Libros del crepúsculo

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miércoles, 20 de mayo de 2015

Marías, la ficción y el cine

Cuando comencé a leer la última novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014), y llegué a la escena en que el joven De Vere, encaramado en un árbol, observa el encuentro sexual entre la mujer de su jefe, Beatriz Noguera, y el médico ex franquista Jorge Van Vechten, al fondo de un convento madrileño, hice la conexión tan predecible como equívoca con El mirón o La celosía de Alain Robbe-Grillet. Nada tiene que ver la prosa de Marías, tan introspectiva y psicológica, con aquellos relatos objetivos o físicos del nouveau roman francés, que viajaron cómodamente al cine. 
Por esa prosa, la relación de un novelista como Marías con el cine sería más bien tensa o no tan cómplice como la de Robbe Grillet, que escribió novelas y dirigió películas. Sin embargo, esta última novela de Javier Marías es cinematográfica en varios sentidos. Uno de los personajes centrales es un productor y director de cine, Eduardo Muriel, amigo de los actores Jack Palance y Herbert Lom y también del productor Harry Alan Towers. Como ha observado el crítico Diego Soto, Muriel es un homenaje al tío de Marías, Jesús (Jess) Franco, fallecido en 2013.
Eduardo Muriel habla con familiaridad de actores como Errol Flyn, Basil Rathbone, David Niven y Robert Taylor y de directores como John Ford, Raoul Walsh y Nicholas Ray. Su cine es, fundamentalmente, el americano y, en menor medida, el británico, no el francés, de antes o después de la nueva ola. Pero, además, el homenaje de Marías al cine, en esta novela, produce algunas modalidades estilísticas como el trabajo casi fílmico de varias escenas. En una prosa como la de Marías, donde son constantes y extensos los monólogos interiores y las especulaciones del yo, las escenas pierden, con frecuencia, intensidad dramática.
Pero en Así empieza lo malo, además del pasaje ya citado, en que De Vere mira la fría cópula al fondo de un convento, la escena de su propio encuentro con la esposa de Muriel, mirado, a su vez, por la hija de ésta -que luego se convertirá en su esposa-, y el suicidio de Beatriz Noguera, estrellándose en una moto contra un árbol, fueron escritas siguiendo las técnicas del guión cinematográfico. Tengo entendido que la única novela de Javier Marías llevada al cine fue Todas las almas, en la que se basó el film El último viaje de Robert Rylands, dirigido por Gracia Querejeta, que no gustó al novelista. Con Así empieza lo malo habría una segunda oportunidad.



domingo, 30 de diciembre de 2012

Lecturas francesas de Javier Marías


Es conocida la anglofilia del escritor español Javier Marías, quien fuera profesor de Oxford, traductor del Tristram Shandy de Sterne, de El espejo del mar de Joseph Conrad y gran admirador de narradores en lengua inglesa como William Faulkner y Vladimir Nabokov. Menos conocida es su familiaridad con la literatura francesa, escenificada, con virtuosismo, en su más reciente novela Los enamoramientos (2011).

Dos lecturas centrales de esta novela, junto al ineludible Macbeth de Shakespeare, son las novelas El coronel Chabert de Balzac y Los tres mosqueteros de Dumas. La primera ofrece la analogía de un muerto vivo: el oficial napoleónico, al que atraviesan el cráneo en la batalla de Eylau, dado por muerto y sepultado en una fosa común, cuya montaña de cadáveres debe escalar, para regresar a la tierra e intentar recuperar un mundo perdido.

La segunda le sirve a Marías para ilustrar otro caso de muerto que vuelve a la vida, por medio del personaje de Milady de Winter -la malvada agente de Richelieu, en su juventud, ladrona tatuada con la flor de Lis, que llega a ser Condesa de la Fére, tras casarse con el Conde, quien luego se convertiría en el mosquetero Athos. Cuando éste descubre el pasado delictivo de su esposa, la cuelga de un árbol, pero no la ahorca, ya que la bella y astuta joven logra zafarse. Ambos, Chabert y Milady son vivos que muchos creen y quieren muertos.

Los enamoramientos cuenta una historia similar: la historia de un muerto -más bien de un asesinado- que quiere vivir en la memoria de su amada y la historia de quienes se proponen impedir esa sobrevivencia. Las lecturas francesas de Marías emergen en la trama con la mayor naturalidad, incorporadas a los parlamentos de los personajes. Personajes que, como casi siempre en Marías -y también en Enrique Vila-Matas- son lectores exquisitos, que hablan como piensa y como escribe el propio Marías.

