Los dos últimos libros del escritor cubano Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970) respetan y, a la vez, violan una regla no escrita del grupo Diáspora(s), que lanzó el samizdat habanero del mismo nombre a fines de los 90. Aquellos escritores parecían decir no a la novela y entregarse al rol del "narrador", pensado por Walter Benjamin no como una categoría integradora de todas las ficciones sino como arquetipo contrapuesto al del novelista. El narrador, según Benjamin, era un escritor de relatos que se resistían a la formas genéricas del cuento o de la novela. Y no precisamente por la mayor o menor extensión del texto.
Varios de ellos y, especialmente, los dos principales editores de la publicación, Rolando Sánchez Mejías y el propio Aguilera, se han movido en las últimas décadas entre la poesía y un tipo de relato -Historias de Olmo del primero o Teoría del alma china del segundo- que cabría dentro de la conceptualización benjaminiana de lo narrativo. Aguilera, sin embargo, ha publicado en el último año una novela y una nouvelle, que se abren más claramente a la encrucijada que el mercado del libro impone a escritores que han apostado, centralmente, por la escritura antes que por la institución-literatura.
Aguilera ha vivido la última década peregrinando entre diversas ciudades centroeuropeas: Bonn, Dresde, Frankfurt, Graz, Hannover y, finalmente, Praga, donde reside actualmente. Esa experiencia se ha filtrado en su narrativa por medio de la novela El imperio Oblómov (2014), perfecta parodia de la tradición de la saga familiar en la literatura de esa región fronteriza, donde comienza el Este o donde acaba el Oeste. Un tradición que lo mismo puede reclamar para sí la última novela de Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, o la primera de Thomas Mann, Los Buddenbrook, y que, de tanta afirmación predecible, ha acabado en caricaturas como Sunshine (1999), el film genealógico de István Szabó.
La parodia de Aguilera, en la que una estirpe de Oblómov -el personaje de Iván Goncharov que se convertiría en tipificación del tedio y la abulia en la cultura rusa del XIX- se reproduce a lo largo de varias generaciones por medio de variantes seriales de un mismo sujeto (Oblómov el Grande, Oblómov el Tuerto, Oblómov el Mudo, Oblómov el Piadoso, Oblómov Satanás, Gran Oblomovina, Mamushka Oblomovina, Oblomovina la Contenta...), es un pretexto para narrar los imperios, las guerras, las dictaduras, los exilios y los racismos en el Este de Europa. Una historia de muertes, en la que la genealogía Oblómov abre paréntesis a otras tramas de sangre, como la de los Uliánov en Rusia, que resume, a su vez, la experiencia de la Revolución Rusa, leída por Aguilera en la obra del historiador londinense E. H. Carr.
La clave de El imperio Oblómov no está en la trama de la novela sino en la extrañeza de un narrador que se ubica desde las primeras líneas fuera del territorio de la ficción. Un narrador que "odia el Este y todo lo que simboliza el Este". Ese narrador, que aborrece la sobrevida del pasado en la memoria, es el mismo que cuenta en primera persona la trama del relato Clausewitz y yo (2015). La historia de un parricida, que con una Remignton revienta el cráneo a su padre alcohólico y patán. Un relato sádico que, por momentos, recuerda a Kafka o a Palacio, el ecuatoriano de Un hombre muerto a puntapiés (1927), que describe el parricidio como una de las bellas artes.
La experiencia centroeuropea vuelve a asomar la cabeza en esta nouvelle de Aguilera. Toda la mentalidad opresiva del padre ejecutado estaba codificada por un puñado de referencias al tratado Sobre la guerra de Karl von Clausewitz. El padre es aquí la alegoría cabal de un autoritarismo, cifrado en la Prusia del siglo XIX, que hace del mal gusto la estética oficial del despotismo y que convierte la cría e ingesta de conejos en una versión familiar de la economía de Estado. Europa central funciona, en la narrativa de Carlos A. Aguilera, como una suerte de gran archivo del totalitarismo, del que es posible derivar cualquier representación literaria del terror.
Libros del crepúsculo
domingo, 9 de agosto de 2015
viernes, 7 de agosto de 2015
Montaigne en la playa
Antoine Compagnon, profesor de Columbia y autor de ese ensayo ejemplar titulado Los antimodernos, vuelve a escribir sobre Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, en buena medida, por haber sido un pensador "antimoderno". No escribe, esta vez, Compagnon como el profesor que es, no se interesa por la "alegoría" o cualquier otra puerta conceptual a los Ensayos. Escribe como comentarista, como vacacionista que glosa a un autor entrañable.
