Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 31 de marzo de 2010

Roland Barthes, novelista




Alain Robbe-Grillet (1922-2008) y Roland Barthes (1915-1980) sostuvieron un coloquio en el Centro Cultural de Cerisy, en junio de 1977, durante un homenaje que se rindió a Barthes en esa institución. La intervención de Robbe-Grillet en el mismo y otros textos suyos sobre Barthes han sido recogidos ahora por Paidós en el volumen Por qué me gusta Barthes (2009). Si alguien está interesado en saber cómo se sobrellevaba una amistad literaria, incluso una definida como “turbia o sospechosa”, en el París de los años 50, 60 y 70, debería leer este volumen.
Barthes, como es sabido, se interesó mucho en la narrativa de Robbe-Grillet, sobre todo, en los primeros libros, Las gomas (1953), El mirón (1955), La celosía (1970), a los que dedicó estudios recogidos en los Ensayos críticos. Lo que desconocíamos era el envés de aquella lectura: la que hizo Robbe-Grillet de los textos críticos de Barthes. Confiesa el novelista haber aprendido de memoria pasajes enteros de los primeros ensayos de Barthes, El grado cero de la escritura (1953) y el Michelet (1954), por ejemplo, y más tarde de Fragmentos de un discurso amoroso (1977). 
Robbe-Grillet leyó estos libros, sobre todo el segundo, como novelas, y al propio Barthes, no como pensador, crítico o ensayista, sino como novelista. Para Robbe-Grillet, era la novela, y no cualquier novela, sino aquella que exploraba los límites de la ficción, el género literario supremo. Barthes, a su juicio, llegaba al mismo lugar del Nouveau Roman por la vía del ensayo. Así definía Robbe-Grillet al Barthes novelista:

“Su texto y él forman una especie de pareja de torsión, lo cual me parece, al nivel de mi lectura, una característica del tipo de relación que yo mantengo no con un pensador sino con un novelista. En el ¿por qué me gusta Barthes?, Barthes adopta la figura de un novelista. Forma ese personaje muy próximo, para mí, por ejemplo, a Flaubert: no puedo separar la figura de Flaubert de sus textos. Consigo separar al autor de su texto cuando se trata de un pensador, es decir, de alguien cuya producción sería puramente conceptual, pero no cuando se trata de un novelista”.

Barthes, naturalmente, no aceptó el elogio y confesó sus tres “resistencias” a la novela:

“Me apetece mucho escribir una novela, y cada vez que leo una novela que me gusta, tengo ganas de escribir una, pero me parece que hasta ahora me he resistido a ciertas operaciones supuestamente de la novela. Por ejemplo, la capa, lo continuo. Me pregunto si se podría hacer una novela mediante aforismos, con fragmentos. La segunda resistencia sería la relación con los nombres, con los nombres propios; no sé, no me veo capaz de inventar nombres propios, y creo en serio que toda la novela está en los nombres propios. He pensado por mucho tiempo que habría una tercera resistencia: emplear el “él”, ese “él” de la novela, el personaje en tercera persona; pero he empezado a aclimatar ese problema mezclando el “yo” con el “él” en Barthes por sí mismo. En cuanto a la relación entre la figura del pensador y la figura del novelista, habría que recordar aquí el caso de Sartre, cuya figura se impone ineluctablemente como la de un “pensador”, y que, sin embargo, escribió novelas; pero no se impuso como novelista.

martes, 30 de marzo de 2010

¿Suicidio de un imperio?


Es impresionante la convergencia intelectual que pueden alcanzar poderes políticos, supuestamente ubicados en polos ideológicos contrapuestos. En medios académicos oficiales de Washington, La Habana y Moscú, por ejemplo, predomina una visión histórica muy parecida sobre la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS entre 1991 y 1992.
Vladislav M. Zubok dio forma a esa visión en su libro Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría (Barcelona, Crítica, 2008). El libro de Zubok está sofisticadamente documentado, pero su tesis es simple: la Unión Soviética cayó porque sus líderes, especialmente Mijaíl Gorbachov, se encandilaron con Occidente y, sin querer, desmantelaron el sistema comunista:

“Por equivocado que estuviera, el “nuevo pensamiento” de Gorbachov garantizó un final pacífico a una de las rivalidades más peligrosas y prolongadas de la historia contemporánea. El colosal poder militar de la Unión Soviética, amasado a lo largo de décadas y décadas, no supo y no pudo compensar sus graves defectos, la erosión de la fe ideológica y la voluntad política del Kremlin y de sectores influyentes de las élites soviéticas. Gorbachov y los que lo apoyaron no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno. En lugar de responder combatiendo, el imperio socialista de la URSS, tal vez el más curioso y singular de la historia moderna, prefirió suicidarse”.

