Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 15 de mayo de 2024

David Brading y la nación preexistente



David Brading, historiador de la Universidad de Cambridge, con una vasta y brillante obra sobre México, acaba de fallecer. En esta época de parcelación de la disciplina histórica, tanto a nivel de enfoques analíticos como de periodizaciones cortas, la obra de Brading contrasta por su capacidad de desplazamiento entre el México antiguo y el contemporáneo y por su articulación de muchas perspectivas: desde la historia económica hasta la cultural. 
 
  Algunos de sus primeros libros, escritos durante su experiencia americana, en Berkeley y Yale, como Mineros y comerciantes en el México borbónico (1971) y Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano (1973), cuyo esbozo inicial apareció como artículo en la revista Historia Mexicana, de El Colegio de México, no sólo fueron muestras representativas de historia económica y social sino de una comprensión de la realidad mexicana desde el peso de las regiones.
 
  Lo mismo podría decirse de sus estudios sobre el obispado de Michoacán durante el periodo borbónico, que desembocaron en el volumen Una iglesia asediada (1996), editado, como tantos otros de sus libros, en el Fondo de Cultura Económica. Historia regional fue, también, Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (1985), donde el historiador británico se movió con soltura entre el Morelos de Zapata y los caudillos sonorenses. 

   El flanco de historia cultural e intelectual de la obra de Brading -Los orígenes del nacionalismo mexicano (1973), Mito y profecía en la historia de México (1988), Orbe indiano (1991), La virgen de Guadalupe (2002)…- fue, tal vez, el mejor editado pero también el más debatido. Una de sus ideas rectoras es que existe una continuidad prolongada entre el patriotismo criollo de la Nueva España, el republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y la Revolución de principios del siglo XX. 
 
   La tesis, anunciada en Los orígenes del nacionalismo y años después más trabajada en Orbe indiano, aunque través de una contraposición con el Perú, nació, según Brading, de su lectura de la Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente llamada Anáhuac (1813) de Fray Servando Teresa de Mier. En ese texto, que tanto inquietó a Simón Bolívar, se mezclaban el guadalupanismo, el culto a Quetzalcóatl y la idea de la independencia como recuperación de una soberanía perdida con la conquista española. 
 
   La nueva historiografía crítica de los nacionalismos ha puesto en tela de juicio esa visión. Lo que nunca podrá reprochársele a Brading es la elocuencia con la que la expuso, a través de lecturas precisas de Bartolomé de las Casas, de la Monarquía indiana de Juan de Torquemada y los tratados de jesuitas expulsos del siglo XVIII como Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. 

   Su demostración de que aquella creencia en una nación preexistente era más vieja que el Plan de Iguala sigue siendo válida, aunque la misma fuese tan manipulada por la historia oficial del liberalismo del siglo XIX y del nacionalismo revolucionario del XX. Brading parecía dar menos importancia al carácter "inventado" o "imaginario" de aquella tradición que al hecho de que la misma fuese experimentada como real o cierta por los propios actores de la historia cultural y política del México moderno.

viernes, 3 de mayo de 2024

Los lobos de Stanislav




Paul Auster viajó a Ucrania en 2017, en busca del lugar en que nació su abuelo, quien emigró a Estados Unidos en 1900. Cerca de Leópolis encontró la ciudad, en la antigua Galitzia polaca, hoy llamada Ivano-Frankivsk, en honor al poeta, narrador y dramaturgo ucraniano de fines del siglo XIX, Iván Frankó. El último bautizo de la ciudad en 1962, en tiempos de Nikita Kruschev, da una idea del peso del nacionalismo ucraniano en la región. Vladimir Putin y sus ideólogos repiten que Ucrania fue una invención de Lenin, pero, para ser una invención, gozaba de buena salud en tiempos de la Guerra Fría. 

