Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 24 de noviembre de 2023

Cien años en el Hotel Abismo






En 1923, gracias a una donación de Félix Weil, empresario judío nacido en Buenos Aires, que estudiaba su doctorado en ciencias políticas en Alemania, surgió el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, más conocido como Escuela de Frankfurt. Su grupo fundacional, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Friedrich Pollock y Franz Neumann, se convertiría en uno de los núcleos fundamentales del marxismo occidental en el siglo XX. 

 En su trayectoria centenaria, la Escuela de Frankfurt ha acumulado todo tipo de distorsiones. Desde las del marxismo pro-soviético, con György Lukács a la cabeza, quien, a pesar de su deuda con la teoría crítica alemana, la acusó de falta de compromiso político y ambivalencias burguesas, hasta las más recientes del conservadurismo y la nueva derecha, tipo Jonathan Wiener, que atribuye al “marxismo cultural” de los frankfurtianos el origen de las políticas equitativas y paritarias. 

 Como expone Stuart Jeffries, en su biografía coral de las generaciones de la Escuela de Frankfurt, la trayectoria de esa corriente de pensamiento, desde su fundación hasta hoy, desafía esas caricaturas. De Adorno a Habermas, una constante de esos filósofos ha sido su instalación en la teoría, es decir, en el acto profesional del pensar. Pero sus posicionamientos públicos han sido múltiples y en una dirección fundamentalmente contraria al capitalismo y los autoritarismos, de izquierda o derecha. 

 La crítica de Lukács, que en sectores ortodoxos de las izquierdas se ha reciclado hasta hoy, acusaba a aquellos teóricos de vivir en un cómodo hotel, al borde del abismo, atisbando en el horizonte cada nueva hecatombe. Pero la demanda de Lukács, que fue Comisario de Cultura en el gobierno de Béla Kun, no era un llamado a la acción revolucionaria sino a la lealtad al Partido Comunista. La Escuela de Frankfurt declinó esa vía y se mantuvo fiel al desarrollo académico de una teoría crítica, que no prescindía de la intervención en la esfera pública. 

 En su primera etapa, antes de la llegada de Hitler al poder, la teoría crítica trató de procesar el fracaso de la Revolución alemana de 1919 por medio de una mezcla de marxismo y psicoanálisis. Entre los años 30 y 50, su orientación fue esencialmente antifascista y antiautoritaria, desde la premisa de que el totalitarismo, cualquier totalitarismo, era consecuencia del desarrollo de tecnologías del poder, cuyas raíces emergían de la propia modernidad. 

 Ese fue el eje argumentativo de Dialéctica de la Ilustración (1944) de Adorno y Horkheimer. Como reconocería luego éste último, aquel ensayo, firmado en Los Ángeles y dedicado a Pollock, fue escrito bajo el impacto del suicidio de Walter Benjamin en Portbou y la lectura de sus Tesis de filosofía de la historia (1940). No por gusto se convertiría en un cruce de caminos para el centro y la periferia de la teoría crítica, que conecta con Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt y El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse. 

 Mucho se han exagerado las diferencias entre Adorno y Horkheimer, por un lado, y Benjamin y Marcuse, por el otro. En lo esencial, más allá de la posición de los primeros sobre las revueltas juveniles del 68, que no vieron con tanto entusiasmo, estaban de acuerdo. La nueva generación frankfurtiana (Habermas, Apel, Negt, Schmidt, Wellmer) heredaría la centralidad académica del grupo, aunque se aproximaría más claramente a la socialdemocracia. 

 En el conjunto de los marxismos occidentales del siglo XX, donde podrían ubicarse los existencialistas y estructuralistas franceses, los británicos de New Left Review y los italianos de la Nuova Sinistra, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt se caracterizó por un tipo de compromiso intelectual, más distanciado de los partidismos políticos. Todo un legado para este tiempo de compulsiones sectarias, en que el pensamiento renuncia a su autonomía y se entrega de manera visceral a la lucha por el poder.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Said contra los mitos antipalestinos





En estos días de guerra en Gaza las redes sociales se llenan de viejas patrañas antisemitas e islamófobas. Pero también se reproducen, con mayor contundencia y velocidad, mitos específicamente antipalestinos. En Facebook y Twitter reaparecen viejos mapas y se repite, hasta el cansancio, que Palestina no existía antes de 1948, no ha existido en los últimos ochenta años y no existe hoy. 

