Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 8 de mayo de 2014

El regreso del camarada Flores Magón




En una época en que la parálisis ideológica hace crecer el interés en la historia de las izquierdas, el antropólogo Claudio Lomnitz, profesor de la Universidad de Columbia, ha escrito un libro fascinante sobre el Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón, en el contexto del anarquismo internacional, especialmente del capitulo norteamericano de éste último, en las dos primeras décadas del siglo XX.
            El libro se titula The Return of Comrade Ricardo Flores Magón (Zone Books, New York, 2014) y está concebido, fundamentalmente, a partir de la correspondencia que los anarquistas mexicanos, afincados durante aquellas décadas al otro lado de la frontera, sostuvieron entre sí y con sus camaradas en Estados Unidos. Entre 1907 y 1922, los años de mayor protagonismo de los anarquistas mexicanos, Flores Magón vivió en Estados Unidos y más de la mitad de ese tiempo –nueve años para ser precisos- lo pasó en diversas cárceles de California, Arizona, Washington State y Kansas.
            Lomnitz está convencido de que la historia de los anarquistas mexicanos es coherente con la matriz transnacional e internacionalista de esa corriente de la izquierda decimonónica. Dos de los fundadores del anarquismo, Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, fueron aristócratas rusos que, sin embargo, rompieron con la tradicional polarización entre occidentalistas y eslavófilos que había zanjado a su clase desde el siglo XVIII. Bakunin no vivió la Primera Guerra Mundial, pero Kropotkin sí y, a pesar de su apoyo al bloque antigermánico que lo llevó a la ruptura con Errico Malatesta y que provocó las acusaciones de "chovinismo" de Lenin y los bolcheviques, se mantuvo a distancia del rebrote nacionalista que produjo aquel conflicto.
            El estudio de Lomnitz rescata la dimensión transnacional del anarquismo mexicano a través del vínculo con socialistas norteamericanos como John Kenneth Turner, su esposa Ethel Duffy, William C. Owen, Frances and P. D. Noel, Job Harriman, John Murray y Elizabeth Trowbridge. Estos socialistas, residentes en su mayoría en Los Angeles, entraron en contacto con exiliados mexicanos como los hermanos Flores Magón, el líder y escritor Lázaro Gutiérrez de Lara, Librado y Concha Rivera, Antonio I. Villareal, Juan y Manuel Sarabia, creando una alianza que sería fundamental para la difusión de las ideas anarco-comunistas en aquellos años.
            Además de cuestionar algunos lugares comunes de la historiografía, como aquel que confiere a los Flores Magón y a los anarco-comunistas el título de “precursores” de la Revolución Mexicana –como si no hubieran intervenido en el proceso revolucionario mismo y algunos de ellos hasta llegaran a identificarse con el zapatismo-, el libro de Lomnitz nos coloca frente a la evidencia de una “red de solidaridad mexico-americana”, en la izquierda de entonces, cuya reconstrucción es de la mayor importancia para pensar alternativas a la corriente hegemónica del nacionalismo revolucionario.
            Esas raíces de una posible izquierda transnacional, localizadas, además, en una frontera simbólicamente tan decisiva como la de Estados Unidos y México, parecen demandar una revisión crítica del legado de aquel anarquismo mexicano. Lomnitz no duda en leer adelantos de esa revisión en la apropiación de los Flores Magón por líderes y movimientos de la comunidad chicana, pero lamenta la ausencia de visiones similares en la izquierda mexicana contemporánea. 

