 Durante el último mes he seguido, día a día, la cobertura que han hecho La Jornada y Público, dos periódicos de la izquierda iberoamericana, de las revoluciones en el Magreb y algunos países del Medio Oriente. Y debo decir que me ha parecido magnífica. Las notas del reportero británico Robert Fisk, que se reproducen en ambos periódicos, son de lo mejor que se ha escrito sobre esas revoluciones. Fisk se ha desplazado por el itinerario de la ola revolucionaria -de Tunez a El Cairo y de Egipto a Trípoli-, retratando a dictadores y poniéndole voz y rostro a esa juventud árabe, globalizada y cívica.
Durante el último mes he seguido, día a día, la cobertura que han hecho La Jornada y Público, dos periódicos de la izquierda iberoamericana, de las revoluciones en el Magreb y algunos países del Medio Oriente. Y debo decir que me ha parecido magnífica. Las notas del reportero británico Robert Fisk, que se reproducen en ambos periódicos, son de lo mejor que se ha escrito sobre esas revoluciones. Fisk se ha desplazado por el itinerario de la ola revolucionaria -de Tunez a El Cairo y de Egipto a Trípoli-, retratando a dictadores y poniéndole voz y rostro a esa juventud árabe, globalizada y cívica.No ha sido esta una cobertura “objetiva” o “imparcial”, ya que las simpatías de Fisk y de los editores de ambos periódicos están, resueltamente, con los revolucionarios. Sin embargo, el profesionalismo de estos medios, poco perceptible cuando abordan algunas realidades latinoamericanas como la venezolana o la cubana, no ha estado ausente en esta cobertura. La irrupción de nuevos sujetos políticos, desde abajo, y las fracturas de las élites, desde arriba, han sido igualmente tratadas y el lector de ambos periódicos se hace un cuadro bastante completo de la diversidad de fuerzas sociales y políticas que deciden esas convulsiones.
Aunque estas revoluciones no son mayoritariamente islámicas ni antioccidentales, esa prensa de izquierda las ha celebrado. La perspectiva de una izquierda que respalda revoluciones pacíficas y democráticas es similar al apoyo que algunos sectores de la misma dieron a las democratizaciones de Europa del Este, si bien esta vez dicho respaldo ha sido mucho más amplio, en buena medida porque el intervencionismo europeo y norteamericano ha sido menor. Lo cual nos permita concluir, tal vez, que, como aquellas democratizaciones, estas revoluciones ayudarán a consolidar el principio de la autonomización democrática dentro de las izquierdas occidentales.
Esa visión del Islam y del mundo árabe, como una zona cultural, moral y políticamente conjugable con democracias autónomas, es la que aparece, por cierto, en el magnífico libro de la pensadora contemporánea y profesora de la universidad de Cornell, Susan Buck-Morss, Pensar tras el terror. El islamismo y la teoría crítica entre la izquierda (2010), que prologó Slavoj Zizek. La idea central de Buck Morss, que debe mucho a la conceptualización de “fantasía” en Zizek, es que el Medio Oriente no debe ser pensado como una subjetividad vaciada o moldeable desde las hegemonías occidentales, pero tampoco como un “otro” total, mítico, desde el que se postula la regeneración del propio Occidente.
Hay en esa doble crítica una equidistancia del principio imperial de la “democratización” desde afuera y, a la vez, del integrismo islámico que estigmatiza la democracia por “occidental”. Una crítica, por decirlo rápido, a Bush y a Bin Laden, a Sharon y a Ahmadinejad, al expediente de la “guerra contra el terror” y al de la jihad. En una época cada vez más contrailustrada, en la que crece la duda por la utilidad de la teoría, la obra de Susan Buck-Morss es un buen testimonio de la funcionalidad del trabajo teórico.
Esa izquierda democrática que defiende Buck Morss difícilmente habría podido formularse sin su formación en la teoría crítica frankfurtiana, que desarrolló en The Origin of Negative Dialectics, sin su magistral estudio sobre Walter Benjamin, The Dialectic of Seeing, sin su análisis sobre la desaparición de las utopías de masas en el Este y en el Oeste, en Mundo soñado y catástrofe (2004), e, incluso, sin su virtuoso ejercicio de historia intelectual, Hegel y Haití. La dialéctica amo-esclavo (2005), que tanto admiramos.
 
 
 






 La biografía de Julio Lobo (La Habana, 1898- Madrid, 1983), el gran magnate del azúcar cubano en la primera mitad del siglo XX, The Sugar King of Havana. The Rise and Fall of Julio Lobo. Cuba’s Last Tycoon (New York, Penguin Press, 2010), de John Paul Rathbone, editor del Financial Times para América Latina, se lee como una novela o un guión de Scott Fitzgerald o como una película de Elia Kazan. El lector ve transcurrir las escenas ante sus ojos, aunque no lo quiera o aunque algunos lugares comunes de la historiografía nacionalista cubana se atraviesen en la narración.
La biografía de Julio Lobo (La Habana, 1898- Madrid, 1983), el gran magnate del azúcar cubano en la primera mitad del siglo XX, The Sugar King of Havana. The Rise and Fall of Julio Lobo. Cuba’s Last Tycoon (New York, Penguin Press, 2010), de John Paul Rathbone, editor del Financial Times para América Latina, se lee como una novela o un guión de Scott Fitzgerald o como una película de Elia Kazan. El lector ve transcurrir las escenas ante sus ojos, aunque no lo quiera o aunque algunos lugares comunes de la historiografía nacionalista cubana se atraviesen en la narración. La primera vez que escuché una versión de September Song de Kurt Weill, interpretada por Django Reinhardt, en la que después del primer solo de saxofón viene un punteo rápido de El Manisero de Moisés Simmons -antes citado por George Gershwin en su Obertura cubana- , advertí un indicio, tan sólo un indicio, de lo poderosas y persistentes que han sido las representaciones de Cuba –y especialmente de La Habana- en la cultura norteamericana de los dos últimos siglos. Historiadores como Louis A. Pérez Jr. o Lars Schoultz se han acercado a ese tema inmenso en los últimos años, pero lo han hecho colocando la política, o más específicamente, las visiones políticas de las élites norteamericanas sobre Cuba y de las cubanas sobre Estados Unidos, en el centro de sus indagaciones.
La primera vez que escuché una versión de September Song de Kurt Weill, interpretada por Django Reinhardt, en la que después del primer solo de saxofón viene un punteo rápido de El Manisero de Moisés Simmons -antes citado por George Gershwin en su Obertura cubana- , advertí un indicio, tan sólo un indicio, de lo poderosas y persistentes que han sido las representaciones de Cuba –y especialmente de La Habana- en la cultura norteamericana de los dos últimos siglos. Historiadores como Louis A. Pérez Jr. o Lars Schoultz se han acercado a ese tema inmenso en los últimos años, pero lo han hecho colocando la política, o más específicamente, las visiones políticas de las élites norteamericanas sobre Cuba y de las cubanas sobre Estados Unidos, en el centro de sus indagaciones.