Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 17 de diciembre de 2011

El momento neomarxista



Así como J. G. A. Pocock, el gran historiador de la Escuela de Cambridge, habló de un momento maquiavélico en el pensamiento atlántico del siglo XVIII, hoy podría hablarse de un momento neomarxista en el pensamiento de las primeras décadas del siglo XXI. Dos marxistas británicos, el anciano historiador Eric Hobsbawm (1917) y el teórico cultural Terry Eagleton (1943), escribieron este año un par de libros que proponen una arqueología de ese momento: How to Change the World (2011) del primero y Por qué Marx tenía razón (2011) del segundo.
                Ni Hobsbawm ni Eagleton son figuras que puedan asociarse plenamente a la planta más visible del neomarxismo actual (Hardt, Negri, Zizek, Badiou, Rancière, Jameson, Buck-Morss, Butler, Laclau…). No se lee en estos pensadores británicos una marca clara del postestructuralismo o del postmodernismo, que son las fuentes fundamentales de los neomarxistas. Hobsbawm era ya mayor cuando los franceses y la última Escuela de Frankfurt, fundamentalmente, emprendieron la crítica de la Ilustración, el estructuralismo y la modernidad en los años 70 y 80. Eagleton, por su lado, compartió algo de aquella ola teórica, pero sus nociones de ideología y cultura se mantuvieron cerca de las de su maestro, Raymond Williams, marxista del Círculo de Birmingham, contemporáneo del propio Hobsbawm.
                Hobsbawm y Eagleton no citan en sus libros, prácticamente, a ninguno de los teóricos neomarxistas. El primero a ninguno y Eagleton sólo cita a Zizek para reproducir una cita de un economista contemporáneo, referida a su vez en First as Tragedy, Then as Farce (2009), y a Rancière para darle la razón en una obviedad: que hoy liberales y socialistas coinciden en que Marx había acertado cuando insistía en el carácter transnacional del capital. De manera que el repertorio teórico e ideológico de Hobsbawm y Eagleton sigue debiendo más al marxismo occidental de mediados del siglo XX que a la condición postmoderna de fines de ese mismo siglo.
                A pesar de sus notables diferencias, uno y otro coinciden en que para comprender la actual rearticulación marxista, sobre todo en las ciencias sociales, es importante estudiar mejor la plural recepción de Marx en el siglo XX. Y aunque Eagleton es menos escéptico que Hobsbawm sobre las posibilidades de producir políticas marxistas en la actualidad, ambos admiten que el terreno en el que la recepción de Marx alcanzó sus mayores logros no fue, precisamente, la política sino la cultura. En ambos libros quedan mucho mejor parados Luxemburgo, Gramsci, Korsch, Lukacs, Benjamin, Sartre o Althusser, que Lenin, Stalin, Mao, Dimitrov, Pol Pot, Kim Il Sung o Fidel Castro. La excepción sería Trotski, tal vez, el político marxista del siglo XX más vindicado por ambos. Dice Hobsbawm:

“Este libro debería haber establecido cuán amplio es el abanico de ideas y prácticas que proclaman su procedencia de –y compatibilidad con- los textos de Marx, directamente o a través de sus sucesores. Si no supiéramos que todos ellos reivindicaban esta procedencia, podríamos considerar que las diferencias existentes entre los kibbutzim sionistas y la Kampuchea de Pol Pot, entre Hilferding y Mao, entre Stalin y Gramsci, Rosa Luxemburgo y Kim Il Sung, son más acusadas que sus similitudes. No existe ninguna razón teórica por la que los regímenes marxistas debieran adoptar cierta forma, aunque hay buenas razones históricas que explican por qué aquellos que se constituyeron en el curso de un periodo históricamente breve a partir de 1917 mediante revoluciones autóctonas, imitación o conquista, en una serie de países al margen o fuera del mundo industrializado, debieron desarrollar características comunes, negativas o positivas. El argumento de que la teoría marxiana implica necesariamente el leninismo y sólo el leninismo (o cualquier otra escuela que reivindique la ortodoxia marxista) resulta por tanto insostenible”.

