Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 14 de abril de 2010

El totalitarismo como barroco fúnebre


Siempre que se debate sobre tiranías, antiguas o modernas, de derechas o izquierdas, aparece el tema de la cantidad de muertos. Con frecuencia se piensa que una dictadura pasa a ser una tiranía, o que un régimen autoritario se vuelve totalitario, cuando rebasa cierta cantidad de muertos. Desde Tácito, sin embargo, sabemos que no es así.
Las tiranías y los totalitarismos son tales no por el cúmulo de muertos que producen –también las democracias matan- sino por un tipo específico de institucionalización de un terror, que no siempre es letal. Mejor que muchos historiadores y politólogos, Roland Barthes captó esta sutileza en su ensayo sobre Tácito y el “barroco fúnebre”.
El ensayo, publicado en 1959, en L’Arc, fue recogido en la primera edición de Ensayos críticos (Seuil, 1964). La idea de la imposibilidad de contar las muertes del terror, planteada por Barthes, guarda algún parentesco con la “cantidad hechizada” de José Lezama Lima. La misma no sólo sería válida para describir tiranías o totalitarismos sino para pensar culturas barrocas:


“Quizás eso sea el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte genérica es masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el terror no es un fenómeno cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios fue irrisorio; pero también que a lo largo del siglo siguiente, de Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se ha visto en el terror un ser, no un volumen”.

martes, 13 de abril de 2010

Villaverde, retratista

Como tantos escritores románticos y naturalistas del siglo XIX, el narrador cubano Cirilo Villaverde (1812-1894) recurría, con frecuencia, al retrato físico de sus personajes. En Cecilia Valdés, por ejemplo, abundan retratos, no sólo de personajes de ficción (Don Cándido, Cecilia, Leonardo, Isabel Ilincheta, José Dolores Pimienta…), sino también de personajes históricos. Por ejemplo, los retratos de José Antonio Saco, José Agustín Govantes y Francisco Javier de la Cruz, ante la mirada atenta de los estudiantes de derecho del Seminario de San Carlos
La escena de la novela parece estar ambientada en 1830 –a no ser que algún villaverdista me corrija-, ya que en algún momento se menciona el “año anterior de 1829”. Si es así, con todo su naturalismo y a pesar de que sus protagonistas son personajes históricos, el lector de Villaverde nunca sale de la ficción para entrar en la historia. Saco regresó a Cuba en febrero de 1832 y volvió a exiliarse en 1834, deportado por el Capitán General Miguel Tacón, por lo que en 1830 no podía estar en La Habana, conversando con Cruz y Govantes.

“En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de veintiocho a treinta años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negros, los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos, agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior, José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América”.

Las expresiones “pureza de sangre” y “color tabaco de hoja” nos remiten a los tópicos raciales de la época. Sin embargo, Govantes es un héroe intelectual en la novela de Villaverde, por haber renovado la jurisprudencia y la enseñanza del derecho en la primera mitad del siglo XIX cubano. Ni su origen humilde o su condición étnica impidieron a Govantes ser –como se comprueba en la famosa representación del Ayuntamiento de la Habana, en 1841, contra la abolición- un tenaz defensor de la trata y la esclavitud en Cuba.



lunes, 12 de abril de 2010

Sarduy y los ángeles

En el ya mencionado libro Severo Sarduy en Cuba (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2007), que editó la estudiosa Cira Romero, se compilan los primeros escritos en la isla del autor de De donde son los cantantes. Se trata de poemas, cuentos y artículos publicados entre 1953 y 1961, es decir, entre los 16 y los 24 años, edades que confirman una voluntad de escritura incontenible.
Los primeros poemas de Sarduy en el periódico El Camagüeyano, escritos y publicados, gracias a su mentora, la poeta Clara Niggemann, cuando aún vivía en esa capital de la provincia oriental de la isla, se autodenominaban “baladas krishnamurtianas”. De esa primera poesía teosófica, Sarduy pasó a una poesía, que podríamos llamar “angélica”, en sus colaboraciones para Ciclón.
En cinco de los poemas publicados por Sarduy en aquella revista (“Islas, “Ángeles”, “Historia”, “Fábulas” y el soneto “Caiga tu reino”), entre 1956 y 1959, aparecen ángeles. Los hay que “sitian el sueño”, que “aparecen por la ventana en su flecha celeste quebradizo”, que “se aventuran en su cielo por el rumor del agua convidados”, que “furiosos” profieren “extrañas voces”, “gritos de las bestias del cielo” o que, finalmente, son el poeta mismo y su criatura:


