Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 22 de septiembre de 2009

Crimen sobre crimen



El año pasado apareció en Anagrama la versión en castellano de la novela The Divine Husband del escritor guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman. Se trata de una ficción centrada en el año que pasó José Martí en Guatemala, entre la primavera de 1877 y el verano de 1878, cuando, invitado por su amigo José María Izaguirre, intelectual y político vinculado a la revolución liberal encabezada por el presidente Justo Rufino Barrios, el joven poeta cubano trabajó como profesor de la Escuela Normal, la Universidad de Guatemala y la Academia de Niñas de Centroamérica.
En esta última institución Martí tuvo como alumna a María García Granados, hija del general Miguel García Granados, otra figura importante del liberalismo guatemalteco. Goldman transforma esa María en el personaje María de las Nieves, que se enamora perdidamente de Martí y muere en mayo de 1878, pocos meses después del regreso del cubano de un breve viaje a México, donde casó con Carmen Zayas Bazán. El relato de Goldman es bastante fiel a las narraciones de Izaguirre, Carlos Ripoll, José Miguel Oviedo y otros biógrafos de Martí, pero le agrega un conocimiento envidiable sobre la sociedad y la política guatemaltecas de fines del siglo XIX.
Ahora Goldman ha publicado un nuevo libro, también en Anagrama, titulado El arte del asesinato político, un largo e intrigante reportaje sobre el asesinato, en 1998, del obispo de Guatemala, Juan Gerardi Conedera. Siendo Vicario General de la Arquidiócesis, Gerardi fundó, en 1989, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado que redactó el copioso Informe para la Recuperación de la Memoria Histórica, titulado Guatemala: nunca más, sobre el terrible saldo de muertes que dejó la guerra civil guatemalteca. El asesinato del obispo, en el que intervinieron miembros de la institución más perjudicada por el informe, el ejército, fue un crimen que trataba de ocultar otros crímenes.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Filósofos de la violencia


Slavoj Zizek comienza su último libro editado en español, Sobre la violencia (Barcelona, Paidós, 2009), con una válida reflexión a propósito de la diferenciada espectacularidad que los medios globales otorgan a episodios violentos en el mundo. Recuerda Zizek el escaso impacto que tuvo la revelación que hizo la revista Time, en junio de 2006, de los cuatro millones de personas que hasta entonces habían muerto en la guerra civil del Congo. Esos muertos, a pesar de ser muchos más, eran menos mediáticos que los de las Torres Gemelas.
A partir de esta observación, Zizek se adentra en una serie de equivalencias cuestionables –los crímenes de Stalin en Rusia, los de Hernán Cortés en México y los de Leopoldo II en el Congo belga; las ideas de George Soros, Bill Gates y Toni Negri…- con el propósito de criticar la tolerancia y el pacifismo que se han propagado, a la vez, entre liberales y comunistas, entre izquierdas y derechas democráticas. Por ese camino, la impostura de Zizek gana en atractivo pero pierde en persuasión.
Zizek toma como guía teórica de su indagación el gran ensayo de Benjamin “Hacia una crítica de la violencia”. Pero, por momentos, se tiene la impresión de que Zizek reivindica sólo un sentido de aquella crítica: la de la violencia de Estado, a la cual se contrapondría una violencia revolucionaria legítima, que Benjamin también critica. El pasaje del acápite “Violencia divina”, en que asimila la defensa de la violencia del Che Guevara a la crítica benjaminiana es revelador de esta lectura unilateral.
Al final se tiene la impresión de que Zizek, a pesar de sus distanciamientos explícitos, en éste y otros libros, del marxismo-leninismo, todavía opera, a veces, con nociones que provienen de esa tradición y no del marxismo crítico. Zizek sigue creyendo en una suerte de “dialéctica” histórica, según la cual, el Estado, al reprimir la violencia destructora de derecho, genera un tipo más perfecto de violencia. Según Zizek, cuando Lenin expulsó a los filósofos rusos, en 1922, la dictadura del proletariado ejercía una violencia más depurada que la del zarismo decimonónico. Cuando Putin amordaza la prensa coloca, a su vez, la capacidad represiva del Estado en un nivel de mayor sofisticación que el del estalinismo.
Las mayores limitaciones de esta crítica, sin desconocer su agilidad, su eficacia y su inconstante lucidez, habría que encontrarlas en un precario entendimiento de los regímenes políticos modernos y en cierta opacidad de otras formas de violencia bajo el énfasis en el viejo conflicto Revolución-Estado ¿Cómo entender, por ejemplo, otras violencias contemporáneas como las masacres interétnicas, los abusos domésticos, el narcoterrorismo o las pandillas urbanas que no se inscriben en esa tipología binaria? Para estudiar estas violencias, en tanto voluntad de dañar o aniquilar al otro, el ensayo “Sobre la violencia” de Arendt, que Zizek no quiere leer, sigue siendo útil.