 Se machaca que los árabes que habitan Palestina han llegado allí luego de la fundación de Israel y el proceso de colonización que le siguió. Es decir, que los palestinos habitarían en un país llamado Israel y su condición de ciudadanos de segunda no estaría determinada por las leyes e instituciones de ese Estado sino por una subordinación natural. 

 Edward Said, brillante pensador palestino, nacido en Jerusalén en 1935, y fallecido en Nueva York, en 2003, en medio de la “guerra contra el terror” de George W. Bush en Irak y Afganistán, cuestionó cada uno de esos mitos en múltiples libros, artículos, manifiestos y cartas. La obra de Said está totalmente atravesada por su identidad específicamente palestina, pero tal vez los títulos emblemáticos de esa batalla contra los mitos serían La cuestión palestina (1979), Covering Islam (1981), Gaza y Jerifcó, pax americana (1995), sus memorias Out of Place (1999) y sus artículos sobre los procesos de paz en Oslo, reunidos en español, póstumamente, bajo el título de Nuevas crónicas palestinas (2004). 

 Hay, sin embargo, otras compilaciones y libros de entrevistas, como La pluma y la espada (2001), una larga conversación con David Barsamian, que ponen en claro la visión de Said sobre la historia de Israel y Palestina y su prolongado conflicto. En este libro, que editó y reeditó Siglo XXI, en México y Argentina, es posible constatar la fe de Said en la existencia de Palestina como como una comunidad cultural y política, que llamaba nación, con su pasado, su presente y su futuro. 

 Pero ahí mismo, junto con sus refutaciones puntuales de cada mito de la propaganda oficial israelí y del eurocentrismo intelectual, Said llamaba la atención sobre algunos daños autoinfligidos del extremismo nacionalista palestino, que conspiraban contra el logro del objetivo de una soberanía estatal. Dos de esos riesgos eran, justamente, el antisemitismo y el terrorismo, que hoy se expanden aún más que hace treinta o veinte años y, en sectores de la esfera pública y las redes sociales, se confunden con la propia causa palestina. 

 Said, que admiraba las tradiciones culturales hebreas y que impulsó con su amigo Daniel Barenboin una fundación para estudiantes de música árabes y judíos, cuestionó los limitados alcances de la paz negociada por Yasir Arafat e Isaac Rabin en los años 90, pero nunca renunció al ideal de dos estados en un mismo territorio. Lo interesante es que en la conversación con Barsamian, Said se detiene más en la necesidad de que esos dos estados posean a su vez una diversidad cultural interna, asegurada por la convivencia entre musulmanes, cristianos y judíos. 

 Ya lo hemos comentado aquí, pero vale la pena recordar que Said murió en 2003 y no alcanzó a ver la radicalización islamista protagonizada por Hamás y Hezbolá a mediados de la primera década del siglo XXI, en buena medida, como reacción contra las intervenciones de Estados Unidos y sus aliados europeos. Esa radicalización ha erosionado la hegemonía de la antigua OLP, hoy Autoridad Nacional Palestina, con la que Said siempre dialogó y polemizó. 

 Una pregunta que eluden muchos partidarios de considerar el terrorismo de Hamás como resistencia anticolonial, especialmente en la izquierda latinoamericana, es qué tanto esa causa sigue siendo nacional, favorable a la creación de un estado palestino, vecino de Israel. Todo parece indicar que aquella causa nacionalista palestina está hoy en desventaja en Gaza y Cisjordania, frente al avance de un yihadismo teocrático y panárabe.

jueves, 19 de octubre de 2023

Ítalo Calvino y la escritura de la voluntad





En “La espina dorsal” (1955), conferencia del volumen Punto y aparte (1980), Ítalo Calvino recordaba a Antonio Gramsci para sostener que la literatura era un acto de voluntad, por medio del cual se afirmaba un ser que no era otro, al fin y al cabo, que el ser del escritor mismo. Veía entonces superadas o “debilitadas” sus ansias juveniles de una “literatura comprometida”, que había intentado en las primeras novelas neorrealistas, y anunciaba el giro a la ficción fantástica que se verificaría con la serie Nuestros antepasados (1952-1960). 

 La conferencia fue pronunciada en el Pen Club de Florencia un año antes de la renuncia de Calvino al Partido Comunista Italiano, tras el respaldo de éste a la invasión soviética de Hungría. Luego de la primera novela de aquella serie, El vizconde demediado (1952), y en medio de su decepción con el PCI, Calvino escribió la segunda, El barón rampante (1957), que perfiló el sentido de la trilogía que culminaría con El caballero inexistente (1960). Las tres novelas contaban los dilemas del desdoblamiento o la confusión identitaria: un personaje duplicado por una bala en la guerra, un hermano que vive en los árboles y el otro en la tierra, un soldado que debe su nombre y su persona a una armadura. 