  

domingo, 11 de enero de 2015

Impostura y kitsch histórico

Hace algunas semanas, Babelia, el suplemento literario del diario El País, señalaba el ascenso de la narrativa de no ficción en el mundo del libro iberoamericano. Se mencionaban los célebres antecedentes del género en el new journalism norteamericano, especialmente en Truman Capote, y se hablaba del éxito de un autor como Emmanuel Carrère, cuya novela El adversario (2002), la historia de Jean Claude Romand, un impostor francés, que desde los 18 años se había hecho pasar por médico y, a punto de ser descubierto, asesinó a su esposa y sus hijos -las primeras personas a las que debía enfrentar luego de reconocer su prolongada mentira- habría alentado aquella escritura de relatos reales. Según Babelia, se inscribían, dentro de esa corriente, los más famosos novelistas españoles (Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas...) y algunos latinoamericanos, como el cubano Leonardo Padura y los mexicanos Guadalupe Nettel y Gonzalo Celorio, que, a mi entender, tienen muy poco que ver con esa tradición.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

¿Es gobernable la memoria?



En El País Semanal del pasado domingo Javier Marías defendía la oposición de las sobrinas de Federico García Lorca a que los restos del poeta fueran exhumados en la fosa común del barranco de Víznar. Reclamaba Marías que era necesario comprender la voluntad de una parte de la familia Lorca de no prestarse a ese “folklore de los huesos insignes” y que en esa actitud podía, incluso, destacarse una mayor fidelidad a la injusta muerte del poeta: “la indigna sepultura de Lorca es un recordatorio necesario de la indigna muerte que sufrió, y no respetarla sería, a la larga, poco menos que blanquear a sus verdugos”.
Sin embargo, como sabemos, quienes más interesados están en la exhumación y la posterior consagración de un santuario para Lorca son aquellos que no quieren olvidar los crímenes de Franco y quienes se oponen a todo “lavado” de la memoria sobre la guerra civil. El pasado 20 de noviembre se pudo constatar, en el Valle de los Caídos, que, más allá de esa relación digna con los muertos célebres, que con razón defiende Marías, la memoria es ingobernable. A pesar de que la Ley de la Memoria Histórica de 2007 establece que en ese lugar no pueden celebrarse “actos exaltadores del franquismo”, la abadía ofició una misa en recuerdo del caudillo y un grupo de franquistas se congregó en el lugar y, con el brazo en alto, cantó “Cara al sol”.
Es sabido que cuando Franco inauguró el monumento de Cuelgamuros, en 1959, varios miles de cadáveres de republicanos habían sido enterrados junto a los muertos del bando nacionalista. Antes de la inauguración, el régimen de Franco intentó realizar un censo de “sus muertos” y, naturalmente, sólo exhumó a los “caídos” en la “gloriosa cruzada”. Según la historiadora catalana Queralt Solé, la tumba del dictador fue inaugurada con republicanos dentro, sin identificación siquiera. La mezcla de los muertos no era la vindicación de las dos mitades de España desgarradas en la guerra civil sino un ritual de vencedor que conserva el osario del vencido.

