Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 13 de febrero de 2011

Revoluciones viejas y nuevas



Cuando escribí el último post, el pasado jueves al mediodía, no había caído Mubarak ni había leído el magnífico artículo de Timothy Garton Ash, que reprodujo El País este fin de semana. Debo decir que me satisface mucho coincidir con el profesor de Oxford y creo que, de no haber muerto, Tony Judt habría llegado a la misma conclusión: la egipcia es una revolución –no una revuelta popular o un golpe de Estado-, pero de nuevo tipo.
Además de un proceso de cambio social y político, una revolución es una ingente politización de la sociedad. El neomarxista Jacques Rancière diría que una revolución es una acelerada constitución de nuevas subjetividades políticas. Y eso es lo que ha sucedido en Egipto. En dos semanas se ha reconstituido la esfera pública de ese país con nuevos actores, que no se irán tranquilamente a sus casas, luego de la salida de Mubarak.
Toda vez que un millón de ciudadanos sale a las calles y desata una retrocesión de la soberanía se ha producido una revolución, aún cuando el cambio de régimen político no llegue a consumarse. Si sólo fueran revoluciones aquellas que llegan a consumar los cambios o a generar nuevas formas estables de gobierno entonces una revolución como la haitiana, clásica en más de un sentido, no calificaría como tal.
La reticencia de algunos a llamar revolución lo que sucede en Egipto proviene, creo, del equívoco del jacobinismo, estudiado y criticado por los esposos Ferenc Feher y Agnes Heller. El primero escribió el libro La revolución congelada (1989), en el que a medio camino entre la crítica historiográfica y la teoría política, insistía en entender el jacobinismo como uno de los momentos o de las corrientes de la Revolución Francesa y no como la revolución misma o como su fase más propiamente “revolucionaria”, por ser la más radical.
El libro de Feher estaba escrito desde mediados de los 80, pero se editó y circuló a fines de esa década, en medio de la caída del Muro de Berlín y las transiciones a la democracia en Europa del Este. Su esposa, Agnes Heller, fue precisamente una de las que más defendió el llamar revoluciones a aquellas democratizaciones del socialismo real. Heller y Feher se resistían a entender por revolución únicamente los movimientos radicales del jacobinismo, el socialismo, el comunismo, el bolchevismo o los nacionalismos descolonizadores del siglo XX.
De ser así, pensaban, entonces ni Mirabeau ni Sieyés ni Napoleón, ni Washington, Jefferson o Hamilton serían revolucionarios. De ser así, agregaríamos nosotros, la mexicana de 1910 no sería una revolución, ni las independencias hispanoamericanas del siglo XIX, que produjeron un cambio social y político más profundo aún que muchas revoluciones nacionalistas del siglo XX. En el fondo, la negativa a entender como revolución lo que ocurre en Egipto tiene que ver con el componente democrático, antiautoritario y pacífico que posee ese movimiento ciudadano. Como si democracia y revolución fueran procesos inconjugables.
Las simpatías globales con la revolución egipcia han desatado apropiaciones curiosas. Barack Obama la ha comparado con la caída del Muro de Berlín y Mahmoud Ahmadinejad asegura que se trata de un nuevo capítulo de la revolución islámica, iniciada por los iraníes hace tres décadas. Uno y otro se equivoca, ya que como dice Garton Ash “el Cairo en febrero de 2011 es el Cairo en febrero de 2011”. Pero esta revolución es nueva por su moderna antigüedad, no por ningún determinismo tecnológico, sino por su tipo específico de sociabilidad y por su reformulación de valores milenarios.


“Lo viejo, en este Cairo de 2011 –tan viejo como las pirámides, tan viejo como la civilización humana- es el grito de los hombres y mujeres oprimidos, que vencen la barrera del miedo y viven, aunque sea de forma pasajera, la sensación de libertad y dignidad. Mi corazón daba saltos de alegría cuando vi las imágenes de las inmensas muchedumbres que se concentraban pacíficamente en el centro de la ciudad celebrando el día del rais. Sin embargo, cuando acabemos de tararear el coro de los prisioneros compuesto por Beethoven para Fidelio, no olvidemos que estos momentos son siempre efímeros. Queda por delante la dura tarea de consolidar la libertad”.