Zubok, profesor de historia en Temple University, lleva años estudiando la URSS y sus dos libros anteriores, Antiamericanism in Russia: From Stalin to Putin e Inside the Kremlin´s Cold War: From Stalin to Krushchev, son textos de referencia para la comprensión del fenómeno soviético. Sin embargo, su último libro tiende a la simplificación historiográfica por medio de una concentración del análisis en las élites del poder.
Zubok le resta importancia a la crisis económica e ideológica del comunismo entre los años 60 y 80 y a la movilización de las sociedades civiles y las disidencias en Europa del Este y la URSS. El cambio, a su juicio, vino de afuera, casi, como recepción afirmativa por parte de las nomenclaturas de la famosa sugerencia de Ronald Reagan: “Mr. Gorbachov, open this gate. Mr. Gorbachov, tear dawn this wall”.
La mejor refutación de esa tesis que he leído no proviene de un historiador sino de un periodista: el reportero de Newsweek en Berlín Oriental, durante los años 80, Michael R. Meyer. El libro El año que cambió el mundo (Norma, 2009) de Meyer sostiene que la caída del socialismo real se debió a las contradicciones de ese sistema, a los excesos de la estatalización económica y del control de la sociedad civil y al choque entre nuevas generaciones cambiantes y una burocracia aferrada al poder.
Los protagonistas del libro de Meyer no son Reagan, Thatcher, Gorbachov o el Papa, sino Havel y Walesa, Pozsgay y Patocka, Solidaridad y Carta 77, la juventud berlinesa y los disidentes soviéticos, los pueblos checos y polacos, húngaros y alemanes que se lanzaron a las calles a demandar la apertura. Fue esa presión social, que Meyer no duda en llamar “revolución”, la que llevó al colapso la prolongada crisis del antiguo régimen comunista.