En su más reciente novela, Baumgartner (2024), una historia de los amores perdidos de un viejo profesor de Princeton, Auster recupera el drama de la ciudad, ahora bajo una nueva guerra de conquista. La terrible historia de su familia judío-ucraniana emerge en la trama como un afluente de la memoria sentimental del narrador. Variantes de Stanislawów (Stanislau, Stanislaviv, Stanislav), es decir, de la patria de San Estanislao de Cracovia, el obispo polaco del siglo XI, dieron nombre a la ciudad durante el imperio de los zares rusos. Auster entiende esos cambios toponímicos como obra de una sucesión de dominios: el polaco, el austro-húngaro, el alemán, el soviético. 

En 1941 vivían en la ciudad cerca de cien mil habitantes, la mitad judíos. Durante la invasión nazi, unos diez mil fueron fusilados detrás del cementerio hebreo y otros diez mil fueron enviados al campo de exterminio de Belzec, en Polonia. Entre 1942 y 1944, los restantes fueron ejecutados de un tiro en la nuca, en las afueras de la ciudad, de veinte en veinte, y enterrados en fosas comunes. 

Un poeta local, como aquel Iván Frankó que da nombre a la ciudad, le confirmó a Auster una historia contada por sus abuelos. En 1944, cuando el ejército soviético liberó la región del dominio nazi, la ciudad estaba deshabitada y en vez de personas vivían allí centenares de lobos que la habían convertido en madriguera. Escuchando al poeta, Auster recordó unos versos de George Trakl, escritos en medio del estallido de la primera Guerra Mundial e inspirados en el “frente oriental” de Alemania: “Un páramo de espinas ciñe la ciudad./ Por las escaleras de sangre la luna/ persigue mujeres aterrorizadas./ Lobos salvajes irrumpen en las puertas”. Toda una visión de las guerras que asolarían una y otra vez ese mismo pedazo de Europa. 

El poeta estaba convencido de que lo que narraba había sucedido realmente. Auster recuerda que sus abuelos contaban la historia con la misma seguridad. Pero en algún punto se pregunta si aquello era más una leyenda que un suceso fáctico y comprobable. Una historiadora de la Universidad de Leópolis agrandó sus sospechas: no había evidencia alguna de que el pueblo se hubiese convertido en una madriguera de lobos entre 1943 y 1944. 

El tema obsesionó a Auster, quien escribió un ensayo justamente titulado “Los lobos de Stanislav” (El País, 1/ 5/ 2020) y luego una conferencia con la que agradeció el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Madrid. En busca de cualquier evidencia, vio películas soviéticas de la época, en las que se repetía la misma escena: unos pocos habitantes del pueblo saludando los tanques victoriosos de Stalin, pero ni rastro de los lobos. 

En la novela Baumgartner, el escritor se pregunta si un “acontecimiento tiene que ser real para que se acepte como verdad”, no en el sentido de una fakenews u operación de postverdad sino como aquello que tal vez ocurrió, pero es incomprobable. Qué sucede, dice, “si a pesar de tus esfuerzos de averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre”. La respuesta del escritor es entrañable: “ a falta de cualquier información que confirme o desmienta la historia que me contaron, he decidido creerle al poeta”, no a la historiadora. Y agrega: “ya estuvieran allí o no, he decidido creer también a los lobos”.

viernes, 19 de abril de 2024

Otro país verde olivo




Hace treinta años, con el fin de las dictaduras militares en América Latina, se perfiló una tendencia a la profesionalización de los ejércitos que parecía definitiva. La institución castrense era percibida como un actor fundamental de los diversos autoritarismos de la Guerra Fría. Hoy, aquel camino heredado de las transiciones democráticas de fin de siglo está siendo severamente cuestionado. 

 Los dos fenómenos más reconocibles de militarismo de nueva derecha, que no por casualidad comparten una mirada de similar recelo ante las narrativas de la transición, han sido los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en El Salvador. Más recientemente, el gobierno de Javier Milei ha anunciado una reforma de su política de seguridad que reforzaría el papel del ejército en la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, las mafias y las pandillas. 

