Libros del crepúsculo

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sábado, 18 de octubre de 2025

Osvaldo Sánchez y el cuerpo de la nación






Hace poco falleció en Mérida, donde residía desde los últimos años, el poeta, narrador y crítico cubano Osvaldo Sánchez. La naturalidad de su presencia entre nosotros hacía olvidar la relevancia de su obra para Cuba y México entre fines del siglo pasado e inicios del presente. Ahora la memoria impone su rescate. 

 En el principio fue, como casi siempre en Cuba, la poesía. En 1983, luego de haber ganado el Premio David, se publicó en La Habana el cuaderno Matar al último venado de Sánchez, quien junto a Reina María Rodríguez, Soleida Ríos y Marilyn Bobes, proyectaría una voz reconocible en el arranque de aquella poesía del fin del siglo XX cubano. 

 Los poemas Sánchez afinaban la mirada a los cuerpos de la isla. Hablaban de jóvenes amantes que emprendían una “oscura ascensión”, de bañistas de la Playita de 16 que eran “adolescentes frívolos”, con “máscaras doradas”, sobre “zeppelines verdes”, de un “último venado” acechado por “arqueros en los árboles”, de Paul Rée y Lou-Andreas Salomé, y de su hermana mayor, que emigró por el Mariel en 1980: “matamos a mi hermana, con un golpe de patria, ahí en la puerta”. 

 En La Habana de los 80, graduado de Historia del Arte, se estrenó como crítico y guionista. Defendió el giro postmoderno de la plástica cubana, que vio personificado en la obra de Flavio Garciandía, José Bedia o Consuelo Castañeda, y escribió el guion del film Papeles secundarios (1989) de Orlando Rojas, cuya propuesta visual desestabilizó las formas de representación cinematográfica en Cuba. 

 Desde su llegada a México en 1990, Sánchez se insertó en el circuito más sofisticado de la fotografía y el arte. Colaboró en varios proyectos con Graciela Iturbide y escribió las palabras del catálogo de la serie En el nombre del padre (1993), con fotos tomadas en la Mixteca poblana y oaxaqueña. Observó el crítico un “espectáculo de aniquilación” en las fotos de Iturbide, donde resplandecían los cuchillos y las sangres de los borregos. 

 Luego de unos años trabajando en el Festival Cervantino, Osvaldo Sánchez inició una carrera exitosa como curador y director de museos en la Ciudad de México. Dirigió primero el Museo Carrillo Gil, luego el Tamayo de Arte Contemporáneo y, finalmente, el de Arte Moderno. En los tres dio visibilidad a una nueva generación de artistas mexicanos o residentes en México, que renovaban el lenguaje plástico. 

 La obra de Sánchez como curador y gestor fue una extensión de su proyecto como crítico, desarrollado primero en Cuba y luego en sus columnas en el periódico Reforma y las revistas Poliester y Curare. Si en Cuba, Sánchez había defendido la respuesta postmoderna al agotamiento paralelo del realismo socialista y el nacionalismo revolucionario, en México advirtió que dentro de la plataforma conceptualista, que él mismo alentaba, surgía un “neomexicanismo” que, a su juicio, exigía otra lectura. Artistas como Carlos Amorales, Minerva Cuevas, Betsabée Romero, Boris Viskin, Daniela Rossell, Francis Alÿs, Melanie Smith, Teresa Margolles y el Grupo Semefo serían algunas variantes de aquella poética. 

Un ensayo de Sánchez de 2001, en Curare, titulado “El cuerpo de la nación. El neomexicanismo: la pulsión homosexual y la desnacionalización”, mostraba las paradojas de esa vuelta al discurso identitario en las artes visuales: por un lado, aquel arte retaba la ficción modernizadora del neoliberalismo, pero por el otro, creaba otra barreras de distinción. 

 Habrá que regresar, en homenaje al poeta y al crítico, a aquellos desencuentros entre Cuba y México en el diálogo sordo de nacionalismos y revoluciones muertas y vampirizadas. La mayor antigüedad de la Revolución mexicana pudo propiciar, a los ojos de Sánchez, el sentido de un neomexicanismo a principios del siglo XXI. No en Cuba, donde a pesar de tanta experiencia diaspórica o transnacional, la hegemonía nacionalista sigue excluyendo los cuerpos reales de la nación.

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