sábado, 27 de marzo de 2010

El último Trotski y John Dewey

El historiador francés Jean-Jacques Marie escribió hace algunos años una biografía de León Trotski, titulada Trotski. Revolucionario sin fronteras (2009), que acaba de aparecer, por vez primera, en español, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Además de historiador, Marie ha sido durante años militante trotskista, por lo que en momentos su estudio es una defensa de sí, además de una defensa de Trotski.
Los eventos fundamentales de esta biografía ya los hemos leído en libros de Isaac Deutscher, Pierre Broué y otros autores trotskistas, aunque aquí el énfasis vindicativo y hasta apologético –cuando trata la vida sexual y sentimental del personaje, por ejemplo- se acentúa. Frente a más de un pasaje de este libro, el lector tiene la impresión de que Trotski acaba convertido en una estatua de bronce, como las que edificaban las biografías decimonónicas, a lo Carlyle o Emerson.
El marxismo-leninismo siempre tuvo una relación ambigua con esa tradición biográfica. Por un lado, la rechazaba, sobre todo en sus representantes del siglo XX –Ludwig, Zweig…-, pero, por el otro, la reciclaba en sus propias monumentalizaciones de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao, Guevara o Castro. Al tiempo en que rebajaba el “papel del individuo en la historia”, el marxismo-leninismo construía el culto a la personalidad de los jefes comunistas.
A diferencia de la mayoría de los estudios sobre Trotski que conocemos, hay en esta biografía de Marie un trabajo minucioso con la correspondencia del líder ucraniano, un rastreo en las principales fuentes bibliográficas rusas, europeas, norteamericanas y mexicanas y una revisión de la prensa trotskista y sobre Trotski que ayuda a comprender, sobre todo, el último tramo de la vida de este importante político e intelectual de la primera mitad del siglo XX.
El periodo, a mi juicio, mejor trabajado por Marie, y el que más elementos novedosos aporta, es el que tiene que ver con los tres últimos años, los del exilio mexicano. Esos son los años (1937-40) en que Trotski tiene que defenderse de las acusaciones que se le hacen en los procesos de Moscú –fascista, agente de Hitler, asesino de Kirov, enemigo de la URSS- y, además, consolidar la red socialista de opositores al stalinismo, sobre todo en Europa y Estados Unidos, que daría lugar a la IV Internacional.
No es tanto en la descripción de la vida de Trotski en México –narrada cabalmente por Olivia Gall-, sino en su actividad intelectual y política desde México, donde se encuentran los mayores aciertos de la biografía de Marie. La cercanía de Estados Unidos le permitió a Trotski armar una red de partidarios de la “oposición de izquierda” –así llamaba él a su movimiento desde los años 20, ya que el término “trotskismo” le parecía demasiado personalizado- que llegó a crecer considerablemente en Estados Unidos.
Casi todas las biografías reivindicativas intentan dotar a los biografiados de una coherencia inverosímil. Marie no escapa a esa manía y trata de presentar al último Trotski como la prolongación, en otro contexto, del primer Trotski: el líder bolchevique y leninista del periodo 1917-23. Sin embargo, esta biografía aporta elementos suficientes para afirmar no sólo algunas continuidades sino también ciertas rupturas, que resultan incómodas a quienes prefieren entender a Trotski como sucedáneo de Lenin.
Ante el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa y la creciente certidumbre de una próxima guerra, Trotski propuso a sus partidarios una actitud diferente a la de los bolcheviques durante la Primera Guerra Mundial. A su juicio, la estrategia socialista no debía ser la misma en todas las naciones capitalistas, ya que en algunas la democracia era más sólida que en otras. En Alemania y en Japón, Trotski recomendaba el rechazo a la guerra y la oposición violenta para derrocar militarmente a los regímenes fascistas. Pero en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, los socialistas, a su entender, debían ser más cuidadosos e intentar siempre una “oposición política”, lo que implicaba la aceptación de métodos de la socialdemocracia, que él mismo había combatido veinte años atrás.
Esta mezcla de flexibilidad y pragmatismo del último Trotski aparece en un debate con trotskistas belgas y austriacos. “Supongamos –escribe- que mañana se desencadena un levantamiento en la colonia francesa de Argelia bajo la bandera de la independencia nacional y que el gobierno italiano, movido por sus propios intereses imperialistas, se dispone a enviar armas a los insurrectos argelinos” ¿Cuál debe ser la actitud de los socialistas italianos? Según Trotski, los socialistas italianos, en ese caso, deberían tratar de que las armas italianas llegaran a manos argelinas.
No se trata, a su juicio, de una transacción con el fascismo, como la de Stalin en el Tratado Molotov-Ribbentrop -para Trotski el combate al fascismo y el apoyo a la descolonización eran las dos grandes prioridades de la izquierda a mediados del siglo XX- pero sí de una evaluación precisa de cada coyuntura y de un claro discernimiento entre democracia y fascismo, que ciertas izquierdas todavía no han alcanzado.
Aunque nunca llegó a suscribirla, Trotski estuvo más cerca de una comprensión de las virtudes de la democracia moderna que Lenin y, por supuesto, que Stalin. Esto último no sólo se percibe en su pertinaz defensa de una “oposición” bajo el socialismo o en su clara apuesta por la autonomía intelectual –en aquellos años finales, en México, Trotski escribió con André Breton y Diego Rivera el famoso Manifiesto por un arte revolucionario independiente- sino en su diálogo con pensadores liberales norteamericanos.
Luego de los procesos de Moscú, en Estados Unidos fue creado el American Committee for Defense of Leon Trotsky, al que pertenecieron Edmund Wilson, Suzanne La Follette, Louis Hacker, Norman Thomas, John Dos Passos, Reinhold Niebuhr, George Novack, Franz Boas, John Chamberlain, Sidney Hook y otros intelectuales liberales y socialistas norteamericanos. El presidente de esa comisión, que realizó una investigación independiente sobre los supuestos “crímenes” de Trotski, imputados por Stalin, fue nada menos que John Dewey, uno de los grandes pensadores de la democracia, en Estados Unidos, en la primera mitad del siglo XX.
Desde México, Trotski colaboró resueltamente con dicha comisión. En las dos primeras semanas de abril de 1937, Dewey visitó varias veces a Trotski en Coyoacán y le tomó testimonio para su investigación. En la comitiva que acompañaba al filósofo y pedagogo norteamericano llegó el socialista norteamericano Carleton Beals, quien, según Marie, era agente de Stalin. Pero a pesar del acoso stalinista, la Comisión Dewey terminó su investigación y a fines de ese año absolvió a Trotski de todos los cargos. Según Marie, Trotski agradeció el veredicto de la comisión, pero rechazó la conclusión de Dewey de que el “estalinismo era el producto lógico del bolchevismo y por lo tanto del marxismo revolucionario”.
Asegura Marie que el famoso ensayo de Trotski, “Su moral y la nuestra”, es, esencialmente, una réplica cortés a Dewey. No estoy tan seguro y volveré sobre el tema en un próximo post. Baste tan sólo el recuerdo del diálogo entre Trotski y Dewey para ilustrar, una vez más, que hubo una época en que liberales y marxistas eran capaces de debatir civilizadamente sus diferencias y ponerse de acuerdo en temas vitales como la libertad de expresión y asociación.