 En los tres casos, la definición del ser por obra de la voluntad: esa verdadera gesta de la vida, según Calvino, que aprendió en sus lecturas de Cesare Pavese, Joseph Conrad y Jorge Luis Borges, tal vez, los escritores que más admiró y estudió. Aquellos antecedentes hacen más comprensible su experiencia en Cuba, en los años 60, cuando viajó a la isla en busca de los rastros de sus padres, el agrónomo Mario Calvino y la botánica y naturalista Eva Mameli. 

  Calvino padre residió en México desde 1909 y formó parte de la Sociedad Agrícola Mexicana, al punto de ser nombrado Jefe del Departamento de Agricultura del Estado de Yucatán, en Mérida, en 1915. Dos años después, Mario Calvino sería contratado como director de la Estación Experimental de Agronomía de Santiago de las Vegas, en las afueras de La Habana. Ahí nació el escritor hace cien años y esa sería la razón –más buena dosis del entusiasmo que la Revolución cubana produjo en la izquierda italiana- de su viaje a la isla en 1964, como jurado del Premio Casa de las Américas. 

  En sus colaboraciones en la revista Casa de aquellos años, especialmente, en el relato autobiográfico “El camino de San Giovanni” (1964), que adelanta pasajes de sus memorias Ermitaño en París (1974), y en el ensayo “El hecho histórico y la imaginación en la novela” (1964), es posible leer la combinación de motivos que lo llevaron a Cuba, donde se casaría con la traductora argentina Esther Judith Singer. 

 Pero la historia de aquel reencuentro no estaría completa sin el desencanto que produjo, en Calvino y otros intelectuales de la izquierda italiana de los años 60, como Alberto Moravia, Pier Paolo Pasolini, Lucio Magri, Rossana Rossanda, Dacia Maraini, Lorenzo Tornabuoni o Giulio Einaudi, el arresto y la autoinculpación de los poetas cubanos Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé en 1971. 

  Padilla compartía con Calvino la admiración por los poemas de Cesare Pavese, cuyos versos utilizó como epígrafes en el libro Fuera del juego (1968). Todavía en sus últimas novelas, El castillo de los destinos cruzados (1969), Las ciudades invisibles (1972) y Si una noche de invierno un viajero (1979), el escritor italiano reafirmó su idea de la literatura como exposición del ser del escritor o como escritura de la voluntad del yo. 

  Muy lejos estaban aquellas ficciones de los devaneos juveniles sobre la “antítesis obrera” o, incluso, de una posible “planificación literaria”, como la esbozada a partir de la obra de Elio Vittorini. El Calvino novelista, que acaba naturalizado como referente central de la literatura latinoamericana, especialmente en los años del boom, es el que no pondrá en duda la autonomía estética del escritor y sus ficciones. Una premisa innegociable de sus seis propuestas para la literatura de este milenio, cada vez más vigentes en la tercera década del siglo XXI.

domingo, 8 de octubre de 2023

El Sur Global en la Bienal de Venecia



La Bienal de Venecia ha sido siempre una vitrina propicia para la cultura global. La condición fronteriza de Italia, entre el Tirreno, el Adriático y el Mediterráneo, entre la Europa del Oeste y la del Este, además de sus conexiones africanas y árabes, se reafirman en el magno evento veneciano. Este año, la Bienal de Arquitectura ha llamado a la presentación de proyectos urbanos sustentables. 

Un recorrido por los pabellones nacionales permite advertir las preocupaciones comunes del Sur global, pero también las pronunciadas diferencias entre algunos de sus principales países. Brasil, Argentina, Venezuela y Uruguay son las naciones latinoamericanas que, más protagónicamente, intervienen en la Bienal de Venecia. 

De las cuatro, sólo tres, Brasil, Uruguay y Venezuela, son las únicas que mantienen pabellones nacionales permanentes en los Giardini de Venecia. Durante un tiempo, el Instituto Internacional Italo-Latinoamericano (IILA) propició la instalación de pabellones o muestras temporales de otros países, como México, Chile y Cuba, en las bienales venecianas. En ocasiones, aunque el país no posea un espacio propio, algunos cineastas y artistas han tenido una presencia destacada en ese foro. 