Un verano con Montaigne (2015) repite el gesto de Jean Lacouture en su Montaigne a caballo (2007) de devolver al escritor a su cuerpo y, en especial, a la historia de su cuerpo. A sus cólicos, sus largas cabalgatas, sus miedos y fiebres. Pero a Compagnon le interesan más puntualmente las marcas que esos llamados del cuerpo dejan en la escritura. El resultado es un Montaigne enfermo, que se cae del caballo con frecuencia, que pierde dientes, que depende del olfato como de ningún otro sentido y que aborrece a los médicos.
Lo que ha hecho Compagnon, bajo la luminosidad de la playa, es leer el cuerpo de Montaigne que se oculta bajo la escritura de los Ensayos. Un ejercicio de transparencia radical, en el que la lectura es develación de noticias y datos, expedientes y diagnósticos, como si se tratase de un discurso clínico cubierto por una espesa capa moral. El Montaigne antimoderno que sigue interesando a Compagnon, que duda del progreso y augura que el contacto de la civilización occidental con América pervertirá al Nuevo Mundo, es un caballero que escoge bien la camisa que se pone, que estudia a los hermafroditas, que caza y galantea.
En resumidas cuentas, lo que ha intentado Compagnon es presentarnos al antimoderno Montaigne como un contemporáneo suyo. No una sino varias veces detectamos a Compagnon retratándose a sí mismo a través de su semblanza de Montaigne. Lo mismo cuando relativiza la positividad de la memoria que cuando vindica el poder epistémico y moral de la verdad. Pero sobre todo cuando lee a Montaigne colocado en las antípodas de Maquiavelo, que piensa que el éxito político del letrado está en presentarse como lo que es y no como eminencia gris o poder espiritual detrás del trono.
El letrado que, como Montaigne o Maquiavelo, entra en lides diplomáticas o políticas, según Compagnon, tiene más posibilidades de triunfar si actúa más como el primero que como el segundo. Es decir, si no aspira al rol de consejero del príncipe o a cualquier modalidad del compromiso y se atiene al lugar de la cultura o el saber como territorios de intervención en la diplomacia o la política. Presentarse como lo que es y seguir la "vía abierta", en vez de la "vía encubierta" de Maquiavelo, es, según Montaigne y según Compagnon, la opción más feliz y, también, la más eficaz.
Un verano con Montaigne (2015) repite el gesto de Jean Lacouture en su Montaigne a caballo (2007) de devolver al escritor a su cuerpo y, en especial, a la historia de su cuerpo. A sus cólicos, sus largas cabalgatas, sus miedos y fiebres. Pero a Compagnon le interesan más puntualmente las marcas que esos llamados del cuerpo dejan en la escritura. El resultado es un Montaigne enfermo, que se cae del caballo con frecuencia, que pierde dientes, que depende del olfato como de ningún otro sentido y que aborrece a los médicos.
Lo que ha hecho Compagnon, bajo la luminosidad de la playa, es leer el cuerpo de Montaigne que se oculta bajo la escritura de los Ensayos. Un ejercicio de transparencia radical, en el que la lectura es develación de noticias y datos, expedientes y diagnósticos, como si se tratase de un discurso clínico cubierto por una espesa capa moral. El Montaigne antimoderno que sigue interesando a Compagnon, que duda del progreso y augura que el contacto de la civilización occidental con América pervertirá al Nuevo Mundo, es un caballero que escoge bien la camisa que se pone, que estudia a los hermafroditas, que caza y galantea.
En resumidas cuentas, lo que ha intentado Compagnon es presentarnos al antimoderno Montaigne como un contemporáneo suyo. No una sino varias veces detectamos a Compagnon retratándose a sí mismo a través de su semblanza de Montaigne. Lo mismo cuando relativiza la positividad de la memoria que cuando vindica el poder epistémico y moral de la verdad. Pero sobre todo cuando lee a Montaigne colocado en las antípodas de Maquiavelo, que piensa que el éxito político del letrado está en presentarse como lo que es y no como eminencia gris o poder espiritual detrás del trono.
El letrado que, como Montaigne o Maquiavelo, entra en lides diplomáticas o políticas, según Compagnon, tiene más posibilidades de triunfar si actúa más como el primero que como el segundo. Es decir, si no aspira al rol de consejero del príncipe o a cualquier modalidad del compromiso y se atiene al lugar de la cultura o el saber como territorios de intervención en la diplomacia o la política. Presentarse como lo que es y seguir la "vía abierta", en vez de la "vía encubierta" de Maquiavelo, es, según Montaigne y según Compagnon, la opción más feliz y, también, la más eficaz.
domingo, 2 de agosto de 2015
Léon Bloy y la crítica como panfleto
En medios iberoamericanos se lee con frecuencia el lamento de que ya no se escribe crítica literaria profesional en periódicos, revistas o suplementos culturales. Quienes lamentan tienen razón, pero la crítica literaria que echan en falta suele ser de muy distinta naturaleza. Hay quienes añoran la crítica literaria de estilo ponderado y grave de Dámaso Alonso o Alfonso Reyes y hay quienes se identifican con el arquetipo del crítico "impune", de que ha hablado Christopher Domínguez Michael, a la manera de ciertos momentos de Jorge Cuesta o, más claramente, de Virgilio Piñera. Pero existen también quienes asocian la crítica literaria con el panfleto, no con el panfleto religioso, moral o político, sino con el panfleto estrictamente literario.