martes, 23 de marzo de 2010

El olvidado bien común

Tony Judt, el entrañable historiador londinense que tanto hemos leído en The New York Review of Books, se está muriendo de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Ese Judt moribundo, que uno pensaría ajeno a las condiciones que se requieren para producir libros como su monumental Postwar: A History of Europe since 1945 o su más reciente Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, ha sacado fuerzas para pensar su enfermedad, como puede leerse en el estremecedor texto “Noche”, reproducido en El País (17/ 01/ 10).
En medio de la convalecencia, Judt ha tenido la generosidad y el coraje intelectual de dedicar un ensayo a uno de los conceptos fundamentales de la tradición republicana –el bien común- que algunos liberales, desde Constant hasta Rawls, pasando por Keynes, han compartido, aunque otros, sobre todo en las tres últimas décadas del siglo XX, lo colocaron en un segundo o tercer plano del pensamiento político moderno.
A pesar de la poderosa influencia que, en años recientes, ha ejercido la teoría de la justicia social de John Rawls, la alienación del Estado y, en general, de las políticas públicas, como instancias constitutivas de sujetos modernos, a partir de la mayor satisfacción posible de derechos sociales básicos, generada por la equivocada identificación entre liberalismo y anticomunismo, que cobijó la Guerra Fría, todavía persiste en la mayor parte del mundo.
El libro se titula Ill Fares the Land (New York, Penguin Press, 2010) y en el mismo Judt retoma, por un atajo muy seductor, la crítica a la desocialización del liberalismo que generó la baja Guerra Fría, sobre todo, en el periodo del triunfalismo anticomunista, previo y posterior a la caída del Muro de Berlín. Judt nunca ha ocultado sus simpatías por la socialdemocracia europea, aunque esta última tampoco se libra de sus críticas al narcisismo ideológico de las izquierdas de los 60: “what united the 60’s generation was not the interest of all, but the needs and rights of each”.
En todo caso, el mayor acento de la crítica de Judt está puesto, no en los “malcriados baby-boomers”, sino en el, a su juicio, desastroso saldo de las políticas privatizadoras, desreguladoras y monetaristas de la “Reagan-Thatcher Era”: “the increasing and uncritical adulation of wealth for its own sake. What matters is not how afluent a country is but how unequal it is. The word public was not always a term of opprobrium in the national lexicon”.

