Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 3 de enero de 2023

Pinocho y la postverdad






Guillermo del Toro y Mark Gustafson han realizado una adaptación animada de Pinocchio (1883), el cuento infantil de Carlo Collodi. Creada por un masón florentino, del periodo posterior a la unificación italiana, la historia de Pinocho, el títere de manera que se convierte en niño ejemplar, a fuerza de conocer los valores de la honestidad y la honradez, que le enseñan el maestro Geppetto y Pepito Grillo, la voz de la conciencia, simboliza la formación moral del hombre moderno. 

 La adaptación del clásico de Collodi y de Disney se ambienta ahora en la época que siguió a la Gran Guerra en Italia y al ascenso del fascismo. La aldea de Geppetto se ve envuelta en la trama de militarismo, nacionalismo e intolerancia religiosa que introdujo el proyecto fascista en Europa. El niño de madera crece en la bifurcación de una aldea conservadora y un circo delirante, que crean una falsa división del bien y el mal. 

 Mientras en la aldea Pinocho vive la desolación de Geppetto, quien con grandes esfuerzos intenta reparar el Cristo de la iglesia, mutilado por las bombas, en el circo es testigo de la ruindad del utilitarismo y la ambición. Ambos espacios, el pueblo y el circo, se superponen en el film como estaciones de un mundo decadente, que poco a poco deriva hacia la forzada homogeneidad del totalitarismo. Pinocho aprende rápido las terribles consecuencias de sus mentiras y, en el momento decisivo, será capaz de utilizarlas para salvar a los suyos. 

 La escena en que son engullidos por la ballena y deben sobrevivir en el vientre del monstruo marino recuerda el pasaje bíblico de Jonás. En las entrañas del monstruo, Jonás recibe el encargo de orar y predicar para conceder la salvación a Nínive, una ciudad consumida por el vicio y la perdición como la aldea de Geppetto. Una revelación similar tiene Pinocho, quien improvisa un puente con sus mentiras, para liberar a sus amigos y devolverlos a la tierra. 

 En la versión de Del Toro y Gustafson, Pinocho es un sobreviviente de Mussolini y las camisas negras, pero también del Leviatán, que simboliza la ballena. Moby Dick (1851) de Herman Melville fue escriba años antes del Pinocchio de Collodi, con un mensaje parecido en torno a la posibilidad de sobrevivir al mal. El nuevo Pinocho vence al Leviatán en todas sus formas, ya que entierra a sus seres queridos y vive alejado de la ciudad: el lugar de la mentira y la postverdad. 

  Las mentiras de Pinocho aparecen como ritos de aprendizaje que lo llevan a identificar y superar las formas más perversas del engaño, especialmente las que provienen del Estado, los ejércitos, las iglesias y las burocracias. El culto a la personalidad, el militarismo y el racismo son atributos del experimento fascista de Mussolini, pero también de todos los totalitarismos y autoritarismos desde entonces. Lo que denuncia esta versión de Pinocchio no es la mentira infantil del sobreviviente sino la postverdad del caudillo: llámese Trump u Orbán, Bolsonaro o Maduro, Putin u Ortega.

domingo, 1 de enero de 2023

Del pachuco al bardo




La crítica intentará ubicar la película Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, en la evolución de la filmografía del director mexicano o en la historia de la cinematografía global. Hay, sin embargo, un género literario, el ensayo mexicano, con el que la fuerte carga visual y el argumento concentrado de esta película dialogan de manera inocultable. 

 El espectador se queda rumiando imágenes como las de la muerte de un recién nacido, las caravanas de migrantes que atraviesan un desierto cuarteado, Hernán Cortés justificando la conquista sobre una montaña de cadáveres en el Zócalo, una parodia de los niños héroes de Chapultepec o la metáfora de los muertos y desaparecidos desde la Guerra Sucia hasta la violencia de nuestros días. 

 Pero Bardo se posiciona muy bien en la tradición ensayística sobre la identidad mexicana, que va de El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz a La jaula de la melancolía (1987) de Roger Bartra, y que en las últimas décadas ha suscitado nuevas visitas e interpretaciones. Los temas centrales del film, de hecho, podrían definirse como dilemas de la identidad de un artista y un país, que vive dislocado entre Estados Unidos y México. 

 A Paz se le alude directamente en la película, en el pasaje sobre Cortés, donde González Iñárritu cuestiona los mitos civilizatorios de la conquista y la evangelización. Bartra, en cambio, aparece metafóricamente, por medio de los ajolotes que el personaje del hijo pierde en su traslado a Los Ángeles y que el padre intenta recuperar, en un acuario, antes de colapsar en el vagón del metro. 