Hobsbawm menciona a Fidel Castro y a la Revolución Cubana como fenómenos que atizaron el conflicto entre la Unión Soviética y China en los 60 y al Che Guevara como inspirador de una “insurrección voluntarista”, cuya teoría “fracasó estrepitosamente en la práctica en los años sesenta y setenta en el continente elegido, aunque fue elegantemente formulada por Regis Debray”. Eagleton es más generoso con el socialismo cubano, el cual ubica, a la manera de Fanon y Sartre, dentro de los movimientos de descolonización del Tercer Mundo en las décadas posteriores a Segunda Guerra Mundial. Eagleton, quien fue muy crítico con el arquetipo del guerrillero en su libro Terror santo, entiende a Guevara y a Castro no como marxistas sino como nacionalistas revolucionarios que, al aliarse al marxismo, obligaron a éste a revisarse.
América Latina es una zona descuidada en ambos libros. Las observaciones más interesantes sobre la misma no están, curiosamente, en Eagleton, más dispuesto a reconocer el valor de los nacionalismos descolonizadores, sino en Hobsbawm, quien incluye a Mariátegui dentro de la gran tradición de la heterodoxia marxista occidental y hace algunos apuntes pertinentes sobre la recepción de Gramsci en América Latina. Dice, por ejemplo, aunque no lo desarrolla, que en el momento de mayor intensidad del marxismo latinoamericano, los años 60 y 70, el interés por Althusser y otros marxistas franceses conspiró contra una lectura a fondo de los Cuadernos de la cárcel y otros textos de Gramsci.
Hobsbawm dedica a Gramsci dos capítulos de su libro con el propósito de sostener que es en el marxista italiano donde podría encontrarse el legado más creativo de Marx en el siglo XX. Es en Gramsci donde aparece una reinterpretación de la sociedad civil, el Estado, la hegemonía y la democracia, que, más que con Lenin, hace avanzar al marxismo sobre una esfera que, por momentos, le resulta ajena: la política moderna. Sin embargo, el historiador británico está muy lejos de armar una nueva ortodoxia en torno a Gramsci, que reemplace el marxismo-leninismo con un marxismo-gramscianismo. Tanto Hobsbawm como Eagleton parten de la premisa de que así como la teoría de Marx es limitada y no omnicomprensiva, la obra de cualquiera de sus seguidores, incluso la de los menos ortodoxos, también lo es. 





1 comentario:

  1. Rafael: gracias por tu nueva entrada. Tienes razón cuando señalas que Eagleton y Hobsbawm parecen pertenecer, más bien, a la "vieja guardia" del marxismo occidental. Son los que perseveraron, a pesar de haber pasado de moda. Quizá ya conoces este artículo de Perry Anderson que, según creo, hace una buena síntesis de los reparos e inquietudes de la "vieja guardia" respecto del clima cultural postestructural y postestructuralista. Creo que muchos de esos reparos vienen de una mirada más aguda y matizada respecto de lo que sería la tradición intelectual francesa, un rehusarse a meter a todos los pensadores franceses puestos de moda por la academia norteamericana en el cajón de sastre del "posmodernismo": http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/secret/CyE/cye5S4.pdf.

    Por otro lado, la exigencia de historizar el marxismo postulada en los dos libros que reseñas tiene una resonancia particular en nuestra América, pues se entrecruza con los esfuerzos realizados acá por intelectuales como José Aricó, cuya labor editorial le permitió a muchos latinoamericanos acceder tempranamente a las heterodoxias marxistas en ediciones ejemplarmente bien cuidadas y fáciles de conseguir. Yo, que estoy terminando mi tesis doctoral, me sigo asombrando de la capacidad de Aricó para adelantarse a los debates del momento "neomarxista" que se plantean a principios del siglo XXI: la relación entre republicanismo, socialismo y democracia; la estrategia cultural como forma ampliada de acción política... Y, por supuesto, la recuperación de Mariátegui, que fue paralela de la recuperación de Gramsci. ¿Conoces "Los gramscianos argentinos", el libro de Raúl Burgos? ¿Qué opinas de él?

    Aprovecho para desearte una feliz navidad.

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