lunes, 22 de marzo de 2010

Los tristes pueblos del mar



Al morir, en 2005, el novelista y crítico cubano Antonio Benítez Rojo trabajaba en un volumen de ensayos donde reuniría los escritos sobre plantación, sociedad y cultura en Cuba y el Caribe, que no fueron incluidos en las dos ediciones de La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1989). La estudiosa cubana Rita Molinero, exiliada en Puerto Rico, se encargó de reunir esos textos que aparecen ahora, en la imprescindible editorial puertorriqueña Callejón, bajo el atinado título de Archivo de los pueblos del mar (2010).
Hay algo de cajón de sastre en este volumen: textos inconclusos, bocetos de ensayos, notas de estudio, aunque también se incluyen piezas acabadas como “Paraísos perdidos”, “Azúcar/ poder/ texto” o “Cómo narrar la nación. La novela de la fundación”, sobre el proyecto de literatura nacional difundido por el círculo delmontino, que Benítez publicó, si mal no recuerdo, en la revista mexicana Cuadernos americanos.
El tono fragmentario, que a unos parecerá virtud y a otros, defecto, no desdibuja la fisonomía de Benítez Rojo como ensayista. Aquí están sus grandes temas: el azúcar, las literaturas “nacionales”, las maquinarias “coloniales”, “republicanas” o “socialistas” de producción cultural, la música y la poesía, la utopía y el naufragio, el exilio y el mar, el carnaval y el barroco. En una palabra, el Caribe. Un Caribe que Benítez intentó reconstruir en su inasible multiplicidad: desde los ritmos afroantillanos hasta el silbido de la trompeta china.
Repetimos lo sabido: Antonio Benítez Rojo es, entre los grandes escritores cubanos de la segunda mitad del siglo XX, el que con mayor decisión recolocó a Cuba en su entorno antillano, desafiando, así, una vieja saga de nacionalismos que alienó la gran antilla del archipiélago que la rodea y la constituye. Si en la Colonia y en la República muchos cubanos creyeron estar más cerca de España o Estados Unidos, que del Caribe, en la Revolución no pocos han creído pertenecer a un segundo mundo socialista, que dejó atrás la cultura antillana.
Benítez veía Caribe en todo, donde lo había -la gran poesía, por ejemplo, de Luis Palés Matos, opacada por la no menos grande pero más visible, de su contemporáneo Nicolás Guillén- y donde no lo había: en la novela virreinal, o más específicamente novohispana, El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi. Benítez cubanizaba aquella novela de Lizardi, de manera similar a como Reinaldo Arenas cubanizó a Fray Servando Teresa de Mier en El mundo alucinante.
Hay, sin embargo, en este libro, como bien advierte Rita Molinero, una familiaridad con el tema del Caribe que otorga a la prosa de Benítez un acento íntimo, confesional. Como si al escribir sobre el Caribe, una vez más, al final de su vida, Benítez hablara con el Caribe mismo, erigido en personaje marítimo. Esto último se percibe en el hermoso pasaje sobre la tristeza de las alegres Antillas, también referida, en algún lugar, por Arcadio Díaz Quiñones. Un pasaje donde, afortunadamente, volvemos a leer a ese maestro de la novela y el ensayo que fue Antonio Benítez Rojo:


“El eterno paisaje del mar nos ha hecho mirar hacia afuera, hacia el horizonte, es decir, ser un pueblo extrovertido, sonriente y generoso con el forastero. Esto no es nada nuevo, pues millares de ingleses, franceses y alemanes lo han reconocido en sus libros de viaje. Pero hay algo más difícil de observar que también es muy nuestro. Una tristeza secreta, que rara vez compartimos, producto de nuestro aislamiento microcósmico, de nuestra soledad en medio de tanto turista. Es esta inconformidad de náufrago la que siempre nos ha empujado a abandonar las islas en busca de otras tierras más amplias, más pobladas, más ricas; capitales científicas y tecnológicas donde se nos ocurre que pasan cosas de importancia mayúscula. Con el tiempo nos desencantamos y viene la nostalgia del mar y de la brisa, de las modestas catedrales, de las fachadas barrocas y los cañones herrumbrosos, de las palmeras, el malecón y el carnaval. A veces morimos sin regresar, y eso es triste. Y es que, para no exiliarnos, necesitamos la idea de que pertenecemos a una gran patria, de que no navegamos solos; necesitamos la certidumbre de que individualmente hemos hecho parte de una gran historia y cultura colectivas; necesitamos, en fin, saber más de nosotros mismos, los Pueblos del Mar”

