Los freikorps eran cuerpos
paramilitares formados por veteranos del ejército imperial alemán, que habían
participado en la Primera Guerra Mundial, y cargaban con el rencor de la
derrota. El 15 de enero de 1919, un contingente de esas fuerzas se reunió en el
hotel Edén de Berlín y, con el visto bueno del presidente socialdemócrata
Friedrich Ebert, planeó el asesinato de los líderes comunistas Karl Liebknecht y
Rosa Luxemburgo.
A Luxemburgo, una judía
polaca de 48 años, menuda y enérgica, le rompieron el cráneo con la culata de
un rifle, la acribillaron a balazos dentro de un coche y la arrojaron al canal
Landwehr de Berlín. Isaac Deutscher, el importante historiador marxista judío
polaco, biógrafo de Stalin y de Trotsky, escribió que aquel asesinato había
sido “el último triunfo de la dinastía Hohenzollern y el primero de la Alemania
nazi”.
Luxemburgo fue asesinada en
su momento de máxima creatividad teórica y política, ligado a la creación del
Partido Comunista alemán desde las filas de la Liga Espartaco. La parte más
delicada de dicho proceso tenía que ver con las relaciones de esa nueva
organización y el Partido Bolchevique ruso, que había encabezado la exitosa
Revolución de Octubre de 1917. Los bolcheviques establecieron las pautas de una
práctica revolucionaria que, a juicio de sus líderes, debían seguir los demás
comunistas europeos.
De las conocidas palabras de Lenin, a la muerte de
la pensadora socialista, se infiere que Luxemburgo no estaba dispuesta a seguir
al pie de la letra el libreto bolchevique: “un águila puede en ocasiones
descender más bajo que una gallina, pero jamás una gallina podrá ascender a las
alturas de un águila. Rosa Luxemburgo se equivocó en la cuestión de la independencia
de Polonia, se equivocó en 1903 cuando enjuició el menchevismo, se equivocó…
Pero a pesar de todas esas fallas sigue siendo un águila, y su recuerdo será
venerado por los comunistas de todo el mundo”.
Dos de las mayores divergencias entre Luxemburgo y
Lenin fueron las de la cuestión nacional y la del papel del partido comunista
en la revolución. La estudiosa y traductora María José Aubet sugiere que por
haber sido una judía polaca en Alemania, que manejaba con soltura el alemán, el
inglés, el francés y el ruso, además del polaco y el yiddish, Luxemburgo
desarrolló una visión cosmopolita de la causa socialista que la distanciaba no
sólo del nacionalismo católico polaco sino de la idea de una federación de
nacionalidades como la impulsada por el proyecto soviético.
En su libro La
cuestión nacional y la autonomía (1909), antes de que la crítica pacifista
e internacionalista a la Primera Guerra Mundial se pusiera de moda, Luxemburgo
cuestionó el “derecho a la autodeterminación de las nacionalidades dentro del
Estado”, establecido en el programa del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso
luego de la Revolución de 1905. Ese principio le parecía una inercia del
nacionalismo romántico del siglo XIX, que entrañaba el peligro de un
imperialismo paneslavo con ropaje socialista.
La otra de las “equivocaciones” de Luxemburgo,
según Lenin, fue su rechazo al despotismo que observaba en la “dictadura del
proletariado” ejercida por una “vanguardia partidista”. La “democracia
socialista” no era algo diferible, como si se tratara de un “regalo de Navidad
o de la Tierra Prometida”: era una premisa de la Revolución misma. Según
Luxemburgo, quienes se equivocaban eran Lenin y los bolcheviques, al
contraponer socialismo y democracia:
“Ellos se equivocan completamente en los medios
que emplean. El decreto, la fuerza dictatorial del superintendente de fábrica,
las medidas draconianas, el régimen del terror no son más que paliativos. El
único camino para este renacer es la escuela de la vida pública misma, la más
ilimitada, la más amplia democracia y la más amplia influencia de la opinión
pública. Es el gobierno del terror el que desmoraliza”.
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