Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 15 de octubre de 2012

Poeta en prosa



Cuando se es poeta, primordial y enteramente poeta, cualquier forma de escritura es una continuación de la poesía por otros medios. El malestar que a veces nos producen algunas novelas escritas por poetas proviene de la incapacidad de discernir, como lectores, entre una pieza de ficción profesional y el divertimento –fue el término que aplicó Eliseo Diego a sus relatos- de un poeta.
            Lo mismo podría decirse del ensayo escrito por poetas o novelistas. Un narrador o un poeta no deberían tratar de adoptar, como a veces sucede, la prosa de los críticos o de los ensayistas. La grandeza de algunos ensayos escritos por Eliot o Lezama, Nabokov o Faulkner, Paz o Magris, reside, justamente, en ese desplazamiento hacia la crítica, desde la poesía o la ficción.
            En la literatura cubana, como en todas las literaturas, ha habido profesionales del ensayo (Lamar Schweyer, Mañach o Marinello) y poetas o novelistas que ensayan sobre temas culturales y políticos (Cintio Vitier, Virgilio Piñera o Gastón Baquero). En algunos casos, como el de Vitier, la voz del crítico acabó silenciando la del poeta, lo cual no siempre le fue adverso. Caso opuesto sería el de su esposa, Fina García Marruz, quien siempre ha escrito ensayos desde la identidad estilística de una poeta.
             Esta última cualidad, de poeta que escribe ensayos, ha venido perfilándose, en los últimos años, en uno de los escritores más refinados e ingeniosos de la literatura cubana contemporánea: Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952). Su último libro, Los ojos de Adán (Valencia, Pre-Textos, 2012), se suma a una lista de títulos –Elogio del garabato (1994), Cuerpos en bandeja (1998), Mi vida con los delfines (1998), Amigo enigma (2000)-, que exhibe una prosa de tanta calidad como la poesía que hemos leído en El pájaro tras la flecha (1988), Escrito para borrar (1997), Casa de todos (2005) o ¿Qué edad cumple la luz esta mañana? (2008).
            Este libro, lleno de alusiones a José Martí, de inventarios de frutas y animales de Cuba y de preguntas y certezas sobre la geografía y la historia de la isla, podría acomodarse en la mejor tradición del ensayo cubano ¿Qué es, sin embargo, lo que lo distingue dentro de esa tradición? ¿Dónde leer el sello personal de González Esteva en estas interrogaciones, casi siempre amargas, sobre el destino de la única nación de América Latina que ha vivido bajo el comunismo?
            Mi respuesta es que González Esteva llega a las grandes preguntas del devenir del ser o de la nación desde miradas a la pequeñez que lo rodea. El zapato y la escalera, una gota de agua y el ombligo, el mango y la hamaca, la yuca y el ñame, el caracol y el ciempiés, el chicle y la cucaracha, la uña enterrada o cortada son algunas figuras de esa inmediatez que el poeta remonta hasta el misterio del hombre. El crítico mexicano Aurelio Asiain alguna vez comentó ese llegar a la metafísica por medio del juego, que distingue la poesía de González Esteva.
            Porque estas prosas ayudan a comprender la poesía del autor de La noche y los suyos. Los ojos de Adán son la puerta a la mirada del niño González Esteva, que reconoce un horizonte doméstico, antes de perderse en las lejanías del espíritu. Esa domesticidad, que lo acerca una vez más a Eliseo Diego, es también el cauce de una “corriente de ternura” que Freud asociaba con la muerte y la resurrección del niño en el adulto. Los ojos de Adán son las ventanas del hombre que, a través de su memoria, regresa a la infancia, luego de girar en el “carrusel de los años”.
            Digo que Los ojos de Adán es la prosa de un poeta, que ayuda comprender la poesía de González Esteva, y advierto que el libro termina con un poema. Luego de encontrar la dicha en Coral Gables y beberse la Vía Láctea, el poeta cree dar con la lengua del primer hombre y rearticula el discurso de Adán. La corriente de ternura lo ha regresado al parlamento primigenio, al asombro del paraíso perdido. González Esteva pone punto final a este libro con una travesura: transcribe el pensamiento de Adán

“Me comería el mundo con los ojos. El mundo
es un plato pequeño si se apetece mucho.

Quien se ha puesto a mirar fijamente las cosas
las ha visto animarse, desceñirse la forma.

Tienen la carne dura de las adolescentes.
No sé cómo me privo de clavarles los dientes.

A qué saben las nubes, me pregunto acechándolas
con los ojos azules y la boca hecha agua.

¿Y la luna? No importa. Soy un muerto de hambre
relamiéndose apenas me ilumina el semblante.

¿A qué sabe la muerte?, le he preguntado a Dios,
y me ha dicho que sabe igualito que yo".

Adán mira la tarde como si se bebiera
el temblor de su sangre a pico de botella.

 El libro comienza con una reflexión sobre el arte de nombrar las cosas y termina con la imagen de Adán engullendo la tierna realidad del paraíso. Creo leer aquí algo más que una parábola del primer hombre: la confesión del niño recobrado. La memoria queda finalmente al descubierto y la prosa expone el misterio de la poesía sobre la superficie del mundo. Deseos dan de ser González Esteva para sentir de esa manera el primer asombro.                   

               

4 comentarios:

  1. Me uno a lo que dice Rojas. Son unos elogios que se le debian en justicia al tocayo, buen prosista y buen poeta.

    Orlando Aloma

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  2. Es increíble que en una época como ésta exista un poeta como Orlando González Esteva. Para mí es una rareza, un bicho raro, dicho en el mejor de los sentidos.

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  3. Cerca de tres meses sin renovar tema. Felicidades a Rafael: blog abandonado, bloguero muy ocupado.
    Se entiende. Rojas es ensayista, profesor, y lo mejorcito que tenemos entre los historiadores cubanos.Pero que conste, que todavía no ha amanecido. Hay crepúsculo para rato.

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  4. Hola, Andrés, la dirección del blog cambió. Ahora debes entrar por www.librosdelcrepusculo.net. Saludos, R.

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