martes, 16 de marzo de 2010

Paz, Sarduy, la humildad y el compromiso

Los escritores Octavio Paz (1914-1998) y Severo Sarduy (1937-1993) eran muy diferentes pero fueron grandes amigos. Paz publicó a Sarduy en sus revistas Plural y, sobre todo, Vuelta –hay unas cuarenta colaboraciones de Sarduy en esta publicación mexicana, entre 1977 y 1994- y admiró la poesía del cubano, especialmente los sonetos y las décimas, un género sarduyano menos reverenciado por la crítica que sus novelas.
Sarduy, por su parte, confesó su “devoción” por el mexicano, que era tal que en sus viajes a la India, aun sabiendo que Paz no estaba en su casa de Nueva Delhi, visitaba su jardín y le cuidaba las rosas. Cuenta Sarduy que cuando un monzón destruyó el jardín de Paz en la India, escribió al poeta y a su esposa, Marie Jo, con detallado parte de daños. Sarduy admitía entonces que su “India no tenía nada que ver con la que había descrito Paz”.
En algún momento de sus vidas, Paz y Sarduy, como casi todas las personas, echaron un vistazo al pasado y se recriminaron cosas. Pero lo que uno lamentaba era lo opuesto a lo que lamentaba el otro. Paz escribió el gran poema “Nocturno de San Ildefonso”, incluido en un cuaderno sintomáticamente titulado Pasado en claro, a mediados de los 70. Unos conocidos versos de aquel poema decían:


El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión
obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
La rabia
se volvió filosofía,
su baba ha cubierto al planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó
la forma del patíbulo
- y la adoran millones.

Era la valiente confesión de un revolucionario que siente sobre sus hombros el peso de una responsabilidad histórica: la responsabilidad de haber alimentado utopías que luego se convirtieron pesadillas colectivas. En 1990, en unas breves memorias tituladas “Para una biografía pulverizada en el número –que espero no póstumo- de Quimera”, Severo Sarduy, muriéndose de SIDA, rememoraba su exilio en París en los primeros años de la Revolución. A diferencia de Paz, sentía que lo que le faltó no fue “humildad” sino “compromiso”.

“Me dieron una beca para estudiar pintura en Europa y me quedé. Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día, soy muy autocrítico: creo que debía haber vuelto, que debía haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad. En definitiva, adopté la solución de facilidad: instalarme en una casa de campo, en las afueras de París, y ponerme a escribir y a pintar. Han pasado treinta años y hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será”.

domingo, 14 de marzo de 2010

Tu historia sin ti


La película I’m Not There (2007) de Todd Haynes sobre la vida de Bob Dylan utiliza un recurso narrativo que muchos biógrafos y novelistas han utilizado en los últimos siglos. Seis actores, con nombres diferentes al de Dylan, representan diversas facetas de la vida del músico. Cate Blanchet, por ejemplo, interpreta al Dylan libérrimo y fanfarrón de los 60, el del documental Don’t Look Back, que espanta las buenas conciencias británicas. Heath Ledger, en cambio, interpreta al Dylan aburguesado de los 70, con casa en los suburbios y fracturas familiares.
El film produce un juego de presencias y ausencias muy curioso, en el que Dylan está y no está o, más bien, está, pero siempre incompleto. Son demasiados los elementos que informan al espectador que se trata, en efecto, de la vida de Bob Dylan. Sólo que el relato biográfico es lo suficientemente elusivo como para que la trama sea, de algún modo, la historia de Dylan sin Dylan, su historia sin él.
En la literatura y en la biografía se ha utilizado el mismo recurso. Pienso, por ejemplo, en los intentos de biografías fragmentarias que aparecen en Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig o en las biografías anónimas, desidentificadas, de Marcel Schwob en Vidas imaginarias. Hay un protagonismo rebajado en esos textos, una reducción del héroe a un pasaje o una anécdota, que despoja la historia de su personaje central.
Otra variable posible del mismo desalojo, sería la recreación ficticia de un momento de la vida de algún personaje célebre. El general en su laberinto de Gabriel García Márquez, por ejemplo, o El alma de Napoleón de León Bloy, un tratado teológico sobre el bonapartismo, centrado en los últimos días del emperador en Santa Helena. Aunque más evanescente, La muerte en Venecia de Thomas Mann, donde el protagonista no se llama Gustav Mahler o Thomas Mann sino Gustav von Aschenbach. Los libros de García Márquez, Bloy y Mann son biografías sin biografiados.
Más cerca, por ejemplo, de la técnica de Haynes -o de Zweig- estaría el maravilloso relato Los últimos días de Emmanuel Kant de Thomas De Quincey. El Kant que aparece ahí, retratado por el clérigo Wasianski es, en buena medida, un antiKant: bebedor de café, mundano, dado a la conversación ligera y a la elusión de toda controversia intelectual. Un Kant ligeramente parecido al Nietzsche del popularísimo libro de Irvin D. Yalom, también llevado al cine, pero muy lejos del magisterio de De Quincey o Haynes.