Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 3 de junio de 2010

Los bordes del liberalismo

El profesor de la UNAM, Benjamín Arditi, es autor de una de las más arduas exploraciones de los límites del liberalismo en la política latinoamericana actual. Su libro, La política en los bordes del liberalismo (2010), editado en 2007 por la Universidad de Edinburg, ha sido publicado en español por Gedisa a principios de este año. Esta entrega continúa la indagación de Arditi sobre la que llama “democracia postliberal” en América Latina.
El marco teórico de Arditi es, fundamentalmente, la filosofía política postestructuralista y neomarxista (Deleuze, Guattari, Lefort, Derrida,Vattimo, Agamben, Rancière, Zizek, Laclau…). De ahí que liberalismo sea para él sinónimo de orden social capitalista y democrático y no una tradición intelectual, sumamente heterogénea y viva, como la que encontramos en el ya clásico El sacrificio y la envidia (1992) de Jean Pierre Dupuy o en el más reciente The Future of Liberalism (2010) de Allan Wolfe.
No hay aquí referencias a Robert Nozick, a John Rawls, a Will Kymlicka o a la gran renovación teórica sobre la justicia social y los derechos civiles producida por el pensamiento liberal en las últimas décadas. Sí las hay, curiosamente, a pensadores conservadores como Carl Schmitt o Michael Oakeshott. El liberalismo parece ser, para Arditi, el conjunto de reglas que rigen la vida contemporánea en Occidente: un conjunto de reglas cuyos pilares básicos son el mercado y la democracia.
Arditi reconoce que tras la caída del Muro de Berlín esa “política liberal” se ha vuelto cada vez más “híbrida”, menos pura, y pone un ejemplo intelectual, el “socialismo liberal” de Norberto Bobbio, y otro ideológico, la instrumentación de la economía de mercado por el Partido Comunista chino. Pero su idea de los bordes del liberalismo está relacionada con aquellos discursos y prácticas políticas que, desde la izquierda –uno se pregunta por qué no, también, desde las derechas católicas, por ejemplo- impugnan la democracia liberal.
¿A qué se refiere? A tres cosas por lo menos: las estrategias de diferenciación cultural de ciertas comunidades subalternas–el autonomismo indígena, por ejemplo-, los nuevos gobiernos de la izquierda latinoamericana que vindican la tradición populista, y la “promesa” o el “entusiasmo” de la Revolución, entendidos, a la manera kantiana y benjaminiana, más como emociones o estéticas ligadas a la posibilidad de una “emancipación” o “redención” humanas que como políticas “revolucionarias” concretas.
Habría aquí un par de síntomas de la actual izquierda neomarxista latinoamericana que merecerían observación más detenida. Por un lado, la idea de que esas zonas de impugnación del orden liberal no quedan fuera sino en los “bordes del liberalismo”. Se trata por tanto de impugnaciones asimilables o asimiladas por la democracia y el mercado –Arditi utiliza la imagen freudiana de la “tierra extranjera interior” o el concepto derrideano de “espectro” para aludir a que esas interpelaciones del liberalismo son represiones sublimadas o reversos visibles del propio orden liberal.
El otro síntoma sería no contemplar a Cuba dentro de esos cuestionamientos de la política democrática y de la economía capitalista en América Latina. Supongo que Arditi prefiere trabajar otras izquierdas e, incluso, otros socialismos, como experiencias en los bordes del liberalismo, no porque el sistema cubano sea más antiliberal que postliberal sino porque en el mismo los conceptos de “ciudadanía” y “demos” todavía no han sido plenamente reformulados en los términos multiculturales que demanda la izquierda neomarxista latinoamericana.