jueves, 10 de febrero de 2011

Plaza Tahrir


Mucho se ha debatido en los medios globales sobre la naturaleza de la revolución egipcia. Pocas revoluciones han tenido una cobertura tan planetaria y, a la vez, tan ideológicamente favorable -desde la izquierda más radical hasta buena parte de la derecha norteamericana o europea han celebrado las protestas contra el régimen de Hosni Mubarak.
El foco de atención ha estado puesto en el tipo de sociabilidad que produce una movilización tan constante y, al mismo tiempo, espontánea. Durante más de dos semanas los manifestantes se han mantenido concentrados en la Plaza Tahrir, en El Cairo, resueltos a no dejar de ser noticia global y a crear una nueva red de ciudadanos –no de partidos-, que se articula en torno a un único punto: que deje de gobernar el círculo de poder –no sólo Mubarak- que durante tres décadas se enseñoreó de Egipto.
Por su peculiar sociabilidad política, esta revolución se parece más a las revueltas juveniles del 68 que a la primera etapa de las transiciones en Europa del Este. Es cierto que la conexión tecnológica facilita esa nueva sociabilidad, pero tampoco faltan en esta revolución elementos de las viejas tradiciones cívicas de Occidente y, naturalmente, de las propias tradiciones de peregrinación y oración multitudinarias del Islam, sin ser propiamente una revolución islámica.
Esa concentración permanente en la plaza pública, en el ágora, responde a algo más que una estrategia de visibilidad global. Congregarse físicamente en el espacio público, y de manera pacífica, es un método eficaz para obligar a las instituciones del Estado a reconocer la soberanía popular y dar por concluido el pacto social. Ya los sindicatos, el Ejército y parte de la clase política han reconocido al soberano originario, bajando a la plaza. Muy pronto deberán hacerlo también el propio Mubarak y sus colaboradores, abandonando el gobierno.
Pocos dudan que estamos en presencia de la primera revolución del siglo XXI. Una revolución pacífica, sin estructura organizativa previa, que debe muy poco a la tradición jacobina, bolchevique, socialista o descolonizadora; a Marx, a Lenin, a Mao, al Che Guevara o a Frantz Fanon. Una revolución que parece hecha por antiguos griegos o romanos –o por antiguos egipcios en contra de su faraón- pero conectados a las redes sociales de Facebook y Twitter.

domingo, 6 de febrero de 2011

El último magnate

La biografía de Julio Lobo (La Habana, 1898- Madrid, 1983), el gran magnate del azúcar cubano en la primera mitad del siglo XX, The Sugar King of Havana. The Rise and Fall of Julio Lobo. Cuba’s Last Tycoon (New York, Penguin Press, 2010), de John Paul Rathbone, editor del Financial Times para América Latina, se lee como una novela o un guión de Scott Fitzgerald o como una película de Elia Kazan. El lector ve transcurrir las escenas ante sus ojos, aunque no lo quiera o aunque algunos lugares comunes de la historiografía nacionalista cubana se atraviesen en la narración.
Ve, por ejemplo, a Lobo en su Chrysler negro atravesando La Habana, la tarde del 11 de octubre de 1960, para reunirse con el Che Guevara, quien le ofrece dirigir la industria azucarera a cambio de la nacionalización de sus catorce ingenios, tres millones de toneladas de azúcar anuales y dos terceras partes de una fortuna entonces valuada en unos 200 millones de dólares. Ve, también, al magnate compartiendo la idea de que la República de 1902 había traicionado el sueño de José Martí y que los gobiernos de Grau, Prío y Batista habían defraudado a la ciudadanía.
Ve al empresario, al patriota orgulloso de célebre linaje criollo, pero también al filántropo y al coleccionista. El magnate napoleónico, que logra hacerse de una de las grandes colecciones de reliquias del emperador de los franceses y que compartió, con Fidel Castro, líder de la Revolución que lo exiliaría, el culto a la grandeza del militar y político corso. Martí y Napoleón, además de una visión crítica del papel de Estados Unidos en la historia de Cuba y una creencia en la centralidad del azúcar en el desarrollo económico de la isla, serían algunas de las ideas compartidas por el viejo burgués y el joven revolucionario.
Ve, en suma, al arquetipo de la burguesía nacional cubana simpatizando con la Revolución de 1959, por lo que tenía de nacionalista, tratando de ignorar deliberadamente su energía jacobina. Una Revolución que, a través del propio Guevara, le hace ver que si el empresario no se convierte en funcionario es imposible “mantenerlo tal cual”, en la nueva Cuba. Él, que simbolizaba el capitalismo cubano, no podía existir como realidad en ese país del futuro comunista universal que comenzaba a construirse en la isla.
Quienes todavía dudan de que en Cuba hubo una burguesía nacionalista, que llegó a identificarse con muchos de los valores originarios de la Revolución, que lean este libro. Quienes todavía insisten en imaginar a toda aquella burguesía como batistiana y como opositora al gobierno revolucionario desde enero de 1959, que lean este libro. Pero hay que leer este libro no para reconstruir aquel mundo, perdido para siempre, sino para comprenderlo mejor, para exiliarlo de la imagen diabólica que le impuso la memoria oficial.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Fantasía habanera