Ángeles

Voy a crearte ahora para que cuando muera,
perdures implacable vigilando la nada.
He sentido la tierra. Tus alas de silencio
en el olvido compactas, blancas, inmemoriales
persiguiendo la mente, acaso confundidas.
Tu palabra enterrada en la amplitud del ánimo
desoyendo los nombres. Oíd, el crujir de dientes
de los que descuidados inclinaron su oído.
Voy a crearte ahora, aunque quizás yo sea
el ángel que proyecto, por otro dios creado.

viernes, 9 de abril de 2010

Hobsbawm y las cinco sorpresas del siglo XXI

El intelectual británico Eric Hobsbawm (Alejandría, Egipto, 1917) es la prueba viviente de que no todos los historiadores dan la espalda a su presente y de que no todos los marxistas prefieren permanecer entrampados en la guerra fría. En el último número de The New Left Review, aparece una entrevista con Hobsbawm, reproducida en la revista Nexos, de este mes, con el título de “El mundo sin sosiego”.
Dice muchas cosas interesantes, Hobsbawm, sobre este nuevo mundo, que asoma la cabeza en la primera década del siglo XXI. Como el marxista honesto que es, reconoce que algunas cosas que están sucediendo, como el debilitamiento de los estados, el agotamiento de los nacionalismos o la difusión y consolidación universal de la democracia, no las esperaba. Otras, como la “crisis mundial del capitalismo”, sí las esperaba, aunque sin esa secular expectativa, qué sentido tendría persistir en llamarse “marxista”.

Resumidas, las cinco sorpresas del siglo XXI, según Hobsbawm, son:

1. “Desplazamiento del centro económico del mundo del Atlántico norte al sur y al este de Asia”.

2. “Crisis mundial del capitalismo, que nosotros predijimos siempre, pero que, sin embargo, tardó mucho en llegar”.

3. “Clamoroso fracaso de la tentativa de Estados Unidos de mantener en solitario una hegemonía mundial después de 2001”.

4. “Cuando escribí Age of Extremes no se había producido la aparición como entidad política de un nuevo bloque de países en desarrollo, los BRIC”.

5. “Erosión y debilitamiento sistemático de la autoridad de los Estados: de los Estados nacionales dentro de sus territorios y, en muchas partes del mundo, de cualquier clase de autoridad estatal”.

La mezcla de consolidación democrática y crisis de la hegemonía mundial de Estados Unidos, según Hobsbawm, es un desenlace paradójico de la guerra fría. Por un lado, el liberalismo parece haber ganado aquella guerra, pero, por otro, parece haberla perdido. Hay que leer a Hobsbawm, se esté o no de acuerdo con él, por esa rara virtud de historiador que abre los ojos a su presente y su futuro.


jueves, 8 de abril de 2010

La buena costumbre de morir




Manuel Flores va a morir,
Eso es moneda corriente:
Morir es una costumbre
Que sabe tener la gente.

Así dice la “Milonga de Manuel Flores” de Jorge Luis Borges, musicalizada por Aníbal Troilo. La idea de la muerte como garantía del orden social fue expuesta por Jonathan Swift en el tercer viaje de Gulliver, cuando éste llega a la isla Luggnagg. Allí Gulliver conoce a los struldbrugs, criaturas inmortales que, sin embargo, no son felices ni virtuosas.
La parábola reaparece en una novela reciente de José Saramago, Las intermitencias de la muerte (Santillana, 2008), en la que la gente se deja de morir en un país imaginario. Al principio, cuando Saramago cuenta las desgracias que ocasiona el fin de la muerte a las iglesias y los estados, a los reyes y los presidentes, se tiene la impresión de que su sátira va en dirección contraria a la de Swift.
Pero al avanzar el relato, cuando la muerte de la muerte no sólo trastorna a los poderes sino también a las ciudadanías, llevándolas a la violencia y al crimen, a la desmemoria y el egoísmo, a la chohez y el despotismo, comprendemos que ese país de Saramago, en el que “no hay nadie dispuesto a morir”, no es muy diferente a la isla de Swift.
En la novela de Saramago, la muerte “decide regresar” a la tierra, como si hubiera sido temporalmente abducida. Lo más desolador es que su regreso no cambia demasiado las cosas y que aquella buena costumbre de morir, de la que hablaba Borges, pasa a ser, ahora, una intermitencia entre mortalidad e inmortalidad. Los hombres, en esta nueva Luggnagg, serán a veces eternos y a veces efímeros.

