Están
las utopías de Moro y Campanella, las antiutopías de Huxley y Orwell y las
parodias de la utopía de Rabelais o Woody Allen en su película Bananas (1971) o de Reinaldo Arenas en El color del verano (1990). A esta última modalidad
pertenece, creo, la más reciente novela de Juan Villoro, Arrecife (Anagrama, 2012). En una playa del Caribe, rodeada de
narcotráfico, secuestros y crímenes, un
grupo de ex rockeros y ex drogadictos de los 70, han creado un experimento de
turismo extremo en el hotel La Pirámide.
El
rock y las drogas, la revolución y el sexo, se han convertido en débiles
resonancias para esos sujetos amnésicos. La oferta turística que han inventado
para seres ahítos y tediosos del Primer Mundo contiene visitas a sitios
arqueológicos y cenotes cristalinos, pero, también, a comandos guerrilleros, comarcas inseguras, zonas de alto riesgo y combate al narcotráfico. Como microcosmos de su propio exterior
violento, el resort acoge la historia de un crimen.
Algunos
encontrarán sintonías con Michel Houellebecq en esta novela de Juan Villoro.
Yo, en cambio, la he leído como parodia simultánea de dos utopías: la
de la revolución y la del turismo. No hay plena redención en la primera –más
bien abusos de la memoria, como el de una madre trasmitiendo a su hijo el mito
de que su padre ausente murió en la matanza de Tlatelolco-, ni plena felicidad
en el segundo, en todo caso liberación a medias de la culpa generada por el
confort capitalista.
Debajo
de ambas fantasías emancipatorias subyacen las mismas multitudes neuróticas.
Uno de los filósofos del turismo extremo, en la novela de Villoro, trasmite con
lealtad esta idea masoquista de la institución del balneario caribeño: “cada
especie tiene sus remedios para la desesperación: los caballos se lanzan por un
desfiladero, las ballenas encallan en la playa, el ser humano hace las maletas.
En el futuro no habrá guerras: habrá turistas, invasores cansados. Una
eutanasia en cámara lenta”.
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