Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 20 de febrero de 2018

Viajes del saber

La editorial Almenara, en Leiden, Holanda, que dirige el escritor y crítico Waldo Pérez Cino, publicará pronto mi nuevo libro, Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba (2018). La portada es del pintor cubano, exiliado en Nueva York, Geandy Pavón. Aquí, un fragmento del prólogo:

En las últimas décadas, la historia y la teoría culturales han colocado la traducción y la lectura en el centro de sus indagaciones. Leer y traducir, no como formas de asimilación o traslación pasivas de discursos exteriores, tal y como predomina en las dinámicas tecnológicas del consumo cultural en el siglo XXI, sino como prácticas constitutivas de la creación intelectual en el mundo moderno. Desde diversas perspectivas, es algo en lo que han venido insistiendo, en los últimos años, el historiador francés Roger Chartier y el crítico norteamericano Harold Bloom
       Ya en el clásico, El mundo como representación (1992), Chartier propuso pensar la práctica de la lectura en la era moderna, no sólo como mecanismo del “ocio y la sociabilidad” en la Europa de los siglos XVII y XVIII, sino como un momento de la escritura y la construcción de autorías, especialmente en el momento neoclásico de la Ilustración.[1] En la Historia de la lectura en el mundo occidental (1998), que Chartier coordinó con Guglielmo Cavallo, el historiador alemán Reinhard Wittmann sostenía que el nacimiento de un lector moderno, tras la que llamaba “revolución de la lectura” del siglo XVIII, suponía, además de un mercado, la reproducción del tipo de escritor letrado y de las instituciones literarias en que se movía.[2]
       Hace algunos años Jean-Yves Mollier sugirió que con la “industrialización de la literatura”, que avanza aceleradamente desde fines del siglo XVIII hasta la globalización tecnológica del siglo XXI, se produce una resistencia letrada contra la cultura de masas, pero, también, una dilatación del mercado del libro que da refugio a las poéticas más sofisticadas.[3] La lectura vive su propia experiencia de masificación, al compás de la revolución tecnológica, y crea circuitos alternativos de recepción de la mejor literatura global.
       Harold Bloom observaba a principios del presente siglo la apoteosis de aquella lectura moderna, profesional, que, a su juicio, se había vulgarizado con el academicismo y la tecnificación del mercado editorial.[4] Hasta el siglo XIX los grandes escritores fueron grandes lectores, que no se entregaron, necesariamente, a la lectura, para convertirse en buenos escritores. Valores ilustrados como la sabiduría, el abandono de los tópicos o el mejoramiento humano habían sido finalidades de la lectura para Samuel Johnson o Ralph Waldo Emerson. Escritores del siglo XX, como Thomas Mann o Wallace Stevens, harán de la lectura un medio de perfeccionamiento de su ironía y su esteticismo. Una suerte de “lectura creativa”, el término del que renegó alguna vez el propio Bloom.[5]
       Pocos escritores contemporáneos en América Latina entendieron esa mezcla de lectura y escritura, en un mismo acto de creación, como el argentino Ricardo Piglia. En su ensayo, “El escritor como lector”, Piglia evocaba la sonada conferencia de Witold Gombrowicz en Buenos Aires, en 1947, titulada “Contra los poetas”, para sostener que “la literatura es un modo de leer, ese modo de leer es histórico y social, y se modifica”.[6] Una formulación que nada tiene que ver con el llevado y traído “historicismo”, que tanto aborrece Bloom –sin entender, me parece, lo que fue el historicismo, desde el punto de vista filosófico, a principios del siglo XX- ya que Piglia se apresura a agregar: “lo histórico no está dado, se construye desde el presente y desde las luchas del presente. Al cambiar el modo de leer, la disposición, el saber previo, cambian también los textos del pasado”.[7]
       Y quien dice leer en América Latina y, específicamente, en el Caribe –región entre imperios-, dice traducir. La lectura, entendida como práctica de la producción intelectual, en naciones coloniales y postcoloniales como las nuestras ha estado siempre entrecruzada con la traducción. Traducción literal o filológica, pero también cultural e ideológica. Los historiadores de la traducción en el espacio iberoamericano cada vez conceden más importancia a este segundo tipo de traducción, como una actividad que corre paralela y mezclada con la circulación de ideas en el Atlántico.[8]
       En todas las naciones latinoamericanas, el campo intelectual, en diversos momentos de su historia, ha vivido la tensión entre corrientes cosmopolitas y nacionalistas, más abiertas al mundo o más volcadas hacia lo propio. Pero la traducción de ideas ha conformado el campo referencial de unas y otras, por igual. La transferencia y recreación de imágenes y conceptos atraviesa el proceso de producción cultural a todos los niveles: desde la música popular hasta el arte abstracto, la filosofía analítica o la literatura de vanguardia. Los proyectos ideológicos más nativistas en América Latina se han nutrido de representaciones de la identidad que no pueden eludir conexiones con el pensamiento europeo, africano o asiático.
       Dos pensadores radicales de la descolonización, Frantz Fanon y Edward Said, dan cuenta de lo anterior. En Los condenados de la tierra (1961), lo que Fanon reprochaba a los intelectuales de las colonias europeas en África no es que conocieran a Rabelais, Diderot, Shakespeare y Poe sino que no tradujeran ese saber en defensa de sus culturas nacionales.[9] Algo que reitera Said, quien en Cultura e imperialismo (1993), luego de citar a Fanon, recuerda que no existe un Calibán sino dos: el universalista y el fundamentalista. El modelo de Said, un estadounidense cristiano de origen palestino-libanés, era, claramente, el primero: “es mejor la opción en que Calibán ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia situación social e histórica”.[10]
       Más que una traición, la traducción implica una recreación o, lo que es lo mismo, una creación, una invención. Con respecto a la práctica de traducir podría afirmarse lo mismo que Harold Bloom sostenía a propósito de la lectura creativa. Cada autor, cada revista, cada editorial, cada grupo intelectual e, incluso, cada Estado, traduce ideas para crear las redes imaginarias de una esfera pública. George Borrow, el viajero inglés del siglo XIX, autor de La Biblia en España (1843), decía que una traducción era un “eco”. Lo decía irónicamente, en el mismo sentido de Jorge Luis Borges cuando afirmaba que había originales “infieles” a sus traducciones. Pero de eso se trata la vida intelectual, de convertir los ecos en nuevas voces.

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[1] Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 107-120.
[2] Reindhard Wittmann, “¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, ed., Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, pp. 451-472.
[3] Jean-Yves Mollier, La lectura en Francia durante el siglo XIX, Ciudad de México, Instituto Mora, 2009, pp. 69-75.
[4] Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 21-22.
[5] Ibid, p. 24.
[6] Ricardo Piglia, Antología personal, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 91.
[7] Ibid.
[8] Pilar Ordóñez López y José Antonio Sabio Pinilla, Historiografía de la traducción en el espacio ibérico, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2015, pp. 243-280.
[9] Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 199-200.
[10] Edward Said, Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama, 2012, p. 333.

2 comentarios:

  1. Es posible poder leerlo aunque sea digital??... se hace muy difícil desde dentro poder leer. Un saludo.

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  2. Intentaremos hacer una edición digital, Melissa. Este libro fue propuesto por la editorial Capiro, de Santa Clara, al Instituto Cubano del Libro, y esta institución lo rechazó.

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