 El próximo 21 de abril, en Ecuador, se celebrará un referéndum constitucional, que de triunfar, introduciría un enfoque militarista de la seguridad nacional, con algunos elementos en común con el modelo salvadoreño. El primer punto de la consulta popular pregunta a los ecuatorianos si están de acuerdo con que las Fuerzas Armadas brinden apoyo complementario a la Policía Nacional para combatir al crimen organizado. 

 Más adelante, el referéndum ecuatoriano, que tendrá lugar en medio de la adversa reacción internacional contra la incursión militar en la embajada de México en Quito, propone incrementar las penas contra delitos de terrorismo, narcotráfico, delincuencia organizada, sicariato y lavado de activos. El presidente Daniel Noboa fue de los primeros mandatarios de la región en felicitar a Nayib Bukele por su reelección y éste ha sido el único en abstenerse en la OEA, ante la resolución que condena el asalto a la embajada mexicana. 

 Pero la historia de la remilitarización de América Latina estaría sesgada si sólo tomara en cuenta el aumento de poder de los ejércitos bajo los gobiernos de la nueva derecha. Un libro reciente, editado en México por la editorial Grano de Sal y titulado Érase un país verde olivo, describe en detalle el notable incremento de funciones de las Fuerzas Armadas durante la administración de Andrés Manuel López Obrador y Morena. 

 Los autores (Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Javier Martín Reyes, María Marván Laborde, Pedro Salazar Ugarte y Guadalupe Salmorán Villar), académicos de primer nivel en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, documentan que, a través de la Ley de la Guardia Nacional, los militares aumentaron sus competencias en investigación y persecución de delitos, sin que se reporten por ello beneficios en el combate a la violencia y la inseguridad. 

 Apuntan, a su vez, que en este sexenio se han reportado 104 actos de militarización, cuarenta más que en el gobierno de Enrique Peña Nieto. En los últimos años, el Ejército y la Marina han pasado a administrar entidades civiles como los aeropuertos, las aduanas, los puertos y las estaciones migratorias y se han hecho cargo de grandes obras de infraestructura como el Banco del Bienestar, el Aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. 

 El proceso de militarización en México responde a los crecientes retos a la autoridad del Estado que plantea la aguda crisis de seguridad que se vive en toda América Latina y el Caribe. Los autores ven antecedentes del fenómeno en la tradición populista, que trazan entre el varguismo y el peronismo y los gobiernos bolivarianos de principios del siglo XX. 

 Las últimas revoluciones del siglo XX, especialmente la cubana y la nicaragüense, también crearon su propio militarismo. Cuba produjo uno de los ejércitos más poderosos del área, en su tensión permanente con Estados Unidos, que llegó a librar campañas regulares en países africanos como Angola y Etiopía. La revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba se llama, justamente, Verde Olivo, y en los años 70 jugó un papel destacado en el control ideológico de la cultura de la isla. 

 Aunque esa continuidad histórica con las izquierdas populistas y revolucionarias latinoamericanas pueda sostenerse, es inevitable pensar la remilitarización mexicana en el contexto más amplio de un giro regional en las políticas de seguridad, donde también se inscriben las nuevas derechas. La vuelta de los militares es un fenómeno transversal en América Latina y el Caribe, que avanza por igual desde la izquierda o la derecha.

lunes, 8 de abril de 2024

Las guerras simultáneas




Basta hojear las páginas internacionales de algunos periódicos para convencernos de que la inseguridad que vivimos es planetaria y no de una ciudad, un país o un continente. Con pocos días de diferencia Israel bombardeó un edificio diplomático de Irán en Siria, generando promesas de represalias por parte de estos dos países, mientras Kim Jong Un lanzaba un misil balístico supersónico intercontinental, que puso en alarma máxima a Corea del Sur. 