En Iberoamérica se escribió mucho panfleto sobre masonería, catolicismo o temas coyunturales de la política entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. En buena medida, el modelo de aquellos panfletistas religiosos, morales o políticos fue el francés Paul-Louis Courier (1772-1825), autor de decenas de libelos, cartas abiertas, peticiones y pasquines sobre todo tema público, que él mismo llamaba "venenos impresos". A fines de la centuria, otro escritor francés, Léon Bloy (1846-1917), llevaría el género cabalmente a la crítica literaria. Católico converso y fervoroso, admirador de Napoleón y de Pío IX y partidario de la canonización de Cristóbal Colón, Bloy escribió una crítica literaria dirigida contra las autoridades de la literatura francesa de su tiempo.
Recientemente la editorial Berenice, en España, ha rescatado en traducción de Teresa Lanero, una parte de la crítica literaria de Bloy, sobre todo, en los años 1880. Se trata de las colaboraciones del escritor católico para la revista Le Chat Noir, editada en un cabaret parisino del mismo nombre, donde se reunía un grupo de escritores de poco reconocimiento, nucleados en torno al poeta Émile Goudeau, que antes había integrado el efímero club de Les Hydropathes. Aquellas críticas literarias de Bloy fueron reunidas en un volumen titulado Propos d'un entrepreneur de démolitions (1884), que ahora se traduce al español como De un experto en demoliciones.
El blanco de las demoliciones de Bloy fueron, como decíamos, las celebridades literarias de la Francia de la Tercera República, vivas o muertas: desde los liberales antibonapartistas Benjamin Constant y Madame Staël, reivindicados tras la caída del Segundo Imperio, hasta los grandes novelistas románticos y naturalistas y los poetas parnasianos y simbolistas. Staël, según Bloy, era la "gran Sibila del entusiasmo" y Constant, ese "Trissotin (por el personaje avaro y pedante de Mollière) del jacobinismo atemperado". Entre los pensadores de su tiempo, casi todo el odio de Bloy se concentraba en Ernest Renan: "rostro lampiño, nariz vitelina enrojecida y picada con pequeños sabañones que parecían mezcla entre las yemas de la flor del melocotonero y las pústulas bermellón del lloriqueo crónico..., su papada gorda y suculenta es la de un eclesiástico que lleva tiempo acomodado a las delicadezas de este mundo carnal..., su oreja estirada de doctor viejo y saduceo poseído por el espíritu de la disputa y medio sordo".
Según Bloy, los poetas y narradores de la generación anterior (Lamartine, Hugo, Balzac, De Vigny, Stendhal, Baudelaire, Musset...) tenían muy poco que decir a la Francia finisecular. Entre los novelistas milagrosamente se salvaba Flaubert y los naturalistas, al estilo de Zola y Maupassant, eran los "parásitos de nuestro virus nacional", que sólo estaban ahí para saciar al "insalubre burgués que los adora". Zola, especialmente, es, según Bloy, el "mas afecto y vanidoso de los novelistas que se ha pasado quince años pavoneándose y estafando sobre una tarima de estrepitosa publicidad". Simbolistas o parnasianos, Baudelaire o Banville, Leconte de Lisle o José María de Heredia son "rumiantes del Parnaso", adoradores de una aristocracia venida a menos.
Entre los poetas Bloy se ensaña con Catulle Mendès, al que, en evidente antisemitismo, llama "Abraham" y "horrible judío que necesita una piel nueva que sustituya la suya, que comienza a estar demasiado usada". Mendès, al decir de Bloy, resulta "tan bizantino que podría representar él solo toda la decadencia". Entre los críticos, naturalmente, la "masacre" se dirige contra Sainte-Beuve y su discípulo Louis Veuillot. Ambos son ese "caracol sin clarividencia que deja tras de sí una baba de treinta volúmenes antes de extraer una serie de frivolidades inauditas de su pensamiento para regresar a la pavorosa nulidad de sus orígenes".
