Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 1 de mayo de 2010

Baquero y Andalucía

La frontera andaluza está en La Habana.
Cuando un poeta andaluz aparece en el puerto,
las calles se alborotan, y en las macetas
de todos los balcones
florecen de un golpe los geranios.

Así arrancaba el poema “Himno y escena del poeta en las calles de La Habana”, que el poeta cubano Gastón Baquero dedicó a la visita de Federico García Lorca a la isla. La sevillana editorial, Renacimiento, ha tenido a bien reunir en un volumen los ensayos que Baquero dedicó a escritores nacidos en cualquier rincón de Andalucía.
Aquí hay textos sobre Góngora, Becquer, Ganivet, Machado, Pemán, Cernuda, Zambrano, Lorca y, naturalmente, varios artículos dedicados a Juan Ramón Jiménez, con quien Baquero vivió una larga amistad. Los ensayos de los poetas, sin embargo, suelen ser mejores cuando no tratan de literatura. Es el caso de este volumen Andaluces (2009), cuya última pieza es una verdadera joya.
Se trata del texto “Para una apología de El Cordobés, o Ionesco de los toros”, un artículo publicado en Arriba en 1965, que Alberto Díaz-Díaz, presentador de esta antología, incluyó en su Perfil íntegro de Baquero. El poeta cubano, nacido en Banes (1914), y fallecido en Madrid (1997), luego de casi cuarenta años de exilio, comienza hablando de tres grandes genios del “toreo” en España: José Ortega y Gasset, Pablo Ruiz Picasso y Manuel Benítez Pérez (“El Cordobés”).
Este último, sin embargo, es, según Baquero, quien se lleva toda la gloria de la tarde:

“El Cordobés tiene la irresponsabilidad de la naturaleza misma. Torea como canta el pájaro, porque sí, porque le nace, sin conocer las leyes de la música ni la gracia de su propio canto. Tiene el saber suficiente, que es el del valor. Armoniza con el tiempo que vivimos, el que da a Elvis Presley y a Jean Genet, a los desdichados y atemorizados gamberros en pandillas, a los que no saben que su rebeldía viene del miedo a morir bajo la bomba atómica, y se dejan crecer las melenas y las barbas, para ver si la muerte no les localiza ni puede personalizarlos cuando venga desde los cielos, en un paquetico de materia nuclear, enloquecida y enloquecedora. El Cordobés es el campesino enamorado de la muerte a fuerza de temerla y de querer vivir en poco tiempo lo que las gentes de riqueza, viven a lo largo de todo su vivir”.

jueves, 29 de abril de 2010

El pie de Stéphane




En varias de las primeras películas de Claude Chabrol, La Femme Infidéle (1968), Les Biches (1968), Le Boucher (1970), hay una escena recurrente. Stéphane Audran, recostada en un sofá, en una tumbona de playa junto a una piscina o reclinada en una butaca, flexiona varias veces el tobillo de uno de sus pies. Se trata, naturalmente, de un acto reflejo que la obsesiva dirección de actores de Chabrol no ha programado, pero que sabe aprovechar a favor de la sensualidad de Audran.
Unas veces la flexión es hacia arriba y hacia abajo, diciendo que sí; otras, de un lado a otro, diciendo que no. Los pies de la Audran, que la cámara de Chabrol venera sin los enfoques directos de Robert Rodríguez con Salma Hayek o Quentin Tarantino con Uma Thurman, son, en esos breves momentos, la clave de la sensualidad. La fría y distante belleza de la actriz se vuelve tangible por obra y gracia de esos movimientos incondicionados.
El espectador sabe que quien mueve ese pie no es el personaje sino la actriz. Ese leve vaivén es un regalo de la mismísima Audran, un guiño íntimo que el espectador nunca olvidará. El pie de Stéphane, como el del niño del poema de Pablo Neruda, que “aún no sabe que es pie y quiere ser mariposa o manzana”, no desea ser el pie de Helene o Frédérique sino el pie de Stéphane y Chabrol no puede ni quiere impedirlo.

martes, 27 de abril de 2010

Crepuscular

La espléndida editorial sevillana, Renacimiento, ha reunido en el volumen Rey solitario como la aurora (2009) los tres cuadernos que el poeta cubano Julián del Casal (1863-1893) publicó en vida: Hojas al viento (1890), Nieve (1892) y Bustos y rimas (1893). El estudioso de la poesía cubana, Carlos Javier Morales, afirma en el prólogo sobre el gran modernista habanero:

“En el aspecto expresivo Casal trata de extraer del símbolo y de las construcciones simbólicas todas sus potencialidades significativas, ya sea dibujando espacios donde todas las imágenes, por debajo de su fastuosa plasticidad, transmiten un significado oculto de índole espiritual (como sucede en el poema pictórico “Sourimono”), ya sea combinando los símbolos con breves aclaraciones racionales que nos sirvan como pautas interpretativas de esos objetos sensibles; o bien contando historietas aparentemente banales y juguetonas, las cuales, inconscientemente, nos hacen partícipes de la insatisfacción dramática y de la ansiedad infinita del narrador que nos habla en el poema. Composiciones como “Coquetería” o “Neurosis” inauguran esa veta narrativa lúdica y exquisita que en Prosas profanas, tras años más tardes, nos ofrecerá Rubén Darío en poemas como “Era un aire suave” o “Sonatina”, portadores de una conflictividad interior más grave de lo que parece”.

Morales es persuasivo, pero, entre los poemas de Bustos y rimas, sigo prefiriendo la ortodoxia modernista de “Crepuscular” y “Bohemios” a los juegos narrativos de “Coquetería” o “Páginas de vida”, el poema con el que Casal evocó la breve visita de Rubén Darío a La Habana en 1892. En aquel poema Casal lamentaba no “haber vivido más tiempo junto” a Darío y confesaba “perder la calma cada vez que pensaba” en el poeta de “verdes ojos relampagueantes”.



Crepuscular

Como vientre rajado sangra el ocaso,
manchando con sus chorros de sangre humeante
de la celeste bóveda el azul raso,
de la mar estañada la onda espejeante.