sábado, 27 de abril de 2013

En la frontera de la ley

La última novela de Javier Cercas trata sobre una banda de delincuentes juveniles que operó en Girona a fines de los 70, durante los años de la transición del franquismo a la democracia en España. Al igual que otras novelas de Cercas, como Soldados de Salamina o Anatomía de un instante, se trata de una ficción y un relato reales, en los que el narrador cuenta algo que sucedió en la historia. Pero a diferencia de aquellas obras, no hay aquí una excesiva conciencia de tal operación intelectual -narrar un hecho real en clave de novela- ni una exposición tan evidente del yo de Cercas.
La novela cuenta la historia del Zarco, el Gafitas y Tere, sin hacer del acto de la narración de los sucesos relacionados con aquella banda un dilema intelectual o literario. La dimensión metaliteraria de Cercas, menos tangible que en otros novelistas españoles contemporáneos como Javier Marías y Enrique Vila-Matas, está rebajada al mínimo en Las leyes de la frontera (2012). Una dimensión que pudo ser muy explotable al tratar algunas de las subtramas de la novela, por ejemplo, la subtrama de la relación incestuosa entre el Zarco y Tere.
Estos jóvenes ladrones eran medio hermanos, compartían la misma madre, pero sólo uno de ellos, Tere, lo sabía. El incesto, lo mismo que las drogas y los robos, eran prácticas ubicadas en esa frontera de la ley que le interesa describir a Cercas. El personaje del Gafitas parece cruzar esa frontera, cuando en la adultez se vuelve abogado. Pero dicho tránsito tiene lugar sólo para que el personaje pueda quedarse en el territorio del derecho más cercano al crimen. No es gratuito que sea el Gafitas el único de los tres personajes que no es huérfano.
La orfandad y el incesto del Zarco y Tere suceden a la intemperie, en el vértigo del crimen y las drogas, en la vida entre cárceles y albergues. Un incesto radicalmente distinto al de los hermanos de la novela The Cement Garden de Ian McEwan, llevada al cine por Andrew Birkin, quienes se enclaustran en la vieja casucha donde han muerto sus padres. En ausencia de los padres, unos y otros pierden la noción del límite que separa lo legal y lo ilegal y se entregan a rituales que, más que una subversión, producen una reproducción de la autoridad desde lo ilegítimo.

viernes, 5 de marzo de 2010

El académico como héroe


A pesar de las constantes invectivas antiacadémicas de los escritores no son pocas las novelas que en la última década convierten a profesores universitarios en héroes o, al menos, en personajes enternecedores. Se me ocurre, para circunscribirme a los últimos diez años, empezar por Disgrace (1999) de J. M. Coetzee, en la que a David Lurie, profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo, se le viene el mundo abajo cuando una alumna lo acusa de acoso sexual y poco después su hija es violada. A pesar de que Lurie tiene rasgos despreciables, su desgracia, su gusto por los animales y su melomanía lo ennoblecen.
La mancha humana (2000) de Philip Roth es otra novela sobre universidades, que reproduce esa visión ambivalente de la academia como un mundo jerárquico y, a la vez, sublime. Coleman Silk es un profesor acusado de racismo, que en realidad ha sido víctima del racismo, al grado de ocultar su propio origen étnico, y que es expulsado de la universidad. Aunque la novela presenta la ruptura con la academia como vía de liberación sexual y moral, la amistad de Silk con el profesor Nathan Zuckerman –alter ego de Roth- restablece un culto al saber y a la conversación que no deja de ser universitario.
Académico es también Salomón Rulfo, el protagonista de La dama número trece (2003) de Juan Carlos Somoza. Un personaje que sueña un asesinato y, luego de saber que el crimen sucedió en la realidad, decide investigarlo, mientras le vienen a la memoria pasajes enteros de Homero y Shakespeare, enseñados en sus clases de literatura. Las universidades reaparecen en la trilogía Tu rostro mañana (2002-2007) de Javier Marías, quien antes les había dedicado una de las grandes novelas sobre el tema: Todas las almas (1989). El protagonista de esas novelas, Jaime Deza, es un ex profesor español de la universidad de Oxford.
Haber sido profesor, y no serlo en el momento en que se escribe una novela, es una situación recurrente en la narrativa contemporánea. Puede aparecer lo mismo en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas que en El testigo (2004) de Juan Villoro. Julio Valdivieso, el héroe de esta última, fue profesor por mucho tiempo en universidades francesas y regresa a México, con el propósito de escribir la biografía definitiva del poeta Ramón López Velarde y colaborar en una telenovela sobre la guerra cristera. Inmerso en el cinismo del mundo mediático y político de la ciudad de México, Valdivieso siente nostalgia de sus años académicos.
Las universidades, esos sitios medievales que se asocian con la rigidez y el autoritarismo, son también lugares propicios para la ficción por su mezcla de adultez, juventud y saber, de represiones, perversiones y rivalidades. Lo advirtió Nabokov en su época y hoy Tom Wolfe lo ha llevado al paroxismo, en su novela Soy Charlotte Simmons (2005), una historia sobre las orgías alcohólicas y sexuales que suceden en los campus universitarios de Estados Unidos. Pero aún como miserable o desgraciado, como dogmático o pedófilo, el académico termina siendo el héroe de todas esas novelas.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Esto no es una ficción