Pero las masacres y demoliciones de Bloy tienen límites precisos, que son, en resumidas cuentas, sus amigos y patrocinadores. Émile Goudeau, Rodolphe Salis y Maurice Rollinat, tres nombres hoy menos recordados que cualquiera de los anteriores, son referidos como genios. Y entre todos sus amigos, desde luego, el ídolo de Bloy, Barbey d'Aurevilly, monarquista y jansenista, enemigo de la Tercera República, será tratado como príncipe secreto o no reconocido del Parnaso. En una supuesta reseña de Lo que no muere, luego de exaltar Las diabólicas y otras obras de Barbey d'Aurevilly como "frescos morales del horror más obsesivo, que no pretenden ser más que la historia del Pecado y que cuentan esa historia de una manera poderosa", Bloy se disculpa de no tener necesidad de comentar la obra de marras: "después de esta afirmación, sin duda entenderán que me niegue a realizar cualquier análisis o examen estricto de Lo que no muere". Si se ha dicho que su autor es un genio, qué más decir.
Grandes admiradores de Léon Bloy en Hispanoamérica como Rubén Darío y Jorge Luis Borges se percataron de esas arbitrariedades y, en el fondo, aunque disfrutaron su estilo no lo colocaron en el lugar de eso que Domínguez Michael, pensando en Leopoldo Alas (Clarín), llama "la crítica impune". Según Darío, en Los raros, Bloy fue un "sagitario del moderno bajo imperio social e intelectual", que midió a "grandes, medianos y pequeños con el mismo rasero". Borges dirá que había en la prosa de Bloy un tono de "profeta demoniaco" o de miembro de secta esotérica, a pesar de su tradicionalismo católico. El encumbramiento literario de sus amigos y empleadores, contra las autoridades literarias de Francia, respondía a esos modos sectarios, tan comunes en el panfletismo de todos los tiempos.
En Iberoamérica se escribió mucho panfleto sobre masonería, catolicismo o temas coyunturales de la política entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. En buena medida, el modelo de aquellos panfletistas religiosos, morales o políticos fue el francés Paul-Louis Courier (1772-1825), autor de decenas de libelos, cartas abiertas, peticiones y pasquines sobre todo tema público, que él mismo llamaba "venenos impresos". A fines de la centuria, otro escritor francés, Léon Bloy (1846-1917), llevaría el género cabalmente a la crítica literaria. Católico converso y fervoroso, admirador de Napoleón y de Pío IX y partidario de la canonización de Cristóbal Colón, Bloy escribió una crítica literaria dirigida contra las autoridades de la literatura francesa de su tiempo.
Recientemente la editorial Berenice, en España, ha rescatado en traducción de Teresa Lanero, una parte de la crítica literaria de Bloy, sobre todo, en los años 1880. Se trata de las colaboraciones del escritor católico para la revista Le Chat Noir, editada en un cabaret parisino del mismo nombre, donde se reunía un grupo de escritores de poco reconocimiento, nucleados en torno al poeta Émile Goudeau, que antes había integrado el efímero club de Les Hydropathes. Aquellas críticas literarias de Bloy fueron reunidas en un volumen titulado Propos d'un entrepreneur de démolitions (1884), que ahora se traduce al español como De un experto en demoliciones.
El blanco de las demoliciones de Bloy fueron, como decíamos, las celebridades literarias de la Francia de la Tercera República, vivas o muertas: desde los liberales antibonapartistas Benjamin Constant y Madame Staël, reivindicados tras la caída del Segundo Imperio, hasta los grandes novelistas románticos y naturalistas y los poetas parnasianos y simbolistas. Staël, según Bloy, era la "gran Sibila del entusiasmo" y Constant, ese "Trissotin (por el personaje avaro y pedante de Mollière) del jacobinismo atemperado". Entre los pensadores de su tiempo, casi todo el odio de Bloy se concentraba en Ernest Renan: "rostro lampiño, nariz vitelina enrojecida y picada con pequeños sabañones que parecían mezcla entre las yemas de la flor del melocotonero y las pústulas bermellón del lloriqueo crónico..., su papada gorda y suculenta es la de un eclesiástico que lleva tiempo acomodado a las delicadezas de este mundo carnal..., su oreja estirada de doctor viejo y saduceo poseído por el espíritu de la disputa y medio sordo".
Según Bloy, los poetas y narradores de la generación anterior (Lamartine, Hugo, Balzac, De Vigny, Stendhal, Baudelaire, Musset...) tenían muy poco que decir a la Francia finisecular. Entre los novelistas milagrosamente se salvaba Flaubert y los naturalistas, al estilo de Zola y Maupassant, eran los "parásitos de nuestro virus nacional", que sólo estaban ahí para saciar al "insalubre burgués que los adora". Zola, especialmente, es, según Bloy, el "mas afecto y vanidoso de los novelistas que se ha pasado quince años pavoneándose y estafando sobre una tarima de estrepitosa publicidad". Simbolistas o parnasianos, Baudelaire o Banville, Leconte de Lisle o José María de Heredia son "rumiantes del Parnaso", adoradores de una aristocracia venida a menos.
