Libros del crepúsculo

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lunes, 30 de agosto de 2010

El joven Rossi en la librería de Poblet

En el número de agosto de Letras Libres apareció un dossier de homenaje a Alejandro Rossi, en el que fue incluido este breve texto mío. La nota sobre Arturo Barea de Antonio Muñoz Molina en el último Babelia y un viaje próximo a Buenos Aires, en el que visitaré, una vez más, la vieja librería de Poblet, en busca del fantasma del joven Rossi, me han hecho reproducirlo aquí.










EL JOVEN ROSSI EN LA LIBRERÍA DE POBLET

Rafael Rojas

Quisiera aproximarme a la prosa de ideas que distinguió a Alejandro Rossi por medio de la interpretación de un gesto. El gesto que inicia con Manual del distraído, en 1978, y que supone el desplazamiento o, al menos, la alternancia entre una escritura filosófica profesional, plasmada diez años atrás, en Lenguaje y significado (1968) -obra marcada por las enseñanzas de José Gaos, en la UNAM de mediados de siglo, y por el estudio de la fenomenología de Edmund Husserl, la metafísica del lenguaje de Ludwig Wittgenstein y la gran escuela británica de filosofía analítica de Bertrand Russell, John Langshow Austin y Gilbert Ryle- y una escritura más propiamente ensayística.

Entre el Rossi de Lenguaje y significado y el Rossi de Manual del distraído habría, tal vez, un eslabón perdido, cuya reconstrucción demandaría una visita a los primeros años de la revista Crítica, de filosofía hispanoamericana, que fundó con Fernando Salmerón y Luis Villoro, y, sobre todo, una vuelta a los años de Plural y a la amistad de Octavio Paz, en la primera mitad de los 70 ¿Cuánto debió aquella mutación entre uno y otro Rossi a la cercanía de Paz, cuya crítica visión de la escritura académica y profesoral era inocultable?

Creo encontrar algunas claves del salto al ensayo, a la prosa de ideas, en una de las más deslumbrantes actualizaciones del legado de Michel de Montaigne que conoce la literatura hispanoamericana contemporánea: el Manual del distraído. Rossi, como buen habitante del castillo de Saint-Michel, colocó su persona, sus gustos y aprensiones, sus evocaciones y atisbos en la superficie más visible de los textos. En una de esas sutiles remembranzas, la titulada “Sorpresas”, recordaba sus visitas a la Librería de Poblet en el Buenos Aires de los años 50.

La librería de Poblet es la famosa “Clásica y Moderna”, ubicada en Callao 892, que fundara en 1938 Emilio Poblet Díez, un emigrante madrileño que se estableció en Buenos Aires a principios del siglo XX. Su hijo Francisco fue quien se ocupó de la librería a partir 1938 y quien le otorgó un fuerte perfil hispánico a la misma, reforzado por la llegada de una parte del exilio republicano a Argentina. Cuando Rossi recordaba sus visitas a la librería de Poblet los autores que le venían a la mente eran Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Arturo Barea –cuya novela, La forja de un rebelde, leyó de pie, en la misma librería- José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y, sobre todo, Pío Baroja.

La novela de Barea bastaría para ponderar el peso de la Segunda República española y de su exilio americano en la formación literaria y política del joven Rossi. En esa experiencia, similar a la de su amigo Octavio Paz, habría que colocar las simpatías de Rossi por una izquierda secularizada, lo suficientemente liberal como para defender, en el México de los 70, a Alexander Solzhenitsyn y a Salvador Allende, sin dejar de criticar frontalmente el totalitarismo comunista ni aceptar las “domas del símbolo” y las “guías de hipócritas”, producidas por los patriarcas de la “revolución latinoamericana”. La “integración del símbolo –escribió como si pensara en el ícono guevarista- a la moda política crea condiciones para convertir la historia en mitología”.