Alzan sus moles húmedas los arrecifes
donde el chirrido agudo de las gaviotas,
mezclado a los crujidos de los esquifes,
agujerea el aire de extrañas notas.

Va la sombra extendiendo sus pabellones,
rodea el horizonte cinta de plata,
y, dejando las brumas hechas jirones,
parece cada faro flor escarlata.

Como ramos que ornaron senos de ondinas
y que surgen nadando de infecto lodo,
vagan sobre las ondas algas marinas
impregnadas de espumas, salitre y yodo.

Ábrense las estrellas como pupilas,
imitan los celajes negruzcas focas
y, extinguiendo las voces de las esquilas,
pasa el viento ladrando sobre las rocas.

lunes, 26 de abril de 2010

Los apocalípticos se integran


En la entrevista de Vicente Verdú a Umberto Eco, en El País Semanal, una comparación entre el cambio tecnológico actual y el de hace medio siglo. Dice Eco que, a diferencia de la época en que escribió su libro Apocalípticos e integrados (1965) , ahora, quienes desde los últimos reductos de la alta cultura Gutenberg rechazan la era digital, aprovechan los medios cibernéticos para trasmitir sus mensajes melancólicos. En los 50 y los 60, dice Eco, quienes se oponían a la cultura de masas, salvo las excepciones hipócritas de siempre, daban la espalda a ese nuevo mundo mediático y consumista.

“Era un debate típico de aquella época en que los filósofos, los intelectuales, todavía no conseguían comprender el mundo tecnológico de la comunicación, así que existía esa división entre los que hacían comunicación de masas y, digamos, los aristócratas intelectuales, que no la entendían. Pero hoy es distinto, porque los más aristócratas de los intelectuales entienden perfectamente estos problemas, usan Internet. Es, en todo caso, no una crítica desde fuera, sino desde dentro, de intelectuales que usan medios de masas, ven la televisión, utilizan el ordenador y pueden a la vez criticarlo. Así que me resultaría difícil decir hoy: usted es apocalíptico o usted es integrado”.

viernes, 23 de abril de 2010

La historia como una de las bellas artes

Una de las varias ideas interesantes del largo ensayo sobre Roland Barthes de Gerardo Fernández Fe es la sugerencia de que una de las vías hacia la ficción del gran ensayista francés fue su apasionada semblanza de Jules Michelet (1798-1874), un libro que apareció en francés en 1954 y que el Fondo de Cultura Económica reeditó en 2004.
Habría que ubicarse en el París de los 50, cuando los historiadores marxistas, discípulos de Francois-Alphonse Aulard y Albert Mathiez, contraponían obsesivamente a Michelet y a Marx -con el fin, naturalmente, de exaltar a este último-, para ponderar la audacia del joven Barthes. Mathiez, por ejemplo, escribía frases como ésta: “en una época en que Marx escribía el Manifiesto Comunista, Michelet berreaba por la unión de clases”.
Otros pensadores de la generación de Barthes, como Jean Duvignaud y George Bataille, rompieron con aquel estereotipo de “Michelet-historiador burgués”, que obstruía el contacto con una de las prosas más bellas y lúcidas del XIX francés. Otras escuelas historiográficas francesas, como la de los Anales, especialmente Lucien Febvre, admirador de Le Peuple, leyeron con mayor hospitalidad a Michelet, generando, en buena medida, la estimación que por él sienten historiadores contemporáneos, como Hayden White.
Tiene razón Fernández Fe: el interés por el bios del gran historiador liberal y romántico –jaquecas, caminatas, natación, sexo, androginia, mujeres, narcosis, cafeína…- le permitió a Barthes comprender mejor aquella grafía. El quinto capítulo del Michelet, sobre el discurso de la sangre, es una pieza maestra de la literatura francesa de todos los tiempos:

“Hay en Michelet un horror primitivo a la sangre inmóvil, a la sangre cadáver. La sangre muerta embadurna y se arrastra a la repugnancia por lo graso. En Versalles, desde una galería aérea, hermosas damas asistían a la encarna de venados. Entiéndase que se enfrentaban a dos sangres innobles: la sangre triunfante y pletórica de la opulenta aristocracia (prefiguración de la termidoriana que también se reclina para ver a Robespierre conducido a la encarna) y la sangre enteramente viscosa del animal asesinado. Repugnancia en absoluto metafórica, puesto que Michelet bien habría querido ser vegetariano”.

jueves, 22 de abril de 2010

Fernández Fe, Barthes y la novela III

UN ESCRITOR DE NOVELAS LLAMADO ROLAND BARTHES
Gerardo Fernández Fe


III

Con Proust, Barthes emprende un nuevo recorrido. Un hombre, una ciudad, emisión televisiva de France Culture realizada en 1978, mostraba a Roland Barthes en compañía de Jean Montalbetti recorriendo los lugares proustianos de París e Illiers, como mismo al final del siglo que recién termina yo supiera de la posibilidad de un recorrido semejante por lugares barthesianos. La referencia a Proust estará siempre ligada a la idea de un libro, del Libro, al gusto exorbitado por ciertos placeres vitales, y a la voluntad de escribir y de escribirlos: generadora de deseo. Desde Proust y los nombres, al desglosar la impotencia del narrador-personaje para transformar la sensación en notación, queda claro para Barthes el sentido trágico de la escritura y, más allá, la imposibilidad del Libro Total. ¿Estaría ya en 1967 vislumbrando el final de su propia empresa literaria? En Barthes por Barthes justificaría su sed de fragmentos, de esbozos, como la reacción de “posponer para más tarde el verdadero Llbro”. Luego remataría con un autorretrato no exento de crueldad: “Imagino, fastasmeo, coloreo y doy lustre al gran libro que soy incapaz de hacer”. El personaje-narrador y/o Proust mismo serán de Barthes primero su parigual, más tarde su antípoda: primero el joven que experimenta la sensación del dolor del deseo y de su imposibilidad de escape, luego el escritor asumido (obrero atormentado, obrero exaltado) que tras un golpe de sucesos en su vida se aísla del mundo para emprender un proyecto de aires absolutos. Proust conecta definitivamente a Barthes con la novela.