 Las dos principales guerras que tienen lugar ahora mismo, la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza, se vuelven cada vez más intensas y letales sin que la comunidad internacional sea capaz de detenerlas o desescalarlas. Lo peor es que esas dos no son las únicas guerras: hay otras en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Nigeria, Myanmar y Siria. 

 La posibilidad de que Armenia podría incorporarse a la Unión Europea, a partir de unas declaraciones del líder de la Asamblea Nacional de ese país, Alen Simonyan, en el contexto de su conflicto con Azerbaiyán, por el control de Nagorno-Karabaj, ha desatado una oleada de reacciones furiosas en el sistema de comunicación ruso y pro-ruso. El anuncio menos predecible de una eventual incorporación definitiva de Ucrania a la OTAN, por parte del Secretario de Estado, Antony Blinken, atiza aún más el conflicto, mientras el respaldo de Washington a Israel produce todo tipo de fricciones en el mundo. 

Dentro de Estados Unidos, la creciente oposición a ese respaldo ha llevado al presidente Joe Biden a demandar a Benjamín Netanyahu respeto a la vida de civiles en Gaza. En la reciente reunión de la OTAN en Bruselas, con motivo de sus 75 años, predominó un discurso triunfalista que no augura nada bueno. El subido tono del aniversario se debe, por un lado, a la inevitable respuesta a las amenazas contra la Alianza Norte por parte Donald Trump, en su camino de regreso a la Casa Blanca. Pero, por el otro, elude, bajo el apoyo a Ucrania, la gravedad de la situación en Palestina. 

 Buena muestra de la adversidad global contra la ofensiva de Israel en Gaza ha sido la declaración conjunta de los gobiernos de Francia y Brasil durante la visita del presidente Emmanuel Macron al gran país suramericano. Brasil y Francia reclaman abiertamente un cese al fuego y denuncian las resistencias a las resoluciones de la ONU desde Estados Unidos. La OTAN y la Unión Europea, especialmente Alemania dentro de ésta última, no parecen comprender algo apuntado por Richard N. Haass en The New York Times, hace algunas semanas, y es que la falta de resolución diplomática para poner fin a la guerra en Gaza debilita la estrategia atlántica a favor de Ucrania. 

El carácter irreductible de estas guerras simultáneas vuelve a poner en evidencia la estructura multipolar del mundo en la tercera década del siglo XXI. Pero esa coexistencia de poderes globales y regionales no hace más seguro al mundo, como comprobamos en estos días. En principio, siempre parecería preferible un sistema internacional menos hegemónico, pero si las instituciones encargadas de asegurar la paz no funcionan, el multipolarismo no es necesariamente beneficioso. 

No se trata únicamente de los vetos de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad de la ONU. La nueva competencia por el reparto del mundo gana agresividad en un momento de crisis del paradigma de la democracia constitucional, que durante las décadas posteriores a la Guerra Fría fue el gran aliciente para la instalación de los mecanismos de paz global. 

Aunque muchos partidarios de la pugna geopolítica no lo vean así, ambas cosas están correlacionadas: el aumento de la inseguridad mundial y la proliferación de nuevas autocracias. Un sistema internacional garante de la paz sólo es posible bajo un consenso básico en torno a ciertas normas de gobernabilidad democrática. Cuando la construcción de ese consenso procede de manera unilateral y hegemonista su efecto es desfavorable.

martes, 12 de marzo de 2024

El romance de la revista Life con la Cuba revolucionaria





La revista Life fue uno de los medios fundamentales de la cultura visual global producida desde Estados Unidos en el siglo XX. Tras su adquisición por el magnate Henry Luce, dueño de Time y Fortune, en 1936, la publicación apostó por el foto-reportaje y su uso como instrumento de representación de realidades políticas regionales, distantes o cercanas a Estados Unidos. 

 Luce, nacido en China, hijo de un pastor protestante en misión evangélica en Asia, se interesó mucho en la Revolución de Mao Tse Tung. Su enfoque de la guerra civil china fue siempre más favorable a los nacionalistas de Chiang Kai Shek, pero habría que recordar que Life, donde publicó Ernest Hemingway y donde apareció la foto emblemática de Robert Capa del soldado republicano español, también tuvo simpatías antifascistas. 