No es difícil visualizar al joven bachiller, que ha peregrinado de Florencia a Caracas y de Caracas al Río de la Plata, comprando novelas de Pío Baroja en aquella librería porteña. Menos fácil es descifrar qué novelas leyó Rossi, entre las nueve trilogías, dos tetralogías o casi cuarenta libros de ficción de Baroja, ya que en sus ensayos no refiere las mismas. Pero supongamos que leyó Camino de perfección (1901), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). El muestrario sería suficiente para que Rossi constatara el juicio de José Ortega y Gasset sobre Baroja, que también leyó en las páginas de El Espectador, durante aquella estancia en Buenos Aires.

Ortega fue implacable con Baroja. Las muchas novelas del escritor vasco le parecían “libros sin cámara, sin interior, donde no encontramos más que poros”. En ellas había tal exceso de personajes que era imposible conocer la identidad de los mismos. Esa ausencia de figuras o caracteres demostraba, según Ortega, un “desprecio de indio nuevo hacia la vieja excelencia literaria” española, que sólo era abandonada cuando Baroja se decidía a retratar “vagabundos” o “criaturas errabundas y dóciles” o dar rienda suelta a su “doctrina del improperio”. El juicio orteguiano sonaba a juicio final: “Baroja ha escrito veintiséis o veintiocho volúmenes que se abren como otros tantos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es insuficiente”.

Tan curioso es que Ortega juzgara a Baroja con esa severidad en plan de amigos –en uno de los textos de El Espectador recordaba excursiones de ambos a la Sierra de Gata y retrataba a Baroja como un perseguidor del espectro del conspirador vasco Eugenio de Aviraneta- como que Baroja tratara de defenderse de las críticas de Ortega teorizando que sus novelas tenían muchos personajes porque eran “permeables”. Lo decisivo en la crítica de Ortega no era el rechazo de la prosa de Baroja sino la defensa de su espíritu: aquella escritura epidérmica, con faltas de sintaxis, era la emanación de un temperamento nihilista y escéptico que, con inusitada honestidad, se rebelaba contra las hipocresías y fanfarronadas de este mundo.

Para el joven Rossi debió haber sido reveladora aquella observación de Ortega: el estilo de una prosa no siempre se correspondía con el estilo del pensamiento de su autor. El estilo del pensamiento de Baroja, descreído y refinado, era afín al del joven Rossi, lector de Montaigne. La prosa que debía reflejar ese temperamento estaba más cerca del propio Ortega o, incluso, de Jorge Luis Borges, a quien Rossi leerá, también en Buenos Aires, en la colección completa de Sur, que le vendió Poblet. Es en este dar con una prosa, de elegirla y moldearla a su espíritu, donde se encuentra el sentido profundo del gesto de Rossi.

Ese ademán, el de acompañar la escritura académica de la filosofía de una prosa personal, se verifica, como decíamos, a principios de los 70, con los textos que Rossi publica en Plural y que luego integrarán Manual del distraído. Pero sus orígenes tal vez habría que encontrarlos en aquellas visitas a la librería de Poblet, en el Buenos Aires peronista Es entonces que Rossi descubre el misterio de la “página perfecta” de Borges y, a la vez, el desvanecimiento de toda noción de trascendencia del arte literario.

Para leer a Borges, Rossi toma como guía la propia lectura borgiana de Cervantes y Kafka y llega a la conclusión de que así como es ardua la hechura del genio literario, su legado puede decidirse de la manera más vulgar. Escribir la página perfecta, dice Rossi, puede ser un acto de orfebrería –afinar la sintaxis, calificar el verbo, innovar el estilo…- pero el destino del genio no es otro que “formar parte de la normalidad del idioma”. Una vez que se ha producido esa rutinización del genio, cuando Kafka y lo karfkiano, Borges y borgiano, se vuelven naturales, la “pagina perfecta” comienza a ser leída sin asombro.