Barthes no termina aislándose, termina muriéndose; y con su muerte salen a la luz pública sus secretos de escribidor, se corrobora ese amor en silencio por la novela que elogiara en 1942. Su posición ante este género siempre fue de conflicto, de desapruebo de sus fines tradicionales y de ponderación de aquellos textos --como lo hiciera en 1955-- que pretenden la destrucción de la categoría aristotélica de novela. En el artículo de marras, Pequeña sociología de la novela francesa contemporánea, Barthes expone por primera vez su defensa de una novela “que es ante todo cuestionamiento de la novela”. Sobre la línea de este concepto poco tradicional del género, aparece en Sade, Fourier, Loyola la idea de lo novelesco a partir de “detalles, sorpresas, retratos, configuraciones, nombres propios” que Barthes descubre en la obra de Sade y que constituyen su grandeza. Lo novelesco será en lo adelante un término de punta en boca del crítico. En las últimas páginas del mencionado libro aparecen dos capítulos (Vida de Sade, Vida de Fourier) donde con datos mínimos Barthes construye su propia ficción, regodeada en biografemas, locas coincidencias, gusto por ciertos sitios, escándalo del Marqués al no serle permitido llevar su almohadón a su nueva morada: La Bastilla, o muerte de Fourier, arruinado, “vestido de levita, de rodillas en medio de floreros”

La Ficción de Barthes es otra. Su concepto de lo novelesco taladrará el canon establecido por la Universidad y por las Enciclopedias. En una entrevista publicada en Signs of the Times en el mismo 1971, queda claro el modo en que vislumbra el curso de sus proyectos: “lo que verdaderamente me seduce sería escribir lo que he llamado lo novelesco sin novela, lo novelesco sin personajes: una escritura de la vida, que de hecho quizás pudiera retomar cierto momento de la mía propia...” En lo adelante, la cuestión de la novela como género, su actualidad, así como la idea de un intento ya no desde la crítica, sino desde la creación misma, serán una constante. Desviar la anécdota (no destruir la historia), trabajar a partir de focos fictivos, serán dos de las claves para entender --y disfrutar-- este proyecto de escritura. Nuevamente aquí lo fragmentario adquiere su valor liminar: que cada fragmento brille por su luz propia y que de hecho sea imposible una estructuración, un engranaje lógico, fluido y hermoso que acabaría en novela. Lo novelesco es alibí del deseo barthesiano en su doble acepción: primero coartada, finta, por qué no excusa; luego más allá, otro sitio a donde dirigir su pulsión ficcional. Barthes está consciente de su empresa: nueva manera de encarar lo trágico de la escritura que en sus primeros textos entreviera en sus lecturas clásicas y que al final de su vida comprobara en Nietzsche. En más de una ocasión Barthes admitirá para su instrumental y para su imaginario la imposibilidad de labrar, trenzar, redondear un texto de ficción según sus usos habituales. “No me imagino elaborando un objeto narrativo en el que haya una historia” --aseguraría tras la publicación de Barthes por Barthes, libro que se abre y termina con un pedido, un deseo manifiesto de su autor: “Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela”.

Barthes inficiona la Ficción --de inficere-- la corrompe, la manipula a su antojo. Una arqueología de lo novelesco sería posible a saltos continuos --como se vadea un río bajo, de piedra en piedra--, asiendo a cada paso focos fictivos, gestos, rasguños de novela. En El Imperio de los signos, de 1970, Barthes inserta más de una vez entre fragmento y fragmento, una hoja de su libreta de apuntes donde aparecen de su puño y letra referencias a sus citas con amigos japoneses; o el croquis --igualmente a mano y extraído de un bloc de notas-- de un recodo específico de la ciudad, el barrio homosexual de Shinjuku, que nunca identifica como tal (Barthes denota, no connota); o el recorte del periódico Kobé Shinbun que anuncia la presentación de cierto conferencista occidental (Barthes mismo), con una foto suya en donde a sus ojos se le han incorporado evidentes rasgos asiáticos. En 1971, la primera línea de su ensayo Fourier comienza: “Un día me invitaron a comer alcuzcuz con mantequilla rancia”, y en El placer del texto rememora una noche en que, adormilado en un bar, trataba de identificar todos los lenguajes posibles que sus oídos recibían: música, conversaciones, ruidos de mesas, de vasos, sólo comparable con el bullicio de una plaza de Tanger. El libro Barthes por Barthes será la explosión de estos elementos de goce. Entre tantos focos, el de los nombres de la vieja burguesía bayonesa retenidos por la memoria de su infancia: las señoras Leboeuf, Bartet-Massin, de Saint-Pastou, de Ligneroles...; o la recurrencia a encabezar algunos de los fragmentos del libro con títulos de resonancias novelescas: Los tres jardines, La nave Argos, La arrogancia, La chuleta, ¿Eres tú, querida Elisa?, como mismo dos años más tarde lo hiciera en Fragmentos de un discurso amoroso: Las gafas negras, La naranja, La carta de amor, Nubes, El pañuelo, con el desenfado y la eficacia de títulos de Stendhal o de Maupassant. La Ficción inficionada.

Entre diciembre de 1978 y marzo de 1979, Barthes mantiene en el semanario Le Nouvel Observateur una columna de crónicas, a la manera de sus clásicas Mitologías, en las que nuevamente se pretende combinar la agudeza del pensamiento y el apego a situaciones típicas de la sociedad francesa de la época. Pero los tiempos son otros. El entorno del momento presupone nuevas subtilizaciones, ya no la furibundia del enfoque altamente ideologizado contra la Doxa y la Norma burguesa. Como mismo Barthes presintiera este cambio hacia 1970 en su prólogo a la reedición de sus Mitologías, esta vez la muta es mayor, y va destinada a marcar lo fictivo, el modo en que ha pretendido hacer hablar “las muy diversas voces que me componen”. Igualmente en esta colección de crónicas aparecen títulos donde lo novelesco resalta: En la barbería, Diálogo, La vejez me emociona más que la infancia..., y en la última de estas, consciente de estar cerrando un ciclo, su asunción como “voces de personajes aún sin nombrar (...) intentos de novela”.

