Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 8 de enero de 2011

Kozer lee a Oppen

Comentábamos en un post a propósito de la Suite para la espera (1948) y la primera poesía de Lorenzo García Vega, esa afición por el poema como testimonio de lecturas, como bitácora de tributos y resonancias de otros poetas. Algo de eso hay también en la poesía de José Kozer. Desde sus primeros cuadernos de los años 70, Kozer encabeza sus poemas con exergos de otros poetas o invoca a estos en versos que juegan, por momentos, al arte espírita del regreso de los muertos. La poesía de Kozer se acerca así a un ejercicio mediúmnico, donde se intenta devolver el “ánima” de los poetas perdidos.
Hay de todo en ese espiritismo lírico: desde viejos sabios chinos, japoneses o budistas, como Yang Wanli, Matsuo Basho, Daigu Ryokan o Tao Yuanming, holografiados en el maravilloso cuaderno 22 poemas (2007), ilustrado por Germán Venegas y editado por Roberto Rébora en su finísimo Taller Ditoria, hasta buena parte de la gran poesía hispanoamericana: Darío, Martí, Paz, Parra… Pero aún bajo un espectro referencial tan amplio, los mayores ecos de Kozer provienen de la poesía norteamericana: Ezra Pound, T.S. Eliot, Wallace Stevens y, especialmente, George Oppen.
Buena parte de la escatología y el objetivismo que caracterizan la poesía de Kozer guardan alguna conexión con la obra de Oppen, sobre todo, aquella de los años 60, The Materials,This in Which, Of Being Numerous, que el joven Kozer debió leer mientras estudiaba en NYU o enseñaba en Queens College. En su libro En Feldafing las cornejas (Aldus/ Universidad del Claustro de Sor Juana, 2007) hay dos homenajes a Oppen. En el poema “Ánima” se lee: “sólo motetes, sólo cantatas, leer a George Oppen./ Leerlo, por ejemplo, donde dice: “To a body anything can happen, Like a brick”. En “Ánima por George Oppen”, el espiritismo es más evidente:

Agreste, y pese a la desproporción de lo agreste, rostro diente de perro,
paso la mañana
(en tránsito) leyendo a George Oppen.

Una fruta del tamaño de Buda, no me atrevo a abrir la boca,
no hay cupo, puede que de
cera puede que de plomo, fruta de un Bodhisatva,
el poema de George Oppen basado en un poema
de Buddhadeva Bose, diente de perro asimismo
el rostro de Oppen, una fruta de piel lisa, fruncir
la flor el ovario para transformarse en fruto, tengo
la certeza de haber visto tras el resplandor las
manzanas (rojo amarillo rojo a su sombra) de
Cézanne.

miércoles, 5 de enero de 2011

Áspera verdad de la novela

La expresión "la áspera verdad", atribuida a Danton y que Stendhal utilizó como epígrafe en su novela Rojo y negro, generalmente, se entiende y se traduce mal. Al menos, en la acepción que quiso darle Stendhal en la historia de Julien Sorel. Por lo general se piensa que la frase alude a la incomodidad, la rudeza o la inclemencia que genera la verdad en un mundo de mentiras. Pero Stendhal la utilizó en un sentido más literal: la verdad como algo no liso o plano, como una superficie de difícil acceso y tránsito.
En un ensayito inagotable, “La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores”, incluido en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso y lo ficticio (FCE, 2010), del historiador italiano Carlo Ginzburg, se expone el equívoco por medio de un debate con los capítulos que Erich Auerbach dedicó a Stendhal en su gran estudio, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (FCE, 1950).
Dice Ginzburg que Auerbach fue injusto cuando afirmó que “Balzac supera con mucho a Stendhal en la trabazón orgánica entre hombre e historia”. El reproche de Auerbach, más parecido al de un historiador positivista que al de un crítico literario, se basaba en que Stendhal escenificaba situaciones y personajes en contextos muy específicos –el momento previo a la Monarquía de Julio de 1830, por ejemplo- sin ofrecer al lector suficiente orientación para ubicarse en los mismos.
Cuando Stendhal describe los salones parisinos como sitios “aburridos y tristes” a Auerbach le parece que esa referencia tiene tiempo y lugar específicos –el París de fines del 29 e inicios del 30- y que, sin embargo, se hace pasar por imagen histórica de larga duración. Lo cual le resulta engañoso, ya que los salones parisinos eran cualquier cosa menos “aburridos y tristes” a fines del XVIII o en la época napoleónica.
Ginzburg recuerda, en cambio, que Stendhal cambió el subtítulo de su novela –primero fue “Crónica del siglo XIX” y luego “Crónica de 1830”- y que su ambivalencia entre el año 30 y las tres primeras décadas del siglo XIX era deliberada. La verdad histórica que le interesaba trasmitir a Stendhal era “áspera”, difícil de reconstruir y expresar. El historiador italiano encuentra la clave en unos cuadernos que llevó Stendhal durante una estancia en Roma, en la primavera de 1834:

