Libros del crepúsculo

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sábado, 4 de marzo de 2017

Contra el racismo rutinario







Frente al ascenso del racismo que vivimos a nivel global, lo menos pertinente es asumirnos libres de todo prejuicio racial. El prejuicio racial, como siempre pensó León Poliakov, el gran historiador del antisemitismo, es algo tan firmemente incrustado en la mentalidad contemporánea, por siglos y siglos de reproducción de uno u otro poder, que sólo se puede combatir desde el reconocimiento de su omnipresencia. Nada más racista que los decretos del fin del racismo, postulados por el socialismo real del periodo soviético, las filosofías del mestizaje en Brasil, México o Cuba o el republicanismo naiv de Estados Unidos. 
La reacción, primero filosófica y luego ideológica, contra la corrección política y la legislación multicultural que se abrieron paso en Occidente, sobre todo, en los años 90, ya comienza a cosechar sus primeros frutos políticos. La llegada al poder de líderes nacionalistas en Europa del Este, como Orbán, Tudor o Siderov, o como Donald Trump en Estados Unidos y, probablemente, Geert Wilders en Holanda, coloca al mundo ante una eventual reversa del paradigma de la diversidad. Si Marine Le Pen no se inmutó al comparar la inmigración musulmana con la ocupación nazi, Trump hizo campaña presidencial con el estereotipo de los mexicanos como “drogadictos, criminales y violadores”.
Por lo menos el multiculturalismo, fuera de sus variantes más triunfalistas, parte de la premisa de que el racismo es un mal cotidiano que debe corregirse. Hay una racionalidad contractual en esa filosofía, que, como en Hobbes o en Locke, nos recuerda que en cualquier momento, de no respetar ciertas normas del habla y el trato, caemos en el estado de naturaleza de la lucha de razas. Michel Foucault lo apunta en su Genealogía del racismo (1976), cuando señala que una vez que entramos en la guerra de razas, se pierde la distinción entre dominantes y dominados y el otro aparece siempre como enemigo. Dice Foucault:

"Sería erróneo considerar el discurso histórico de la guerra de razas como algo que pertenece, de derecho y totalmente, a los oprimidos, y sostener que, al menos en su origen, haya sido esencialmente el discurso de los dominados, el discurso del pueblo, una historia reivindicada y narrada por el pueblo. En realidad, estamos frente a un discurso dotado de un gran poder de circulación, de una gran capacidad de metamorfosis, de una especie de polivalencia estratégica. Es verdad que, por lo menos en sus comienzos, aparece delineado por temas escatológicos y se nuclea en mitos que acompañaron los movimientos populares a fines del Medioevo. Es preciso notar, sin embargo, que se lo encuentra muy pronto -diría casi de inmediato- en la forma de la erudición histórica, del romance popular o de las especulaciones cosmo-biológicas. Se presentó por mucho tiempo como un discurso de los diferentes grupos de oposición y, pasando rápidamente de uno al otro, fue un instrumento relevante de crítica y de lucha contra una determinada forma de poder. Pero se trató siempre de un instrumento compartido por demasiados enemigos y demasiadas oposiciones. De hecho servirá al pensamiento radical inglés durante la revolución del siglo XVII y algunos años después, poco transformado, servirá a la reacción aristocrática francesa contra el poder de Luis XIV. En los comienzos del siglo XIX, estuvo por cierto ligado con los proyectos posrevolucionarios de escribir una historia cuyo verdadero sujeto fuera el pueblo. Sin embargo, sólo unos pocos años después, servirá para descalificar a las sub-razas colonizadas. Entonces: discurso móvil y polivalente porque, desde su origen, a fines del Medioevo, no estuvo consignado a funcionar políticamente en un solo y único sentido". 

Tanto la crítica neoconservadora al multiculturalismo, al estilo de Samuel P. Huntington, como la neomarxista, a la manera de Slavoj Zizek, tienen el inconveniente de subestimar la enorme capacidad de mutación del racismo. Ambas críticas insisten en la hipocresía de los discursos de la diversidad, pero, a cambio, no ofrecen ningún paliativo contra la práctica cotidiana de la discriminación racial. Ni el liberalismo, con su doctrina de los derechos naturales del hombre, ni el republicanismo, con su quimera de una ciudadanía post-étnica, sirven de mucho para enfrentar la rutinización del racismo.
Tampoco los discursos de la identidad nacional ofrecen alternativas. Ya sea sobre la base de la homogeneidad étnica, como en Europa, o del mestizaje, como en América Latina, el nacionalismo, cualquier nacionalismo, tiende a normalizar la dominación racial. En nombre del nacionalismo se cierran fronteras, pero también se venera a padres o a caudillos de la nación, que son los primeros interesados en mantener el poder biopolítico de una élite blanca. Hay racismo, también, como advertía Frantz Fanon, en la demagogia anticolonial.
        Una zona del antirracismo europeo y norteamericano pierde esto de vista, cuando respalda nacionalismos que consideran “subalternos”, en América Latina, y que en vez de reducir el racismo, lo han dotado de nuevas formas. La lección de Michel Foucault sigue siendo válida: el derecho, las leyes y las convenciones no escritas deben transformarse en armas del antirracismo. Y para ello se requiere dejar atrás cualquier prurito liberal, republicano o socialista y comprender la diversidad racial como parte del bien común.

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