martes, 1 de junio de 2010

Gómez Carrillo o la intensidad

Con frecuencia, los grandes movimientos artísticos y literarios pasan de una primera fase de hallazgo e insinuación a una segunda de inmanejable intensidad. Es lo que sucede con el modernismo del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), comparado con el de su maestro y mentor, Rubén Darío. Lo que en el primero fueron atisbos –París, el Oriente, Grecia, Egipto-, en el segundo serían, casi, obsesiones.
Gómez Carrillo fue el grafómano autor de más de 80 libros, entre crónicas, relatos y poemas. Viajero, duelista y galán –casó con la escritora peruana Aurora Cáceres (Evangelina), con la cupletista española Raquel Meller y con la salvadoreña Consuelo Suncín, viuda del famoso piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, además de que la leyenda lo identifica como uno de los tantos amantes de Mata-Hari, a quien dedicó libro- hizo del París de principios del siglo XX su base de operaciones.
Desde allí recorrió toda Europa y viajó a Rusia y al Lejano y el Medio Oriente. De esas peregrinaciones quedaron sus notables crónicas, La Rusia actual (1906), La Grecia eterna (1908), La sonrisa de la esfinge (1913), Jerusalén y Tierra Santa (1914) y Vistas de Europa (1919). La sevillana editorial Renacimiento ha iniciado el rescate de algunos de estos títulos, comenzando por El Japón heroico y galante (1912), prologado por Darío.
En París, como José Martí en Nueva York, Gómez Carrillo fue una especie de embajador latinoamericano: representó intereses, lo mismo, de la Argentina del demócrata Hipólito Yrigoyen que de la Guatemala del dictador Manuel Estrada Cabrera. En esas ciudades los exilios parecen perder su carta de naturalización nacional y, sin dejar de ser exilios, responden a una identidad más bien regional. Gómez Carrillo era el amigo "latinoamericano" -no específicamente guatemalteco- de Verlaine y Leconte de Lisle.
El Japón que fascina a Gómez Carrillo -y a buena parte de las élites hispanoamericanas de la Belle Epoque- es el posterior a la Restauración Meiji, que se abre a Occidente, al tiempo en que se relanza como imperio militar y cultural. El Japón de Yoshihito, que reduce el Shogunato, se impone militarmente a Rusia y a China y anexa Taiwán y Corea. Esa fuerza fue admirada por Gómez Carrillo y algunos modernistas hispanoamericanos, tan “antimperialistas” en el contexto occidental, como el poderío “galante” del “otro”.

domingo, 30 de mayo de 2010

Picasso al habla con el caudillo


El historiador británico John Richardson ha revelado a The Guardian un pasaje poco conocido de la biografía del pintor malagueño Pablo Picasso. En 1956, el crítico de arte José María Moreno Galván habría viajado a París para trasmitir a Picasso la oferta del dictador Francisco Franco de realizar una retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. El objetivo de una “recuperación” del autor del Guernica por el régimen franquista, que Moreno Galván compartió con el agregado cultural de España en París, José Luis Messía, era doble: contribuir a la legitimación internacional de la dictadura afirmando su tolerancia cultural y rebajar el símbolo de Picasso como artista comunista, opuesto visceralmente a Franco.
Según Richardson y Gis van Hensberg, coautor de la biografía, Picasso valoró positivamente la oferta, ya que uno de sus mayores deseos era restablecer contacto directo con el público español. Las negociaciones avanzaron tanto que un grupo de personalidades del exilio español hizo una colecta de firmas para que el artista no aceptara la oferta de Franco. Lo curioso es que, según Richardson y Hensberg, la declinación de la retrospectiva madrileña no provino de Picasso sino del Ministerio de Exteriores del régimen, que cuando la noticia comenzó a filtrarse a la prensa sintió amenazada su verticalidad doctrinal anticomunista.
La nota de The Guardian y la de Patricia Tubella en El País no lo destacan, pero habría que ver si la biografía de Richardson y Hensberg repara en el contexto de aquella aproximación entre Picasso y Franco. En febrero de 1956 se había celebrado el XX Congreso del PCUS en Moscú, donde Nikita Kruschev criticó los crímenes de Stalin, dando inicio a una reformulación de las tácticas del Kremlin hacia Occidente. Es probable que algunos camaradas de Picasso en el Partido Comunista Francés pensaran –en lógica similar a la de Franco- que la retrospectiva era aprovechable para capitalizar políticamente al comunismo y dañar simbólicamente al franquismo.