Entre los poetas Bloy se ensaña con Catulle Mendès, al que, en evidente antisemitismo, llama "Abraham" y "horrible judío que necesita una piel nueva que sustituya la suya, que comienza a estar demasiado usada". Mendès, al decir de Bloy, resulta "tan bizantino que podría representar él solo toda la decadencia". Entre los críticos, naturalmente, la "masacre" se dirige contra Sainte-Beuve y su discípulo Louis Veuillot. Ambos son ese "caracol sin clarividencia que deja tras de sí una baba de treinta volúmenes antes de extraer una serie de frivolidades inauditas de su pensamiento para regresar a la pavorosa nulidad de sus orígenes".
Pero las masacres y demoliciones de Bloy tienen límites precisos, que son, en resumidas cuentas, sus amigos y patrocinadores. Émile Goudeau, Rodolphe Salis y Maurice Rollinat, tres nombres hoy menos recordados que cualquiera de los anteriores, son referidos como genios. Y entre todos sus amigos, desde luego, el ídolo de Bloy, Barbey d'Aurevilly, monarquista y jansenista, enemigo de la Tercera República, será tratado como príncipe secreto o no reconocido del Parnaso. En una supuesta reseña de Lo que no muere, luego de exaltar Las diabólicas y otras obras de Barbey d'Aurevilly como "frescos morales del horror más obsesivo, que no pretenden ser más que la historia del Pecado y que cuentan esa historia de una manera poderosa", Bloy se disculpa de no tener necesidad de comentar la obra de marras: "después de esta afirmación, sin duda entenderán que me niegue a realizar cualquier análisis o examen estricto de Lo que no muere". Si se ha dicho que su autor es un genio, qué más decir.
Grandes admiradores de Léon Bloy en Hispanoamérica como Rubén Darío y Jorge Luis Borges se percataron de esas arbitrariedades y, en el fondo, aunque disfrutaron su estilo no lo colocaron en el lugar de eso que Domínguez Michael, pensando en Leopoldo Alas (Clarín), llama "la crítica impune". Según Darío, en Los raros, Bloy fue un "sagitario del moderno bajo imperio social e intelectual", que midió a "grandes, medianos y pequeños con el mismo rasero". Borges dirá que había en la prosa de Bloy un tono de "profeta demoniaco" o de miembro de secta esotérica, a pesar de su tradicionalismo católico. El encumbramiento literario de sus amigos y empleadores, contra las autoridades literarias de Francia, respondía a esos modos sectarios, tan comunes en el panfletismo de todos los tiempos.
viernes, 31 de julio de 2015
La "enfermedad mental" como categoría histórica
Todavía no salgo de mi asombro, pero leo y releo un pasaje de La historia mínima del siglo XX (2015) del historiador norteamericano, de origen húngaro y profesor del Chestnut College de Filadelfia, John Lukacs, editada por El Colegio de México y Turner, que acoge toda la incorrección política posible en medios académicos de Estados Unidos o de México. En uno de los pocos momentos de su libro, que dedica a América Latina, dice Lukacs:
"Más importante, por supuesto, fue el problema de Cuba. Su dictador, Fulgencio Batista, fue vencido en 1959 por el antiguo líder guerrillero Fidel Castro. Este buscó entonces la ayuda de la Unión Soviética, situada a más de medio planeta de distancia. Ya hemos visto cómo desembocó todo esto en una peligrosa crisis entre Estados Unidos y la Unión Soviética: intentos estadounidenses parciales e indecisos por derrocar a Castro, frenéticos esfuerzos de este por obtener apoyo de los rusos, decisión de estos de enviarle misiles defensivos a Cuba en 1962, súbita retirada de los rusos. Castro se mantuvo física y mentalmente enfermo. Estados Unidos decidió ser prudente y no invadir Cuba. (Mandó tropas al vecino de Cuba, la República Dominicana, en 1965, a la pequeña isla caribeña de Granada en 1983 y a Panamá en 1989)".
"Más importante, por supuesto, fue el problema de Cuba. Su dictador, Fulgencio Batista, fue vencido en 1959 por el antiguo líder guerrillero Fidel Castro. Este buscó entonces la ayuda de la Unión Soviética, situada a más de medio planeta de distancia. Ya hemos visto cómo desembocó todo esto en una peligrosa crisis entre Estados Unidos y la Unión Soviética: intentos estadounidenses parciales e indecisos por derrocar a Castro, frenéticos esfuerzos de este por obtener apoyo de los rusos, decisión de estos de enviarle misiles defensivos a Cuba en 1962, súbita retirada de los rusos. Castro se mantuvo física y mentalmente enfermo. Estados Unidos decidió ser prudente y no invadir Cuba. (Mandó tropas al vecino de Cuba, la República Dominicana, en 1965, a la pequeña isla caribeña de Granada en 1983 y a Panamá en 1989)".