Es de notar otra de las aristas del juego barthesiano entre teoría y ficción. A partir de un momento en su obra, de modo más preciso en sus últimos diez años, se hace evidente el uso de la palabra bêtise: estupidez, tontería, necedad. Nuevamente Barthes por Barthes deviene ilustrativo: “Al hablar no estoy seguro de que busco la palabra justa, busco más bien evitar la palabra estúpida. Pero como siento cierto remordimiento por renunciar demasiado pronto a la verdad, me atengo a la palabra mediana”. De entre el discurso de la ciencia y este otro que lo persigue e inquieta, Barthes intenta producir un discurso medio. El horror de la tontería será otra de las razones por las que duda ante la idea de un gesto fictivo de envergadura, una novela. Igual que el Gide del Diario, su mérito será entonces la honestidad de la visión que ofrece de sí mismo: “...el primer discurso que se le ocurre es banal, y sólo luchando contra esa banalidad es como puede, poco a poco, escribir”. Siempre hubo en Barthes la pretensión de la lucidez: todo es tremendamente intelectualizado, elucidado. Barthes se sabe, se conoce: al comprobar que en sus días de retiro en su casa de campo le gusta orinar en el jardín, constata además su necesidad de significar el suceso. “Este afán de que los hechos más simples signifiquen, marca socialmente al sujeto como un vicio”.

Sus vicios serán, pues, llamar a la mesa mueble de la responsabilidad y a la cama mueble de la irresponsabilidad, y anotar que Flaubert, cuando ya no tenía ideas, se dejaba caer en una cama que llamaba la marinade (la salmuera, la conserva); o al narrar aquella escena del bar y de sus ruidos (voces, mesas, vasos...), no olvidar el toque inteligente apelando a la estereofonía del café; o tras la caída de una bicicleta, en el campo, de regreso de la panadería, su reflexión sobre el ridículo y su indiferencia a no ser un hombre moderno. Estos ademanes de racionalidad serán mejor comprendidos tras la observancia de las eras semiológicas y estructuralistas como picos de extrema intelectualización de la sociedad contemporánea (¿acaso Tel Quel no representa un momento de álgida lucidez?), de las que Barthes fue promotor y partícipe. El de Barthes será el vicio del todo leer, todo-querer-asir: del cine a la cocina, de la moda a la gestualidad, de la ciencia al comportamiento de un gigoló. El 17 de junio de 1977 anota en su diario: “Cocinar no me aburre. Me gustan las operaciones de que consta. Experimento un placer observando las formas cambiantes de los alimentos mientras se cocinan (coloraciones, espesamientos, contracciones, cristalizaciones, polarización, etc.)”. A Barthes le obsesiona la idea del escritor acéfalo. Ya en 1962 había perfilado sus móviles: “Se es ensayista porque se es cerebral. Quisiera escribir cuentos, pero estoy paralizado ante las dificultades que tendría al buscar una escritura para expresarme. (...) Toda la vida me ha apasionado el modo en que los hombres se hacen su mundo inteligible”. La racionalidad y la búsqueda de la lucidez como modus vivendi impedirán a Roland Barthes la soltura y el gasto de una empresa fictiva de magnitud.

De esta gimnasia barthesiana entre crítica y ficción queda ratificada la idea de Texto como objeto literario que puede ser considerado como novela o como ensayo, quizás esa palabra mediana a la que se atuviera entre la exactitud de la ciencia y la banalidad de lo cotidiano. Ya antes, Enrique de Ofterdingen, como otros textos del romanticismo alemán o francés, acreditaba esta feliz indefinición que luego el post-estructuralismo erigiría como bandera: la narración del viaje de Enrique con su madre a Ausburgo (Ficción), las disquisiciones sobre “el hombre entregado a las actividades de los negocios” y “el hombre apartado en su quietud” (Ensayo), y hasta las canciones intercaladas entre uno y otro (Poesía). Al referirse a cierta prehistoria del hombre Marcel Proust antes de la redacción de En busca del tiempo perdido, Barthes propone una nueva identificación, un nuevo código que define a la vez su propio proyecto escritural, aquello que en 1972 había llamado el gran novelesco crítico. La tercera forma --como mismo la Historia ha instituido un Tercer Estado francés o un Tercer Mundo-- será el resultado textual de un punto en el que en Proust confluye su crítica a Sainte-Beuve, rechazada por Le Figaro y luego abandonada, el deseo de una escritura intensa (también extensa) que dejara atrás mundanidad y escarceos periodísticos, y hasta la repercusión --quizás tardía-- de la muerte de su madre. La genialidad proustiana de escribiendo escribirse, de legar una obra monumental de trazos perturbadoramente modernos que al mismo tiempo será el relato de su vida, marca a todas luces a este Barthes de finales de los setenta.

En más de una ocasión, interpelado por los tantos entrevistadores que lo acosaron durante sus últimos diez años, y en consonancia con su lectura de Proust como un obrero atormentado, exaltado, Barthes habla de amor --eso que las doctrinas han llamado entrega-, amor hasta delirante por el simple hecho de la escritura. Otros han hablado --y mucho-- del sentido de la grafomanía en Barthes. Lo cierto es que el suyo es amor desde el gasto, desde la más pura pulsión (R.B. no esconde sus lecturas de Lacan), desprovisto de todo sentido utilitario. Siguiendo su propio relato, uno de sus abuelos, ya en su vejez, se aburría, mientras el otro se afanaba en caligrafiar partituras y en construir artefactos de madera, aunque ninguno de los dos se preocupara por sostener algún discurso. Hay en Barthes dos líneas paralelas que se tocan: la del discurso sostenido, lúcido y eficaz, y la del discurso sin economías, de puro gasto y goce --el del abuelo-que-no-se-aburre. Al final de Barthes por Barthes, con el título Proyectos de Libros, como registrado por buen taxonomista, puede leerse: "El Aficionado (consignar lo que me sucede cuando pinto)”. Unas páginas antes había atacado la idea de la obra (“producto unitario, sagrado”) y la burda necesidad de “construir (...) terminar una mercancía” en la sociedad mercantil de nuestros días. Su admitida afición al piano y a la pintura como la-no-obra, donde no hay comercio y mucho menos idea de la funcionabilidad, ya de cara al proyecto de la escritura, ratifican a Barthes su vieja obsesión por el Neutro como “suspensión del juicio, del proceso”, “vacancia de la persona”, único asidero hacia una lingua adamica: Joyce citado por Sarduy, luego Sollers.