 Fue así como, durante la Guerra Fría y gracias a la gestión del político Carlo Ripa de Meana, primero comunista y luego socialista, hubo bienales dedicadas a Chile, como la de 1974, fuertemente orientada a defender la experiencia de gobierno de Salvador Allende y Unidad Popular, en contra de la dictadura de Augusto Pinochet. Ripa también promovió, con Alberto Moravia y otros intelectuales de la izquierda italiana, bienales dedicadas a la disidencia cultural en la Unión Soviética y Europa del Este. 

De ese enfoque de contrapeso en la Guerra Fría se derivó un interés en el arte y el cine cubanos entre los años 60 y 80, que explicaría la asistencia de cineastas como Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás y artistas como Wifredo Lam, René Portocarrero, Flavio Garciandía y José Bedia. Este año, con la convocatoria sobre desarrollo sustentable, se observa también una orientación globalista, que toma distancia de la ascendente derecha xenofóbica y nativista italiana, parcialmente reflejada en el gobierno de Giorgia Meloni. 

El clarísimo protagonismo de países como China, Sudáfrica y Brasil así lo trasmite. En el caso de los latinoamericanos es notable el fuerte ecologismo de las muestras. La de Brasil, titulada “Tierra” y curada por Gabriela de Matos y Paulo Tavares, está centrada en las representaciones arquitectónicas y urbanísticas de las comunidades indígenas y afrodescendientes de Brasil. En la misma línea está la de Perú, que recorre el cauce y los pueblos del Amazonas andino. 

 El proyecto de Uruguay, a cargo de Facundo de Almeida, Mauricio López y Matías Carballal, entre otros, explora los diversos escenarios que se desprenderían de una posible Ley Forestal a adoptarse en el país suramericano. El de Argentina, por su parte, encara los efectos de la crisis del agua a nivel nacional. La misma mezcla de utopismo y ambientalismo se plasma en la obra mexicana “La cancha de basquetbol campesina”, coordinada por Diego Sapién Muñoz y el INBAL. 

 Muy distinto es el tono del enorme pabellón de China en el Arsenal, que lleva por título “Renewal: a symbiotic narrative”. Las decenas de maquetas presentan la modernización tecnológica y urbanística de China, en ciudades como Shanghái, Hangzhou o Cantón, como parte de un impulso de renovación consustancial a la cultura china. La naturaleza y el paisaje son absorbidos por las grandes estructuras metálicas. 

 Podría establecerse un contraste entre el utopismo arcaico latinoamericano y el utopismo futurista chino, a partir de estas imágenes de la Bienal de Venecia, que tendría otras implicaciones para las expectativas, cada vez más desbordadas, de que China lidere la comunidad de países del Sur global.

jueves, 7 de septiembre de 2023

El tortuoso camino de la justicia transicional






Los investigadores Mónica Serrano y Juan Espíndola, de El Colegio de México y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, han compilado un libro tan necesario como perturbador. Se titula Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México (Colmex, 2023) y da cuenta de las dificultades de ese concepto, justicia transicional, para avanzar en las instituciones y leyes del país. 

 El volumen parte de la certeza estadística del aumento de la violencia, la criminalidad y su saldo tangible de muertes y desapariciones. Hace ya más de un año que México superó la cifra de 100 000 desaparecidos. Según datos oficiales, en lo que va del gobierno actual, desde diciembre de 2018, más de 150 000 personas habrían sido asesinadas. 

 Esta estadística infernal, que ilustra sin ambages una situación de crisis humanitaria, demanda mecanismos de memoria, justicia y verdad como los que se han intentado en países cuyas democracias surgieron de dictaduras militares o guerras civiles como las del Cono Sur o Centroamérica, a fines del siglo XX. Una zona lateral del volumen está, justamente, dedicada a cotejar esas experiencias, en Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Colombia, con el México actual. 

 Varios de los autores y autoras, como Daniel Vázquez, Ezequiel González Ocantos, María Paula Saffon, Pablo Gómez Pinilla, Diana Isabel Güiza Gómez, Rodrigo Uprimny Yépez, Karina Ansolabehere y Leigh A. Payne, destacan el cúmulo de obstáculos que se ha interpuesto a la justicia transicional en México. Desde la negativa a crear una Comisión de la Verdad y el mediocre desempeño de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado en el sexenio de Vicente Fox, hasta el desentendimiento de esta administración del proyecto elaborado por la CNDH y el CIDE, en 2019, todo parece evidenciar una falta de voluntad política para hacer frente a las masacres y sus víctimas. 