miércoles, 29 de julio de 2015
Walter Benjamin contra la novela
Walter Benjamin, escritor de relatos, que, como Edgar Allan Poe, llamó de múltiples formas -conte, nouvelle, novella, Novelle, yarn, sketch, skaz...- expuso su aprensión por la novela en una reseña de Berlin Alexanderplatz (1930) de Alfred Döblin. Aunque en el texto la figura del novelista parecía contraponerse a la del poeta, el arquetipo verdaderamente opuesto al novelista, según Benjamin, era el del "narrador":
"La existencia en el sentido épico del mar. No hay nada más épico que el mar. De hecho, es posible relacionarse de modo muy diverso con el mar. Por ejemplo, acostarse en la playa, escuchar las olas romper y recolectar las ostras que traen las mareas. Eso es lo que hace el poeta épico. Pero también es posible salir al mar. Con muchos propósitos, o con ninguno. Es posible embarcarse en un viaje y entonces, cuando se está muy lejos, no cruzarse con tierra alguna y ver solamente el mar y el cielo. Eso hace el novelista. Él está realmente solo y silencioso. En la épica, el pueblo descansa luego de un día de trabajo: escucha, sueña y recolecta. El novelista se ha separado del pueblo y de aquello que lo impulsa. El ámbito del nacimiento de la novela es el individuo en su soledad, que ya no puede expresarse de un modo ejemplar sobre sus más importantes preocupaciones ni es capaz de dar consejos para sí mismo ni para otros... La novela se destaca de otras formas de prosa -cuentos, sagas, leyendas, proverbios, chistes- por el hecho de que no proviene de la tradición oral ni ingresa en ella. Pero sobre todo, se distingue de la narración, que en la prosa representa la épica en estado puro. En efecto, nada contribuye más al peligroso enmudecimiento de la humana interioridad, nada aniquila tan profundamente el espíritu de la narración, como la escandalosa expansión que en nuestra vida adquirió la lectura de novelas".
"La existencia en el sentido épico del mar. No hay nada más épico que el mar. De hecho, es posible relacionarse de modo muy diverso con el mar. Por ejemplo, acostarse en la playa, escuchar las olas romper y recolectar las ostras que traen las mareas. Eso es lo que hace el poeta épico. Pero también es posible salir al mar. Con muchos propósitos, o con ninguno. Es posible embarcarse en un viaje y entonces, cuando se está muy lejos, no cruzarse con tierra alguna y ver solamente el mar y el cielo. Eso hace el novelista. Él está realmente solo y silencioso. En la épica, el pueblo descansa luego de un día de trabajo: escucha, sueña y recolecta. El novelista se ha separado del pueblo y de aquello que lo impulsa. El ámbito del nacimiento de la novela es el individuo en su soledad, que ya no puede expresarse de un modo ejemplar sobre sus más importantes preocupaciones ni es capaz de dar consejos para sí mismo ni para otros... La novela se destaca de otras formas de prosa -cuentos, sagas, leyendas, proverbios, chistes- por el hecho de que no proviene de la tradición oral ni ingresa en ella. Pero sobre todo, se distingue de la narración, que en la prosa representa la épica en estado puro. En efecto, nada contribuye más al peligroso enmudecimiento de la humana interioridad, nada aniquila tan profundamente el espíritu de la narración, como la escandalosa expansión que en nuestra vida adquirió la lectura de novelas".
domingo, 26 de julio de 2015
Anarquismo y terrorismo
Finalmente puedo leer el importante estudio de Juan Avilés Farré sobre los primeros anarquistas, a fines del siglo XIX, titulado La daga y la dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo (2013), publicado por Tusquets. Se trata de un estudio histórico, específicamente enmarcado entre las décadas de 1860 a 1890, en Europa. Como era de rigor, Avilés Farré arranca con Bakunin y su Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada en Ginebra en 1868, y con su colaborador Necháyev, autor de unos Principios de la revolución, que llegaron a tener mayor difusión que los propios escritos de Bakunin. De ahí se mueve a la figura de Kropotkin, su papel en las acciones de los narodniki rusos y su influencia sobre Malatesta y los anarquistas italianos y sobre José García Viñas y Tomás González Morago, líderes del anarquismo en Barcelona y Madrid.
Luego Avilés Farré repasa la ramificación del anarquismo en Europa y América, los principales atentados contra Humberto I de Italia, Alejandro II de Rusia y el Presidente del Consejo de Ministro español Antonio Cánovas del Castillo, los procesos de Chicago y Montjuic, el caso Duval, el asalto nocturno a Jerez de la Frontera, los crímenes de Émile Henry en Francia, el culto a la dinamita y, por supuesto, la asociación de La Mano Negra. Aunque bastante inclinada al anarquismo español, se trata de una historia muy completa y amenamente narrada de esa importante rama del socialismo finisecular, que aportó no pocas ideas y métodos a toda la tradición revolucionaria del siglo XX.
