Libros del crepúsculo

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sábado, 18 de octubre de 2025

Centenario y actualidad de La Raza Cósmica




Más o menos por estos días, hace cien años años, debió comenzar a circular la primera edición del deslumbrante ensayo La raza cósmica de José Vasconcelos. En la reciente edición crítica de ese clásico del pensamiento latinoamericano, en la editorial Verbum, la estudiosa Yannelys Aparicio Molina señala que, aunque no puede fecharse con precisión el día de la salida de imprenta de aquella primera versión, a cargo de la Agencia Mundial de Librería, en Madrid, muy probablemente debió ser en octubre de 1925. 

 Un artículo en el periódico La Época, de Melchor Fernández Almagro, historiador y periodista granadino, quien a diferencia de su amigo Federico García Lorca, se alinearía con el bando franquista en la guerra civil, anunciaba, en noviembre de 1925, que circulaba en librerías madrileñas un manifiesto iberoamericanista, escrito por el ex Rector de la Universidad y ex Secretario de Educación Pública de México, José Vasconcelos. 

 La profecía del ensayo vasconcelista, esto es, que el ascenso del mestizaje produciría una quinta raza universal, que contendría virtudes de las cuatro originarias y haría trascender el racismo, comenzó a ser cuestionada desde muy pronto, no sólo por pensadores racistas sino por antropólogos críticos del evolucionismo e, incluso, del funcionalismo, como el cubano Fernando Ortiz. 

 Pero la premisa de Vasconcelos, que no era otra que un cuestionamiento a fondo del darwinismo social y la eugenesia, del evolucionismo y el positivismo, de Gobineau y Spencer, era correcta. Lo que interesaba al mexicano era refutar la creencia, durante siglos basada en estereotipos y, a partir del último tramo del siglo XIX, sustentada en saberes pseudocentíficos, de que había unas razas superiores a las otras y, lo que era igual de importante, que esa jerarquía racial determinaba el mayor o más rápido acceso a la civilización y el progreso. 

 Comenzaba Vasconcelos desafiando el mito de los orígenes: las culturas de los pueblos originarios incaicos de Los Andes, así como las de los mayas y toltecas, quechuas y mexicas, eran “tan antiguas como las que más en el planeta”. Por momentos, se enfrascaba Vasconcelos en una disputa por aquella antigüedad, que luego fue abandonando –en el Prólogo que se insertó en la edición de Espasa Calpe, en 1948, concedía que la “raza más antigua de la Historia era le da los egipcios”. 

 Sin embargo, lo decisivo en su argumentación era el cuestionamiento de aquellas falsas jerarquías raciales que, tanto en Europa como en las dos Américas, habían derivado, desde fines del siglo XIX, en una especie de torneo pueril entre los caracteres o temperamentos sajones y latinos. Para Vasconcelos, el peor saldo del discurso darwinista había sido su desplazamiento de la etnología y la antropología a la sociología y la psicología, creando esos cuadros ridículos de razas más o menos aptas para el desarrollo material y espiritual. 

 Los críticos de Vasconcelos tienen razón en que la ideología del mestizaje que se sugiere en La raza cósmica también contiene elementos racistas, que restan visibilidad a los pueblos originarios o a las comunidades afrodescendientes. Pero si la lectura del ensayo vasconcelista se mueve de la parte profética a la más reactiva del texto se constatará que estamos en presencia de uno de los más apasionados alegatos contra el racismo del siglo XX latinoamericano. 

Muy probablemente, el fundamento doctrinal del latinoamericanismo de Vasconcelos también estuviese equivocado. De lo que no cabe duda es que su asignación de un papel antirracista a América Latina y el Caribe en el mundo posee un poderoso mensaje político que no deja de ser actual. Escrito en el nacimiento de los fascismos, buena parte de la argumentación de aquel ensayo es válida para hoy, cuando las más peligrosas supercherías racistas vuelven a circular, con el aliento de líderes políticos de grandes potencias globales.