Tras el Neutro andaba Barthes cuando muere su madre. No podemos, como mismo él hizo al seguir los pasos de Proust, dejar a un lado este acontecimiento de resonancias enormes. Como dato ilustrativo, el relato de Julia Kristeva sobre la visita de un grupo de intelectuales franceses a la China de 1974: de paso por Xian, en un cementerio del siglo VI a.n.e. en el que la progenitora era enterrada en el centro y sus descendientes a su alrededor, Barthes se detiene para confesar que él adora a su madre. La muerte de Henriette Barthes (leer el fragmento del diario firmado en Urt, el 31 de agosto de 1979) y la asunción por parte del escritor de su soledad, su propia vejez, la conciencia de su cuerpo ya no como objeto del deseo y su desamparo amoroso (Fragmentos para H. y Noches de París como catarsis de la contrición del cuerpo), serán los dos únicos gestos --textuales: no puramente biográficos, sino escriptibles-- del desnudamiento del hombre que Barthes fue.

Afanado como siempre estuvo en no desligar su imaginario del deseo y del placer, obseso por el cuerpo como sitio de tantos fulgores, escritura al fin, Barthes no se refiere al suyo propio sino de soslayo. De ahí que la muerte, ni desde la angustia, ni desde el desacato, no haya sido uno de sus temas de recurrencia justo hasta octubre de 1977. La Cámara oscura será el texto --no el único-- a donde se desplazará, repito, por ahora, su anhelo de escritura. El primero de los motivos de este libro será, a partir de un deseo de Valery en idéntica situación, escribir un libro sobre su madre: “para mí sólo”. Este gesto humilde y dolido, como el de quien conversa a diario con su familiar muerto, pronto se trastocará en ambicioso proyecto escritural, nuevamente entre la teoría y lo novelesco. En La Cámara oscura confluirán un dolor que invoca el recuerdo de la infancia, la conciencia trágica de la existencia a través de una foto que envejece, y con ella, con el paso del tiempo sobre la foto de un ser amado, la muerte misma del amor.

Pero lo más curioso de este libro, aún tratándose de amor y del espacio habitable de la infancia, es el modo en que Barthes evita lo que en un texto de 1973 sobre Michelet había llamado “esas frases nobles y emocionadas (...), todo un vibrato que ya no mueve nada en nosotros”. Barthes le plantea mociones a la emoción. El poco pathos que deja escapar al referirse a su madre muerta es atacado por vectores de lucidez, disquisiciones ya no sobre la foto de aquella niña en el Jardín de Invierno, sino sobre studium y punctum en Nadar, Avedon o Mapplethorpe. Lo que en otro autor sería el honesto y lacrimoso penar de un hijo solo, aquí tuerce hacia un texto donde lo ontológico se lucidifica, donde se respira y se constata filosofía de claros ribetes nietzscheanos, sólo que esta vez, como tantas en Barthes, la ficción no deja de emitir “astillas del recuerdo”. Ontos ficcionado. Mociones a la emoción.

Unas semanas después de la muerte de Henriette Barthes, su hijo emprende una nueva relectura de En busca del tiempo perdido, que luego llamara “ese contacto abrasador con la Novela”. La identificación con Proust será a partir de entonces total. Es curioso cómo un escritor se apoya en otro para ir revelando su propio programa de escritura: al atacar a Sainte-Beuve, Proust cuestiona la rigidez de una óptica (del escritor y del lector) incapaz de recepcionar a cabalidad la complejidad de su propia obra, escrita y por escribir. Al analizar el itinerario proustiano (sus dudas, sus indecisiones) exactamente antes de entregarse a la redacción de En busca del tiempo perdido, al fijar dos momentos y un acontecimiento que catapulta la duda hacia la grave resolución de la escritura, al estudiar la tercera forma (ni Novela, ni Ensayo, más bien la costura de ambos) como único modo de mostrar la fragmentariedad de la existencia y la arbitrariedad del Tiempo, Barthes no hace sino proponer transferencias, plantarse ante el espejo, mostrar “lo íntimo que quiere hablar en mí, hacer que su grito se escuche”. Ese texto será He estado acostándome temprano mucho tiempo, conferencia dictada en el Colegio de Francia en 1978, a seis días del primer aniversario de la muerte de su madre. Retomo este dato biográfico porque en esta alocución pública Barthes sentará las bases de su definitivo proyecto fictivo, finalmente inacabado.

Como Proust, Barthes aún pasa por momentos de duelo que trae reflexión, de enorme inercia, de toma de resoluciones. Se ha producido “la mitad del camino de mi vida”, una frontera, una falla para nada simétrica: “ninguna otra cosa sino ese momento en el que descubrimos que la muerte es real, y no sólo temible”. De un lado del camino: saberse mortal; del otro: sentirse mortal. Dos años más tarde, en La Cámara Oscura, Barthes regresa al horror y a la vileza de la muerte: “El único pensamiento que puedo tener es que tras esta primera muerte está inscrita la mía; entre las dos, nada más, sólo esperar...” Pero esta espera no significa muerte en vida. En Enrique de Ofterdingen, el Conde de Hohenzollern decide retirarse del mundo y asumir una vida nueva a partir de la muerte de sus hijos y de su esposa: “Algunos supervivientes tienen la sensación de que, al sobrevivir al ser amado, todo acaba para ellos; en realidad todo comienza” –confiesa Barthes. Tras la muerte de Roland Barthes es hallada entre sus papeles una carpeta de cartón rojo donde se conservan ocho folios escritos a mano, unas veces con tinta o con lápiz rojo y negro, entre agosto y diciembre de 1979: se trata de un boceto de algo. En letras capitales sobre la cartulina puede leerse un título: Vita Nova.