domingo, 4 de mayo de 2014

Isel Rivero y el canto de Jeremías




Hace algunos años, a propósito de la valiosa antología de Jesús Barquet sobre los escritores cubanos de la generación de El Puente, hablábamos de esa suerte de prodigio que fue el cuaderno La marcha de los hurones (1960) de la poeta habanera Isel Rivero (1941). Es en ese poemario donde se plasma más claramente la voluntad de aquella generación, que comenzó a escribir en los primeros años de la Revolución, de establecer un vínculo tenso con las tradiciones líricas previas, que veían fijadas en Orígenes, Ciclón y Lunes de Revolución, en Lezama o Piñera, Baquero o Diego, Jamís o Fernández Retamar, Baragaño o Escardó.
Editado por la imprenta de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), el cuaderno estaba organizado como una serie de “cantos”, que remiten a una inmersión en el legado lírico americano, asociable lo mismo a Whitman que a Neruda, a Pound que a Gorostiza. Seguramente Rivero, a sus 19 años, no había leído buena parte de la poesía americana, pero, como otros poetas de El Puente  -José Mario, por ejemplo- mostraba una familiaridad con la poesía escrita en Estados Unidos que tenía que ver con la recepción, en la isla de los 50 y 60, del ocaso del modernism y la apertura a voces más coloquiales, confesionales o catárticas como las de Dylan Thomas, Elizabeth Bishop, Robert Lowell o Allen Ginsberg.
Hace algunos años, en una entrevista con Armando de Armas, Isel Rivero recordaba la importancia que tuvo la lectura de Pound, en La Habana de aquellos años, para ella, José Mario y los fundadores de El Puente. Es interesante constatar esa temprana sintonía con los poetas de la Beat Generation, especialmente Ginsberg, Ferlinghetti y McClure, que por esos mismos años redescubrían a Pound e intentaban reconectar al viejo poeta de The Cantos con la contracultura y la psicodelia en Estados Unidos.
Rivero pensó su poemario como un lamento de Jeremías en medio del frenesí revolucionario. Varios exergos del profeta bíblico antecedían los tres cantos: “y nosotros llevamos sus castigos”, “desfallecían como heridos en las calles de la ciudad”, “nuestra piel se ennegreció como un horno”, “pondrá su boca en el polvo por si quizás hay esperanza”… Y junto al primero de los exergos, otro epígrafe, de Bertolt Brecht, “¡Realmente vivo en tiempos oscuros!”, el conocido verso del poema “A los hombres del futuro”, que inspiró el título de Hannah Arendt.
La mezcla referencial de Brecht y Jeremías, en el año 1960 en Cuba, revelaba tanto coraje como astucia. Una autoridad intelectual de la izquierda europea y un profeta hebreo, que unían sus voces para describir el momento inaugural de la Revolución Cubana como un tiempo sombrío, no luminoso, donde la unanimidad era la falsa envoltura de una explosión de soledad y egoísmo. Un tiempo que demandaba de la joven poeta inconformidad y lamento, desgarradura y expiación:

Es preciso, sin embargo, laborar
impregnados de amarga resina
es preciso continuar inútil toda búsqueda.
No nos ha sido dada la conformidad.
No nos ha sido dado el optimismo.
Prevemos la decadencia en pleno renacer.
Se nos condena pero es inevitable que señalemos
a pesar de que se nos anule
a pesar de que se nos envuelva con el hilo de lo incierto…
La verdad tiene infinito número de fases.
Es imposible hallar una verdad colectiva
además de aquella que vivimos y morimos.

Como ha observado Milena Rodríguez Gutiérrez, las réplicas del discurso político de la Revolución eran evidentes en La marcha de los hurones y llegaban, por momento, a confrontar mitos tan centrales como el de una historia patria en la que siempre se están “limpiando las heridas de los héroes”. Réplicas que producían, como en la larga sección de preguntas, divididas en números romanos, un remedo mordaz de la oratoria de los líderes y del lenguaje burocrático de las leyes revolucionarias. La marcha de la Revolución en la historia no era, para aquella joven de 19 años, la prueba de una verdad colectiva sino la más brutal reificación del yo que pudiera imaginarse:

Es como una marcha donde todos vamos separados
acentuando nuestra absoluta soledad
porque a una sola flexión de nuestra mente
a una sola palabra
proclamamos las enormes diferencias que nos envuelven
borramos existencias, sentimientos
y quedamos frente al Ego imperecedero
el indestructible
el primitivo Ego
de donde se desprendió la raza humana.

