Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 18 de septiembre de 2010

Piglia y las posibilidades de un género

La última novela de Ricardo Piglia, Blanco nocturno (Anagrama, 2010), es una ficción virtuosa que explora de manera sorprendente las posibilidades de la novela iberoamericana –o de la novela en general- a principios de este siglo. Quien dude de la capacidad de la novela para dotar de sentido la realidad y la historia que lea este libro de Piglia. Quien haga resistencia al principio de que es la novela el género por excelencia de la modernidad literaria que lea Blanco nocturno.
El título mestizo propuesto por Piglia alude a los infrarrojos con que los marines británicos detectaban, en la noche, a sus rivales argentinos durante la guerra de las Malvinas. En la pampa, con esos mismos infrarrojos, los cazadores fulminan a una liebre en medio de la noche. Los personajes de Piglia (el puertorriqueño Tony Durán, admirador de Albizu Campos, que emigra por segunda vez de New Jersey a la provincia de Buenos Aires, las hermanas Eva y Sofía, el maravilloso Luca Belladona, el comisario Croce y el investigador Emilio Renzi, alter ego de Piglia que en Respiración artificial seguía los pasos del espía del dictador Juan Manuel de Rosas) son como blancos nocturnos, sujetos iluminados en la oscuridad.
La investigación del asesinato de Tony Durán en un pueblo de la provincia de Buenos Aires permite a Piglia moverse entre varios registros literarios. Las notas de Renzi que inserta al pie de la novela nos desplazan a todo tipo de escenarios y tradiciones literarias, desde el género gauchesco hasta la novela negra, pasando por las cavilaciones teológicas de Luca Belladona, la historia social y política de Argentina de mediados del siglo XX y las entrañables glosas de Dickens, Melville, Kafka o Jung, que son el sello de Piglia y, también, de Renzi, su personaje con vida propia.
La novela sucede, como decíamos, en la provincia de Buenos Aires, en el año 1971, y Piglia aprovecha con talento aquella coyuntura de Argentina y el mundo. Varios personajes viven a la espera de Juan Domingo Perón, por entonces exiliado en España, y la polarización política y violenta que viven los argentinos, entre corrientes peronistas de izquierda, centro o derecha como los grupos armados de los Montoneros, las FAR, las FAP, las FAL, el ENR y la CGT, es un nebuloso telón de fondo. Cuando Perón regresó, en junio de 1973, fue que se produjo el absurdo enfrentamiento entre aquellos grupos y la CGT, por el palco de honor de recibimiento del líder, conocido como la matanza de Ezeiza.
Pero el contexto es apenas un escenario evanescente en la novela de Piglia. Más importantes son las lecturas que Luca Belladona hace de El hombre y sus símbolos de Carl Gustav Jung y la adaptación de la idea del “proceso de individuación” al balance de su propia vida o las notas del “informe de Shultz”, donde lo mismo encontramos una cita de Demócrito que una teorización sobre el tránsito del capitalismo industrial al capitalismo financiero. El sutil ocultamiento de la Historia -con mayúscula- es parte de una destreza narrativa que nunca se exhibe en demasía, que sabe insinuarse con rigor.
Es esta densidad intelectual la que descoloca las novelas de Piglia dentro de la tradición de la novela negra iberoamericana. No pocos profesionales del género han intentado atraer la obra de Piglia a ese canon, pero con cada novela, el autor de Plata quemada y La ciudad ausente demuestra que su narrativa desborda los límites de la literatura policíaca. No basta, como han hecho algunos críticos, con colocar a Piglia más en la tradición de Chesterton que en la de Conan Doyle. Es preciso leer a Piglia como un narrador fuera de género o, simplemente, como uno de los grandes cultivadores del género novelesco en América Latina.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Independencia y diversidad en México