domingo, 20 de septiembre de 2009

El Marx de Arendt


Cuatro generaciones de marxistas, entre Louis Althusser (1918-1990) y Slavoj Zizek (1949), han tenido dificultades para asimilar la obra de la importante filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975). Son varias las razones de esa resistencia, pero dos de fondo serían que muchos marxistas, especialmente leninistas y estalinistas, despreciaron la metafísica y la fenomenología de los maestros de Arendt –Kierkegaard, Jaspers, Husserl, Heidegger…- y descubrieron demasiado tarde la filosofía política. El propio Althusser, con sus estudios sobre Montesquieu y Maquiavelo, fue un precursor de la filosofía política neomarxista que hoy Zizek y otros han convertido, casi, en una teoría mediática.
Otra razón, menos intrincada, de las malas lecturas de Arendt entre marxistas es la definición de totalitarismo que ella aplicó al fascismo, el nazismo y el comunismo en Los orígenes del totalitarismo (1951) y la importancia que dio al valor de la libertad en La condición humana (1958), sus dos libros fundamentales. Sin embargo, la propia Arendt fue una lectora permanente de Marx y una estudiosa de las revoluciones modernas, como se percibe en otros libros suyos como Entre el pasado y el futuro (1961), Sobre la revolución (1963) y Crisis de la República (1969).
La editorial Paidós, que en los últimos años ha estado rescatando algunos títulos de Arendt –en 2007 editó el extraordinario volumen Responsabilidad y juicio, donde se condensa la vigente filosofía de la memoria de Arendt- reúne ahora todos los textos de esta autora sobre Marx, bajo el título de La promesa de la política. Según cuenta Jerome Kohn en la inteligente Introducción, desde la época de Los orígenes del totalitarismo, Arendt pensó que debía reunir en un volumen su visión de Marx, ya que no le satisfacía la lectura que las derechas e izquierdas extremas de la Guerra Fría estaban haciendo de su libro.
Para unos y otros, Arendt responsabilizaba a Marx del saldo político del comunismo en el siglo XX. Sin embargo, aunque Arendt pensaba que “había elementos totalitarios” en la obra de Marx consideraba a éste un autor fundamental de la gran tradición del pensamiento político, que arrancaba con Platón y Aristóteles en la antigüedad. “En opinión de Arendt, dice Kohn, no podía encontrarse en Marx ninguna justificación de los crímenes que los dictadores bolcheviques, esto es, Lenin y, especialmente, Stalin, cometieron en su nombre”.
Arendt que, como Walter Benjamin, había hecho una lectura entusiasta de la Historia del bolchevismo de Arthur Rosenberg –libro que merecería reedición- pensaba que la gran hazaña de Marx era haber hecho una obra crítica en el “centro de la teoría moderna”, donde las dos categorías fundamentales eran “trabajo” y “poder”. Los textos de Arendt sobre Marx, junto a los de otros pensadores liberales del pasado siglo, como Isaiah Berlin o Francois Furet, nos convencen de que desde hace mucho Marx dejó de ser un demonio para el liberalismo.
Y sin embargo, el liberalismo sigue siendo el demonio de buena parte del marxismo contemporáneo. Por eso muchos neomarxistas prefieren leer a Carl Schmitt, el gran pensador fascista de la política, antes que a Hannah Arendt, la gran pensadora liberal de la condición humana. La crítica del despotismo de Arendt aún suena demasiado rotunda a oídos de ciertas izquierdas: “las tiranías están condenadas al desastre porque destruyen el estar juntos de los hombres: al aislarlos entre sí buscan destruir la pluralidad humana”.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Esto no es una ficción