Sin embargo en las primeras y las últimas páginas de su libro, Avilés Farré propone entender el anarquismo como una primera modalidad de terrorismo moderno que desembocaría en las acciones del fundamentalismo islámico a principios del siglo XXI. A partir de una definición laxa de terrorismo como "violencia clandestina, ejercida contra personas no combatientes, con el propósito de generar un clima de temor favorable a los objetivos políticos de quienes la perpetran", Avilés Farré engloba bajo un mismo concepto ideologías, procesos, actores y métodos muy distintos y acciones violentas de diferente índole como los atentados contra cabezas de gobierno, el terror jacobino o bolchevique, la violencia popular, las guerras encubiertas de un Estado contra otro o los genocidios y los etnocidios. Si el libro hubiera eludido esas breves páginas metahistóricas, habría logrado mejor su objetivo de captar la especificidad del terrorismo anarquista a fines del siglo XIX.
Luego Avilés Farré repasa la ramificación del anarquismo en Europa y América, los principales atentados contra Humberto I de Italia, Alejandro II de Rusia y el Presidente del Consejo de Ministro español Antonio Cánovas del Castillo, los procesos de Chicago y Montjuic, el caso Duval, el asalto nocturno a Jerez de la Frontera, los crímenes de Émile Henry en Francia, el culto a la dinamita y, por supuesto, la asociación de La Mano Negra. Aunque bastante inclinada al anarquismo español, se trata de una historia muy completa y amenamente narrada de esa importante rama del socialismo finisecular, que aportó no pocas ideas y métodos a toda la tradición revolucionaria del siglo XX.
Sin embargo en las primeras y las últimas páginas de su libro, Avilés Farré propone entender el anarquismo como una primera modalidad de terrorismo moderno que desembocaría en las acciones del fundamentalismo islámico a principios del siglo XXI. A partir de una definición laxa de terrorismo como "violencia clandestina, ejercida contra personas no combatientes, con el propósito de generar un clima de temor favorable a los objetivos políticos de quienes la perpetran", Avilés Farré engloba bajo un mismo concepto ideologías, procesos, actores y métodos muy distintos y acciones violentas de diferente índole como los atentados contra cabezas de gobierno, el terror jacobino o bolchevique, la violencia popular, las guerras encubiertas de un Estado contra otro o los genocidios y los etnocidios. Si el libro hubiera eludido esas breves páginas metahistóricas, habría logrado mejor su objetivo de captar la especificidad del terrorismo anarquista a fines del siglo XIX.
martes, 21 de julio de 2015
Una novela sobre la Guerra Fría cultural
La última novela de Ian McEwan, Operación dulce (2013), es una ficción sobre las operaciones que hicieron los servicios secretos británicos en el medio cultural inglés para contrarrestar la propaganda soviética y el ascenso de una izquierda marxista que, desde su flanco comunista, trasmitía una visión idílica de las sociedades del socialismo real, en los años 60 y 70. Dedicada a su amigo Christopher Hitchens -al igual que la última de Martin Amis, Lionel Asbo: El estado de Inglaterra (2014)-, la novela cuenta la historia de la joven Serena Frome, que en sus años universitarios se interesó en la literatura disidente de la Unión Soviética y Europa del Este, especialmente en Alexandr Solzhenitsyn, y que fuera reclutada por el M15 luego de graduarse.
La primera misión que se le asigna a Frome, llamada "Sweet Operation" y coordinada entre la contrainteligencia británica y la CIA, como parte de los programas culturales de esta agencia en la Guerra Fría, fue atraer al joven escritor y académico Tom Haley a posiciones críticas del totalitarismo comunista por medio de una remuneración permanente y de una estrategia bien armada de ubicación de sus manuscritos en grandes editoriales y jurados de premios literarios. Gracias a la operación, Haley llega a compartir lecturas con el joven Martin Amis y a ganar el premio Austen con una novela distópica, titulada Los llanos de Somerset, que paradójicamente narraba la decadencia de la sociedad industrial.
Buena parte de la novela se centra en el idilio entre el joven escritor Haley y su agente policíaca y literaria Frome. Esa historia de amor y lectura, de ideología y espionaje, es el medio que McEwan elige para trasmitir otra visión de la Guerra Fría cultural en el Londres de los años 70. Hay momentos en que la novela describe atmósferas nebulosas e intrigantes, como las de John Le Carré, pero no es ésa la tradición con que dialoga preferentemente McEwan. La clave de la aproximación del novelista a la trama de la Guerra Fría cultural está, creo, en su lectura de dos libros de fines de los 90, en buena medida, contradictorios: The File. A Personal History (1998) de Timothy Garton Ash y Who Paid the Piper? The CIA and the Cultural Cold War (1999) de Frances Stonor Saunders.