La historiografía de la independencia de México ha acumulado algunos títulos referenciales desde mediados del siglo XX. Autores como Enrique Florescano, David Brading, Brian Hamnett, Francois Xavier Guerra o Eric Van Young, por mencionar sólo cinco, son ineludibles a la hora de dibujar el mapa de los estudios sobre el cambio social, económico y político generado por la fragmentación del imperio borbónico y la lucha de los novohispanos por su autonomía y su independencia. Entre los títulos que conforman ese nuevo linaje historiográfico, que transformó la visión contemporánea sobre aquel proceso, ocupa un lugar central El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953) de Luis Villoro.
El libro de Villoro proviene de una genealogía intelectual reconocible: la de la historia de las ideas impulsada por José Gaos, en los años 40, desde El Colegio de México y la UNAM. Dedicado a Leopoldo Zea, otro discípulo de Gaos que había publicado poco antes El positivismo en México (1945), el libro de Villoro, que en su primera edición se tituló La Revolución de Independencia, compartía con varias obras de aquella generación de discípulos de Gaos un moderado desplazamiento del campo referencial del maestro asturiano (Hegel, Heidegger, Husserl, Ortega) hacia el marxismo, el existencialismo, el psicoanálisis y otras corrientes de las ciencias sociales del medio siglo pasado.
La introducción de conceptos como “clase dominante” o “grupo hegemónico”, con las que Villoro complejizó, en la segunda edición, nociones como “clase europea” o “clase euro-criolla”, utilizadas en la primera, es ilustrativa de ese desplazamiento teórico e ideológico. Como ha advertido el joven historiador Alfredo Ávila, no es, precisamente, ese enfoque de clases, cuestionado por la historiografía reciente, el aporte más perdurable del libro de Villoro, ni la virtud que, luego de medio siglo, hace de El proceso ideológico una obra perfectamente ubicada en el catálogo de la historia intelectual contemporánea.
Si hubiera que definir esa virtud, en pocas palabras y descontando la fina erudición o la transparente prosa de Villoro, diríamos que consistió en pensar la revolución como un proceso paradójico. “Pocas revoluciones presentan, a primera vista, las paradojas que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia”, era la frase inicial de aquel libro. Pero no habría que tomarse al pie de la letra la intención, declarada por Villoro más delante, de “disipar” las paradojas de la Revolución. Como toda experiencia de cambio, la separación de la monarquía católica no estuvo desprovista de vaivenes y oscilaciones, avances y retrocesos.
Frente a quienes imaginaron la independencia como un evento unilateral y teleológico, como epifenómeno novohispano de la Revolución Francesa o como contrarrevolución antiliberal que, por el rechazo de Fernando VII a aceptar el trono del Imperio de la América Septentrional, desemboca, en 1821, en una ruptura con España, Villoro opuso una mirada plural a las ideas enfrentadas en aquella década convulsa. La lucha pacífica o violenta por la autonomía o la independencia de los novohispanos, desde 1808, decía, estuvo marcada por actitudes contradictorias como la “marcha hacia el origen” o el “salto a la libertad”, el “instantaneísmo” y la “anarquía”, el “preterismo” o el “futurismo”.
Villoro fue uno de los primeros en documentar el peso de corrientes doctrinales como la neoescolástica española (Suárez, Vitoria…), el derecho natural y de gentes de los Países Bajos (Grocio, Pufendorf…) o la Ilustración italiana (Filangieri, Beccaria…) en el pensamiento de los autonomistas e independentistas novohispanos. Hasta entonces, buena parte de la historia de las ideas mexicana y latinoamericana intentaba explicar la introducción del gobierno representativo como consecuencia exclusiva de la difusión de la Ilustración y el jusnaturalismo británico y francés (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau…), entendidos como únicas vías de acceso al liberalismo decimonónico.
Esta pluralización de las fuentes intelectuales del proceso político de la autonomía y la independencia novohispanas, entre los proyectos del Ayuntamiento y la Audiencia de la ciudad de México, en 1808, hasta los Tratados de Córdoba y el Plan de Iguala, en 1821, pasando, naturalmente, por la Constitución de Cádiz, las campañas de Hidalgo y Morelos y la Constitución de Apatzingán, le permitió a Villoro entender aquella década como un laboratorio de ideas. No hubo una sino varias maneras de concebir la soberanía del reino novohispano, las cuales se enfrentaron por medio de las ideas o de las armas, de viejos y nuevos modelos constitucionales.
Cuando Villoro entregó su manuscrito a la imprenta, en noviembre de 1951, la historia de las ideas era muy diferente a la historia intelectual de nuestros días. Entonces los historiadores le daban menos importancia a las instituciones y a los sujetos que encarnaban las ideas, pero, a la vez, se detenían más en la reconstrucción del repertorio ideológico de los actores del pasado. Villoro fue capaz de dibujar el mapa plural de las ideologías enfrentadas en aquel conflicto, sin ocultar, tras los significantes doctrinales, el rostro de los protagonistas de la guerra. Es por ello que su libro sigue leyéndose y estudiándose, hoy, como un clásico contemporáneo.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Castelar, Lorca y el anarquismo argentino