Una idea más pudo haber adquirido el joven Rossi en sus visitas a la librería de Poblet: la de la literatura como continuación de la filosofía por otros medios. Decíamos que Rossi leyó a José Ortega y Gasset en el Buenos Aires de mediados del siglo. Pero, ¿cómo lo leyó, como ensayista o como filósofo? En un texto de madurez, “Lenguaje y filosofía en Ortega”, incluido en Cartas credenciales (1999), parecía confesar que en su juventud dio crédito a aquel falso dilema: “por fortuna ha pasado ya la época en que nos preguntábamos si José Ortega y Gasset era o no era un filósofo. Una pregunta que hoy se nos antoja ociosa –parasitaria- y teóricamente ingenua”.

Ortega representó para la generación de Rossi una combinación insólita entre un par hispánico de Simmel, Spengler, Scheler, Dilthey, Curtius o, incluso, Heidegger, y un crítico cultural, capaz de manejarse, como el más hábil escritor o periodista, en las páginas de opinión o los suplementos literarios. Pero por la misma razón que la “página perfecta” de Borges se volvió normal en la segunda mitad del siglo XX, la coexistencia en una misma persona del filósofo y el escritor dejó de ser una rareza orteguiana. A pesar de esta certidumbre, Rossi supo admirar a quienes no dieron el salto al ensayo y se mantuvieron leales a la filosofía profesional, como su maestro José Gaos.

El propio Rossi no dejó de ser nunca un profesional de la filosofía, como se lee en su Introducción a José Gaos. Filosofía de la filosofía (1989), pero, de algún modo, el salto al ensayo también fue alentado por las enseñanzas de su maestro. En “Una imagen de Gaos”, una de las prosas de Manual del distraído, Rossi insinuaba que el apego de Gaos a la expresión oral –“bastaba que comenzara a hablar, con aquella voz ligeramente nasal, para que la fatiga dejara lugar al placer de ir formando esas largas frases, al placer de entregarse a la emocionante tarea, mediante una relación claramente sensual con el lenguaje, de analizar, reconstruir y explicar ideas”- era un buen síntoma de los límites que el maestro observaba en la filosofía académicamente escrita. Límites que, según Rossi, Gaos extendía a la propia disciplina filosófica:

"Porque para Gaos la filosofía era la disciplina frustrada por excelencia: pretende hacer ciencia y sólo alcanza la confesión personal. El filósofo, en consecuencia, vendría a ser prototipo del descarriado. Y aquí es donde reside, en mi opinión, el escepticismo que Gaos llevaba en los huesos: la filosofía carece de una tarea específica –dicho descarnadamente- no sirve para nada. En la medida en que constituye un intento fracasado, el interés que representa es de orden cultural o antropológico".

Rossi heredó el escepticismo de su maestro Gaos, pero supo darle salida no sólo por vía oral –“soy hablador, lo admito”, escribió alguna vez- sino a través del ensayo y la narrativa. Los mejores momentos de la buena prosa de Rossi son aquellos en que la destreza del estilista nos deslumbra, mientras la lucidez del filósofo nos persuade. Esa doble seducción puede darse lo mismo cuando expone la “estética de la desesperanza” de Gabriel García Márquez, cuando encara a los detractores de Solzhenitsyn, que justificaban el cautiverio del disidente ruso con el extraño argumento de que “no era tan buen escritor”, o cuando define el optimismo de la izquierda como una “comedia pedagógica”. El lector de Rossi es ese privilegiado o ese virtuoso que sabe sentir dos placeres: el del estilo y el de la idea.

2 comentarios:

  1. No hay dudas que Rafael Rojas es uno de los intelectuales mas prominentes que tenemos los cubanos hoy dia.
    Excelente ensayista e historiador. Escritor de primera.

    Saludos, Jacobo

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  2. Debiera darte pena publicar el comentario de "Jacobo". Pero, dada tu soberbia y arrogancia, es como pedirle peras al olmo. Haces el ridículo, engreído de pacotilla. Sobre todo porque tienes moderación de comentarios. Siempre supe que eras un farsante.
    Saludos, el otro Jacobo.

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