 Un estudio reciente, editado por el Centro de Investigaciones de América Latina y el Caribe (CIALC) de la UNAM, y realizado por los historiadores Enrique Camacho y Fernando Corona, reconstruye la cobertura que dio Life a Cuba entre los años 30 y 60. Se trata de cuatro décadas enmarcadas entre dos revoluciones, la nacionalista contra la dictadura de Gerardo Machado, y la también nacionalista, primero, y socialista después, de Fidel Castro. 

 En la primera etapa, los historiadores encuentran un marcado interés de Life en líderes inicialmente revolucionarios, como Fulgencio Batista, y en la estabilidad constitucional cubana posterior a 1940. Cada gobernante, Batista, Ramón Grau San Martín o Carlos Prío Socarrás, de aquel periodo republicano, y algunos de sus opositores como Eduardo Chibás y Roberto Agramonte, fueron debidamente retratados, en público o en familia, por los fotógrafos de Life

 En los años 50 la publicación contribuyó, como pocas, a la construcción del mito del Montecarlo caribeño. Entonces puso su atención en el desarrollo urbano de la isla, en su alta sociedad, su boom inmobiliario, sus calles atestadas de coches y anuncios lumínicos, su pujante industria turística y no faltó el tratamiento apologético de Batista como patriarca familiar, con su esposa Marta Fernández Miranda y sus hijos, en el lujoso Palacio Presidencial de La Habana. 

Lo sorprendente, en una revista ya tan orientada hacia el macartismo, no sería esa representación sino la que muy pronto haría del movimiento revolucionario de la Sierra Maestra desde el año 1957. Life destacó a dos de sus fotorreporteros estrella, Andrew Saint George y Joe Scherschel, en la isla, en los años de la guerrilla fidelista. Los periodistas subieron a la Sierra Maestra, entrevistaron a los comandantes rebeldes y dieron seguimiento exhaustivo al secuestro de ciudadanos norteamericanos por las tropas de Raúl Castro y a la amistosa negociación de éste con el cónsul y el vicecónsul de Estados Unidos.

  Life siguió paso a paso la marcha de las columnas invasoras del Che Guevara y Camilo Cienfuegos hacia la capital de la isla. Captó al Che con el brazo enyesado en las calles de Santa Clara y a Camilo en el Palacio Presidencial, hablando por teléfono, mientras pisa uno de los retratos de la Sra. Fernández de Batista. La revista también siguió muy de cerca a Fidel Castro en su primer viaje a Estados Unidos, en abril de 1959, invitado por la American Society of Newspapers. Lo siguió y él se dejó seguir, llegando a ser retratado y entrevistado en pijamas. La boda de Raúl Castro y Vilma Espín apareció en Life como ceremonia de la nueva etiqueta social de la Cuba revolucionaria. 
   
   Como otros medios estadounidenses, la revista comenzaría a tomar distancia a raíz de los fusilamientos de batistianos, desafectos u opositores, algunos, líderes de la propia Revolución, como los comandantes Humberto Sorí Marín y William Morgan. También rechazaría las primeras muestras de avance hacia a un sistema político más cerrado que el prometido en la documentación programática revolucionaria. 

 A inicios de los 60, Life acabaría sumándose al gran aparato de publicidad anticomunista contra la Revolución cubana y otros movimientos de izquierda en América Latina. En esos años de la publicación, todavía en vida Luce, quien moriría en 1967, era difícil comprender aquel romance de Life con la guerrilla fidelista. La agresividad con que reflejó el giro comunista de los barbudos de la Sierra Maestra trasmitía un sentimiento de íntima traición. 

viernes, 1 de marzo de 2024

Prometeos de la Guerra Fría






Una película y una novela se han internado en la epopeya científica que desembocó en la bomba atómica en 1945. La película es Oppenheimer del británico Christopher Nolan y la novela es Maniac del chileno Benjamín Labatut. Entre las dos narran complementariamente un mismo drama, cuyas lecciones para el presente son inocultables. 