Pero esto no debería sorprendernos. Casi terminando sus palabras de aceptación en el Colegio de Francia, el 7 de enero de 1977, Barthes vuelve a uno de sus tutores de siempre: Michelet, quien contrae matrimonio a los cincuenta y un años con una joven de veinte-. Comienza así su vita nuova: “nueva obra, nuevo amor”. Esta vez --imagino la complacencia de los señores rectores del Colegio—la vita nuova barthesiana no es enfocada como nuevo programa, sino como regocijo por el nuevo sitio en el que ha sido acogido con hospitalidad; esta vez --aún no había muerto su madre-- el término no lleva gravedad, sino una brizna de jocosidad de hombre maduro, entre saber y sabor. El 25 de abril de 1979, tras salir del Flore, contrariado por no haberse topado al menos con un rostro con el que fantasear, Barthes escribe en su diario: “El fracaso lamentable de la velada me ha obligado a inventar llevar a cabo de una vez el cambio de vida que me ronda la mente desde hace un tiempo. Esta primera nota es una señal de este cambio”.

Ante cualquier otro escritor, más patético, menos fruidor del texto y del cuerpo, el apremio de “llevar a cabo de una vez” lo que se está tramando podría sugerir la idea de un suicidio pensado a la manera de Virginia Wolf, Primo Lévi, Gilles Deleuze, Sandor Marai... Barthes ha estado rumiando esta vita nova en los últimos años de su vida. La jocosidad de sus palabras en el Colegio de Francia da paso, en He estado acostándome temprano mucho tiempo, a la decisión de salir de “ese estado tenebroso (...) a donde me conducen la usura de los trabajos repetidos y el duelo”. A todas luces, a pesar del dolor que ha generado la muerte de su madre, se trata aquí, como en el caso de Proust, de una decisión práctica, escritural, no menos vital.

Estamos ante un problema de Forma. En sucesivos textos y entrevistas, Barthes ha estado poniendo en duda la funcionabilidad y la eficacia del concepto clásico de Novela: personajes, situaciones, estructuras que le son ajenas. Del otro lado de la cuerda, hay una fatiga del metarrelato crítico, un cansancio del escribir-sobre-algo; de ahí su deseo --e imperiosa necesidad—de proponer un texto medio, no ajeno a los preceptos de la modernidad. Ya en 1953, en El Grado Cero de la Escritura, partiendo del peso de la tercera persona en la novela, Barthes concluía: “La modernidad comienza con la búsqueda de una literatura imposible”. Esa será, pues, la esencia de esta Vita Nova: felizmente trunca, aún por rescribir.

Poco pudiera extraerse de los ochos folios del boceto encontrado, si no resonancias, ecos de una energía. Del lado de lo puramente vivencial: referencias al duelo, “pérdida del verdadero guía, la Madre”, los amigos, el gigoló, el flirt, las noches baldías, estancias en el Flore, donde lee Le Monde (no olvidar El Cristo de la rue Jacob, Monte Avila editores, 1994, p. 47, en el que Severo Sarduy describe en dos líneas a su amigo Roland, “con los ojos fijos en Le Monde”) y el niño marroquí. Del lado de lo reflexivo, alusiones a “objetos arquetípicos” (el Mal, el Militante, la mala fe), “la literatura como decepción” (lo ya hecho: el Ensayo, el Fragmento, el Diario, la Novela), Pascal, Tolstoi, Proust, Dante... Una fecha enigmática, “la decisión del 15 de abril de 1978”, quizás el punto de giro que marca la asunción de un nuevo modo de hacer puramente literario, escritural, ya alejado de los vaivenes de lo amoroso; abiertas referencias al Ocio (lo Neutro, los Naipes, el Nada hacer filosófico); precauciones ante la subjetividad: “En todo caso, ¡nada de yo! –y que de él no queden sino ruinas o lineamientos...” En la sexta hoja, Barthes esboza su deseo de abundar en la idea del ποικιλοξ, término griego con el que se designa a la Novela Romántica, la Novela Total, y que Barthes mismo había recogido en sus fichas para el curso 1979-80 (interrumpido por su muerte) en el Colegio de Francia, a partir de una reflexión de Novalis: “¿no debería la Novela abarcar todas las especies de estilos en una sucesión diversamente ligada al espíritu común?”

No porque nos conste que hacia septiembre de 1979 Barthes releía la obra de Dante Alighieri, debemos limitarnos a este dato para escudriñar en sus bocetos. En la citada conferencia sobre Proust, Barthes se imaginaba a sí mismo como el Dante, penetrando en la selva oscura de la mano de un “gran iniciador”: Virgilio. Su selva oscura es textual, irrealizable, definitiva Utopía. El libro homónimo de Dante, considerado por la crítica como un prólogo a la Divina Comedia, resulta un cosido (también cocido) de Poesía (los sonetos), Ficción (los sueños del poeta, el relato del saludo fugaz a Beatriz...) y Ensayo (la reflexión sobre el arte del trovar, la disquisición sobre el amor como sustancia inteligente, sustancia corporal o accidente en la sustancia). Si al decir de Barthes, la obra de Proust se hace moderna a partir de su tercera forma, lo mismo ha ocurrido con sus autores-fetiches, ya sin marcajes cronológicos: Michelet, Sade, Fourier... –también Novalis, La Novela Romántica alemana o Dante mismo. La búsqueda del ποικιλοξ, suerte de Tierra Prometida de la escritura, Libro plural, dominará a este escritor moderno que se ha llamado Roland Barthes. Su Vita Nova no es más que aquel pospectus del que hablara en Barthes por Barthes: “una de esas maniobras dilatorias que rigen nuestra utopía interna”.