La primera vez que escuché una versión de September Song de Kurt Weill, interpretada por Django Reinhardt, en la que después del primer solo de saxofón viene un punteo rápido de El Manisero de Moisés Simmons -antes citado por George Gershwin en su Obertura cubana- , advertí un indicio, tan sólo un indicio, de lo poderosas y persistentes que han sido las representaciones de Cuba –y especialmente de La Habana- en la cultura norteamericana de los dos últimos siglos. Historiadores como Louis A. Pérez Jr. o Lars Schoultz se han acercado a ese tema inmenso en los últimos años, pero lo han hecho colocando la política, o más específicamente, las visiones políticas de las élites norteamericanas sobre Cuba y de las cubanas sobre Estados Unidos, en el centro de sus indagaciones.
El escritor Gustavo Pérez Firmat, en su más reciente libro, The Havana Habit (Yale University Press, 2010), ha echado un vistazo a esa misma vastedad, pero lo ha hecho con tres atributos que distinguen su libro, tanto dentro de los estudios sobre Cuba en el imaginario norteamericano como dentro de la creciente bibliografía habanófila que se produce en el mundo: 1) la esfera donde emprende su arqueología es la cultura popular, especialmente la música, el cine, la televisión, la radio, la gráfica y las guías turísticas; 2) el periodo histórico que recorre, aunque con visitas al siglo XIX, a la primera mitad del XX o a la Revolución, está bastante ubicado entre los años 40 y 60 del pasado siglo; 3) la prosa de Pérez Firmat, como en casi todos sus libros y de manera creciente, es híbrida, no es propiamente la de un scholar sino la de un escritor ingenioso y refinado, que no desconoce la producción académica sobre el tema que aborda.
En The Havana Habit Pérez Firmat glosa clásicos de Hollywood como You’ ll Never Get Rich o The Maltese Falcon, guías turísticas como When it’s Cocktail Time in Cuba o Havana Mañana, musicales como Week-End in Havana, shows de televisión como I Love Lucy, posters de Conrado Massaguer y una buena cantidad de álbumes (Cole Español de Nat King Cole, Olé Tormé de Mel Tormé, Bagels and Bongos de Irving Fields, Latin ala Lee de Peggy Lee, Cha Cha Cha de Amor y Dino Latino de Dean Martin, Latin for Lovers de Doris Day…) y de canciones o piezas de Cole Porter, Irving Berlin, George y Ira Gershwin, Hoagy Carmichael, Harold Arlen y Johnny Mercer, donde aparecen motivos cubanos o habaneros.
No por vasto, ese archivo impone una presencia farragosa en el texto. Pérez Firmat, como en todos sus libros, ha sabido reunir mucha información sin perder la gracia narrativa o analítica. A diferencia de On Becoming Cuban de Pérez Jr. o de That Infernal Little Cuban Republic de Shoultz, este libro busca ilustrar el discurso exótico y turístico en las representaciones cubanas de la cultura popular de Estados Unidos, no para documentar el nacionalismo insular o el imperialismo norteamericano, sino para rastrear los orígenes de una posible identidad cubanoamericana. Tema éste, central en el autor de Life on the Hyphen, y lamentablemente descuidado por muchos académicos que estudian las relaciones entre ambos países sin reparar en la comunidad migratoria creada en la frontera de esos vecinos distantes.