domingo, 27 de abril de 2014

Teorías de la vanguardia



Más de medio siglo antes de que se publicara la Teoría de la vanguardia (1974) de Peter Bürger, en la cultura europea, estadounidense y latinoamericana ya estaban naturalizadas distintas versiones del término francés avant-garde. Incluso, algunos historiadores han encontrado esa noción, aplicada a la cultura y no a la guerra o la política, como harían Clausewitz y Lenin, desde el siglo XIX. Es el caso, aunque bastante excepcional en aquella época, del socialista utópico y matemático francés, Olinde Rodrigues, quien la introdujo en su ensayo “El artista, el científico y el industrialista” (1825).
En América Latina, el concepto se maneja ampliamente, bajo diversos significados, desde los años 20. No sólo Benjamin y Adorno, también Renato Poggioli, Clement Greenberg, Harold Rosenberg, Mario de Micheli –la obra de este, por cierto, Las vanguardias artísticas (1959), fue publicada en Cuba-, entre tantos otros críticos, utilizaron un concepto flexible de vanguardia, mucho antes que Bürger, con el propósito de captar las dinámicas de la producción cultural en la era industrial.
Ese uso flexible del concepto, aplicado a la literatura, fue el que predominó en América Latina, donde lo mismo Vicente Huidobro que Jorge Luis Borges, Xavier Villaurrutia que Nicolás Guillén, Pablo de Neruda que César Vallejo, fueron leídos y catalogados por críticos e historiadores, como autores de vanguardia. Octavio Paz advirtió la contaminación del concepto en Los hijos del limo (1974), cuando propuso entender la poesía latinoamericana de los años 40 o 50 en adelante –es decir, la de su generación – como una “vanguardia otra”.
Para la mayoría de los teóricos mencionados, las fronteras entre la vanguardia y otros fenómenos culturales de la primera mitad del siglo XX, como el modernismo, el kitsch, la decadencia, la bohemia o el industrialismo, no estaban rígidamente trazadas. ¿Qué sentido tiene, entonces, tomar como única visión válida de las vanguardias del siglo XX, la teoría de Bürger, para pensar la historia cultural latinoamericana y cubana del siglo XX?
En Cuba, por ejemplo, el concepto de “vanguardia” y “vanguardismo” se manejó en publicaciones como Avance, Orígenes, Ciclón, Nuestro Tiempo y Lunes de Revolución, de distinta manera. La idea del vanguardismo cultural que predominaba en La Habana, entre los 50 y los 60, estaba mucho más cerca de la visión de Micheli que de la de Bürger. La idea central de este último, por cierto, sobre el gesto vanguardista de confrontar y rebasar la "institución del arte”, fue muy popular durante el postmodernismo de los 80, pero ha sido cuestionada y, en buena medida, descartada por el boom del mercado del arte en las dos últimas décadas.
 

miércoles, 23 de abril de 2014

Pla en Nueva York



Nunca me han gustado las interpretaciones de los fenómenos literarios que subordinan lógicas, a veces, tan inasimilables como las del mercado y la ideología, a ofensivas mediáticas trazadas por un puñado de sesudos estrategas en un rascacielos de Manhattan. Pero me ha llamado la atención la forma en que el New York Review of Books y The New York Times han presentado, en las últimas semanas, el rescate al inglés de la obra, The Gray Notebook (2014), del escritor catalán, Josep Pla (1897-1981), en traducción de Peter Bush.
Unos presentan a Pla como un periodista, viajero y reportero localista, que se mantuvo casi neutral durante la guerra civil española y que durante la dictadura franquista fue una especie de “exiliado interior”. Alan Riding, en cambio, estudioso de una relación cultural tan conflictiva como la de México y Estados Unidos, en un libro que todavía se lee con agrado, es más cuidadoso y resuelve la biografía literaria y política de Pla de un modo elegante.
Riding sí recuerda que Pla fue un catalanista que nunca simpatizó del todo con la República y que abandonó las filas del antifranquismo, tan popular siempre en Nueva York, y, específicamente, en The New York Times. Pero que, si bien se acercó al franquismo, nunca dejó de defender un nacionalismo cultural, a pesar de que se pasara la vida viajando. Me parece leer en la reseña de Riding la sugerencia de que si Pla viviera hoy, sería partidario de la nación cultural catalana, pero no de su independencia política, lo cual se acomoda mejor a los reflejos políticos de la élite cultural de Nueva York.

martes, 22 de abril de 2014

¿Qué es el nacionalismo revolucionario?