 Los ajolotes muertos, lo mismo que las réplicas al discurso de Cortés y a la genealogía de los “hijos de la Malinche”, funcionan en el film como certificaciones del agotamiento de un discurso identitario ligado al mestizaje y a la negación del “pachuco” como ser “flotante”, “sin origen”, bufonesco o dual, que planteó Paz. La visión del migrante, en Bardo, es muy distinta, toda vez que el protagonista y su familia aparecen como parte de la gran diáspora mexicana en Estados Unidos. 

Mientras Paz se presentaba como un “residente” en Los Ángeles, el periodista y documentalista de Bardo reclama a un agente consular mexicano-americano su derecho a llamar “casa” a la gran urbe californiana. La casa misma, o las dos casas, del protagonista, se intercambian y funden en la metáfora del desierto, al final de la película, como símbolo de la superación de las dicotomías del nacionalismo mexicano del siglo XX. 

La esencia transnacional del México del siglo XXI queda expuesta desde el primer tenso intercambio entre el padre y el hijo. Bardo es Homero, el trovador, el poeta, el cronista de la epopeya de la ciudad. Y bardo es también el estado intermedio o de transición que, según el budismo, sigue inmediatamente a la muerte. Las dos cosas son esta película, un poema y un limbo, que colocan la identidad mexicana en la asunción de su desplazamiento territorial en la era de la globalización.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

La política del desconocimiento



Daniel Innerarity es un pensador vasco que en los últimos años ha dedicado ensayos espléndidos a temas de acuciante actualidad como la indignación popular, la crisis de la democracia liberal y los efectos de la pandemia del coronavirus. Su último libro, La sociedad del desconocimiento (2022), capta otro síntoma global que, como los anteriores, no respeta banderas políticas, disparidades de desarrollo o latitudes hemisféricas. 
 El estancamiento y la regresión que vivimos es global, no de un mundo, de dos o de tres. No es cierto que la crisis del liberalismo democrático afecte únicamente a las democracias constitucionales consolidadas. Aquellos sistemas políticos que, convencionalmente, se sitúan sus antípodas, como lo fue el soviético o lo es el chino, preservaron y acentuaron muchos dispositivos del Estado moderno heredado del siglo XIX, cuyo paradigma jurídico fue el liberalismo. 
 La desestabilización normativa de hoy remueve las propias bases del proyecto ilustrado, como unos pocos advirtieron desde hace cuatro décadas, frente a la reacción fideísta de los más ortodoxos de todas las ideologías. Lo que se está poniendo en duda, en dimensiones inéditas, son los criterios de verdad, verosimilitud y certidumbre que provienen de la ciencia y el conocimiento avanzado en todas sus ramas.
  Es lo que Innerarity llama “desconocimiento”: una epidemia de desconfianza frente al saber especializado que invade no sólo el comportamiento social sino las políticas públicas a distintos niveles. En parte, sólo en parte, se trata de una reacción contra el abuso del formulismo de los expertos, en el periodo más reciente de las estrategias desreguladoras y monetaristas en la economía. 
 Pero no es menos cierto que en el largo periodo anterior, cercano a los modelos intervencionistas y keynesianos, de mediados del siglo XX, también hubo monopolios y despotismos de expertos. La reacción actual, que se observa en los máximos liderazgos de muchos gobiernos del planeta, en Estados Unidos, Europa, Asia, África o América Latina, llega, intelectualmente hablando, a extremos no vistos desde el periodo de las monarquías absolutas del periodo neoclásico. 
 Innerarity, como otros pensadores del fenómeno populista, no piensa desde una perspectiva dicotómica la relación entre la mentira y la verdad o entre el despotismo y la democracia. En periodos de mutación, como el nuestro, la hibridez es una alternativa a la mano. Las falsas noticias, los embustes mediáticos, las burdas revisiones de la historia se lanzan desde las redes sociales, las organizaciones de la sociedad civil o los aparatos del Estado. 
  Pero lo más grave es, sin duda, la naturalización de premisas anti-ilustradas, no en las ciudadanías, sino en los gobiernos. Algunos de los encargados de diseñar políticas en beneficio de las mayorías, en sus países y en el mundo, descreen del saber científico. Si se ha llegado a ese extremo, pregunta Innerarity, qué esperar de las políticas urgentes en materia de ingresos, educación, salud, medio ambiente y derechos humanos -en todas sus variantes-, que demanda el mundo y cada una de sus naciones. 
  Un informe reciente de la Cepal advierte que en América Latina, para no ir más lejos, más del 31% de la población se encuentra en situación de pobreza y más del 13% en extrema pobreza. Otro dato gravísimo señala que un 36% de los jóvenes, entre 15 y 25 años, ni estudia ni trabaja. Se trata de indicadores que corren a cuenta tanto de los gobiernos neoliberales como de los anti-neoliberales, que no han sido pocos en las dos últimas décadas. 
   La política del desconocimiento surge de las entrañas excluyentes y cínicas del propio proyecto ilustrado, pero justificarla por su origen es, en buena medida, incurrir en su legitimación. Es preciso restablecer la autoridad del conocimiento, en todas las esferas de la vida humana, pero, sobre todo, en la práctica del gobierno.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