“Durante mi juventud escribí biografías (Mozart, Miguel Ángel…), que en cierto modo son libros de historia. Me arrepiento de ello. Creo que la verdad acerca de las pequeñas cosas como de las grandes es casi imposible de alcanzar; al menos una verdad algo detallada. Monsieur de Tracy me decía: ya no se puede alcanzar la verdad si no es en las novelas. En cualquier otro sitio no es más que una presunción”.

domingo, 2 de enero de 2011

Amor y lectura

Entre las buenas novelas que, como cada fin de año, publica Jorge Herralde en Anagrama, esta vez me quedo con Sunset Park de Paul Auster. Los Once de Michon, que ya comentamos aquí, Un adúltero americano, de Jed Mercurio, o Juliet, desnuda, de Nick Hornby, no están nada mal, pero si me obligaran a escoger, me aferraría a esta última novela de Auster.
Es este un Auster menos imaginativo o mágico que el de la Trilogía de Nueva York o el de La invención de la soledad o El palacio de la Luna o La música del azar. Hay aquí una sobriedad e, incluso, una adustez, por momentos, taciturna e inquietante. Los temas son los de la gran tradición romántica del XIX -la juventud, el amor y la lectura- pero la ambientación de los mismos y los personajes que los experimentan no dejan de sorprendernos.
Es curioso como esos asuntos, tan codificados ya por las literaturas de los dos últimos siglos, todavía pueden ser narrados desde estéticas renovadoras. Hay situaciones aquí muy parecidas al Werther de Goethe o a muchas novelas de Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Proust, Mann o, incluso, Austen o las Brontë, referencias que Auster todavía reclama para sí. Pero hay también dramas y personajes que recuerdan otras tradiciones literarias (Genet y Bukowski, por ejemplo, o los grandes maestros norteamericanos de mediados del XX: Styron, a quien se rinde homenaje, Wolfe, Capote…)
Lo interesante es que esos modelos literarios, aunque se sienten, no hacen inaudible la voz de Auster. Una parte central de la trama tiene que ver con el límite de edad para la sexualidad moral y legalmente autorizada en Occidente. Tema que remite, a su vez, a Nabokov y que en el caso de esta novela hace un guiño a otra de Philip Roth, Animal moribundo, ya que en ella reaparece un personaje femenino cubanoamericano, Pilar Sánchez, muy parecido a la Consuelo Castillo de la novela de Roth. A pesar de todas estas conexiones, Auster es siempre Auster.
La adustez no sólo tiene que ver con el infortunio de los personajes –los cuales fracasan irremisiblemente en la novela- sino con las atmósferas de las locaciones, que Auster diseña como el cineasta que es. El protagonista, Miles Heller, hace fotos de casas abandonadas y va a parar a una mansión venida a menos de Brooklyn, que ha sido ocupada ilegalmente por un grupo de amigos. Cerca de esa casa, en Sunset Park, está el cementerio Greenwood, donde suceden varias escenas de la novela.
Pero el tema es siempre el amor y la lectura o, más bien, la infatuación de dos lectores enamorados. Miles Heller, hijo de un importante editor de Nueva York, que ha abandonado la carrera de letras en Brown y ha huido de sus padres por un trauma del pasado, conoce, en un parque de Miami, a una menor de edad cubanoamericana, Pilar Sánchez, que está leyendo El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald. El amor entre ambos surge del amor entre Gatsby y Daisy y del amor a esa novela o, más específicamente, al personaje del narrador, Nick Carraway, que les parece a ambos el más importante de la ficción.
Chantajeado por una hermana de Pilar, que amenaza con denunciarlo por sexo con una menor, Heller debe regresar a Nueva York y esperar a que la joven cubanoamericana cumpla la mayoría de edad. La visión de los cubanoamericanos es bastante estereotipada –“¿cómo es posible que una chica joven como Pilar Sánchez, con un padre nacido en Cuba que trabajó como cartero toda su vida, y tres hermanas mayores empantanadas en una monótona rutina diaria, haya salido tan distinta del resto de la familia?”- y se enmarca en un virtuoso contrapunteo entre Nueva York y Miami, como espacios físicos y culturales. Pero en otro momento de la novela, es detectable un posicionamiento crítico sobre la violación de los derechos humanos en Cuba.
Una de las ocupantes de la casa de Brooklyn trabaja en el PEN Club de Nueva York y asiste a varios escritores neoyorkinos en las campañas de ese organismo contra la represión del gobierno chino contra el Premio Nobel, Liu Xiaobo, contra el encarcelamiento de periodistas y opositores en Cuba, pero, también, contra las limitaciones a la libertad de expresión introducidas por la Patriotic Act de Bush, contra las torturas en Abu Grahib y a favor del cierre de la prisión de Guantánamo.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Once parricidas y un pintor oficial