 Las y los colaboradores del libro reiteran que las diferencias ideológicas o políticas entre los crímenes del pasado, bajo un régimen autoritario u otro democrático, exigen por igual dispositivos de esclarecimiento de la verdad y de justicia restaurativa. A la tendencia a la opacidad en esos temas, en un gobierno como el actual, muy dado a la reafirmación plebiscitaria cotidiana, se suma una cultura extendida de la impunidad en la que confluyen los grupos criminales, la clase política, las instituciones de seguridad y las autoridades judiciales. 

 Algunos autores, como Carlos A. Pérez Ricart, Claudio Frausto, Luis Alfonso Herrera Robles, José María Ramos García y María de Vecchi Gerli, tratan casos concretos como el asesinato de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los feminicidios de Ciudad Juárez, el papel de la DEA en la guerra contra el narco o la violencia criminal en Tijuana y otras ciudades fronterizas. En cada caso observan esa perversa colusión entre criminales, policías, funcionarios locales, estatales y federales y agentes del orden y la seguridad. 

 El libro coordinado por Espíndola y Serrano cierra con un ensayo revelador de Benjamin Nienass y Alexandra Délano Alonso sobre los debates, protestas e intervenciones que ha generado el Memorial a las Víctimas de la Violencia, construido en Chapultepec durante el sexenio de Felipe Calderón. Varias organizaciones de derechos humanos y víctimas de la “guerra sucia” y la “guerra contra el narco”, en los últimos años, han rebautizado el monumento como “Memorial a las Víctimas de la Violencia del Estado”. 

 El libro trasmite con eficacia la idea de que también en México, en democracia y con un gobierno de izquierda, no sólo sigue habiendo muertes y desapariciones sino una disputa por la memoria de los crímenes. También aquí se repite la escena vergonzosa de un Estado que no escucha a las madres buscadoras y a los familiares de las víctimas y escamotea el número de muertos.

viernes, 1 de septiembre de 2023

La Habana de Fina





La editorial El Equilibrista y la Universidad Veracruzana publicaron este año un manuscrito inédito de la poeta cubana, Fina García Marruz (1923-2022), prologado por la escritora Josefina de Diego, hija del poeta Eliseo Diego y sobrina de la autora, y cuidado por la traductora e investigadora cubana Lourdes Cairo Montero. 

El libro se titula Pequeñas memorias y es una evidencia más del espléndido catálogo que ha reunido Diego García Elío en su colección Pértiga. El texto viene a confirmar el peso de la memoria en el grupo de escritores cubanos que conformaron la revista Orígenes entre 1944 y 1956. 

Sin el arte de la memoria no serían concebibles las novelas de José Lezama Lima, Paradiso y Oppiano Licario, los poemas de En la Calzada de Jesús del Monte o Por los extraños pueblos de Eliseo Diego, la Poética de Cintio Vitier, que no por gusto lleva un acápite titulado “Mnemosyne”, y buena parte de la propia poesía de García Marruz, especialmente sus cuadernos Visitaciones y Habana del centro

El género mismo de la memoria fue practicado por varios de aquellos poetas y narradores: Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes, Rostros del reverso o El oficio de perder y Cintio Vitier en De peña pobre. A diferencia de éstas, las memorias de García Marruz, humildemente adjetivadas como “pequeñas”, se colocan en la prehistoria de Orígenes, en La Habana anterior a la revista y a las primeras obras de sus miembros. 

 La familia no es aquí la “familia de Orígenes”, como en otro título conocido de García Marruz, sino la estrictamente filial, la de los Badía, los Baeza, los Pagés y los García Marruz, ramas que se describen, como en Homero, con sus respectivos aretés o virtudes. Fina, la poeta y ensayista consagrada de fines del XX, asoma a veces, muy sutilmente, cuando la escritora habla de sus lecturas o preocupaciones futuras. 

Por estas memorias nos enteramos que, al igual que Eliseo Diego, tal y como ha contado su hijo Lichi, en La novela de mi padre, García Marruz comenzó escribiendo narrativa. Su cuento “La venganza”, con su personaje Nathaniel, tiene resonancias bíblicas, pero también de disquisición teológica sobre la soledad. El texto no especifica cuándo fue escrito, pero probablemente haya sido antes de la publicación de su “Carta a Vallejo”, en el tercer número de Orígenes

El tránsito de las casas espaciosas de la Víbora a los segundos pisos de Centro Habana, en las calles Lealtad, Manrique o Neptuno, se narra como el descubrimiento de un mundo sonoro, donde se voceaban los periódicos republicanos, El Mundo, el Diario de la Marina, El País, se escuchaba el piano de Cervantes, Saumell y Lecuona y se cruzaba el Paseo del Prado, para internarse en la vieja ciudad y recorrer las librerías de Obispo. 

