Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 19 de mayo de 2019

Chaplin y Benjamin


En Materiales para un autorretrato (2017), antología de textos inéditos de Walter Benjamin, que compiló Marcelo G. Burello en el Fondo de Cultura Económica, se inserta un curioso escrito titulado “La menospreciada virilidad de Hitler”. Benjamin escribió aquel apunte en 1934, es decir, antes de que Chaplin dirigiera su película El gran dictador (1940). El texto es, por tanto, un vislumbre de la contraposición entre Chaplin y Hitler.
         Decía Benjamin que al comparar a Hitler con la imagen del lumpen o el vagabundo, representada por Chaplin, se podía captar con mayor fidelidad la “sordidez” del dictador. Mientras que los gritos de Hitler amedrentaban al pueblo, la risa de Chaplin, según Benjamin, provocaba una “distensión de las masas”. Por ser su perfecta negación, “Chaplin podía hacer del Führer de la cabeza a los pies”.
         En Chaplin la “docilidad” estaba a la vista de todos. De ahí que lo cómico de sus acciones develara la afectada solemnidad de Hitler. Chaplin exponía la ridiculez del militarismo hitleriano: “se ha vuelto el cómico más grande porque se ha adueñado del más hondo horror de los contemporáneos”. Su bastoncito es la escalera “por donde trepa el parásito” y su bombín, “que no tiene lugar fijo en la cabeza, revela que el dominio de la burguesía se tambalea”.
         No era la primera vez –ni la última- que Benjamin escribiría sobre Chaplin. En 1928 había comentado El Circo, haciendo eco de la lectura de aquella película del poeta surrealista Philippe Soupault. Benjamin y Soupault pensaban que en el cine de Chaplin se producía una genuina “resonancia de pueblo a pueblo”, por la cual el público pobre se identificaba radicalmente con Charlot. Esa identificación era el reverso de las masas fanáticas que seguían a Mussolini en Italia y a Hitler en Alemania.
         Luego, en La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936), Benjamin volvió a ocuparse de Chaplin. El tema del ensayo, donde se hablaba de una “proletarización” de la cultura moderna en el siglo XX, era, en buena medida, el de Tiempos modernos (1936), la película de Chaplin del mismo año. El cineasta, según Benjamin, encarnaba un tipo de producción cinematográfica que suponía a las multitudes como público. Aquellas tesis sobre el arte moderno, específicamente sobre el cine, se veían perfectamente ilustradas en el film de Chaplin.
         No sabemos si Benjamin, en el agitado año de 1940, entre la huida de París y el suicidio en Portbou, alcanzó a ver El gran dictador. Allí habría visto a Chaplin representar, no al vagabundo-caballero, sino a un barbero judío, físicamente idéntico a Adenoid Hynkel, el personaje paródico de Hitler. Al asumir la identidad de un judío y producir una réplica -en el doble sentido de la palabra- de la identidad de Hitler, Chaplin realizaba la intuición de Benjamin de hacer del cineasta y el dictador figuras intercambiables.
         En aquel texto visionario de 1934, Benjamin había propuesto “comparar a Hitler con el lumpen tal y como lo representa Chaplin”. Lo que no pudo imaginar el filósofo es que Chaplin pondría en práctica aquella comparación por medio del personaje de un barbero judío. El barbero, como Charlot, es también un caballero, sin “virilidad menospreciada”, que al final de la película pronuncia un discurso en que propone erradicar el antisemitismo y proclama la independencia de Tomania y Osterlich, dos naciones anexadas por Hynkel.
         Hannah Arendt, que sí vio El gran dictador, escribió un breve ensayo sobre Chaplin, incluido en su libro La tradición oculta (1974), donde relacionaba al cineasta con el nacionalismo judío. El vagabundo chaplinesco, según Arendt, era equivalente a la figura de Schlemihl, el personaje de Chamisso y Heine que simbolizaba al judío inocente, asesinado por error, confundido con un príncipe o desdichado y errante por haber vendido su sombra. Chaplin, según Arendt, era un Schlehmil heroico que había hecho del vagabundo un redentor.
          