miércoles, 7 de abril de 2010

Deuda editorial

Entre los esfuerzos recientes por avanzar en una recomposición del campo intelectual cubano –fracturado por medio siglo de emigración y apropiaciones o escamoteos de los legados del siglo XIX, la República y ya, también, de la Revolución- es identificable el trabajo editorial de la investigadora del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, Cira Romero. Hay en ese trabajo la asunción de un deber, que es pago de una deuda.
Entre 2007 y 2009, Romero impulsó la edición de cuatro libros fundamentales para esa reintegración del archivo cultural cubano: Severo Sarduy en Cuba (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2007), Laberinto de fuego. Epistolario de Lino Novás Calvo (La Habana, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2008), Órbita de Lino Novás Calvo (La Habana, Unión, 2008) y El ángel de Sodoma (La Habana, Letras Cubanas, 2009), la novela de Alfonso Hernández Catá.
En las notas y prólogos de Romero a estas ediciones se lee un compromiso con la recuperación editorial de autores y obras desvanecidos en los referentes literarios contemporáneos de la isla y, en el caso de Novás Calvo y Hernández Catá, tampoco presentes en el espacio literario hispanoamericano. Los libros compilados y editados por Romero, por su naturaleza arqueológica, vienen siendo como novedades antiguas, que hacen de cada lector un historiador y un crítico.
No hay en dichas notas y prólogos, ese exhibicionismo “aperturista”, que tanto abunda en publicaciones institucionales de la isla, donde el rescate editorial se presenta como hazaña, y no como deber elemental, y jamás se aluden las razones históricas de la exclusión. Aquí se habla con naturalidad de exiliados muertos, como Guillermo Cabrera Infante y Jesús Díaz, pero también de exiliados vivos como Manuel Díaz Martínez y Roberto González Echevarría.

Sobre el exilio de Sarduy, apunta Romero:

“No regresó más a Cuba físicamente, pero su obra sería, siempre, expresión de quien en la distancia se forjó una alegoría del terruño persistentemente deseado, y que supo evocar con goce manifiesto, transgrediendo los límites de lo expresable, para así convertir al lenguaje, su lenguaje, en una propuesta de derroche y prodigalidad. Ese instrumento fue, en sus manos de artista de la palabra, como una especie de proyecto o utopía ingeniosos frente a la retórica extática de lo superficial”.

lunes, 5 de abril de 2010

La nación no es una


En los dos últimos números de Dissent, la mítica revista fundada por Irving Howe, uno de los coeditores, Michael Walzer, invita a ocho intelectuales públicos norteamericanos de las más variadas ideologías y generaciones, y con los más diversos intereses académicos e intelectuales, a debatir problemas de la cultura y la política en Estados Unidos.
El dossier se titula “Intellectuals and Their America” y su lectura deja una sensación muy estimulante. E. J. Dionne Jr., Alice Kessler-Harris, T. J. Jackson Lears, Martha Nussbaum, Katha Pollit, Michael Tomasky, Katrina Vanden Hervel o Leon Wiseltier piensan, cada quien a su manera, esa “America” y le atribuyen problemas culturales y políticos distintos.
Unos citan a Gramsci y otros a Bell; unas a Arendt y otras a Butler. Para algunos los problemas de la nación tienen que ver con la limitación de derechos raciales, sexuales o de género; para otros con las políticas financieras, el deterioro ecológico o la contracción del mercado de trabajo; para otros más, con la persistencia de la “guerra contra el terror” y la carrera armamentista.
No hay una “América” ni un “problema americano” en estas intervenciones. Las divergencias entre estos intelectuales son múltiples, pero, precisamente por la conciencia que todos poseen de esa diversidad constitutiva de la esfera pública, nadie aspira a definir la “nación”, ni a inventarle fronteras ideológicas, fuera de las cuales se segrega a los excluidos o los “antinacionales”.