Osvaldo Sánchez y el cuerpo de la nación






Hace poco falleció en Mérida, donde residía desde los últimos años, el poeta, narrador y crítico cubano Osvaldo Sánchez. La naturalidad de su presencia entre nosotros hacía olvidar la relevancia de su obra para Cuba y México entre fines del siglo pasado e inicios del presente. Ahora la memoria impone su rescate. 

 En el principio fue, como casi siempre en Cuba, la poesía. En 1983, luego de haber ganado el Premio David, se publicó en La Habana el cuaderno Matar al último venado de Sánchez, quien junto a Reina María Rodríguez, Soleida Ríos y Marilyn Bobes, proyectaría una voz reconocible en el arranque de aquella poesía del fin del siglo XX cubano. 

 Los poemas Sánchez afinaban la mirada a los cuerpos de la isla. Hablaban de jóvenes amantes que emprendían una “oscura ascensión”, de bañistas de la Playita de 16 que eran “adolescentes frívolos”, con “máscaras doradas”, sobre “zeppelines verdes”, de un “último venado” acechado por “arqueros en los árboles”, de Paul Rée y Lou-Andreas Salomé, y de su hermana mayor, que emigró por el Mariel en 1980: “matamos a mi hermana, con un golpe de patria, ahí en la puerta”. 

 En La Habana de los 80, graduado de Historia del Arte, se estrenó como crítico y guionista. Defendió el giro postmoderno de la plástica cubana, que vio personificado en la obra de Flavio Garciandía, José Bedia o Consuelo Castañeda, y escribió el guion del film Papeles secundarios (1989) de Orlando Rojas, cuya propuesta visual desestabilizó las formas de representación cinematográfica en Cuba. 

 Desde su llegada a México en 1990, Sánchez se insertó en el circuito más sofisticado de la fotografía y el arte. Colaboró en varios proyectos con Graciela Iturbide y escribió las palabras del catálogo de la serie En el nombre del padre (1993), con fotos tomadas en la Mixteca poblana y oaxaqueña. Observó el crítico un “espectáculo de aniquilación” en las fotos de Iturbide, donde resplandecían los cuchillos y las sangres de los borregos. 

 Luego de unos años trabajando en el Festival Cervantino, Osvaldo Sánchez inició una carrera exitosa como curador y director de museos en la Ciudad de México. Dirigió primero el Museo Carrillo Gil, luego el Tamayo de Arte Contemporáneo y, finalmente, el de Arte Moderno. En los tres dio visibilidad a una nueva generación de artistas mexicanos o residentes en México, que renovaban el lenguaje plástico. 

 La obra de Sánchez como curador y gestor fue una extensión de su proyecto como crítico, desarrollado primero en Cuba y luego en sus columnas en el periódico Reforma y las revistas Poliester y Curare. Si en Cuba, Sánchez había defendido la respuesta postmoderna al agotamiento paralelo del realismo socialista y el nacionalismo revolucionario, en México advirtió que dentro de la plataforma conceptualista, que él mismo alentaba, surgía un “neomexicanismo” que, a su juicio, exigía otra lectura. Artistas como Carlos Amorales, Minerva Cuevas, Betsabée Romero, Boris Viskin, Daniela Rossell, Francis Alÿs, Melanie Smith, Teresa Margolles y el Grupo Semefo serían algunas variantes de aquella poética. 

Un ensayo de Sánchez de 2001, en Curare, titulado “El cuerpo de la nación. El neomexicanismo: la pulsión homosexual y la desnacionalización”, mostraba las paradojas de esa vuelta al discurso identitario en las artes visuales: por un lado, aquel arte retaba la ficción modernizadora del neoliberalismo, pero por el otro, creaba otra barreras de distinción. 

 Habrá que regresar, en homenaje al poeta y al crítico, a aquellos desencuentros entre Cuba y México en el diálogo sordo de nacionalismos y revoluciones muertas y vampirizadas. La mayor antigüedad de la Revolución mexicana pudo propiciar, a los ojos de Sánchez, el sentido de un neomexicanismo a principios del siglo XXI. No en Cuba, donde a pesar de tanta experiencia diaspórica o transnacional, la hegemonía nacionalista sigue excluyendo los cuerpos reales de la nación.