Federico García Lorca llegó a Buenos Aires en octubre de 1933 y se alojó en el hotel Castelar, donde permaneció hasta marzo de 1934. Ubicado en la Avenida de Mayo, en el tramo que media entre la gigante 9 de Julio y el Capitolio del Congreso, el hotel aún conserva la misma fachada modernista, la misma puerta giratoria y el lobby de mármoles y espejos, con herrería dorada, que vio Lorca y que vieron a Lorca.
Desde ese punto de la ciudad, debió resultarle fácil a Lorca desplazarse al café Tortoni, en la misma Avenida de Mayo pero del otro lado de la 9 de Julio, en dirección a la Casa Rosada, o a los cafés y bares cercanos, como los 36 Billares o Las Violetas ¿Qué pensó Lorca de aquel Buenos Aires turbulento y encantador? ¡El Buenos Aires de Gardel, Perón y Borges!
No hay que recurrir a algunos testimonios a la mano para imaginar la fascinación que sintió por la literatura y la música argentinas. Fascinación, tal vez, proporcional a la inquietud que debió sentir ante una política crecientemente militarizada y populista que, en 1930, tres años antes de su llegada, con el golpe de Estado de Uriburo contra el presidente Yrigoyen, había comenzado un largo ciclo autoritario que no terminaría hasta 1983.
Qué pensó Lorca de Buenos Aires, en aquel medio año que vivió en la ciudad, es pregunta tan deliciosa como qué pensó de Emilio Castelar (1832-1899), el viejo escritor, orador y político, andaluz como él, que daba nombre al hotel donde se hospedó. Nada más ajeno a los versos vivísimos de Lorca que la prosa cansina y la oratoria empalagosa de Castelar. Sólo en un punto, la defensa de la primera República española, el legado de Castelar hacía un guiño a Lorca, quien debió reparar en la popularidad que aún conservaba el viejo letrado gaditano en ciudades americanas como La Habana o Buenos Aires.
El azar ha hecho que a unos pasos del hotel Castelar, en la misma Avenida de Mayo, se ubique hoy la editorial Terramar, donde han sido editados, con fino gusto, los clásicos del pensamiento anarquista y libertario (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Mintz) y donde publican varios pensadores argentinos inscritos en esa misma tradición, como Anatol Gorelik, ácrata ucraniano exiliado en Buenos Aires en la primera mitad del siglo XX, Osvaldo Baigorria o Christian Ferrer.
Estos edificios vecinos, el hotel Castelar y la editorial Terramar, hacen pensar, una vez más, que Buenos Aires recibió lo mejor y lo peor de Europa. Aquí se admiró a Castelar y a Lorca, aquí encontraron refugio los anarquistas perseguidos, pero aquí se admiró también a Hitler y a Mussolini y, durante décadas, dictaduras militares y gobiernos populistas se enseñorearon de esta maravillosa ciudad.

martes, 7 de septiembre de 2010

Croniquilla cordobesa

En la Feria del Libro de Córdoba, Argentina, las carpas repletas de libros se levantan en las cuatro aceras de la Plaza San Martín. Los cordobeses compran, venden y hasta leen libros, de pie, entre una mesa y la otra, editados por más de cincuenta impresoras locales. No hay banca de la plaza sin lector en estos días.
El monumento a San Martín, en medio de la plaza, mira hacia la catedral y el cabildo. Aunque el tono arquitectónico es neoclásico, los aires del barroco americano también se respiran aquí. A unas cuadras de la plaza está la blanca y pedregosa manzana jesuítica, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, construida por la Compañía de Jesús en el siglo XVII.
El pedestal del monumento a San Martín está grabado con relieves de bronce, donde se escenifican cuatro episodios de la independencia de las antiguas provincias del virreinato del Río de la Plata: la batalla de San Lorenzo (1813), la “conferencia de Córdoba” (1816) entre San Martín y Pueyrredón, el paso de Los Andes (1817) y el “abrazo de Maipú” entre San Martín y O´Higgins, que consumó la independencia de Chile.
En 1950, cuando se cumplió el centenario de la muerte del Libertador, en el exilio francés, el gobierno peronista y el magisterio provincial fijó tarjas en el pedestal donde se leen frases como “San Martín, esta es la Argentina que tú soñaste”. Otro sueño realizado, a costa de la vigilia de los próceres latinoamericanos.
Cuando oscurece, las carpas de libros cierran y los cordobeses se desplazan hacia una de las alas de la plaza, bajo las patas delanteras del caballo de San Martín y de espaldas a la catedral y el cabildo. A las once de la noche, aunque el frío quema, comienza el tango y la milonga.
Bailan todos -los ancianos, los señores y también los jóvenes tatuados, con pelos largos y pintados de cualquier color- como si la tradición no fuera tradición, como si bailar un tango o una milonga fuera tan natural como tomarse un helado o leer una novela en el banco de la plaza.