Javier Cercas se ha vuelto un escritor tan comprado y tan leído –el cintillo de su último libro, Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2009), asegura que la primera edición ha vendido más de 150 000 ejemplares- que la crítica comienza a tratarlo con fingida reticencia. Digo reticencia fingida porque son pocos los críticos que escapan a los encantos de su literatura.
La seducción que ejerce Cercas no habría que encontrarla, como en Javier Marías, Enrique Vila Matas u otros buenos escritores españoles, en la arquitectura de la prosa sino en la operación intelectual que hay detrás de cada una de sus novelas. Cercas encabeza sus libros con una declaración a lo Magritte, “esto no es una ficción”, para luego narrar un hecho real con todo el andamiaje de una novela moderna.
El hecho real debe ser siempre lo suficientemente próximo, en el pasado, como para que su drama sea sentido como algo vivo en la memoria de los lectores. Las novelas de Cercas no son narraciones históricas, pero tampoco son reportajes periodísticos: son algo intermedio, que debe no pocas de sus técnicas y ardides al “new journalism” de Capote o Wolfe.
Más que un hecho, a Cercas le interesa una escena o un gesto, donde encapsular un drama histórico. En Soldados de Salamina fue el combatiente republicano Antonio Miralles apuntando al intelectual franquista, Rafael Sánchez Mazas, en los bosques de Cataluña, y perdonándole la vida. En Anatomía de un instante es el Congreso de los Diputados, en Madrid, el 23 de febrero de 1981, cuando en medio de la transición entre el gobierno de Adolfo Suárez y el de Leopoldo Calvo Sotelo, el ejército irrumpe en el recinto e intenta darle un golpe militar a la joven democracia española.
Cuando el teniente coronel Antonio Tejero entra al hemiciclo pistola en mano y grita “¡quieto todo el mundo!”, la mayoría de los legisladores se esconde bajo sus escaños. Sólo tres no lo hacen: el general franquista Gutiérrez Mellado, quien intenta detener a Tejero, y dos políticos rivales, Adolfo Suárez, presidente del gobierno, y Santiago Carrillo, Secretario General del Partido Comunista, quienes se mantienen sentados en sus puestos, como si el sistema parlamentario continuase en medio del asalto, como si el gobierno representativo fuera invencible.
Cercas interpreta la actitud de Gutiérrez Mellado, Suárez y Carrillo como emblemática del pacto de la transición española e intenta preguntarse qué tipo de heroicidad le es propia a las democracias. Siguiendo a Hans Magnus Enzensberger, dice que el héroe democrático es aquel capaz de defender con su vida las instituciones, en un “gesto de gracia”, pero también aquel que no teme al retiro. Suárez, dice Cercas, es un “héroe de la retirada”.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Cuando la vanguardia se vuelve clásica


En las dos últimas décadas, la narrativa latinoamericana ha comenzado a vivir un ajuste de cuentas con su tradición más reciente. Si hace medio siglo, los escritores del boom afirmaban sus poéticas frente a las “ficciones fundacionales” del XIX y las novelas de la tierra de la primera mitad del XX, hoy muchos narradores de la región tratan de asumir una actitud de ruptura frente a las estrategias estéticas y políticas del boom. Los casos del chileno Roberto Bolaño, el argentino César Aira o el cubano José Manuel Prieto serían sólo tres, entre los muchos proyectos narrativos que abandonan la ancha estela del boom.
Los grandes escritores latinoamericanos de los años 50 y 60, sin embargo, siguen ejerciendo una presencia tutelar sobre buena parte de la literatura latinoamericana contemporánea. No es raro encontrar a escritores de las más recientes generaciones que, a pesar de inscribirse en un repertorio de ideas, modelos y políticas ajeno al de esos autores canónicos, insisten en pagar un tributo al boom, más retórico que poético. También hay escritores de generaciones intermedias, como los que comenzaron a escribir en los años 70 y 80, que intentan salvar la ruptura a través de una codificación clásica del legado del boom.
Los ensayos que Gonzalo Celorio ha dedicado a cuatro autores cardinales del medio siglo XX –Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes-, en su libro Cánones subversivos (Tusquets, 2009), van por esta última vía. A Celorio le interesa la canonización de aquellas vanguardias como gesto de heredero y, también, como campo referencial de su propia literatura. De los cuatro ensayos, prefiero el titulado “Julio Cortázar, lector”, donde Celorio nos guía por el laberinto de la biblioteca personal que el escritor argentino armó en su apartamento parisino de Rue Martel, número 10, y nos enteramos, por ejemplo, de la fervorosa lectura que hizo Cortázar de César Vallejo.

¿Un misterio revelado?


