Libros del crepúsculo

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martes, 2 de noviembre de 2010

Pensar la fiesta


Roberto González Echevarría ha hecho de la fiesta cubana una figura de lo pensable. Esa experiencia que parece escabullirse de cualquier racionalización logra en Cuban fiestas (Yale University Press, 2010) un estatuto intelectual hasta ahora inalcanzado. Con ese tono antropológico ya estrenado en The Pride of Havana (1999), este libro continúa la gran tradición de Fernando Ortiz y Jorge Mañach, de pensar aquello que constituye una cultura nacional, aun cuando se resista a la menor teorización.
González Echevarría recorre todas las modalidades de la fiesta en Cuba, desde las de la liturgia católica hasta las del panteón afrocubano, pasando por la cívica de la República, la comunista de la Revolución, los carnavales y los bembés. Por el camino, este pensador de la fiesta, lee todo tipo de documentos: ensayos de Ortiz y Mañach, novelas de Cirilo Villaverde y Alejo Carpentier, poemas de Guillén y Lezama.
Hay en este libro una buena compilación del pensamiento de la fiesta en la cultura occidental. González Echevarría recupera ideas de Curtius y Huizinga, de Marcel Mauss y Mijaíl Bajtin, y concluye que siempre hay un elemento trágico en toda ceremonia festiva. Toda fiesta moviliza la voluntad de muerte y distribuye sus homenajes y sus agravios, sus catarsis y sus venganzas. Las fiestas son espectáculos ambivalentes, en los que se celebran fortunas y se lloran pérdidas.
Entre las muchas lecturas cubanas de González Echevarría en este libro, destaca la de “El coche musical”, el poema de Lezama, incluido en Dador (1960) y dedicado al músico mulato Raimundo Valenzuela, quien dirigió orquestas de carnaval, en el Parque Central, durante el siglo XIX. González Echevarría percibe la ambivalencia pitagórica, antes mencionada, en versos como “bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos” o “aquí el hombre antes de morir no tenía que ejercitarse en la música,/ ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno”.
La fidelidad con que Lezama retrata a Valenzuela como un Orfeo negro, saltando de orquesta en orquesta, hace siempre pensar en el poeta, vecino de Trocadero, como espectador del carnaval. Pero dice González Echevarría que Valenzuela murió en 1905, por lo que Lezama no pudo ver nunca su espectáculo y que, tal vez, haya confundido a Raimundo con su hijo Pablo o que su recuerdo fuera, en realidad, el recuerdo de sus padres. En una conocida introducción a ese poema, grabada por Casa de las Américas, Lezama decía:
“Yo recuerdo que cuando yo era muy joven, al llegar los carnavales, los fines de año, el Parque Central cobraba una animación fiestera verdaderamente vertiginosa… Y entonces Valenzuela, que era de muy buena presencia, en su levita de tafetán, pues iba de orquesta en orquesta y daba como el compás, y entonces inmediatamente la orquesta empezaba sus sones criollos… Valenzuela me causaba la impresión de un Orfeo que iba dando los sones de la flauta, los números de la armonía”.
Lezama estaba convencido de haber visto a Raimundo Valenzuela en aquellos carnavales. No se trataba, pues, de un ejercicio de ficción, como cuando identificó a Julio Antonio Mella como el Apolo que, en Paradiso, dirigía la manifestación del 30 de septiembre de 1930. Valenzuela era ese Orfeo real que, “como un general entierna el vozarrón”, “riega doce orquestas en el Parque Central” y “recorre las marcas zodiacales”.

1 comentario:

  1. "la comunista de la Revolución".
    Traduccion: la nacionalista de la dictadura.

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