Javier Cercas se ha vuelto un escritor tan comprado y tan leído –el cintillo de su último libro, Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2009), asegura que la primera edición ha vendido más de 150 000 ejemplares- que la crítica comienza a tratarlo con fingida reticencia. Digo reticencia fingida porque son pocos los críticos que escapan a los encantos de su literatura.
La seducción que ejerce Cercas no habría que encontrarla, como en Javier Marías, Enrique Vila Matas u otros buenos escritores españoles, en la arquitectura de la prosa sino en la operación intelectual que hay detrás de cada una de sus novelas. Cercas encabeza sus libros con una declaración a lo Magritte, “esto no es una ficción”, para luego narrar un hecho real con todo el andamiaje de una novela moderna.
El hecho real debe ser siempre lo suficientemente próximo, en el pasado, como para que su drama sea sentido como algo vivo en la memoria de los lectores. Las novelas de Cercas no son narraciones históricas, pero tampoco son reportajes periodísticos: son algo intermedio, que debe no pocas de sus técnicas y ardides al “new journalism” de Capote o Wolfe.
Más que un hecho, a Cercas le interesa una escena o un gesto, donde encapsular un drama histórico. En Soldados de Salamina fue el combatiente republicano Antonio Miralles apuntando al intelectual franquista, Rafael Sánchez Mazas, en los bosques de Cataluña, y perdonándole la vida. En Anatomía de un instante es el Congreso de los Diputados, en Madrid, el 23 de febrero de 1981, cuando en medio de la transición entre el gobierno de Adolfo Suárez y el de Leopoldo Calvo Sotelo, el ejército irrumpe en el recinto e intenta darle un golpe militar a la joven democracia española.
Cuando el teniente coronel Antonio Tejero entra al hemiciclo pistola en mano y grita “¡quieto todo el mundo!”, la mayoría de los legisladores se esconde bajo sus escaños. Sólo tres no lo hacen: el general franquista Gutiérrez Mellado, quien intenta detener a Tejero, y dos políticos rivales, Adolfo Suárez, presidente del gobierno, y Santiago Carrillo, Secretario General del Partido Comunista, quienes se mantienen sentados en sus puestos, como si el sistema parlamentario continuase en medio del asalto, como si el gobierno representativo fuera invencible.
Cercas interpreta la actitud de Gutiérrez Mellado, Suárez y Carrillo como emblemática del pacto de la transición española e intenta preguntarse qué tipo de heroicidad le es propia a las democracias. Siguiendo a Hans Magnus Enzensberger, dice que el héroe democrático es aquel capaz de defender con su vida las instituciones, en un “gesto de gracia”, pero también aquel que no teme al retiro. Suárez, dice Cercas, es un “héroe de la retirada”.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La vieja novela y la nueva historia


Son cada vez más los escritores que buscan tender un puente entre ensayo y narración. El mutuo acercamiento desde los bordes de uno y otro género tiene que ver, naturalmente, con el agotamiento de formas tradicionales de narrar y ensayar. Pero también con las posibilidades que la novela ofrece como género literario mediático. No necesariamente quienes se acercan a las ficciones ensayísticas son autores que pagan tributo a la tradición de alta literatura como Claudio Magris, Javier Marías o Enrique Vila Matas.
Entre las nuevas generaciones de escritores occidentales, hay algunos, como Jorge Volpi (1968), en México, o Daniel Kehlmann (1975), en Alemania, que han incorporado elementos de no ficción en sus relatos. Dichos elementos no provienen del ensayo, la filosofía, la crítica o la memoria, como en Magris, Marías y Vila Matas, sino de la historia. Pero tampoco de la historia que resulta de la historiografía clásica del siglo XIX y la primera mitad del XX, sino de la historia y la ciencia divulgativas de las últimas décadas, especialmente, de las narradas por la televisión y el cine.
En busca de Klingsor (1999) de Volpi y La medición del mundo (2005) de Kehlmann no son novelas históricas en el sentido descrito por Gyorgy Lukács en su célebre estudio sobre un género, como tantas otras cosas, también en crisis a principios del siglo XXI. Esas son novelas que procesan el material que la historia divulgativa y mediática de las últimas décadas dedicó a fenómenos como la relación entre el nazismo y la ciencia, en el caso de Volpi, o como las vidas paralelas de dos ilustrados alemanes del siglo XVIII, el naturalista Alexander von Humboldt y el matemático Carl F. Gauss.
Volpi y Kehlmann escribieron sus respectivas novelas y fueron internacionalmente reconocidos por ellas, siendo muy jóvenes. Si sus escrituras se comparan con las de otros novelistas de la misma generación se observará que ninguno de los dos corresponde al tipo de narrador hipervanguardista, que trastoca el formato de la novela moderna, o de narrador erudito, que incorpora elementos del ensayo clásico. Lo que distingue a ambos es una mezcla eficaz de novela tradicional e historia mediática, vieja novela y nueva historia. Mezcla de estos tiempos.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un pasaje de Marías y el mal de la lectura en clave

