Libros del crepúsculo

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sábado, 1 de julio de 2017

Contra la modernolatría



Iván Illich (1926-2002) fue un pensador austriaco con una vida itinerante, de múltiples residencias, como su propio pensamiento: Viena, Florencia, Croacia, Salzburgo, Princeton, Nueva York, Puerto Rico, Cuernavaca… Su padre era originario de Dalmacia y su madre una judía alemana, convertida al catolicismo en la Viena del desplome del imperio austro-húngaro y el nacimiento del nazismo. Los orígenes de su filosofía están en la teología católica posterior al Concilio Vaticano II y las izquierdas contraculturales de los 60, pero también en la vivencia de la barbarie europea de mediados del siglo XX.
         La experiencia de Illich en México, en los años 60 y 70, a través del Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) de Cuernavaca, propició el diálogo con algunos intelectuales católicos mexicanos, como Gabriel Zaid y Javier Sicilia, que en sus propios textos han admitido la deuda con el autor de El derecho al desempleo útil (2015). Ahora el joven historiador mexicano Humberto Beck, recién graduado en la Universidad de Princeton con una tesis sobre la filosofía de la historia europea, dedica al pensamiento de Illich el ensayo Otra modernidad es posible (2017), editado por Malpaso.
         El glosario conceptual de Illich, en ensayos como La sociedad desescolarizada (1971), Energía y equidad (1974), Némesis médica (1975) o Ecofilosofías (1984), es muy parecido al de otros pensadores de la Guerra Fría, como los de la Escuela de Frankfurt tardía o los teólogos de la liberación latinoamericana. Beck destaca su interlocución con Paulo Freire, Peter Berger y Jürgen Habermas, pero toda la obra de Illich podría entenderse como una lúcida invectiva contra la modernidad, en un esfuerzo paralelo al de la filosofía post-estructuralista y postmoderna en las últimas décadas del siglo XX.
         Leyendo a Beck confirmamos algo que, sólo en apariencia, sería contradictorio: todo el gran pensamiento moderno es crítico de la modernidad. Descartes y Spinoza, Kant y Rousseau, Marx y Weber fueron modernos antimodernos, si vale el oxímoron. No antimodernos en el sentido reaccionario o conservador, que le atribuye Antoine Compagnon, sino en el sentido de Marshall Berman: modernos que, sin abjurar de los valores ilustrados, objetaron la deshumanización del industrialismo, el imperio del consumo y el endiosamiento de la técnica.
         En La convivencialidad (1973), Illich se enfrentaba al tema habermasiano –una década antes de la Teoría de la acción comunicativa- de la contradicción entre capitalismo y comunidad. Lo singular en Illich sería un enfrentamiento del dilema sin las intransigencias al uso del marxismo vulgar o el neoliberalismo despiadado. Beck advierte que, aunque la orientación del pensador era fundamentalmente socialista, su intercambio con el liberalismo y el republicanismo fue permanente. Esas tres corrientes de pensamiento político formaban parte del mismo acervo o la misma tradición, sin los cuales “otra modernidad” no sería “posible”.
         En la disputa interna, planteada por tres clásicos de la Escuela de Frankfurt –Dialéctica de la Ilustración (1947) de Adorno y Horkheimer, El hombre unidimensional (1964) de Marcuse y Teoría de la acción comunicativa (1981) de Habermas-, Illich optaba por una posición personal. Los cuatro pensadores tenían razón en sus críticas a la racionalidad técnico-instrumental del capitalismo pero no alcanzaban a proponer una “reconstrucción  convivencial” de la sociedad ni una “reivindicación de los ámbitos de comunidad”, indispensables para una experiencia de lo moderno sin modernolatría.
          

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