lunes, 30 de agosto de 2010

Marx y el crimen

A propósito del terrible aumento de la violencia en algunos países de América Latina, como Venezuela y Brasil, y del imparable avance del narcoterrorismo en Colombia y México, he recordado un ensayito de Carlos Marx, editado e ilustrado, hace algunos años, por el pintor cubano Ramón Alejandro en su editorial Delateur (Colección Mañunga). Se trata del “Elogio del crimen” de Marx, incluido en “La teoría de la plusvalía” del IV tomo de El Capital.
El enfoque marxista puede resultar cínico u ofensivo, sobre todo, a los cientos de miles de víctimas de la violencia latinoamericana, pero no habría que olvidar que Marx, además de un crítico del capitalismo, fue un narrador de su realidad. Un narrador, como se palpa en estos tres pasajes, romántico, es decir, atento siempre al drama de la modernidad. El criminal, según Marx, era un sujeto estimulante del desarrollo de las fuerzas productivas y, a la vez, un héroe transgresor del orden legal burgués.


“El criminal no sólo produce crímenes; es él quien da origen al derecho penal y al profesor de derecho penal. Produce, por tanto, el inevitable tratado en el cual el profesor compendia sus clases para situarlas en el mercado como mercancía, dando como resultado un aumento de la riqueza nacional, sin hablar de la satisfacción personal que según el profesor Roscher, testigo competente, el manuscrito de ese trabajo proporciona a su autor.

Más aún: el criminal genera todo el aparato policíaco y judicial: gendarmes, jueces, verdugos, jurados, etc… y otros múltiples oficios que constituyen otras tantas categorías de división social del trabajo, que estimulan diversas facultades del espíritu humano y crean simultáneamente nuevos deseos y nuevos medios de satisfacerlos. La tortura, por sí sola, ha engendrado ingeniosísimos inventos mecánicos cuya producción da empleo a un sinnúmero de honestos artífices.

El criminal engendra una sensación que forma parte de lo moral y de lo trágico, y por lo tanto ofrece un servicio al agitar los sentimientos éticos y estéticos del público. No sólo produce tratados de derecho penal, códigos penales, y a sus correspondientes legisladores, sino también arte, literatura, hasta tragedias, de lo que dan fe no sólo La culpa de Müllner y Los bandidos de Schiller sino también Edipo y Ricardo III. El criminal rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa, salvándola del estancamiento y provocando esa constante tensión, ese desasosiego sin los cuales el mismo aguijón de la competencia se mellaría”.

El joven Rossi en la librería de Poblet

En el número de agosto de Letras Libres apareció un dossier de homenaje a Alejandro Rossi, en el que fue incluido este breve texto mío. La nota sobre Arturo Barea de Antonio Muñoz Molina en el último Babelia y un viaje próximo a Buenos Aires, en el que visitaré, una vez más, la vieja librería de Poblet, en busca del fantasma del joven Rossi, me han hecho reproducirlo aquí.