sábado, 29 de enero de 2011

Bell y las ideologías

Ahora que ha muerto el importante pensador norteamericano Daniel Bell (1919-2011), muchos recuerdan su audacia de definirse como “socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura”. La desagregación de la vida social en esas tres esferas y en esas tres ideologías –economía, política y cultura; socialismo, liberalismo y conservadurismo- respondía tanto a la formación sociológica de este intelectual público, como a su propia biografía teórica e política. Biografía oscilante que, sin embargo, no careció de coherencia.
Bell se formó en la Universidad de Columbia, en Nueva York, a fines de los 40 y principios de los 50, en una época marcada aún por el keynesianismo y por la breve sensación de entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética que acompañó el fin de la Segunda Guerra Mundial. De aquella etapa datan sus intensas lecturas de Marx y Stuart Mill, en un intento similar al del británico Harold Laski y otros “liberals” norteamericanos, de conciliar marxismo y liberalismo, en una suerte de versión de la socialdemocracia para Estados Unidos.
La primera década de la Guerra Fría y el ascenso del macarthysmo en Estados Unidos dejaron sus huellas en el pensamiento de Bell. Su temprano libro, El fin de las ideologías (1960), ya se internaba en una visión triunfal del capitalismo –precursora, en buena medida, de las que se propagarían luego de la caída del Muro de Berlín- que en aquella época de gran confrontación entre los dos polos buscaba, además de la constatación del despegue de la sociedad de consumo en Occidente, un rebajamiento de la alternativa política de la socialdemocracia y una subestimación del reto que entonces representaban para Occidente la Unión Soviética, China y los movimientos nacionalistas y descolonizadores del Tercer Mundo.
La gran efervescencia política de los 60 fue vista, de algún modo, como una refutación de la tesis de Bell. Sin embargo, tras la caída del Muro Berlín, muchos pensadores de menor rango como Francis Fukuyama, Alvin Toffler o Samuel P. Huntington, retomaron aquel vislumbre de Bell y lo naturalizaron en el debate intelectual. La visión de Bell, aún en plena Guerra Fría, no carecía de sentido, ya que lo que postulaba era que en la sociedad postindustrial, con una expansiva economía de servicios y una revolución tecnológica en la información y en la comunicación, la ideología mudaba de forma: pasada de ser un asunto doctrinal para convertirse en un discurso simbólico.
Esta idea reaparece en otros dos libros suyos: El advenimiento de la sociedad postindustrial (1973), que también sirvió de plataforma a economistas y sociólogos de todas las ideologías –a Alain Touraine, por ejemplo- y su magistral ensayo -el más leído, tal vez, en Hispanoamérica, Las contradicciones culturales del capitalismo (1976), que admiró mucho Octavio Paz- en el que ya asomaba la veta conservadora y moralizante de Bell en la cultura. Sin embargo, el centro de la argumentación, en estos tres libros, se encuentra ya desde el primero: lo que se entendió como ideología desde fines del siglo XVIII dejó de serlo con la Guerra Fría.
Para muchos resultará paradójica la idea, ya que la Guerra Fría fue, precisamente, un momento de encarnizada polarización ideológica. Pero Bell no dejaba de tener razón al advertir las crecientes confluencias y mestizajes que, desde aquellas décadas, experimentaban el liberalismo, el conservadurismo y la socialdemocracia. Al colocarse en esa perspectiva postdoctrinal, no le resultó difícil, entonces, incorporar elementos socialistas a su idea de la economía –en realidad, siempre fue keynesiano-, mantener el liberalismo en política –que en su caso significaba rechazar la paranoia macarthysta- y dotar su idea de la cultura de una rectitud e, incluso, una vigilancia moral, que lo afilió al conservadurismo y a la nueva derecha norteamericana de la época de Ronald Reagan.

viernes, 28 de enero de 2011

Dedicatorias

El joven estudioso cubano Amauri Gutiérrez Coto, que ya comentamos aquí a propósito de la edición, en la sevillana editorial Renacimiento, de una polémica entre Juan Marinello y Gastón Baquero en los años 40, ha compilado, para la editorial Oriente, en Santiago de Cuba, la correspondencia entre José Lezama Lima, Medardo Vitier, Cintio Vitier y Fina García Marruz (en la foto). Se trata, como era de esperarse, de un epistolario delicioso, lleno de ideas e intuiciones.
El libro de se titula La amistad que se prueba. Cartas cruzadas (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010) y me detengo en las dedicatorias con que unos y otros regalaban sus libros. Podría reconstruirse la amistad de cuarenta años que hubo entre Lezama y los Vitier por medio de esas dedicatorias. Al principio, son demasiado formales, distantes, aunque también coquetas. Lezama, por ejemplo, envía a las hermanas García Marruz un ejemplar de Muerte de Narciso (1937) con estas palabras:

“Para Bella y Fina García Marruz,
conociéndolas sin conocerlas
y deseoso de su conocimiento y amistad”.

La primera dedicatoria de “Cynthio Vitier” –así escribía entonces su nombre- es de 1938 y acompañaba un ejemplar de su primer cuaderno, Poemas (1938):

“Para el Sr. José Lezama Lima,
inefable autor
de “Muerte de Narciso",
con la profunda admiración de
Cynthio Vitier,
Respetuosamente.

Ya en 1943, con el envío de Sedienta cita (1943), hay más confianza:

“Para José Lezama Lima, en
la marea de su fastuoso imperio,
con la creciente admiración y alegría
por su Obra, de Cintio Vitier”.