La última estación de Luis Villoro





La historia de las ideas en México es uno de los campos más disputados dentro de las ciencias sociales latinoamericanas y caribeñas. No sólo por ser vastamente nutrido y variado, desde los tiempos de José Gaos y Leopoldo Zea, sino por haber acompañado la transformación histórica del país desde los años del cardenismo y el postcardernismo hasta los de la más reciente transición democrática. 

 El filósofo e historiador Luis Villoro, cuyo centenario se cumple en estos días, es uno de los casos más representativos de lo arriesgado y cambiante que puede y debe ser la vocación de pensar México. Sus orígenes, como los de todos los filósofos del Grupo Hiperión (Uranga, Zea, Guerra, Macgregor, Vega, Portillo, Reyes Narváez) se confunden con la recepción del existencialismo y la indagación sobre el “ser de México”. 

Pero aquella temprana localización en el nacionalismo muy pronto daría giros reveladores de un largo proceso de auto-revisión. En libros iniciales como Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), Villoro destacó por su gran capacidad de historización. El centro de su argumentación, en ambos textos, era el alcance de un estadio nacional del desarrollo cultural, en México, entre la Independencia y la Revolución, en que, tanto con la superación del dominio colonial como con la plena inclusión del indio, la nación ya no se afirmaba frente al otro metropolitano o subalterno, sino frente a sus propias exclusiones. 

 Había en aquel empeño dos rasgos que distinguirían a Villoro dentro de su generación: una mayor atención a la diversidad de fuentes ideológicas del proceso emancipatorio mexicano –algunas provenientes de la propia tradición peninsular, que generalmente se subvaloraban bajo el peso de la Ilustración francesa- y un distanciamiento de la mestizofilia hegemónica en el periodo postrevolucionario, especialmente cuando se refería a “lo indígena como presente y futuro propios”. 

 Podría sostenerse que, en los años 80, cuando publica sus estudios sobre el “concepto de ideología” y el ensayo Estado plural, pluralidad de culturas (1988), Villoro había adelantado, por la vía de la investigación histórica, muchas de sus orientaciones teóricas. A diferencia de varios de sus colegas, fue de la historia a la teoría, para luego, al final de su trayectoria, volver a desandar el camino y poner en tela de juicio su propia plataforma intelectual. 

 Es sabido el enorme impacto que causó en la vida y la obra de Luis Villoro la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, en 1994. El radical autonomismo de aquel proyecto, expuesto en los comunicados del movimiento y en los escritos del Subcomandante Marcos, era una confirmación de las tesis de Villoro, pero también un desafío a cualquier modalidad de “Estado plural” dentro de democracias liberales canónicas, como las que se reproducían a fines del siglo XX. 

 Fue aleccionador ver al octogenario filósofo poner al día sus ideas, en los primeros años de este siglo, con lecturas de Michael Walzer, John Rawls, Will Kymlicka, Roberto Gargarella y otros autores, que lo acercaron a visiones comunitarias, multiculturales y republicanas de la democracia. Los ensayos de su libro, Los retos de la sociedad por venir (2007), se asomaron a una manera de entender la justicia, que rebasaba su propio indigenismo juvenil. 

 Otra idea de la justicia que, sin embargo, tampoco renegó de un liberalismo que llamaba “radical” ni de una democracia, que entendió como articulación de principios representativos y participativos, comunitarios y republicanos. México, decía Villoro, “no era ajeno a un giro” global y en “nuestra América”, que aspiraba a dejar atrás “regímenes totalitarios, sanguinarias dictaduras militares, la corrupción de gobiernos autoritarios y el Estado asistencial populista”.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Mujeres intelectuales en América Latina





A pesar de que la disciplina académica de la “historia intelectual”, que renueva desde hace décadas la vieja historia de las ideas, se desenvuelve en contextos de avance de los derechos de las mujeres y difusión del feminismo, su objeto de estudio siguen siendo, en lo fundamental, los intelectuales hombres. Un libro reciente, coordinado por la historiadora argentina Silvina Cormick, busca desplazar el enfoque a las mujeres intelectuales, aunque preservando la misma metodología. 