        
        
          

domingo, 12 de mayo de 2019

La hipótesis del fascismo latente


Se debe a Umberto Eco una conocida idea del fascismo, no como conjunto de regímenes o corrientes políticas de la Europa de entreguerras, sino como fenómeno eterno. En abril de 1995, Eco pronunció un discurso en la Universidad de Columbia, reeditado varias veces en los últimos años, en que formulaba “catorce síntomas” que, a su juicio, mostraban al fascismo como una posibilidad permanente en la cultura política moderna.
         Eso que Eco llamaba “Ur-Fascismo” aparecía siempre ligado al “culto a la tradición”, al “rechazo de la modernidad”, al “irracionalismo de la acción por la acción”, a la confusión entre “desacuerdo y traición”, al “racismo por definición”, al rencor social, a la xenofobia y el nacionalismo, al desprecio del “pacifismo”, al “elitismo popular” y al “populismo selectivo” y, por supuesto, al heroísmo y el caudillismo.
         Algunos de aquellos síntomas los compartía el fascismo con otros regímenes políticos del siglo XX, como el comunismo de Europa del Este o Asia, los populismos y revoluciones latinoamericanas o, incluso, los movimientos descolonizadores de África y el Medio Oriente. Pero, según Eco, una mezcla precisa de todos ellos era la clave para la emergencia de un proyecto fascista.
         Era evidente que Eco se refería a un proyecto que no necesariamente derivaba en la construcción de un régimen fascista. Sus alusiones a intelectuales como Ezra Pound y Julius Evola dejaban claro que no le interesaba el fascismo, únicamente, como las empresas estatales de Hitler o Mussolini, Franco o Salazar. El “Ur-Fascismo” era también una visión o una fantasía, capaz de reproducirse bajo regímenes políticos muy diversos, incluyendo la democracia.
         El ascenso de diversos populismos de derecha en el mundo (Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría, Jair Bolsonaro en Brasil y, significativamente, Matteo Salvini en Italia) ha devuelto actualidad a la hipótesis de Eco. En estos mismos días, el “Ur-Fascismo” intelectual es tema del Salón Literario de Turín, donde una editorial ligada al partido Casa Pound ha lanzado un libro-entrevista con Salvini, que defiende las tesis racistas y xenófobas de la Liga Norte.
         Cualquiera de esos cuatro casos (Trump, Orbán, Bolsonaro y Salvini) demuestra la capacidad del proyecto fascista para subsistir dentro de un régimen democrático. Lo mismo podría decirse de los populismos de izquierda o derecha en el siglo XXI: en la mayoría de los casos, esos populismos operan dentro de democracias. De ahí que sea importante discernir entre el fascismo histórico y el “Ur-Fascismo”, ya que el uso del adjetivo “fascista” puede suponer una falsa analogía.
         En México, un país que hábilmente eludió los extremos de la Guerra Fría latinoamericana, comienza a hablarse con demasiada soltura de fascismo. No sólo se habla: se hacen caricaturas con símbolos fascistas para ilustrar la ideología del contrario. Lo más peligroso de esa explotación de analogías es que el sentido del término “fascismo” que más ampliamente circula es el de Mussolini, no el de Eco.
         En una democracia, cuando se llama “fascista” al rival político, se le está colocando automáticamente en las antípodas del orden constitucional. En otros regímenes latinoamericanos, como el cubano y el venezolano, es común que tanto la oposición como sus aliados en Estados Unidos y la Unión Europea sean calificados, en el discurso oficial, como “fascistas”. Pero en esos regímenes, la oposición está fuera de la norma constitucional por principio: decirle “fascista” es tautológico.
         En cambio, llamar fascista al contendiente legítimo, en una democracia, es la forma más fácil de abonar el fascismo latente de que hablaba Eco. Es en el estado de deslegitimación mutua o en la confusión entre “desacuerdo y traición” donde el “Ur-Fascismo” tiene más posibilidades de convertirse en fascismo histórico. Hay que cuidar el lenguaje público de la democracia.
        
