos ni su nombre, ni sus bienes ni su rango”, y en las que “la madre era el elemento central”, “sagrada e inviolable” puesto que lo filial “era la prolongación, de mujer a mujer, del cordón umbilical como signo material de la maternidad”, eran, al decir de Lafargue, más igualitarias que las familias monoparentales clásicas y modernas. En muchas de aquellas comunidades las mujeres no sólo eran “soberanas en el hogar” sino que también jugaban un papel decisivo en los asuntos públicos por medio de los consejos de la tribu donde con frecuencia asumían la función del árbitro. 

 Concluía el autor de El derecho a la pereza (1883) que la imposición del patriarcado fue tan cruel como la esclavitud: “la familia patriarcal hizo su entrada en el mundo escoltada por la discordia, el crimen y la farsa degradante”. Era evidente que su narración de aquella “farsa después de la tragedia”, siguiendo a Hegel y a Marx, no era únicamente arqueológica. El pensador y político socialista dirigía su historia crítica del patriarcado contra el machismo y la mojigatería de la era victoriana y la belle epoque francesa. Su ridiculización del “pudor timorato”, el “recato de caballeros” y las “ideas estereotipadas” de Alexandre Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, era explícita y ejemplarizante. 

 En los ambiciosos estudios de Leslie Derfler, Paul Lafargue and the Founding of Frech Marxism (1991) y Paul Lafargue and the Flowering of French Socialism (1998), se asocia la obra de este original ensayista con figuras del marxismo occidental del siglo XX, como Antonio Gramsci o Raymond Wiiliams, que privilegiaron los temas de la cultura y la política. La feminista argentina Dora Barrancos, en su estudio introductorio a El matriarcado (Altamarea, 2021), sostiene que Lafargue también podría leerse como antecedente de pensadoras contemporáneas como Gerda Lerner y Celia Amorós, que han profundizado en la crítica de los orígenes y evolución del poder patriarcal.

lunes, 28 de marzo de 2022

El mal de la rusofobia



Uno de los mensajes más estremecedores de la obra de Svetlana Alexiévich, especialmente en libros ambientados en conflictos bélicos, como la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer) o la invasión soviética de Afganistán (Los muchachos de zinc), es la fuerza de la cultura rusa, tradicional y moderna, en la mentalidad de los soldados que intervinieron en esas contiendas. ¿Qué tan diferentes son a aquellos soldados los de hoy? 

 Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka. 

 En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa. 

 Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov. 

 A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial. 

 Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses. 

 En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica. 

 Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.