viernes, 28 de mayo de 2010

Vila Matas y Dublín


Tal vez no exista otro escritor de la lengua que, con tanta obstinación, haga de la literatura el protagonista de sus libros. Esa concentración en el misterio de la escritura es la que acerca las ficciones de Vila Matas al ensayo. Historia abreviada de la literatura portátil, Suicidios ejemplares, Bartleby y compañía, El mal de Montano, Doctor Pasavento son libros sobre libros. Libros que de tanto pensarse a sí mismos dejan, por momentos, de ser novelas y se convierten en tratados.
Aún cuando traten de ciudades, como París no se acaba nunca, los libros de Vila Matas tratan sobre libros. El París, la Nueva York o la Barcelona que aparecen en sus novelas son ciudades de papel, diseñadas y construidas, no por arquitectos o urbanistas, sino por novelistas y poetas. Las ciudades nunca dejan de ser escenarios de los relatos de Vila Matas, pero por momentos el escenario mismo se confunde con la referencia de cada ciudad en un libro.
En Dublinesca, su última novela, Vila Matas desplaza mínimamente el tema de la escritura a la edición. Su personaje, Samuel Riba, es un editor barcelonés que luego de décadas de encabezar una refinada casa de libros cierra el negocio. La depresión lo lleva entonces a imaginar un réquiem por la muerte del libro, unas honras fúnebres a la galaxia Gutenberg. El fin de su editorial es, también, el fin de la era del libro y el inicio de una cultura electrónica, donde la escritura y la lectura cambian de medio.
Riba piensa que el lugar ideal para realizar la ceremonia es Dublín, la ciudad de James Joyce y Samuel Beckett, a quienes Vila Matas rinde homenaje en su libro, y embarca a tres amigos en la aventura. Las escenas en el cementerio de Dublín y en el Pub donde Riba regresa al alcohol son de lo mejor de esta novela. En aquel cementerio brumoso, cerca de acantilados espectrales, Riba lee el poema “Dublinesca” de Philip Larkin, en el que se narra el sepelio de una prostituta, como ofrenda a la muerte de la alta literatura:


Por callejuelas de estuco
donde la luz es de peltre
y en las tiendas la bruma obliga
a encender las luces sobre
rosarios y guías hípicas,
está pasando un funeral

La carroza va delante,
pero detrás la acompaña
a pie una tropa de mujeres
con anchos sombreros floreados,
vestidos hasta los tobillos
y manguitos de carnero.

Hay un aire de amistad,
como si rindieran honra
a una que era muy querida;
algunas se alzan las faldas
diestramente y dan saltitos
(dos palmas marcan el tiempo);

y también hay tristeza.
Mientras sigue su camino
se oye una voz que canta
para Kitty, o Katy, como
si el nombre hubiese albergado
todo el amor, toda la belleza.