 Oppenheimer, basada en la biografía del líder del proyecto Manhattan, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, cuenta paso a paso la trayectoria de los hallazgos, dilemas y trifulcas de la física cuántica desde la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Vamos al joven J. Robert Oppenheimer recorriendo las grandes universidades europeas y asimilando ideas de Max Born, Niels Bohr y Werner Heisenberg. 

 La travesía, que académicamente corre paralela a la de sus estudios en Harvard y Cambridge y su contratación final en Berkeley y Caltech, es también una síntesis del paso firme de la ciencia en la primera mitad del siglo XX. Oppenheimer, que tuvo simpatías por la izquierda antifascista en los años 30, gracias, en buena medida, a su relación con la activista feminista y comunista Jean Tatlock, acaba al frente del proyecto insignia de la industria militar estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. 

 Parte considerable de la motivación de Oppenheimer y su brillante equipo de científicos en Los Álamos (Richard Feynman, María Mayer, Hans Bethe, Enrico Fermi, John von Neumann…) era desarrollar la bomba antes que los nazis. El origen judío de muchos de aquellos físicos acicateaba su entrega en cuerpo y alma a una carrera por la fisión atómica, que permitiera acabar con el poder fascista en Europa. 

 Los imponderables comenzaron desde el momento en que las primeras bombas estuvieron listas después del suicidio de Hitler y su primera gran prueba sería en Hiroshima y Nagasaki, dos pueblos japoneses, donde habrían muerto más de 240 000 personas. La película de Nolan se centra mucho en la persecución que sufrieron Oppenheimer y otros científicos durante el macartismo, pero, tal vez, no explora lo suficiente el peso de la culpa, en aquella comunidad, luego de las detonaciones de Little Boy y Fat Man en Japón. 

 En la novela de Labatut, aunque menos atenta a los detalles del proyecto Manhattan, es posible encontrar esa exploración por otra vía. Armada como una biografía coral de dos científicos del centro de Europa, que rondaron aquellos proyectos, el austríaco Paul Ehrenfest y el húngaro Johannes con Neumann, esta ficción encara los brotes de irracionalidad que acompañaron la carrera de la física nuclear en la Guerra Fría. 

 No siempre, las derivas psicóticas o místicas de aquellos científicos fueron detonadas por la culpa de Hiroshima -Ehrenfest mató a su hijo y se suicidó en 1933 y otro austríaco, Kurt Gödel, también personaje de la novela, comenzó con sus obsesiones teológicas, que lo llevarían a intentar una comprobación ontológica de la existencia de Dios, mucho antes de su contratación en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton-, pero difícilmente podrían desligarse del vértigo nuclear de la Guerra Fría. 

 El caso de von Neumann aparece aquí como la variante extrema de aquellos Prometeos del mundo bipolar. En los días del proyecto Manhattan, von Neumann había llamado a abandonar cualquier escrúpulo y recordaba la famosa carta del pacifista Einstein al presidente Roosevelt, en 1939, exhortándolo a impulsar el programa nuclear. 

Cuando Hiroshima, el físico húngaro también defendió la utilidad de la hecatombe y ya en plena Guerra Fría se involucró en el proyecto de una “destrucción mutua asegurada”. El colapso psicológico del científico, antes de su muerte en 1957, escapa a cualquier tipología de la sinrazón o la locura. El Prometeo moriría convencido de que no sólo era plausible una prueba ontológica de la existencia de Dios sino una reconstrucción biológica de la divinidad por medio de las máquinas computacionales.

martes, 27 de febrero de 2024

Sandino: el vencedor asesinado



El asesinato de líderes revolucionarios fue una práctica recurrente en las primeras décadas del siglo XX latinoamericano y caribeño. En México, Madero, Zapata, Carranza, Villa, Carrillo y Obregón no murieron en combate sino ejecutados. Los cubanos Julio Antonio Mella, Rafael Trejo, Antonio Guiteras, Sandalio Junco, Jesús Menéndez y Aracelio Iglesias murieron todos asesinados entre los años 20 y los 40. Dentro de aquellos frecuentes homicidios políticos destaca, por su dramatismo y conmoción, el del líder de la Revolución nicaragüense, Augusto César Sandino, en febrero de 1934. 