 El libro, justamente titulado Mujeres intelectuales en América Latina y que edita en Buenos Aires la editorial Sb, incluye estudios sobre algunas figuras conocidas de las artes, la literatura y el pensamiento, en el siglo pasado, como la chilena Gabriela Mistral, la argentina Victoria Ocampo, la mexicana Nahui Olin, la cubana Mirta Aguirre o la brasileña Gilda de Mello e Souza. Otras mujeres estudiadas, como la doctora en medicina, maestra y feminista argentina Cecilia Grierson, la también doctora, higienista y activista por los derechos de las mujeres Paulina Luisi o la política mexicana Amalia de Castillo Ledón, raras veces aparecen dentro de las historias del pensamiento femenino en América Latina, que excluyen, por lo general, a las científicas y las políticas profesionales. 

El volumen restablece y amplía la respuesta a la pregunta de quiénes fueron los intelectuales del siglo XX. También se estudian escritoras con una posición lateral en el canon de las propias letras femeninas, como la narradora de literatura infantil costarricense Carmen Lyra, la poeta y periodista uruguaya Blanca Luz Brum, pareja de David Alfaro Siqueiros, y la también poeta, traductora y feminista argentina Nydia Lamarque. El libro es un cuestionamiento paralelo de la historia intelectual predominante, centrada en los “hombres de letras”, y de la historia literaria de las mujeres en América Latina. 

 En el prólogo, el historiador Claudio Lomnitz habla de un efecto revelador: las biografías de mujeres que se incluyen muestran a sus protagonistas bajo una nueva luz. Incluso las más famosas, como Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura, “nos es en el fondo desconocida”, dice Lomnitz, ya que en el estudio que le dedica Silvina Cormick la poeta chilena aparece autogestionando su condición de “voz y conciencia de América Latina”, en un gesto de autorización que repite y reta al de sus colegas latinoamericanistas hombres: Vasconcelos, Reyes o Henríquez Ureña. 

 Las doce autoras y autores convocados por Cormick en el volumen tienen larga experiencia acumulada en la historia intelectual y la trasladan al estudio de aquellas mujeres. En algunos casos, cuentan con archivos personales, en otros, se adentran en la vasta información hemerográfica, todavía inexplorada, sobre esas escritoras, traductoras, editoras, artistas, científicas y políticas del siglo XX latinoamericano. 

 El libro es apenas una muestra de lo que podría lograr un proyecto más abarcador y exhaustivo sobre mujeres intelectuales del siglo XX. Serían incontables los nombres y apellidos que, desde cada tradición cultural nacional, podrían postularse para reproducir a mayor escala: Juana de Ibarbourou en Uruguay, María Luisa Bombal en Chile, Alfonsina Storni en Argentina, Rosario Castellanos y Nellie Campobello en México, Magda Portal en Perú, Lydia Cabrera y Dulce María Loynaz en Cuba. 

 Tema que recorre el volumen, y al que las autoras y autores reunidos dan diversas respuestas, es la relación de aquellas mujeres con los feminismos. Por lo general, se observa una apuesta clarísima por el sufragio femenino, pero también una subordinación de la causa de las mujeres a proyectos ideológicos provenientes de los nacionalismos y comunismos de la primera mitad del siglo XX y la Guerra Fría. Habría que esperar a las últimas décadas del siglo XX para que el feminismo latinoamericano adquiriese una dimensión autorreferencial.

miércoles, 12 de octubre de 2022

El país de las fosas





Hace poco murió el poeta David Huerta. En un homenaje en vida que le rindió la revista Rialta, que editan en Querétaro los escritores Carlos Aníbal Alonso e Ibrahím Hernández, críticos como Rafael Olea Franco, Sergio Ugalde Quintana y Fernando Fernández reconstruyeron la trayectoria poética del escritor. Unas semanas antes de su fallecimiento, exactamente el 13 de septiembre, el autor de El desprendimiento (2021), nos envió este mensaje colectivo a quienes participamos en el homenaje: 

