Libros del crepúsculo

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domingo, 18 de enero de 2015

Oaxaqueños

Pasamos este fin de semana en Oaxaca gracias a una invitación del escritor e historiador Carlos Tello Díaz, que organiza una serie de conferencias en esta ciudad. Uno tiene la impresión en estos lugares, tan cargados de historia, que la historia nunca deja de suceder, que el presente se agita y el pasado se retuerce en sus tumbas, que el día a día es de los vivos y también de los muertos.
Basta caminar de las piedras verdes del Zócalo a las murallas amarillentas de los viejos conventos de Santo Domingo o el Carmen, para percibir algo más que ese turismo antropológico que deambula por estas ciudades de México. Se ve aquí una juventud local, que no se ve en otras ciudades con el mismo atractivo, arraigada a su comunidad y, a la vez, cada vez más globalizada, que asimila el tiempo de la ciudad de una manera distinta a como lo vivimos sus visitantes.
Recorremos algunos de los pueblos que median entre Oaxaca y Mitla, el sitio arqueológico zapoteco, donde los españoles levantaron un templo católico sobre el centro comunitario y ceremonial de aquella civilización, luego de la decadencia de Monte Albán, y advertimos, acaso, porqué ha producido esta región de México esa persistente y, al mismo tiempo, decisiva intervención en la trama nacional del país.
En Tlacochahuaya vemos la iglesia del siglo XVI, construida por Fray Jordán de Santa Catalina y consagrada a San Jerónimo y no podemos dejar de apreciar, como en la capilla del Rosario o el árbol de la vida en el coro de la iglesia de Santo Domingo, la mano de los artesanos y artistas indígenas, que llenaron las columnas, techos, arcos y hasta el viejo órgano de madera del recinto, de flores y jarrones colorados y angelitos aindiados como ellos mismos.
Frailes dominicos como Juan de Córdoba, de quien se dice que era tan virtuoso que andaba descalzo y sólo usaba zapatos para oficiar misa y que "nunca tocó moneda", autor del primer diccionario de la lengua zapoteca, protegió a artistas indígenas, como el pintor Juan de Arrué, que retrató a San Jerónimo y a San Sebastián en el lenguaje plástico de su comunidad. Los mártires eran figuras de gran aprecio en estas culturas, como se observa, también, en la capilla del Señor de Tlacolula, donde vimos unos San Andrés, San Pablo, San Felipe, Santiago y San Judas Tadeo, con vientres y brazos ensangrentados, colgando de cabeza o de lado en los altares.
Hay en aquel primer momento del choque y el mestizaje cultural un mecanismo de impulsión histórica, que podría rastrearse en los siglos siguientes, destacando esas intervenciones decisivas de Oaxaca y los oaxaqueños en la historia de México. Esta ciudad y esta cultura, como han observado Marcello Carmagnani y tantos otros historiadores y antropólogos, funcionan como una frontera simbólica desde la que se emiten lógicas determinantes de la periferia al centro.
Carlos María de Bustamente y la incesante prédica independentista, Benito Juárez y la tozudez republicana y liberal, Matías Romero y la gran reforma fiscal y diplomática del Estado moderno en México, Porfirio Díaz y la construcción misma de ese Estado en el último tramo del siglo XIX, José Vasconcelos y la gran campaña educativa y cultural de la Revolución Mexicana... ¿No son todas esas energías históricas, en buena medida, construcciones oaxaqueñas, voces fronterizas, presencias de Oaxaca que, sin embargo, marcan el curso de la historia nacional de México, como si se tratara de ramas, tallos y hojas de un mismo árbol de la vida?

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