Si Stonor Saunders contaba un sólo lado de aquel conflicto -los proyectos impulsados por Michael Josselson desde la CIA, relacionados con el Congreso para la Libertad de la Cultura y la revista Encounter-, Garton Ash reconstruía el gran archivo de vidas, ideas y pasiones levantado por la Stasi en la Alemania comunista. Entre ambos libros se armaba un rompecabezas en que el comunismo y el liberalismo aparecían enfrentados desde racionalidades divergentes y, a la vez, metodológicamente afines. Ambas lecturas probablemente llevaron a McEwan a colocar su historia en un plano ajeno a cualquier maniqueísmo, en el que la trama del dinero, el poder y los aparatos de inteligencia no sepulta la literatura, el pensamiento y el amor.
McEwan arranca con un epígrafe de Garton Ash que dice: "ojalá hubiera encontrado en esta investigación a una sola persona netamente malvada". Esa huida de las causalidades diabólicas y del estilo paranoide de la Guerra Fría, que capturan rígidamente a los sujetos en bandos políticos enfrentados, se plasma en la novela. Aquí ni los traidores ni los leales a las causas son monstruos y la espía y su espiado acaban espiándose mutuamente, en una suerte reproducción afectiva de la vigilancia que culmina en una historia de amor. McEwan ha escrito una novela de intrigas anticomunistas que es, a la vez, un homenaje a la gran literatura británica de todos los tiempos, convencido, acaso, de que el choque de ideologías y poderes de la Guerra Fría no logró nunca colonizar el arte.
La primera misión que se le asigna a Frome, llamada "Sweet Operation" y coordinada entre la contrainteligencia británica y la CIA, como parte de los programas culturales de esta agencia en la Guerra Fría, fue atraer al joven escritor y académico Tom Haley a posiciones críticas del totalitarismo comunista por medio de una remuneración permanente y de una estrategia bien armada de ubicación de sus manuscritos en grandes editoriales y jurados de premios literarios. Gracias a la operación, Haley llega a compartir lecturas con el joven Martin Amis y a ganar el premio Austen con una novela distópica, titulada Los llanos de Somerset, que paradójicamente narraba la decadencia de la sociedad industrial.
Buena parte de la novela se centra en el idilio entre el joven escritor Haley y su agente policíaca y literaria Frome. Esa historia de amor y lectura, de ideología y espionaje, es el medio que McEwan elige para trasmitir otra visión de la Guerra Fría cultural en el Londres de los años 70. Hay momentos en que la novela describe atmósferas nebulosas e intrigantes, como las de John Le Carré, pero no es ésa la tradición con que dialoga preferentemente McEwan. La clave de la aproximación del novelista a la trama de la Guerra Fría cultural está, creo, en su lectura de dos libros de fines de los 90, en buena medida, contradictorios: The File. A Personal History (1998) de Timothy Garton Ash y Who Paid the Piper? The CIA and the Cultural Cold War (1999) de Frances Stonor Saunders.
Si Stonor Saunders contaba un sólo lado de aquel conflicto -los proyectos impulsados por Michael Josselson desde la CIA, relacionados con el Congreso para la Libertad de la Cultura y la revista Encounter-, Garton Ash reconstruía el gran archivo de vidas, ideas y pasiones levantado por la Stasi en la Alemania comunista. Entre ambos libros se armaba un rompecabezas en que el comunismo y el liberalismo aparecían enfrentados desde racionalidades divergentes y, a la vez, metodológicamente afines. Ambas lecturas probablemente llevaron a McEwan a colocar su historia en un plano ajeno a cualquier maniqueísmo, en el que la trama del dinero, el poder y los aparatos de inteligencia no sepulta la literatura, el pensamiento y el amor.
McEwan arranca con un epígrafe de Garton Ash que dice: "ojalá hubiera encontrado en esta investigación a una sola persona netamente malvada". Esa huida de las causalidades diabólicas y del estilo paranoide de la Guerra Fría, que capturan rígidamente a los sujetos en bandos políticos enfrentados, se plasma en la novela. Aquí ni los traidores ni los leales a las causas son monstruos y la espía y su espiado acaban espiándose mutuamente, en una suerte reproducción afectiva de la vigilancia que culmina en una historia de amor. McEwan ha escrito una novela de intrigas anticomunistas que es, a la vez, un homenaje a la gran literatura británica de todos los tiempos, convencido, acaso, de que el choque de ideologías y poderes de la Guerra Fría no logró nunca colonizar el arte.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)