jueves, 27 de mayo de 2010

La trilogía de Gracia

El historiador y ensayista Jordi Gracia (Barcelona, 1965) ha escrito para la editorial Anagrama tres volúmenes de obligada consulta entre quienes se interesan por la vida intelectual de la Segunda República, la guerra civil, el franquismo y el exilio peninsulares. Un largo periodo de cinco décadas de la historia de España, marcado por la polarización ideológica y política de esa sociedad, que bajo la mirada de Gracia abandona la fácil visión maniquea y recupera su constitutiva pluralidad.
El primero de aquellos libros, Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, se publicó, inicialmente, en 1996 y fue rescatado hace algunos años por Anagrama. El segundo, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (2004), ganó el Premio Anagrama de Ensayo y el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en 2005. Este año ha aparecido A la intemperie. Exilio y cultura en España (2010), también en Anagrama.
No es raro que Gracia haya dedicado el más reconocido de sus libros, La resistencia silenciosa, a Javier Cercas. A través del ensayo, Gracia avanza por el mismo camino de Cercas con sus ficciones reales. Ambos pertenecen a la generación que llega a la madurez con la consolidación de la democracia española y con las transiciones en Europa del Este y América Latina. Las izquierdas comunistas y las derechas fascistas son, para ellos, modalidades del pasado ideológico. De ahí que puedan observarlas desde una lúcida distancia.
Los libros de Gracia tienen la virtud de no continuar la guerra civil por medio de la memoria intelectual. Si bien es notable su familiaridad dentro del legado republicano, tampoco ignora la valiosa obra de intelectuales nacionalistas, falangistas, franquistas o republicanos que no se exiliaron como Camilo José Cela, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo –a quien ha dedicado una monografía-, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, Julián Marías o José Luis Aranguren.
En A la intemperie, Gracia recuerda que algunos de esos letrados que se quedaron en la España de Franco intentaron crear redes de contacto y reconocimiento con el exilio, desde mediados de la década de los 50. Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, María Zambrano, Max Aub, Josep Ferrater Mora, José Gaos y otros exiliados fueron defendidos o reseñados por no pocos escritores y pensadores que permanecieron en la península. Esos contactos no se limitaban a la literatura poética o de ficción sino que incluían, también, esferas tan cercanas a la ideología como el pensamiento filosófico e histórico.
La historia de esas redes, que permitiría una mejor comprensión del tipo de autoritarismo poroso que fue el franquismo, ayuda a reconstruir las claves de la transición democrática. Gracia, sin embargo, no es un pacificador de la memoria o un historiador imparcial, que oculta o lava el pasado autoritario de uno u otro bando. Su mirada es, más bien, la de quien pondera con mayor flexibilidad ambos legados porque se asume como un sujeto posterior al conflicto. Gracia no es un sobreviviente, un heredero o un testigo: es, simplemente, quien narra desde el futuro.

domingo, 23 de mayo de 2010

Católico y liberal

Decíamos en post anterior que José María Chacón y Calvo, a diferencia de algunos de sus discípulos de la generación posterior, era un católico liberal. Fue ese lado liberal el que lo llevó a simpatizar con la República Española, más allá de que algunos de los mejores escritores peninsulares de aquel momento fueran republicanos y fueran sus amigos. Mucho de ese liberalismo tiene que ver con el momento generacional de Chacón y Calvo: un momento preguerra fría, cuando los elementos antiliberales y anticomunistas del catolicismo no eran tan pronunciados.
El liberalismo, como ha recordado recientemente Alan Wolfe en The Future of Liberalism (2010), no sólo es una tradición doctrinal sumamente heterogénea, en la que se inscriben lo mismo John Maynard Keynes que Milton Friedman: también es una corriente intelectual dialógica, que tolera aproximaciones desde el catolicismo o el marxismo. Chacón y Calvo, Gastón Baquero y otros editorialistas del Diario de la Marina serían sólo algunos entre los muchos casos de católicos liberales que conoce la historia intelectual de Cuba.
Ese catolicismo liberal puede leerse en el Diario íntimo de la Revolución Española (Madrid, Verbum, 2010), editado por Jorge Ferrer, y, también, en la antología Una mirada a la vida intelectual cubana. 1940-1950 (Sevilla, Renacimiento, 2007), preparada por el estudioso Jorge Domingo Cuadriello. Aquí se reproduce, por ejemplo, la polémica que, en la primavera de 1941, Chacón y Calvo sostuvo con el obispo de Cienfuegos, Eduardo Martínez Dalmau, a propósito del papel del obispo Espada en la creación de la Cátedra de Constitución del Seminario de San Carlos y San Ambrosio –cuyo primer titular fue Félix Varela- y de la preconización del padre Varela al obispado de Nueva York.
La polémica entre Chacón y Calvo y Martínez Dalmau parece, a simple vista, mera disputa de eruditos. Pero en la medida que subía de tono las posiciones adquirían una mayor nitidez ideológica. Como en casi todas las polémicas intelectuales del periodo republicano, al final, eran diferentes ideas de la nación o diferentes nacionalismos los que zanjaban las actitudes públicas en pugna. Cuando la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales reunió la polémica en un volumen lo tituló El obispo Martínez Dalmau y la reacción anticubana (La Habana, 1943).
En la versión del eclesiástico, Chacón no estaba siendo lo suficientemente nacionalista al tratar las figuras de Espada y Varela. El hecho de que los escritos de Chacón aparecieran en Diario de la Marina agregaba una mayor sospecha de antipatriotismo. Es en esa ubicación crítica, donde el credo nacionalista es sometido a un proceso constante de desmitificación –por muy sutil que pueda ser ésta- donde habría que encontrar el liberalismo de Chacón. Un liberalismo mucho más tenue que el de Fernando Ortiz o Jorge Mañach, pero un liberalismo al fin.

