En días pasados, los editores de la revista Espacio Laical, Roberto Veiga y Lenier González, publicaron sendos artículos sobre el importante tema de la construcción de una oposición leal en
Cuba. Los textos de Veiga y González fueron comentados críticamente, en Havana Times, por Haroldo
Dilla y Armando Chaguaceda, dos reconocidos académicos cubanos, radicados fuera
de la isla. Aunque las críticas de Dilla y Chaguaceda adelantaron mis reparos a
las intervenciones de Veiga y González, agrego las siguientes observaciones,
que podrían servir para completar más las aristas de un debate crucial en Cuba,
como el que intenta abrir Espacio Laical.
Sin debate sobre la oposición, no hay, de hecho, debate sobre la democracia.
Aún cuando se entienda que esa “oposición leal” está por construir, es evidente
que en Cuba existe una “oposición real”, que no puede ser borrada del presente
o del futuro de la isla.
Coincido con los cuatro autores mencionados y, sobre
todo, con los últimos párrafos del escrito de Roberto Veiga, que intentan
definir el proceso de construcción de una oposición leal, en Cuba, desde una perspectiva
amplia, que se abre, simultáneamente, a mecanismos representativos y
participativos de la democracia. Ese enfoque es irrenunciable en estos días,
cuando vemos en todos lados, en Estados Unidos y Europa, Egipto y Siria,
Venezuela y Ucrania, Rusia y China, una crisis de la representación política
que afecta tanto a las modalidades clásicas del liberalismo democrático como a
las nuevas variantes –autoritarias o no-, más afirmativas de un rol hegemónico
del Estado en la economía, la sociedad y la política. La crisis actual de la
democracia sólo puede enfrentarse, con un mínimo de coherencia global, por medio de una articulación de elementos representativos y comunitarios, institucionales e independientes, parlamentarios y participativos.
Mi mayor objeción proviene, como en los textos de
Dilla y Chaguaceda, de la exposición teórica e histórica del concepto de
"oposición leal" que propone Lenier González. La historia reciente de
ese concepto en medios académicos e intelectuales cubanos es mucho más compleja
y rica y se remonta a los años 90, cuando, a partir de las experiencias de
Europa del Este, España, Portugal y América Latina, se instala la idea de una
transición pacífica a la democracia en Cuba. Bastaría, por ejemplo, revisar
algunos cuadernos editados por el Instituto de Estudios Cubanos, en Miami, o
los primeros números de la revista Encuentro,
entre 1996 y 1998, para encontrar un uso del concepto de “oposición leal”,
referido a la obra de Juan Linz, y aplicable a Cuba, en tanto país que, de acuerdo
con trabajos de Jorge Domínguez, Haroldo Dilla, Carmelo Mesa Lago, Marifeli
Pérez Stable, Damián Fernández o Eusebio Mujal León, transitaba de un régimen
totalitario a uno autoritario o postotalitario. Esas ideas fueron manejadas en Encuentro o Cuban Studies con quince o veinte años de antelación al uso que le
han dado más recientemente otros autores, citados por Veiga y González.
Lo que más me interesa no es, sin embargo, la
primicia en el uso de un concepto sino la mayor o menor profundidad con que lo
aplicamos a la experiencia cubana y las formas de inclusión política que podrían desprenderse de dicha aplicación. La idea de una “oposición leal”, en los
teóricos de las transiciones de los 90, estaba relacionada con las
posibilidades de vertebración de una cultura jurídica bajo un orden no
democrático, que permitiera llegar a consensos en torno a las rutas legales y
pacíficas del conflicto político. Aunque esas teorías, como observa Armando
Chaguaceda, están siendo revisadas hoy, no estaría de más, en un contexto tan
desabastecido de debate teórico como el cubano, regresar a las mismas para
observar los aciertos y limitaciones con que la oposición real cubana ha
intentado asimilarlas.
Creo que coincidimos en que una oposición leal,
además de aceptar las reglas del juego político establecidas por un régimen,
debe respetar la soberanía nacional del país, los métodos pacíficos de
resolución de conflictos, el reconocimiento de la legitimidad del gobierno y el
Estado de Derecho. Ahora bien, ¿cuál sería, entre todas esas premisas -por no
hablar de valores humanos universales, sobre los que es imposible detentar
monopolio alguno, como la libertad, la igualdad, la justicia, el bienestar, la
felicidad, el progreso...- la que determinaría la lealtad última dentro de la
vida política de una comunidad? En cualquier proceso de transición democrática,
inclusive en un proceso de transición democrática en un país, como Cuba,
sometido a diversas formas de acotación de sus soberanías, la lealtad última,
no es al "nacionalismo revolucionario" -que al fin y al cabo es una
doctrina gubernamental, derivada de un corpus ideológico y, sobre todo, un
relato histórico, bastante específico dentro de la cada vez mayor pluralidad de hoy-, sino al orden constitucional. Con más razón en el caso de
Cuba, porque su Constitución vigente, la de 1992 reformada en 2002, establece
de manera explícita y hasta reiterativa el principio de la
soberanía nacional. En Cuba, quien es leal a la Constitución es leal a la
soberanía.
La idea de una oposición leal al orden
constitucional y a las leyes vigentes en la isla implicaría extender el
concepto de lealtad más allá de ideologías y afectos, creencias y doctrinas, partidos
u asociaciones, preferencias o no por unos líderes u otros, captando la
pluralidad real de la sociedad cubana. Además de establecer límites precisos
para el consenso, como los que podrían relacionarse con el uso de métodos pacíficos
o con la inviolabilidad de la soberanía, una comprensión de lo leal, referida a
la Constitución, permitiría fomentar la cultura cívica y el respeto a las leyes,
que Espacio Laical y otras
publicaciones académicas de la isla han demandado en los últimos años. Esta
idea de una lealtad a la Constitución no está, por supuesto, reñida con la
legítima apuesta de la oposición real por la reforma o el abandono de esa
Constitución. Como sabemos, sin la reforma de algunos capítulos de esa
Constitución y del Código Penal vigente, es imposible hablar, ya no de una
oposición leal sino de algo anterior a ella: una oposición legal y
despenalizada. Sin el reconocimiento de la legalidad de una oposición, en Cuba,
difícilmente se podrá asegurar el marco jurídico de consenso que se requiere
para institucionalizar el nuevo pluralismo político.