A pesar del extraordinario avance de las ciencias sociales y políticas, en círculos intelectuales y académicos cubanos se sigue pensando y escribiendo con categorías obsoletas. Hay quienes persisten en llamar "revolución" lo que sucede en Cuba o en identificar ese concepto con otros, como "castrismo", "comunismo", "socialismo" o "totalitarismo", que significan cosas  distintas y que, en todo caso, describirían aspectos específicos de una sociedad en cambio. Hay también quienes proponen borrar unas u otras palabras del lenguaje, en una suerte de hipercorrección política, que empaña el debate y genera peligrosas interdicciones.
En los últimos meses, los editores de la revista Espacio Laical han publicado tres editoriales sobre la "oposición leal", la "sociedad civil" y el “nacionalismo revolucionario”, que han provocado reacciones críticas de académicos e intelectuales fuera de la isla. En el más reciente de esos textos, “Nacionalismo y lealtad: un desafío civilizatorio”, Roberto Veiga y Lenier González establecen que la lealtad última en la vida pública cubana, que marcaría los límites de legitimidad para la oposición y toda la sociedad civil, es al "nacionalismo revolucionario".
Veiga y González entienden el nacionalismo revolucionario como tradición histórica constitutiva de la nacionalidad y, por tanto, como ideología vigente. Admiten que el nacionalismo revolucionario es un relato del  pasado incorporado al discurso del poder y no ignoran que este último forma parte de una institucionalidad “socialista” específica. Pero piensan que todos los relatos del pasado son construcciones ideológicas, lo cual es cierto, siempre y cuando se entienda la asimetría que implica proponer un relato del pasado desde el Estado o desde la sociedad civil, desde la Constitución y las leyes de un país o desde la opinión pública, la academia o, incluso, una revista del laicado católico.
Tengo serias dudas de que el nacionalismo revolucionario sea, hoy, una ideología vigente y de consenso entre los cubanos. Y si lo fuera, seguramente sería una versión muy distinta al nacionalismo revolucionario entendido como tradición histórica. Aun cuando coincidimos en que hubo, en efecto, una tradición de nacionalismo revolucionario en Cuba, como en casi todos los países latinoamericanos, entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, tendríamos que preguntarnos seriamente si esa es la única tradición ideológica cubana y si determina o hegemoniza lo nacional, al punto de convertir su lealtad en premisa de una futura democracia.
Obviemos, por ahora, la evidencia de que hubo nacionalismos no “revolucionarios” –reformistas, autonomistas, republicanos, constitucionalistas, cívicos, pacíficos, católicos, liberales, conservadores, socialdemócratas…, como se les quiera llamar- en el pasado de Cuba y aceptemos que la tradición histórica del nacionalismo revolucionario fue un conjunto de prácticas y discursos destinados a la conquista de la soberanía nacional y el cambio radical del país, con métodos insurreccionales. Sus orígenes se remontan a las primeras conspiraciones separatistas y anexionistas en el siglo XIX. Durante toda la primera mitad del siglo XX, especialmente entre los años 20 y 50, el nacionalismo revolucionario tuvo un rebrote ligado a la lucha violenta contra regímenes autoritarios, como los de Machado y Batista, y llegó a su clímax con el triunfo de la Revolución en enero de 1959.
         El nuevo Estado construido por esa Revolución, a la vez que produjo el relato histórico sobre el “nacionalismo revolucionario” como ideología constitutiva de la nación y lo incorporó a sus aparatos culturales y educativos, alteró notablemente los valores y prácticas del nacionalismo o el patriotismo en Cuba. A partir de 1959, la ciudadanía no fue educada para conquistar la soberanía por vías revolucionarias sino para defenderla de amenazas externas. No es lo mismo defender un país que derrocar un gobierno por las armas para producir un cambio radical de régimen político como el que produjo el tránsito socialista. Con la soberanía sucedió como con el racismo: se decretó que ya estaba resuelta.
        Es por eso que la cultura política producida en el último medio siglo, en la isla, es tan distinta a la de la tradición del nacionalismo revolucionario, que marcó a la generación que protagonizó el 1º de enero. De hecho, donde habría que encontrar elementos de nacionalismo revolucionario, al menos entre los años 60 y 80, no es en la isla sino en el exilio, específicamente en Miami, donde se concentró una población formada en las mismas tradiciones de los líderes de la Revolución, que buscó el derrocamiento de un gobierno que consideraba ilegítimo y aliado, por treinta años, a una potencia extranjera: la Unión Soviética. ¿No era ese, también, un nacionalismo revolucionario?
      El término “nacionalismo revolucionario”, en tanto síntesis de valores, tradiciones y prácticas que cifran “lo cubano” y que deciden una “lealtad” de todos los posibles actores de una democracia futura, es, a mi juicio, equivocado. Puedo entender que exista una lealtad a la soberanía nacional, consagrada en las leyes y en la constitución, como en cualquier democracia del planeta, pero no a una tradición ideológica del pasado o, incluso, a alguna ideología del presente, porque no hay ideología que defina lo nacional. La nación es una comunidad de ciudadanos, heterogénea en todos los sentidos, incluido el ideológico.
         Por supuesto que es anómalo y perjudicial –para los propios opositores, para empezar- que exista una oposición financiada y promovida por un gobierno extranjero. Eso no es nuevo, como sabemos, en la historia del país, pero a estas alturas tiene que ver más con la falta de garantías para una oposición legítima en Cuba que con alguna vigencia del anexionismo. La manera definitiva de terminar con esa anomalía no es una nueva división de los cubanos en “leales” y “desleales” al nacionalismo revolucionario sino una reforma constitucional y política que genere las condiciones para el ejercicio libre de una oposición despenalizada. Eso fue lo que propuso el proyecto del Laboratorio Casa Cuba, que impulsó, entre otras asociaciones académicas y civiles de la isla, Espacio Laical hace un año. Me temo que los últimos editoriales de Veiga y González van en sentido contrario al espíritu de aquella iniciativa de reforma.