Vita Nova parece ser ese alibí al Libro Total: más allá, también coartada, finta que evita anclajes; también redención a través de la escritura, y la escritura misma como única salvación tras la muerte de su madre, tras el cansancio de la Forma y del metarrelato de la crítica, y tras la conciencia de lo trágico de la escritura y del cuerpo mismo. Ni redención, ni salvación deben remitir aquí a una idea de Vita Nova como experiencia mística de un alma decepcionada. Para nada –ya que hemos andado sobre recorridos barthesianos-- pretender uno sobre la topografía de la ascensión mística al modo de Juan de la Cruz. Este escritor que ha traducido lo Real, que ha entrevisto el mundo de un modo horriblemente lúcido, que no ha dejado escapar nada --descubridor, hagiógrafo, aguda cabeza--, ha sido también incapaz de desligarse, de hacer mutis tras las bambalinas de lo inteligible, coqueteando entre disquisiciones e incidentes, teorías y biografemas. De ahí que Vita Nova sea simplemente el esbozo --aún por concluir- de un nuevo modo de escribir y de escribirse, incluso de mover el brazo, de rasgar sobre el papel; esbozo y demostración además de una ética de la escritura.

Como en Enrique de Ofterdingen o en Bouvard y Pécuchet, el gesto fictivo de Roland Barthes ha quedado inacabado. Tampoco puede fijarse un punto definitorio donde la ficción coja cuerpo: ni Barthes por Barthes, ni Incidentes, ni La Cámara Oscura. Se trata de eso, de un gesto, un ademán que no sabemos si concluye. Por ello lo de sujeto incierto, teórico y creador de anamnesias, descubridor de biografemas: focos de ficción. Esta filiación donjuanesca, de muta constante, lo ha llevado, tras su muerte, a devenir personaje de otras novelas: de Sollers, de Kristeva, de Renaud Camus. Quizás eso nos quede de su recorrido, de su parcours, algo como una foto, como el miedo de Sade al mar o como los “bellos ojos” de Ignacio de Loyola.

Fernández Fe, Barthes y la novela II

UN ESCRITOR DE NOVELAS LLAMADO ROLAND BARTHES
Gerardo Fernández Fe




II

Años más tarde, Barthes rememoraría en el diario L'Humanité su hastío, hacia 1960, de un discurso crítico demasiado impresionista y su deseo de un discurso más científico. Serían los años de El mensaje fotográfico, Sociología y socio-lógica, La información visual, La cocina del sentido o La lingüística del discurso: artículos, conferencias, charlas que, paradójicamente, promueven primero que todo la notoriedad de su autor, y terminan refrendando aquello de sujeto incierto, impuro, que asume (ahora) un tentador maridaje con cierta idea de verdad, de precisión, de asepsia crítica. Es también la década de sus libros Elementos de Semiología, Sistema de la moda y S/Z, quizás este último en donde podamos constatar su paulatino desprendimiento hacia otra forma de pensar y de hacer.


El primero de sus gestos de disidencia no data de finales de este decenio, lo que nos hace comprender que se trata de un escritor que se mueve, poco acomodaticio, productor de fintas. En su libro Critica y verdad, de 1966, originariamente respuesta escrita a los ataques sorbonescos de Raymond Picard et al, Barthes instaura la duda sobre la objetividad, el gusto y la claridad como atributos del proyecto crítico que le antecede, y redefine el papel del escritor como alguien para quien el lenguaje deviene problema, no quien lo utiliza con fines instrumentales o estéticos. Al anunciar nuestra entrada en una crisis general del Comentario comparada --a nivel del lenguaje-- con el cisma que separa la Edad Media del Renacimiento, Barthes no hace sino estigmatizar la misma voz de la que en esos tiempos se vale para sus textos más exactos: la disertación. Y al hacerlo, inicia el tránsito de lo monolítico a lo plural, propone la duda (rizoma dentro del Sistema, diría Deleuze), deja de mostrarle a la obra en estudio los hierros del discurso científico. Mucho más adelante, eufórico tras la venta de más de cien mil ejemplares de Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes reviene a la oposición disertación egotista--pluralidad de voces: “...no es un libro sobre el discurso amoroso, es el discurso de un sujeto enamorado”.

A esta reacción contra el monstruo de la Totalidad, le secunda su intención de nuclear en un solo discurso el par lenguaje de la Obra--lenguaje sobre la Obra. Barthes no esconde su afán de destrucción del metalenguaje de la crítica y su instauración de la escritura como único discurso que puede “destruir la imagen teológica impuesta por la ciencia”. A una pregunta de Raymond Bellour sobre el tema, Barthes sentenciaría: “La ciencia de la literatura es la literatura”. Sobre idéntica cuerda, igualmente en 1967, Severo Sarduy cita a Joyce: “escribir algo, no escribir sobre algo”... En ese mismo año, en el artículo Ciencia versus literatura publicado en el Times Literary Supplement, Barthes erige por primera vez un tercer margen entre la ciencia y la escritura: el placer. No es este un término ajeno a su instrumental y será en lo adelante vector enérgico de su imaginario: en 1944 había publicado en la revista Existences el ensayo Placer de los Clásicos, primera de sus inquietudes sobre la función del lector, esta vez ante “la minuciosa, imprevisible y peligrosa arquitectura de las máquinas infernales” de autores como Bossuet, La Fontaine, Rousseau, Descartes, Voltaire..., y en donde haciendo gala de su temprana lucidez escribiera: “La literatura tiene sus santos, sus pontífices, sus teólogos, sus indiferentes, sus jansenistas, sus patronatos, sus mártires, sus detractores, sus locos, sus embaucados...” Ese mismo año, en Reflexión sobre el estilo de El Extranjero (otro de sus ensayos de estructura fragmentada), resalta el epígrafe Placer del Estilo. En 1965, en Testimonio sobre el teatro, se hace eco de la recomendación brechtiana de buscar placer en el teatro y anuncia su total desapego de las salas del momento; y el 15 de mayo de 1967 publica en La Quinzaine littéraire su reseña Placer del lenguaje sobre la versión francesa del libro de Sarduy Escrito sobre un cuerpo, en la que recuerda que más allá de “casos de comunicación transitiva o moral (...) hay un placer del lenguaje del mismo tejido, de la misma seda que el placer erótico”...