El escritor español Miguel Barroso, autor de una novela negra de tema cubano, Amanecer con hormigas en la boca, ha escrito un libro fascinante sobre el caso de Marcos Armando Rodríguez (“Marquitos”), delator de cuatro jóvenes asaltantes de Palacio Presidencial, miembros del Directorio Revolucionario (Fructuoso Rodríguez, Joe Westbrook, Juan Pedro Carbó Serviá y José Machado Rodríguez), muertos en combate con la policía de Batista el 20 de abril de 1957 en un edificio habanero.
Tras los sucesos de Humbodlt 7, Marquitos se refugió en la embajada de Brasil en la Habana y luego se exilió en México, durante todo el año 58. Al triunfo de la Revolución, regresó a la Habana y entre febrero y marzo fue detenido e investigado por la Seguridad del Estado, a propósito de la delación, pero puesto en libertad, marchando con una beca de estudios a Praga, donde también trabajó como agregado cultural.
Bajo la presión de importantes líderes del Directorio, como Faure Chomón y Guillermo Jiménez, el gobierno revolucionario, con apoyo de la policía checa, detuvo a Marquitos a principios de 1961. Al cabo de tres años de reclusión, en marzo de 1964, Marquitos fue sometido a juicio y, un mes después, fusilado por un crimen de traición cometido en el pasado. La ejecución del traidor fue un acto de justicia retroactiva en el contexto de la formación del partido único, entonces llamado Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), y las fuertes rivalidades entre los viejos comunistas, el Directorio y el Movimiento 26 de Julio.
Pero el caso Marquitos no es el tema central del libro de Barroso, publicado por Mondadori: su mayor interés reside en la reconstrucción del “caso Ordoqui”, derivado de aquel. Marquitos era miembro de la Juventud Socialista y los líderes del Directorio, conscientes de que los comunistas reprobaban sus métodos y habían pactado con Batista en el pasado, atribuían a la dirección del Partido Socialista Popular (PSP) responsabilidad en la delación de Marquitos y a dos de sus principales dirigentes, Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca, la protección y encubrimiento del delator.
Barroso demuestra que la acusación de Marquitos a propósito de que García Buchaca conocía la delación era falsa -de hecho, fue invalidada durante el juicio- aunque no descarta que los viejos comunistas intentaran proteger al joven. Demuestra también que, durante el juicio a Marquitos -¡marzo de 1964!- la embajada cubana en México comenzó a recibir información de la CIA relativa a que, mientras vivió exiliado en ese país, a fines de los 50, Joaquín Ordoqui, un comunista ortodoxo y leal a Moscú, intercambió información con los servicios de inteligencia norteamericanos.
A partir de esa documentación, elaborada en Langley, el gobierno revolucionario decidió, en otro acto de justicia retroactiva, condenar a Ordoqui a reclusión domiciliaria, bajo el cargo de “agente de la CIA”. El viejo comunista murió en 1973, preso en su casa, y hasta ahora la Habana no ha corregido públicamente aquella acusación. Barroso logró entrevistar a Philip Agee, el agente norteamericano que, tras desertar en 1968, recibió asilo en la Habana, donde murió en 2008, y cotejar las contradicciones de las dos primeras ediciones de su libro Inside the Company (1975), llegando a la conclusión de que el cargo de Ordoqui como agente fue fabricado por la propia CIA para dividir a la dirigencia revolucionaria.
Los líderes máximos de la isla decidieron aprovechar los casos de Marquitos y Ordoqui para golpear las cúpulas de dos de las tres principales organizaciones revolucionarias: el Directorio y el PSP. Desde octubre de 1962, las relaciones con la URSS se habían resentido por el pacto Kennedy-Jruchov y el sacrificio de Ordoqui podía servir para afirmar cierta autonomía frente a Moscú y, a la vez, limitar la influencia de la ortodoxia cultural que personificaba García Buchaca: dos demandas de las corrientes más liberales del liderazgo revolucionario.
Un asunto sensible es un libro apasionante, escrito como una ficción real, cuando su historia entraña una realidad ficticia. Sólo podría señalársele algún desequilibrio en las entrevistas y testimonios, ya que la versión de los hechos de personalidades del Directorio y el 26 de Julio no está tan bien plasmada como la de Ordoqui, García Buchaca y sus familiares ¿Por qué no entrevistó –o no pudo entrevistar- Barroso a Faure Chomón, Guillermo Jiménez o Alfredo Guevara, tres protagonistas vivos de aquella historia de crímenes y traiciones? El misterio parece revelado, pero faltan algunos detalles.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Pensar el bicentenario



Un charro kitsch, como los que pinta el artista mexicano Julio Galán, sirve de portada al libro Historia y celebración de Mauricio Tenorio Trillo, editado por Tusquets. La elección no podría ser más atinada, ya que para Tenorio, autor del ya clásico estudio Mexico at the World’s Fairs (1996), la historia de México es, en buena medida, la historia de la idea de México, construida dentro y fuera del país en los dos últimos siglos.
El libro de Tenorio, antes que celebrar, intenta pensar la celebración, replanteando la pregunta por el qué se celebra. Conocedor del Porfiriato, este historiador advierte que en México no sólo se celebra el bicentenario de la Independencia o el centenario de la Revolución, sino los cien años de la primera celebración histórica de Estado: la organizada por Porfirio Díaz en 1910. El paralelo entre la celebración actual y la de hace un siglo le permite a Tenorio constatar los cambios operados en la idea de la nación y el Estado mexicanos.
Por el camino Historia y celebración, además de una reflexión sobre el oficio del historiador, vuelve sobre algunos de los grandes temas de los estudios mexicanos contemporáneos: los héroes y traidores de la historia oficial, los avatares de la modernidad y la tradición, la realidad y el mito del mestizaje, el contraste entre las dos fronteras del país: Estados Unidos, al Norte, y Guatemala, al Sur. Todo un universo temático, recorrido por una prosa que gusta de la ironía y el ingenio, a la manera de Edmundo 0’Gorman, Luis González y algunos otros pocos historiadores mexicanos.