De un tiempo a esta parte trato de resistir la tentación de interpretar en clave cubana todo lo que leo. Hubo una época, como se observa en mis primeros libros, especialmente en el prólogo "Cuba entre paréntesis", de El arte de la espera (1998), en que leer era, para mí, precisamente eso: un mecanismo de la alegoría o la cifra. Una búsqueda perpetua de referentes para pensar la nación o -lo que es más inútil y engañoso- el "problema nacional".
Intento evitar la lectura en clave, pero no siempre lo consigo. Es lo que me ha sucedido al llegar a un pasaje de la más reciente novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014). Ni la trama envolvente, ni esos personajes obsesivos y, por tanto, obsesionantes, ni la sutil ambientación en los primeros años de la transición española, me libraron de pensar, mientras leía, en dos antípodas de la historia cubana reciente: Guillermo Cabrera Infante y Fidel Castro.

"Mientras a mí me tocó conocer y tratar al matrimonio, él ya no se ausentaba tanto, trabajaba menos que en otras épocas pasadas. Conservaba su prestigio, y el hecho de que hubiera rodado un par de largometrajes en Estados Unidos, con producción americana y estrellas bastante célebres, le confirió un aura casi mítica en un país de papanatas como el nuestro. Él se aprovechaba de ello en la medida de lo posible -así como de su figura huidiza o su relativo misterio-, pero no se engañaba al respecto. "Soy más o menos como Sarita Montiel, decía, que se benefició largamente de sus tres o cuatro apariciones hollywoodenses y de haber compartido la pantalla en una de ellas con Gary Cooper y Burt Lancaster. En las otras no tuvo tanta suerte: Rod Steiger, con su Oscar y todo, no le ha servido de mucho, por antipático, histriónico y poco querido, y el pobre Mario Lanza de nada, porque se murió en seguida y ya nadie sabe quién fue ni lo recuerda, ni siquiera su voz famosa se oye. Así que yo dependo en buena medida no sólo de lo que haga a partir de ahora, como cualquiera, sino de las carreras futuras, ajenas a mí, lejanas, de quienes actuaron allí conmigo, o aún es más, de sus destinos en la caprichosa memoria de la gente. Nunca se sabe quién va a ser recordado, en este mundo mío y en todos; no ya dentro de una década o un lustro, sino pasado mañana o mañana mismo. O quién dejará el menor rastro, por muy rutilante que sea hoy su trayectoria, como dicen la televisión y las revistas. Quien más brilla ahora puede no haber pisado la tierra, al cabo de unos cuantos años. Y caerán en el olvido seguro los detestados, a no ser que hayan hecho mucho mal y la gente disfrute odiándolos también tras su retirada o su muerte, retrospectivamente".  