Los Once (Anagrama, 2010) es una novela de Pierre Michon, que ganó el Premio de la Academia Francesa, y que cuenta la historia de Les Onze (1794), un cuadro del Louvre, pintado por Francois-Élie Corentin, conocido como el Tiéopolo del Terror. Corentin, aunque mayor que Jacques-Louis David, fue uno de los varios maestros que trabajaron bajo las órdenes del pintor de La muerte de Marat (1793) en la documentación y propaganda del régimen del terror francés, entre 1793 y 1794.
En Les Onze aparecían retratados los comisarios del célebre Comité de Salvación Pública, que llevó adelante el proyecto jacobino de la Revolución Francesa: Billaud, Carnot, los dos Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just, Saint-André . La mayoría de ellos, recuerda Michon, compartía dos cosas: tenían orígenes nobles y se habían dedicado al teatro. Aristocracia y dramaturgia, he ahí dos claves del liderazgo jacobino.
Michon arranca con la biografía de Corentin y desemboca en la pequeña historia del encargo que le hiciera el Comité, por medio de David. “¿Sabes pintar dioses y héroes, ciudadano pintor?” –preguntó David y le ordenó: “Lo que te pedimos es una asamblea de héroes. Píntalos como a dioses o como a monstruos”. Corentin, concluye Michon, que adoraba a su padre, pintó a éste once veces. Los miembros del Gran Comité del año II eran su padre multiplicado por once.
“Es curioso: puso la figura de su padre bajo la forma de los once asesinos del Rey, del Padre de la Nación, los once parricidas, como llamaban a la sazón a los asesinos del Rey”, anota. Pero el objetivo de Michon no es tanto reconstruir el proceso de contratación de Corentin y confección de Les Onze como demostrar la falta de correspondencia entre la versión historiográfica del mismo, acuñada desde Michelet, y la sobrevida mítica del jacobinismo.
El terror, parece sostener Michon, tocó una fibra simbólica del hombre moderno, asociada a la violencia de clases, que no puede ser desestabilizada por la obra desmitificadora de historiadores tan refinados y lúcidos como Michelet, que tienen, incluso, la ventaja de escribir medio siglo después de una Revolución. Al final, el mito vence a la historia, Robespierre vence a Michelet. De ahí que, más que el Marat de David, Los Once de Corentin sea la pintura emblemática del terror:

“Michelet, que siempre dijo y pensó que la auténtica pintura histórica sólo era tal cuando se esforzaba en no representar la Historia, quedó desmentido. Los Once no son pintura histórica, son la Historia. Lo que vio Michelet al final del pabellón Flora es quizás la Historia en persona, en once personas, en el terror, porque la Historia es terror puro. Y ese terror nos atrae como un imán. Y es que somos hombres y a los hombres, de arriba abajo, los instruidos y los mendigos, les gusta apasionadamente la Historia, es decir, los terrores y las matanzas”.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Barbara Stanwyck lee a Nietzsche



En Baby Face (1933), el clásico de Alfred Green, estelarizado por Barbara Stanwyck y George Brent, se cuenta la historia de una femme fatale que escala posiciones en la Gothan Trust Company de Nueva York, seduciendo a empleados y ejecutivos. El personaje, Lily Powers, posee, desde su nombre y apellido, una mezcla de sensualidad y vigor que, en algún momento del film, intenta ser traducido en términos de la filosofía vitalista Friedrich Nietzsche.
Una de las víctimas de Powers, un joven ejecutivo protagonizado por Donald Cook, que está a punto de casarse con la hija del dueño de la compañía, es lector de filosofía y literatura. Durante el cortejo, le envía a Powers un ejemplar de las Consideraciones intempestivas de Nietzsche. La Stanwyck abre el volumen en una de las tantas páginas en las que el filósofo llama a no pedir perdón por la búsqueda del placer y la felicidad.
El pasaje que lee es el que aparece abajo. Los críticos e historiadores del cine han reconstruido el proceso por el cual los productores y el director de la película tuvieron que hacer ajustes narrativos y visuales, luego de la codificación moral de Hollywood en aquellos años. El final, en que Stanwyck y Brent lo pierden todo con la Gran Depresión y reconstruyen sus vidas como obreros en Pittsburgh, recuerda las moralejas del realismo socialista, para el que Nietzsche era una de muchas “bestias negras”.

jueves, 23 de diciembre de 2010

El tributo de Wainwright



Esta es la canción que Rufus Wainwright compuso en homenaje a Jeff Buckley. No la canta completa en el show de Elvis Costello, que es de donde la tomo. Pero en algún momento de la misma se refiere al "Hallelujah" de Cohen cantado por Buckley. Escuchando estos temas no deja de pensarse en las nuevas religiosidades que ya procesa la cultura popular del siglo XXI. Hay una suerte de nuevo espiritismo, más secular aún que el de Kardec o Blavatsky, en esos ambientes del rock intelectual. Estos jóvenes viven intensamente, entre Los Angeles y Londres, entre New York y París, pero, como los de hace un siglo, también conversan con los muertos.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Aleluya por Buckley




A principios de los 90, cuando Leonard Cohen dio a conocer su “Hallelujah”, el joven Jeff Buckley, que entonces reunía los temas de su primer disco, Grace (1994), hizo este cover que ha tenido la fortuna de inspirar muchos otros más. En la última década lo han grabado, por sólo mencionar dos, Damien Rice y Rufus Wainwright, cuya versión fue incorporada a la banda sonora de Shrek.
En Grace el tema aparece acreditado a Cohen, pero en la versión de Buckley, las primeras estrofas son diferentes, por lo que, en propiedad, este “Hallelujah” debería ser atribuido a Cohen/ Buckley. Los primeros versos de Cohen, que se alteraron en el cover de Buckley dicen: “Baby, I’ve been here before./ I know this room, I’ve walked this floor./ I used to live alone before I knew you./ I’ve seen your flag on the marble arch,/ but love is not a victory march,/ its cold and its broken Hallelujah!" y aparecen cerca del minuto 3.
Cohen le dio un aire soul a la versión original, pero Buckley, que también se interesó en el soul, como puede sentirse en temas suyos como "Lover. You Should've Come Over", prefirió este tono folk, que lo volvió tan seductor, tan suyo. Casi todas las visitas al "Hallelujah" de Cohen que conocemos parten de esta interpretación de Buckley, quien tuvo la suerte -o la desgracia- de ser un genio, como compositor y como intérprete.