A fines los 30, en medio de la guerra civil en España y la reconstrucción de la república en Cuba, que siguió a la Revolución contra Machado, la joven conocerá, junto a Cintio Vitier y Eliseo Diego, a dos poetas centrales en su formación: el español Juan Ramón Jiménez, en su breve exilio habanero, y el cubano Gastón Baquero. Son estos, y no Lezama todavía, los primeros maestros de la joven escritora. 

García Marruz tomó clases de filosofía con Jorge Mañach y Joaquín Xirau, leyó a Plotino, San Agustín y Bergson, pero nada parece haberla marcado más que escuchar al poeta español en la Institución Hispano-Cubana de Cultura y en el Lyceum de la Habana. Llega a conocerlo, junto a su madre, en el Hotel Vedado, y el poeta le dedica el poemario Canción, que ya sabía de memoria. 

Baquero, por su parte, emerge como una presencia entrañable. No sólo era, desde entonces, ese gran lector de poesía, que dominaba la mística española del Siglo de Oro, sino un melómano solícito, que introduce a García Marruz en la música de Debussy, Ravel y Stravinski. Baquero parece haber sido muy importante, también, en la conversión juvenil de la poeta al catolicismo, una fe indisociable de su obra poética y ensayística.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Boris Kagarlitsky: el intelectual como "terrorista"




Boris Kagarlitsky es un doctor en estudios políticos por la Universidad de Moscú, que destaca por una de las obras más sólidas en relación con la historia de las ciencias sociales rusas. En estricto sentido vendría siendo uno de los referentes del campo de la historia intelectual rusa en las tres últimas décadas. 

 Nacido en 1958, ha publicado en medios internacionales reconocidos como New Left Review, Times Literary Supplement y The Moscow Times y es referido en el campo intelectual latinoamericano por su excelente libro Los intelectuales y el Estado soviético (2005), que publicó la editorial Prometeo en Buenos Aires. 

  No creo que exista una historia más completa de la gran transformación cultural de la perestroika y la glasnost en la antigua URSS, como la producida por aquel libro. Una de sus conclusiones, que hoy parece profecía cumplida, es que el “fin de la intelligentsia soviética” produjo, bajo la supuesta modernización “liberal” de los 90, un reciclaje del nacionalismo cultural ruso decimonónico, con todos los elementos xenófobos, racistas, conservadores y antisemitas, que le eran afines. 

  El régimen de Vladimir Putin y su ideología neonacionalista son el desenlace de aquella mutación cultural. Kagarlitsky, como la mayoría de disidentes socialistas de su generación, que no se reconvirtió al nuevo nacionalismo, rechaza el conservadurismo cultural y el revisionismo histórico de Putin, cuya premisa es una exaltación del viejo imperio de los Románov, especialmente del periodo reformista del primer ministro Piotr Stolypin, y una denigración de la Revolución bolchevique y de las figuras de Lenin y Trotski. 

   Desde el Instituto para la Globalización y los Movimientos Sociales, que encabeza en Moscú, este académico ha destacado como una de las voces críticas de esa política cultural revisionista, personalmente impulsada por Putin. Al iniciar la invasión de Ucrania, el 24 de febrero de 2022, que venía anticipando desde la anexión de Crimea en 2014, el académico entendió que el nuevo movimiento de Putin era coherente con una visión profundamente antisoviética, que el nuevo caudillo del Kremlin heredó directamente del grupo neoliberal de Boris Yeltsin. 

   Desde entonces, el estudioso ha hecho diversas intervenciones en publicaciones occidentales de izquierda, en las que alerta sobre el poderoso despliegue de un nuevo imperialismo ruso contra nacionalidades del centro y el este de Europa. Esta nueva versión del paneslavismo, según Kagarlitsky, carecería del espíritu culturalmente dialógico que intentaron imprimirle los liberales rusos del XIX y los bolcheviques del XX. 

  Por pensar lo que piensa y escribir lo que escribe, Boris Kagarlitsky ha sido encarcelado en Moscú, donde enfrenta cargos infundados de “terrorismo”, a partir de sus críticas más que razonables a la escalada rusa en Ucrania. Es muy probable que pase siete años de cárcel, tan sólo por ejercer el derecho a cuestionar una política de Estado desde las reglas del campo académico de las ciencias sociales.