martes, 24 de noviembre de 2009

El discreto encanto del realismo



Las vanguardias del siglo pasado -especialmente, las de los años 20 y 60- la emprendieron contra las narrativas realistas por su supuesta herencia de la cultura burguesa decimonónica. Ahora James Wood (Durham, 1965), el polémico crítico inglés, profesor de Harvard y colaborador de The New Yorker, ha escogido la primera década del siglo XXI –que, a su juicio, marca la decadencia de la estética postmoderna- para vindicar la gran tradición de la novela realista. Su libro, Los mecanismos de la ficción, acaba de ser editado en castellano por la editorial Gredos, en Madrid.
Wood, como muchos, se remonta a Flaubert como padre de la novela moderna. Pero lo interesante no es tanto el origen o el desenlace, sino el trayecto de su genealogía, sobre todo, cuando se interna en el siglo XX: Balzac, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust, James, Conrad, Woolf, Bellow, Roth… Luego de cruzar el medio siglo, Wood se inclina más y más a la narrativa norteamericana, pero no a toda. Así como la novela metafísica, a lo Mann, o la novela mítica, a lo Joyce, no le interesan demasiado, tampoco siente una especial fascinación por fetichistas del estilo, como podrían ser –cada cual a su manera- Hemingway o Nabokov.
Cuando llega a la narrativa contemporánea, los juicios de Wood se vuelven acres. Como Harold Bloom, a quien sigue bastante, pero no del todo, abomina de los experimentos postmodernos, multiculturalistas y mediáticos de buena parte de la novela actual. Le interesa V. S. Naipaul, pero despacha la literatura “postcolonial” como “cosa loca” o “funky” y cataloga a algunos escritores norteamericanos –Don DeLillo, Thomas Pynchon, David Foster Wallace- como “realistas histéricos”. Lo que Wood rechaza en ellos es, naturalmente, la “histeria” y no el realismo, ya que le incomodan los abandonos deliberados de la gran tradición decimonónica.
La aproximación de Wood a la literatura hispanoamericana no deja de ser curiosa. Le gustan Javier Marías y Roberto Bolaño, pero es muy enfático en señalar que prefiere del primero breves novelas como Mañana en la batalla piensa en mí antes que grandes proyectos históricos como Tu rostro mañana. En cuanto al segundo, se queda con una noveleta como Estrella distante en lugar de 2666 o, incluso, Los detectives salvajes. Es en esos relatos donde Wood encuentra la marca de Flaubert, a su entender, santo y seña de la novela moderna.
Si la defensa del realismo de Wood llegara a tener buena recepción en Hispanoamérica, sus efectos sobre una literatura todavía bastante atada al mito refundacional del boom serían saludables. Tal vez, entonces, los argentinos leerían más a Echeverría, a Mármol y a Güiraldes, los mexicanos a Payno, a Azuela y a Guzmán, los colombianos a Isaacs y a Rivera, los peruanos a Palma, Alegría y Arguedas, los venezolanos a Uslar y a Gallegos y los cubanos a Villaverde, Meza, Carrión y Loveira.

jueves, 27 de mayo de 2010

La trilogía de Gracia

El historiador y ensayista Jordi Gracia (Barcelona, 1965) ha escrito para la editorial Anagrama tres volúmenes de obligada consulta entre quienes se interesan por la vida intelectual de la Segunda República, la guerra civil, el franquismo y el exilio peninsulares. Un largo periodo de cinco décadas de la historia de España, marcado por la polarización ideológica y política de esa sociedad, que bajo la mirada de Gracia abandona la fácil visión maniquea y recupera su constitutiva pluralidad.
El primero de aquellos libros, Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, se publicó, inicialmente, en 1996 y fue rescatado hace algunos años por Anagrama. El segundo, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (2004), ganó el Premio Anagrama de Ensayo y el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en 2005. Este año ha aparecido A la intemperie. Exilio y cultura en España (2010), también en Anagrama.
No es raro que Gracia haya dedicado el más reconocido de sus libros, La resistencia silenciosa, a Javier Cercas. A través del ensayo, Gracia avanza por el mismo camino de Cercas con sus ficciones reales. Ambos pertenecen a la generación que llega a la madurez con la consolidación de la democracia española y con las transiciones en Europa del Este y América Latina. Las izquierdas comunistas y las derechas fascistas son, para ellos, modalidades del pasado ideológico. De ahí que puedan observarlas desde una lúcida distancia.
Los libros de Gracia tienen la virtud de no continuar la guerra civil por medio de la memoria intelectual. Si bien es notable su familiaridad dentro del legado republicano, tampoco ignora la valiosa obra de intelectuales nacionalistas, falangistas, franquistas o republicanos que no se exiliaron como Camilo José Cela, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo –a quien ha dedicado una monografía-, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, Julián Marías o José Luis Aranguren.
En A la intemperie, Gracia recuerda que algunos de esos letrados que se quedaron en la España de Franco intentaron crear redes de contacto y reconocimiento con el exilio, desde mediados de la década de los 50. Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, María Zambrano, Max Aub, Josep Ferrater Mora, José Gaos y otros exiliados fueron defendidos o reseñados por no pocos escritores y pensadores que permanecieron en la península. Esos contactos no se limitaban a la literatura poética o de ficción sino que incluían, también, esferas tan cercanas a la ideología como el pensamiento filosófico e histórico.
La historia de esas redes, que permitiría una mejor comprensión del tipo de autoritarismo poroso que fue el franquismo, ayuda a reconstruir las claves de la transición democrática. Gracia, sin embargo, no es un pacificador de la memoria o un historiador imparcial, que oculta o lava el pasado autoritario de uno u otro bando. Su mirada es, más bien, la de quien pondera con mayor flexibilidad ambos legados porque se asume como un sujeto posterior al conflicto. Gracia no es un sobreviviente, un heredero o un testigo: es, simplemente, quien narra desde el futuro.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Sostiene Revueltas