EL JOVEN ROSSI EN LA LIBRERÍA DE POBLET

Rafael Rojas

Quisiera aproximarme a la prosa de ideas que distinguió a Alejandro Rossi por medio de la interpretación de un gesto. El gesto que inicia con Manual del distraído, en 1978, y que supone el desplazamiento o, al menos, la alternancia entre una escritura filosófica profesional, plasmada diez años atrás, en Lenguaje y significado (1968) -obra marcada por las enseñanzas de José Gaos, en la UNAM de mediados de siglo, y por el estudio de la fenomenología de Edmund Husserl, la metafísica del lenguaje de Ludwig Wittgenstein y la gran escuela británica de filosofía analítica de Bertrand Russell, John Langshow Austin y Gilbert Ryle- y una escritura más propiamente ensayística.

Entre el Rossi de Lenguaje y significado y el Rossi de Manual del distraído habría, tal vez, un eslabón perdido, cuya reconstrucción demandaría una visita a los primeros años de la revista Crítica, de filosofía hispanoamericana, que fundó con Fernando Salmerón y Luis Villoro, y, sobre todo, una vuelta a los años de Plural y a la amistad de Octavio Paz, en la primera mitad de los 70 ¿Cuánto debió aquella mutación entre uno y otro Rossi a la cercanía de Paz, cuya crítica visión de la escritura académica y profesoral era inocultable?

Creo encontrar algunas claves del salto al ensayo, a la prosa de ideas, en una de las más deslumbrantes actualizaciones del legado de Michel de Montaigne que conoce la literatura hispanoamericana contemporánea: el Manual del distraído. Rossi, como buen habitante del castillo de Saint-Michel, colocó su persona, sus gustos y aprensiones, sus evocaciones y atisbos en la superficie más visible de los textos. En una de esas sutiles remembranzas, la titulada “Sorpresas”, recordaba sus visitas a la Librería de Poblet en el Buenos Aires de los años 50.

La librería de Poblet es la famosa “Clásica y Moderna”, ubicada en Callao 892, que fundara en 1938 Emilio Poblet Díez, un emigrante madrileño que se estableció en Buenos Aires a principios del siglo XX. Su hijo Francisco fue quien se ocupó de la librería a partir 1938 y quien le otorgó un fuerte perfil hispánico a la misma, reforzado por la llegada de una parte del exilio republicano a Argentina. Cuando Rossi recordaba sus visitas a la librería de Poblet los autores que le venían a la mente eran Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Arturo Barea –cuya novela, La forja de un rebelde, leyó de pie, en la misma librería- José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y, sobre todo, Pío Baroja.

La novela de Barea bastaría para ponderar el peso de la Segunda República española y de su exilio americano en la formación literaria y política del joven Rossi. En esa experiencia, similar a la de su amigo Octavio Paz, habría que colocar las simpatías de Rossi por una izquierda secularizada, lo suficientemente liberal como para defender, en el México de los 70, a Alexander Solzhenitsyn y a Salvador Allende, sin dejar de criticar frontalmente el totalitarismo comunista ni aceptar las “domas del símbolo” y las “guías de hipócritas”, producidas por los patriarcas de la “revolución latinoamericana”. La “integración del símbolo –escribió como si pensara en el ícono guevarista- a la moda política crea condiciones para convertir la historia en mitología”.

No es difícil visualizar al joven bachiller, que ha peregrinado de Florencia a Caracas y de Caracas al Río de la Plata, comprando novelas de Pío Baroja en aquella librería porteña. Menos fácil es descifrar qué novelas leyó Rossi, entre las nueve trilogías, dos tetralogías o casi cuarenta libros de ficción de Baroja, ya que en sus ensayos no refiere las mismas. Pero supongamos que leyó Camino de perfección (1901), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). El muestrario sería suficiente para que Rossi constatara el juicio de José Ortega y Gasset sobre Baroja, que también leyó en las páginas de El Espectador, durante aquella estancia en Buenos Aires.

Ortega fue implacable con Baroja. Las muchas novelas del escritor vasco le parecían “libros sin cámara, sin interior, donde no encontramos más que poros”. En ellas había tal exceso de personajes que era imposible conocer la identidad de los mismos. Esa ausencia de figuras o caracteres demostraba, según Ortega, un “desprecio de indio nuevo hacia la vieja excelencia literaria” española, que sólo era abandonada cuando Baroja se decidía a retratar “vagabundos” o “criaturas errabundas y dóciles” o dar rienda suelta a su “doctrina del improperio”. El juicio orteguiano sonaba a juicio final: “Baroja ha escrito veintiséis o veintiocho volúmenes que se abren como otros tantos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es insuficiente”.