        

domingo, 21 de abril de 2019

El México norteamericano de Alain Rouquié


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El último libro del politólogo y diplomático francés Alain Rouquié, recientemente honrado con el Premio Daniel Cosío Villegas en El Colegio de México, sugiere que las relaciones entre México y Estados Unidos han entrado en una fase de compenetración irreversible. No importa quien gobierne en ambos países, no importa que la asimetría entre los dos vecinos se ensanche demasiado, al final, el vínculo bilateral siempre saldrá flote.
         El libro se titula México, un Estado norteamericano (Gedisa/ UAEM, 2018) y fue escrito antes del triunfo de Andrés Manuel López Obrador y, probablemente, desde la expectativa de un desenlace electoral distinto al que tuvo lugar en julio del año pasado. Sin embargo, resulta asombrosa la pertinencia de sus conclusiones para el México de la Cuarta Transformación. De hecho, este libro comparte, a su manera, una de las premisas centrales del proyecto en el poder de la izquierda mexicana: no hubo tal “transición democrática”.
         Rouquié ha sido un estudioso de la realidad latinoamericana que descree de las alternativas rígidas entre autoritarismo y democracia establecidas por las ciencias políticas. Uno de sus primeros estudios, El Estado militar en América Latina (Siglo XXI, 1982), publicado justo cuando arrancaban las transiciones democráticas en el Cono Sur, fue un llamado a comprender con mayor precisión la experiencia del autoritarismo latinoamericano en la Guerra Fría.
         No hubo un único tipo de dictadura militar en América Latina, exponiendo una obviedad que en los años 70 y 80 no siempre era aceptada. Estaban las que llamaba “arqueodictaduras dinásticas” (los Somoza en Nicaragua, los Trujillo en República Dominicana, los Duvalier en Haití…) y los militarismos constitucionales, tipo Batista en Cuba, Rojas Pinilla en Colombia o Pérez Jiménez en Venezuela. También estaban las dictaduras militares filofascistas de los años 70: la chilena, la argentina, la brasileña. Pero algunos de esos regímenes, como el brasileño y el argentino, eran desenlaces de una larga trayectoria de “repúblicas pretorianas” que se remontaban a 1930.
         No todos los regímenes militares de los años 60 y 70, advertía Rouquié, eran de derecha o anticomunistas. En 1968, dos militarismos de izquierda habían llegado al poder por medio de golpes de Estado: el gobierno de Juan Velasco Alvarado en Perú y el de Omar Torrijos en Panamá. Aquellos experimentos, que buscaron un flanco diplomático tercerista al final de la Guerra Fría, acercándose a Cuba y la Unión Soviética, sin romper con Estados Unidos, ilustraban la existencia de ejércitos nacionalistas y populares, que no respaldaban plenamente el modelo contrainsurgente de las derechas militaristas.
         Ese tipo de enfoque en la obra inicial de Rouquié permite advertir una mirada heterodoxa, que muchas veces actúa a contracorriente de las ciencias políticas hegemónicas. En el caso de México, Rouquié desconfía de las tesis sobre la “transición democrática” que apuntan a un cambio del régimen autoritario, presidencialista y priista, a partir de las reformas de 1996. Prefiere pensar que aquel sistema postrevolucionario comenzó a reformarse gradualmente desde fines de los 70, sin desarticular en todas sus dimensiones el “modelo mexicano”.
         Las reformas de 1996, la alternancia del 2000, los dos gobiernos del PAN no desarmaron el modelo. Una de sus constantes es un tipo de relación con Estados Unidos, perfilada mucho antes del Tratado de Libre Comercio de América Norte en 1994, que se afianza en las últimas décadas. Desde una perspectiva fronteriza, esa relación se construye en torno a la existencia de una “identidad nacional insoluble”, que genera más dilemas a Estados Unidos que a México. El libro de Rouquié concluye en 2017, pero de entrevistas e intervenciones del académico francés se desprende que, a su juicio, el actual gobierno es parte de esa continuidad del modelo.