Entre los varios aciertos de la Biografía judicial del 68 (Debate, 2020), que acaba de publicar el exministro de la Corte Suprema de la Nación, José Ramón Cossío, está la reproducción del testimonio de José Revueltas en las averiguaciones previas del proceso judicial contra los acusados de sedición, llamado a la rebelión, asociación delictuosa y otros delitos a fines de 1968. Hay muchas declaraciones interesantes –las de Manuel Marcué Pardiñas, Eli de Gortari o Julio Boltvinik, por ejemplo-, pero las de Revueltas destacan por su elocuencia. 
     En el acta ministerial que le levantaron el 18 de noviembre de 1968, el autor del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) reconoció su participación en el movimiento estudiantil. Dijo que había participado en la manifestación encabezada por el rector Javier Barros Sierra, que había asesorado a líderes estudiantiles como Roberto Escudero y Rufino Perdomo y que había intervenido en varias sesiones del Comité Nacional de Huelga (CNH). Lo singular en la posición de Revueltas es que su defensa de la autonomía universitaria o, mejor, de la “autogestión académica”, no estaba reñida con la búsqueda de una alianza de diversos grupos sociales oprimidos para lograr la que llamaba “transformación socialista del sistema económico-político mexicano”, preferiblemente por vías pacíficas. 
    Lo que decía el escritor sobre esa “autogestión”, lo mismo en
el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, que ante el Ministerio Público, era una extensión, al ámbito universitario, de la vieja tesis consejista y trotskista del “autogobierno obrero”. A diferencia de otras víctimas de la represión, que negaban vínculos con el comunismo para sobrevivir al macartismo diazordacista, Revueltas, que no militaba en el PCM desde su expulsión en 1943 y que también había roto con el lombardismo, sostenía ante los agentes de la PJF que había sido comunista desde los 14 años. Que siempre había sido partidario de implantar el socialismo en México y que, por ello, había sido arrestado y enviado a las Islas Marías. Con una diafanidad que debió sorprender a sus verdugos, daba la razón al argumento oficial de que el movimiento estudiantil era un paso hacia la instauración del comunismo en México. 
    Los estudiantes, a su juicio, habían entrado en una lógica de acción que conducía a la alianza revolucionaria con los obreros y los campesinos. En un momento, la Dirección General de Averiguaciones Previas de la PGR no tuvo más remedio que transcribir textualmente a Revueltas: “la masa estudiantil desborda su propio potencial en virtud de razones biológicas propias, sin que baste para frenarla ninguna clase de admoniciones en determinados momentos de violencia, tales como el incendio de autobuses o la defensa violenta de sus centros educativos”. Era un tratadista en el juzgado, que expresaba oralmente las mismas ideas que escribiría en aquellos meses de lucha y, luego, en el presidio de Lecumberri. 
    Los escritos reunidos en México 68: juventud y revolución (Era, 1978), están llenos de pasajes similares sobre la necesidad del rebasamiento del pliego petitorio y el despegue de una situación revolucionaria en México. Insistía en que su ruta preferida para el cambio era la pacífica –“mi arma es mi mente”, afirmaba-, pero no “condenaba, ni impedía” los métodos violentos, ya que cuando “se cerraban todas las opciones democráticas”, la “lucha armada era el camino para derrocar al Gobierno”. 
    En el cúmulo de declaraciones y careos reconstruido por el ministro Cossío, vuelve a escucharse la voz coherente de José Revueltas en el 68. No hay máscara ni simulación ahí, pero tampoco el rejuego geopolítico al uso de la izquierda latinoamericana de entonces y de ahora. La rebelión juvenil era un movimiento autónomo contra “dos estalinismos”, el priista y el soviético, que habían confiscado y desvirtuado el sentido de la palabra Revolución.