 “Queridos amigos: Les escribo en grupo a reserva de escribirle a cada uno poco más adelante. Carta colectiva, pues. No el mejor género; casi una "circular": pero, siquiera, un círculo como un anillo en el que en el principio de los tiempos fueron depositados el poder de la amistad y los dones de la conversación. Me apena que hayan puesto sus esfuerzos en ese dossier con un tema tan desbaratado y desabrido como yours truly (captatio benevolentiae); pero qué bueno, qué maravilla que encontraron no sé cuántas virtudes en donde no hay más que amor a la poesía y a los libros. Ya qué. Ya me hicieron feliz y ustedes han regresado a sus altas tareas humanísticas. Los abrazo uno por uno y a todos. No saben ustedes el bien que me ha hecho el dossier: un bien diría yo curativo durante días muy difíciles. Suyo… David” 

 No puedo recordar a David Huerta en estos días sin dejar de sentir la resonancia de nuestros últimos temas de conversación: Eliseo Diego y José Lezama Lima, el american modernism (Eliot, Pound, Stevens), al que rindió homenaje en su poemario After Auden (2018), y la violencia en México. Al cabo de ocho años, su poema “Ayotzinapa” (2014) deja de ser la reacción lírica, incidental, a una masacre específica, para irrumpir como un aldabonazo contra la impunidad reinante. 

 Comenzaba el poema haciendo un llamado a descorrer el velo de las apariencias con el acto insólito de “morder la sombra”. Apenas traspasar la neblina aparecían los muertos “como luces y frutos/ como vasos de sangre/ como piedras de abismo/ como ramas y sombras”. Huerta retrataba a los muertos de la violencia mexicana de cuerpo entero, como si esa corporeidad precisa intentara revificarlos en el poema. 

 Luego la escritura de David Huerta convertía la masacre en una cruda metáfora de la nación. México, decía, es “el país de las fosas/ el país de los aullidos/ el país de los niños en llamas/ el país de las mujeres martirizadas/ el país que ayer apenas existía/ y ahora no se sabe dónde quedó”. Muy lejos estábamos de imaginar que aquella metáfora acabaría reemplazando la realidad misma y desafiando cualquier poetización de la barbarie. 

 El propio Huerta lo vislumbraba al advertir que la incapacidad del Estado y sus instituciones de seguridad y justicia para hacer frente a la generalización de la violencia, significaba, en lo más profundo, alejar a los muertos, anular cualquier posibilidad de convivir con ellos a través de la memoria, el duelo y la reparación. Los muertos, decía Huerta, no desaparecen, pero se ausentan sin una cultura de reconciliación y la paz que los convoque. 

 Lo que el poema “Ayotzinapa” recomendaba a los vivos era entregar a los muertos “el pan del cielo y la espiga de las aguas, el esplendor de toda tristeza y la blancura de nuestra condena, el olvido del mundo y la memoria quebrantada”. Sólo así podría tantearse la oportunidad de “abrir las manos y la mente/ para poder recoger del suelo maldito/ el corazón de todos los que son/ y de todos los que han sido”. Hoy esa oportunidad se ve cada vez más remota. 

El poeta David Huerta lo vio y nos deja su testimonio como compañía para el tiempo que nos queda. Mucho habrá que leer, en los años que siguen, al autor de El desprendimiento. Mucho hay ahí de guía para sobrevivir en un país donde no sólo matan a las autoridades -diputadas y alcaldes, policías y funcionarios- sino a verdaderos símbolos de la nobleza y el sacrificio como las madres buscadoras de hijos desaparecidos.

miércoles, 5 de octubre de 2022

No hay que persuadir al Secretario de la Luna

 


Alguna vez comentamos aquí "Secretaries of the Moon", el libro en que Beverly Coyle reunió las cartas entre Wallace Stevens y el crítico cubano José Rodríguez Feo. Así se identificaban aquellos pensadores de la poesía, el de Pennsylvania y el de La Habana.

 No hace mucho, en los días que conmemoramos el centenario de Eliseo Diego en El Colegio de México, volví a constatar el gusto del poeta mexicano David Huerta, recientemente fallecido, por la obra de Stevens. Lo anoté aquí, a propósito de su cuaderno After Auden (2018), que cierra justamente con el magnífico "Hacia Wallace Stevens".

 Ahora, como adiós al poeta admirado, vuelvo a darle la razón: no hacen falta "secretarios de la luna" para seguir conversando con quien escribió "Canciones de la vida común":


Para comunicarse con un muerto

no hace falta persuadir al Secretario de la Luna.

Hélo ahí. Duérmete. Una voz

se desprende, con lento paso de luciérnaga,

desde el techo insomne

de tu cuarto en la sombra.

Él te toca los labios. Tienes hambre.

Come de esas palabras.