Tan curioso es que Ortega juzgara a Baroja con esa severidad en plan de amigos –en uno de los textos de El Espectador recordaba excursiones de ambos a la Sierra de Gata y retrataba a Baroja como un perseguidor del espectro del conspirador vasco Eugenio de Aviraneta- como que Baroja tratara de defenderse de las críticas de Ortega teorizando que sus novelas tenían muchos personajes porque eran “permeables”. Lo decisivo en la crítica de Ortega no era el rechazo de la prosa de Baroja sino la defensa de su espíritu: aquella escritura epidérmica, con faltas de sintaxis, era la emanación de un temperamento nihilista y escéptico que, con inusitada honestidad, se rebelaba contra las hipocresías y fanfarronadas de este mundo.

Para el joven Rossi debió haber sido reveladora aquella observación de Ortega: el estilo de una prosa no siempre se correspondía con el estilo del pensamiento de su autor. El estilo del pensamiento de Baroja, descreído y refinado, era afín al del joven Rossi, lector de Montaigne. La prosa que debía reflejar ese temperamento estaba más cerca del propio Ortega o, incluso, de Jorge Luis Borges, a quien Rossi leerá, también en Buenos Aires, en la colección completa de Sur, que le vendió Poblet. Es en este dar con una prosa, de elegirla y moldearla a su espíritu, donde se encuentra el sentido profundo del gesto de Rossi.

Ese ademán, el de acompañar la escritura académica de la filosofía de una prosa personal, se verifica, como decíamos, a principios de los 70, con los textos que Rossi publica en Plural y que luego integrarán Manual del distraído. Pero sus orígenes tal vez habría que encontrarlos en aquellas visitas a la librería de Poblet, en el Buenos Aires peronista Es entonces que Rossi descubre el misterio de la “página perfecta” de Borges y, a la vez, el desvanecimiento de toda noción de trascendencia del arte literario.

Para leer a Borges, Rossi toma como guía la propia lectura borgiana de Cervantes y Kafka y llega a la conclusión de que así como es ardua la hechura del genio literario, su legado puede decidirse de la manera más vulgar. Escribir la página perfecta, dice Rossi, puede ser un acto de orfebrería –afinar la sintaxis, calificar el verbo, innovar el estilo…- pero el destino del genio no es otro que “formar parte de la normalidad del idioma”. Una vez que se ha producido esa rutinización del genio, cuando Kafka y lo karfkiano, Borges y borgiano, se vuelven naturales, la “pagina perfecta” comienza a ser leída sin asombro.

Una idea más pudo haber adquirido el joven Rossi en sus visitas a la librería de Poblet: la de la literatura como continuación de la filosofía por otros medios. Decíamos que Rossi leyó a José Ortega y Gasset en el Buenos Aires de mediados del siglo. Pero, ¿cómo lo leyó, como ensayista o como filósofo? En un texto de madurez, “Lenguaje y filosofía en Ortega”, incluido en Cartas credenciales (1999), parecía confesar que en su juventud dio crédito a aquel falso dilema: “por fortuna ha pasado ya la época en que nos preguntábamos si José Ortega y Gasset era o no era un filósofo. Una pregunta que hoy se nos antoja ociosa –parasitaria- y teóricamente ingenua”.

Ortega representó para la generación de Rossi una combinación insólita entre un par hispánico de Simmel, Spengler, Scheler, Dilthey, Curtius o, incluso, Heidegger, y un crítico cultural, capaz de manejarse, como el más hábil escritor o periodista, en las páginas de opinión o los suplementos literarios. Pero por la misma razón que la “página perfecta” de Borges se volvió normal en la segunda mitad del siglo XX, la coexistencia en una misma persona del filósofo y el escritor dejó de ser una rareza orteguiana. A pesar de esta certidumbre, Rossi supo admirar a quienes no dieron el salto al ensayo y se mantuvieron leales a la filosofía profesional, como su maestro José Gaos.