sábado, 22 de mayo de 2010

Un testigo cubano de la guerra civil española

El 17 de julio de 1936, cuando el levantamiento de las tropas de Melilla da inicio a la guerra civil española, el Primer Secretario de la Embajada de Cuba ante la Segunda República Española era el crítico e historiador cubano José María Chacón y Calvo. El titular de aquella embajada era Manuel Serafín Pichardo, quien había sustituido a Mario García Kohly, tras la muerte de éste, en 1935, luego de más de veinte años al frente de los intereses cubanos en Madrid.
Durante el segundo semestre del 36, Chacón y Calvo llevó un diario, donde narraba el arranque de la guerra, que acaba de ser publicado por la editorial Verbum, de Madrid, que dirige Pío Serrano, bajo el título de Diario íntimo de la Revolución Española (2010). La edición, introducción, apéndices y notas han corrido a cargo del escritor y traductor cubano, exiliado en Barcelona, Jorge Ferrer. Gracias al espléndido trabajo editorial de Ferrer conocemos la identidad de las múltiples personas que refiere Chacón y Calvo en su diario y su correspondencia.
Es estimulante reconstruir la compleja mirada de Chacón y Calvo, ya que la misma deshace buena parte de las visiones maniqueas que sobre aquel conflicto todavía se difunden en la historiografía y la prensa. Las mayores simpatías literarias de Chacón y Calvo estaban con la República: conocía y admiraba a Federico García Lorca y a Rafael Alberti, se carteaba con Gregorio Marañón y Ramón Menéndez Pidal y era amigo de Lino Novás Calvo, Pablo de la Torriente Brau, Rafael Suárez Solís y otros cubano-españoles involucrados en el bando republicano de aquel conflicto.
Pero como el católico que era, Chacón y Calvo rechazada las tendencias comunistas que intentaban rebasar, por la izquierda, al gobierno republicano. El 22 de julio, por ejemplo, anota haberse percatado del “extraordinario volumen” del levantamiento –“estamos ante un movimiento de categoría histórica”- y lamenta que, mientras la amenaza nacionalista crece, los republicanos toleren la radicalización comunista del proyecto republicano: “ateneos libertarios, incautación de círculos sociales, iglesias ocupadas… Todo demasiado rojo”.
Hay en este diario semblanzas de los grandes líderes de la República, Manuel Azaña, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos o Francisco Largo Caballero, que eluden las tan frecuentes aproximaciones sectarias, de ayer y hoy, al campo plural de la política republicana. Ahora que el sectarismo histórico parece ganar terreno, en España y en Cuba, es saludable releer estas notas de Chacón y Calvo como un recordatorio de que una guerra civil es, sólo en apariencia, un conflicto binario que moviliza la imaginación maniquea.