Después de un lustro de resistencia contra la intervención de Estados Unidos, al frente de un ejército popular, en 1933 Sandino firmó la paz con el gobierno de Juan Bautista Sacasa. Desde fines de 1932, la administración estadounidense de Herbert Hoover había anunciado el retiro de sus tropas de Nicaragua, con la esperanza de que el control militar de la Guardia Nacional, en manos de Anastasio Somoza García, y un poder político favorable a caudillos antisandinistas como José María Moncada, contendría el liderazgo ascendente del llamado “general de hombres libres”. 

La elección presidencial, en 1933, de Juan Bautista Sacasa, un médico liberal, facilitó el proyecto pacificador. El nuevo presidente reconoció el triunfo de Sandino, que en aquel año representaba el rol de protector de una paz ganada a sangre y fuego en las selvas de Las Segovias. Todo aquel año de 1933, Sandino y su ejército popular representaron la mejor garantía para una reconstrucción democrática, en condiciones soberanas. 

Eran frecuentes los encuentros de Sandino con el presidente Sacasa y con Somoza. En una foto con este último, el líder revolucionario, delgado y pequeño, echa el brazo encima del hombro del militar más alto y robusto. Los dos sonríen levemente, Sandino con franqueza y Somoza con rictus de disimulada molestia. En aquellos meses de tensa paz los asesinos estudiaron la rutina de Sandino y fraguaron su ejecución. 

La noche del 21 de febrero, Sandino cenó con Sacasa en el Palacio Presidencial de la Loma de Tiscapa, en Managua. Lo acompañaban su padre Gregorio Sandino, su hermano Sócrates Sandino, el Ministro de Agricultura Sofonías Salvatierra y sus generales Francisco Estrada y Juan Pablo Umanzor. A la salida de la cena, el grupo fue arrestado y separado por oficiales de la Guardia Nacional. Sandino, su hermano Sócrates, Estrada y Umanzor fueron conducidos al campamento de El Hormiguero, mientras el padre y el ministro Salvatierra eran retenidos en el Campo Marte. Los hermanos Sandino y sus lugartenientes serían asesinados aquella misma noche. 

El estremecimiento que este crimen provocó en América Latina fue palpable en las semanas y meses siguientes. Sobrevivientes como el padre, Gregorio Sandino, y el ministro Salvatierra dejaron testimonios inmediatos del suceso. La poeta chilena Gabriela Mistral, que habían denunciado la intervención estadounidense y hasta había pronosticado la muerte del líder, dejó escritas páginas llenas de indignación. 

José Vasconcelos, por su parte, observó algo que merecería mayor atención: al morir, Sandino era un vencedor, no un vencido, como pudiera pensarse que fueron el Madero derrocado de 1913 o el Zapata arrinconado de 1919. A Sandino lo mataron en el momento más estelar de su gloria, cuando saboreaba una victoria frágil, que podía convertirse en plataforma de un nuevo proyecto político nacional. 

Los dos, Mistral y Vasconcelos, vieron en la muerte de Sandino la reafirmación de una constante trágica en la historia latinoamericana que “hacía de sus héroes víctimas, de sus sabios proscritos y de sus hombres honrados parias”. Ni uno ni otra eran comunistas o socialistas, de hecho, tampoco eran ya revolucionarios, y, justamente por ello, vieron en Sandino el símbolo más integrador del antimperialismo latinoamericano.