El propio Rossi no dejó de ser nunca un profesional de la filosofía, como se lee en su Introducción a José Gaos. Filosofía de la filosofía (1989), pero, de algún modo, el salto al ensayo también fue alentado por las enseñanzas de su maestro. En “Una imagen de Gaos”, una de las prosas de Manual del distraído, Rossi insinuaba que el apego de Gaos a la expresión oral –“bastaba que comenzara a hablar, con aquella voz ligeramente nasal, para que la fatiga dejara lugar al placer de ir formando esas largas frases, al placer de entregarse a la emocionante tarea, mediante una relación claramente sensual con el lenguaje, de analizar, reconstruir y explicar ideas”- era un buen síntoma de los límites que el maestro observaba en la filosofía académicamente escrita. Límites que, según Rossi, Gaos extendía a la propia disciplina filosófica:

"Porque para Gaos la filosofía era la disciplina frustrada por excelencia: pretende hacer ciencia y sólo alcanza la confesión personal. El filósofo, en consecuencia, vendría a ser prototipo del descarriado. Y aquí es donde reside, en mi opinión, el escepticismo que Gaos llevaba en los huesos: la filosofía carece de una tarea específica –dicho descarnadamente- no sirve para nada. En la medida en que constituye un intento fracasado, el interés que representa es de orden cultural o antropológico".

Rossi heredó el escepticismo de su maestro Gaos, pero supo darle salida no sólo por vía oral –“soy hablador, lo admito”, escribió alguna vez- sino a través del ensayo y la narrativa. Los mejores momentos de la buena prosa de Rossi son aquellos en que la destreza del estilista nos deslumbra, mientras la lucidez del filósofo nos persuade. Esa doble seducción puede darse lo mismo cuando expone la “estética de la desesperanza” de Gabriel García Márquez, cuando encara a los detractores de Solzhenitsyn, que justificaban el cautiverio del disidente ruso con el extraño argumento de que “no era tan buen escritor”, o cuando define el optimismo de la izquierda como una “comedia pedagógica”. El lector de Rossi es ese privilegiado o ese virtuoso que sabe sentir dos placeres: el del estilo y el de la idea.

domingo, 29 de agosto de 2010

Las huellas de Hermes


Sexto Piso, editorial de jóvenes archiveros que nos recuerdan siempre aquello de que las mejores ideas ya fueron pensadas, acaba de publicar el segundo de los cuatro volúmenes de Imágenes primigenias de la religión griega del filólogo y mitólogo húngaro Karl Kerényi (1897-1973). Károly, como era su nombre en lengua natal, fue uno de esos clasicistas de la fecunda generación intelectual que, entre los años 20 y 30, se propuso, bajo la inspiración de Carl Gustav Jung, entrelazar el psicoanálisis y la antropología, la historia y la hermenéutica.
Kerényi, quien se exilió en Suiza en los años de la expansión estalinista sobre Europa del Este, dedicó su vida a estudiar los mitos griegos. Discípulo de Walter F. Otto y amigo y seguidor de Jung, descifró los misterios de Eleusis, tradujo los símbolos agrarios de Deméter y reconstruyó el matrimonio de su hija, Perséfone, con Hades en el Inframundo. La gran obra de Kerényi, aquella que lo introdujo en el Círculo de Eranos, donde los clasicistas del medio siglo pasado alternaban la hermenéutica y el psicoanálisis de los símbolos griegos, fue la tetralogía Imágenes primigenias de la religión griega.
El primero de aquellos volúmenes, El médico divino, un estudio sobre Asclepio, el dios de la medicina, hijo de Apolo y discípulo de Quirón, ya fue rescatado por Sexto Piso. Ahora aparece Hermes, el conductor de almas, al que seguirán los Misterios de Cabiros y el Prometeo. Por mucho que la mitología, leída en Homero o en Hesíodo, parece haberse incorporado a la cultura general del hombre cristiano moderno, los libros de Kerényi tienen la virtud de descubrirnos aspectos elusivos o poco advertidos de aquellos dioses del mundo pagano.
El Hermes que Kerényi lee en la Ilíada, la Odisea o los Himnos, por ejemplo, no sólo es el dios del ingenio y la astucia o el protector de viajeros, ladrones, atletas, pastores, científicos, oradores, comerciantes, ingenieros y políticos. Hermes, como agrimensor del Olimpo, quien traza fronteras y desbroza caminos, es también el guía del inframundo, el que abre las puertas del infierno a los hombres y devela, ante sus ojos, los misterios de la muerte. Las huellas de Hermes, seguidas por Kerényi, conducen a un lugar sombrío, donde tiene lugar el diálogo entre los vivos y los muertos.