A partir de entonces las dedicatorias, sobre todo las de Vitier y García Marruz a Lezama, van ganando en elocuencia. La de Caprichos y homenajes (1947) dice:

“Para José Lezama Lima,
que está, como revelación y alimento,
en la fábula de mi vida”.

La de Transfiguración de Jesús del Monte (1947), de Fina García Marruz:

“Para José Lezama Lima, por esos preciados
instantes en que su altivez, en una forma
mucho más rápida de lo que lo haría su consentimiento,
nos acompaña y nos conmueve”.


Y así y así, hasta llegar a la inserción de poemas enteros en las dedicatorias, como se estilaba, todavía, a principios del siglo XX. Lezama, sobre todo, hizo de los apuntes en las páginas iniciales de los libros que regalaba todo un género poético. En las Navidades de 1952, regaló la Obra poética de Alfonso Reyes con este poema-dedicatoria en que agradecía, a su vez, la traducción que Vitier hizo de Mallarmé:

“¿Quién podría traducir
a Estéfano Mallarmé
mejor, sin ser un mentir,
¡ni pensar! que Cintio Vitier.
El gozo de contracifra y
la templada reforma, verso
que va hors la loi si
luz de un punto diverso,
el logos casi, oscurecido,
y el arpón con su sentido”.


Y en el verano del 53, le estampa otro poema a Vitier y García Marruz, en la primera página de Analecta del reloj:

"Para Fina y Cintio Vitier:
Lápiz a su nube
di, prosigue.
Borra lo que sigue
tacha lo que sube

al cuarto inclinado
acecho de alfil,
infante enjaulado,
Seda de Boabdil,

luna semiandante
¿ijar o turbante?
Riscos, aquí caracola.
Dice más la suerte,
herida de muerte:
ópalo, batahola".

miércoles, 26 de enero de 2011

La noble democracia de Rubén Martínez Villena

En su apresuramiento por llegar al pasaje en que pedía una “carga para matar bribones”, los ideólogos y los burócratas no leen los primeros versos del "Mensaje lírico civil" (1923) de Rubén Martínez Villena, el conocido poema dedicado al poeta peruano, José Torres Vidaurre (1901-1979). Este último, descendiente de un viejo linaje republicano andino, al que perteneció el gran pensador limeño, Manuel Lorenzo de Vidaurre, había pasado una temporada en La Habana, donde colaboró en la revista Social y comenzó la redacción de algunos de los poemas que conformarían su Romancero criollo (1935), suerte de ejercicio lorquiano desde los Andes.
En Madrid y en París, durante los años 20, Torres Vidaurre entró en contacto con Juan Ramón Jiménez y, por supuesto, con Lorca, pero también con la poesía suramericana de vanguardia, especialmente con su compatriota César Vallejo y con el chileno Vicente Huidobro. Pero la poesía y la prosa de Torres Vidaurre se mantuvieron fieles a aquella adaptación criolla del romance lorquiano, que comenzó a experimentar desde que, en la Habana, colaboraba para la revista dirigida por Emilio Roig de Leuchsenring.
Martínez Villena, que conoció a Torres Vidaurre durante la estancia habanera de este, le envía el "Mensaje lírico civil", como una suerte de epístola versificada en la que narra la compra del Convento de Santa Clara por el gobierno de Alfredo Zayas. El Estado, según Martínez Villena, era un “comerciante necio”, que en un acto de corrupción había tratado de comprar el edificio “al triple del verdadero precio”, lo que provocó una movilización pacífica de un grupo de intelectuales, conocida como “La protesta de los 13”, además de una demanda judicial, que lo llevó a la cárcel, desde donde escribió el citado poema.
Cuando Martínez Villena escribió el "Mensaje lírico civil" no era todavía comunista y, de hecho, el partido de cuyo Comité Central sería miembro aún no había sido fundado. Desde una perspectiva doctrinal de la política, las acciones contra el gobierno de Zayas que emprendía el joven abogado se apegaban a la Constitución de 1901, que era respetada y admirada por su mentor, Fernando Ortiz, en cuyo bufete trabajaba desde que se graduó de Derecho en La Universidad de la Habana, en 1922. Tal vez esa ideología originalmente republicana de Martínez Villena explique estos versos que burócratas e ideólogos no citan:

“Tenemos el destino en nuestra propias manos
y es lo triste que somos nosotros, los cubanos,

quienes conseguiremos la probable desgracia,
adulterando, infames, la noble Democracia...”