Libros del crepúsculo

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domingo, 12 de mayo de 2019

La hipótesis del fascismo latente


Se debe a Umberto Eco una conocida idea del fascismo, no como conjunto de regímenes o corrientes políticas de la Europa de entreguerras, sino como fenómeno eterno. En abril de 1995, Eco pronunció un discurso en la Universidad de Columbia, reeditado varias veces en los últimos años, en que formulaba “catorce síntomas” que, a su juicio, mostraban al fascismo como una posibilidad permanente en la cultura política moderna.
         Eso que Eco llamaba “Ur-Fascismo” aparecía siempre ligado al “culto a la tradición”, al “rechazo de la modernidad”, al “irracionalismo de la acción por la acción”, a la confusión entre “desacuerdo y traición”, al “racismo por definición”, al rencor social, a la xenofobia y el nacionalismo, al desprecio del “pacifismo”, al “elitismo popular” y al “populismo selectivo” y, por supuesto, al heroísmo y el caudillismo.
         Algunos de aquellos síntomas los compartía el fascismo con otros regímenes políticos del siglo XX, como el comunismo de Europa del Este o Asia, los populismos y revoluciones latinoamericanas o, incluso, los movimientos descolonizadores de África y el Medio Oriente. Pero, según Eco, una mezcla precisa de todos ellos era la clave para la emergencia de un proyecto fascista.
         Era evidente que Eco se refería a un proyecto que no necesariamente derivaba en la construcción de un régimen fascista. Sus alusiones a intelectuales como Ezra Pound y Julius Evola dejaban claro que no le interesaba el fascismo, únicamente, como las empresas estatales de Hitler o Mussolini, Franco o Salazar. El “Ur-Fascismo” era también una visión o una fantasía, capaz de reproducirse bajo regímenes políticos muy diversos, incluyendo la democracia.
         El ascenso de diversos populismos de derecha en el mundo (Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría, Jair Bolsonaro en Brasil y, significativamente, Matteo Salvini en Italia) ha devuelto actualidad a la hipótesis de Eco. En estos mismos días, el “Ur-Fascismo” intelectual es tema del Salón Literario de Turín, donde una editorial ligada al partido Casa Pound ha lanzado un libro-entrevista con Salvini, que defiende las tesis racistas y xenófobas de la Liga Norte.
         Cualquiera de esos cuatro casos (Trump, Orbán, Bolsonaro y Salvini) demuestra la capacidad del proyecto fascista para subsistir dentro de un régimen democrático. Lo mismo podría decirse de los populismos de izquierda o derecha en el siglo XXI: en la mayoría de los casos, esos populismos operan dentro de democracias. De ahí que sea importante discernir entre el fascismo histórico y el “Ur-Fascismo”, ya que el uso del adjetivo “fascista” puede suponer una falsa analogía.
         En México, un país que hábilmente eludió los extremos de la Guerra Fría latinoamericana, comienza a hablarse con demasiada soltura de fascismo. No sólo se habla: se hacen caricaturas con símbolos fascistas para ilustrar la ideología del contrario. Lo más peligroso de esa explotación de analogías es que el sentido del término “fascismo” que más ampliamente circula es el de Mussolini, no el de Eco.
         En una democracia, cuando se llama “fascista” al rival político, se le está colocando automáticamente en las antípodas del orden constitucional. En otros regímenes latinoamericanos, como el cubano y el venezolano, es común que tanto la oposición como sus aliados en Estados Unidos y la Unión Europea sean calificados, en el discurso oficial, como “fascistas”. Pero en esos regímenes, la oposición está fuera de la norma constitucional por principio: decirle “fascista” es tautológico.
         En cambio, llamar fascista al contendiente legítimo, en una democracia, es la forma más fácil de abonar el fascismo latente de que hablaba Eco. Es en el estado de deslegitimación mutua o en la confusión entre “desacuerdo y traición” donde el “Ur-Fascismo” tiene más posibilidades de convertirse en fascismo histórico. Hay que cuidar el lenguaje público de la democracia.
        
        

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