Obvio sería reincidir sobre los tantos textos que apelan a este mitema. Lo interesante en este ensayo definitorio sobre ciencia, placer y escritura será su cariz político. Fresca aún la respuesta urticante a Raymond Picard como depositario de la herencia del positivismo burgués en predios universitarios, este texto denuncia la imposición de “una verdad teológica”, el riesgo de totalitarismo en las ciencias humanas y su contribución a la formación de la Doxa: otro de los blancos de la crítica barthesiana. Al profesor Picard --también heredero de Sainte-Beuve y de su concepción maniquea del crítico como descubridor de la verdad secreta que une al autor con su obra--, Barthes seguirá increpando desde el placer: antes con Gide, Michelet, Racine, luego con Sade, Fourier, Loyola, Proust, y la propia concepción que Barthes tiene de su obra misma. El placer como ortiga (¿no son acaso por momentos ciertos placeres urticantes?), fisura dentro del Saber (hay un momento en que Barthes comienza a jugar con el parentesco fonético entre saber y sabor: savoir et saveur), falla feliz que en su libro Barthes por Barthes dice presentir en algunos sabios: reivindicación del cuerpo.

Escribir el cuerpo. Teatralizarlo. En la última página de Barthes por Barthes aparece un dibujo extraído de un manual de anatomía. Un cuerpo humano sin piel y sin nervios, sin huesos y sin músculos: sólo el encabalgamiento de vasos y arterias que se desprenden de la vena cava. No hay otros trazos que no sean los de “un eso palurdo, fibroso, peludo, deshilachado”. Repito: no hay boca, no hay ojos, sólo un ser indefinido; pero aun así, a esas alturas de su vida, al dar por terminado un libro que no es autobiografía pero sí matalotaje de fotos, biografemas, recuerdos de su infancia, Barthes deja por sentado --más allá de poses y de remilgos-- que tras la obra hay un cuerpo, la mano de un señor que como Flaubert trabaja hasta entrada la madrugada o que como Balzac no deja de agregar y de agregar líneas a sus pruebas de imprenta.

En su prólogo de 1961 a La Rochefoucauld (ah, contradicciones de la escritura: ¿acaso no escribe en ese mismo año sobre comunicación de masas, alimentación contemporánea, connotación fotográfica, motivación del consumidor y alta joyería, desde el más austero perfil sociológico?), Barthes define dos lecturas posibles --y opuestas-- a sus Máximas: una para mí, pues incluso tres siglos después de creadas apelan a la Virtud y develan nuestros lados más oscuros; y una para sí, en tanto testimonio (hoy pulsión) de un autor que martillea sobre sus obsesiones y su tiempo. Ya aquí, valiéndose de la génesis lúdicra de máximas y sentencias, nacidas de la humorada de los salones y las cortes, Barthes anuncia su despersonalización, y con ella la muerte del autor.

Cuatro años más tarde, ahora ante Chateaubriand, el crítico no puede negar los setenta y seis años de este viejo retórico en el momento de la escritura de Vida de Rancé. De ahí que Rancé, quien abandona el mundo, sea Chateaubriand, que es abandonado por el mundo. Aquí autor y personaje se asumen, como mismo tras la competencia bursátil una empresa es asumida, absorbida, asimilada por otra. Y de esta indefinición Barthes saca partido. “Con Chateaubriand comienza la soledad del autor”. En otro texto cercano, Proust y los nombres, Barthes no admite reparos en el largo paralelo que establece entre la vida de Marcel Proust y la de su personaje-narrador: libros que fascinan y decepcionan a ambos, fértil soledad del retiro, igualmente para uno como para el otro, antes que sobrevenga la gran obra: el Libro. No obstante, deja claro (o pretende) que no se trata de hacer explícita la obra a través de la vida; más bien se trabaja con “actos interiores al discurso mismo” (hábil eufemismo de viejo semiótico), no biográficos, sino poéticos (¡!) tanto en Proust como en su personaje.

Curiosamente y para fundamentar estos vaivenes de la idea del autor en Roland Barthes, tras el entusiasta texto sobre Proust, aparece en la revista Manteia el ensayo La muerte del autor. Aquellos preceptos que lo llevaron a observar a Racine desde prismas menos usuales, conflictivos, y que le valieron la embestida de no pocos críticos e instituciones de la cultura, son ahora retornados. Barthes ataca “el imperio del Autor” como efigie de una cultura del positivismo hija de la ideología capitalista. Estamos en un momento en que el crítico ha visto renacer sus viejos aires utópicos, ya no en el terreno de la política a secas (su participación en los acontecimientos de mayo de 1968 es más bien escueta, incluso crítica en cuanto a cierta simbología de la revuelta), sino en la conflictividad del movimiento estético post-estructuralista de un grupo de jóvenes a los que se ha vinculado. El furor antes evidenciado, la prospección que en otros tiempos había dedicado a una zona menos tradicional --por no decir menos esclerótica-- de la novela francesa, en particular a la obra de Robbe-Grillet, tuerce entonces hacia el proyecto enérgico de la empresa Tel Quel. Por debajo de la muerte del Autor y la subsiguiente primacía de la textualidad, se mueven las corrientes de la arremetida telqueliana contra la critica marxista (Roger Garaudy and Co.), contra el patetismo de la crítica existencialista y contra el análisis fenomenológico: obstinadamente centrados en el hombre (o en los hombres), en sus flujos, en sus tensiones. Pero al instituir el acto de la escritura como “un puro gesto de inscripción, no de expresión”, Barthes instituye y legitima también la autarquía del Texto, niega viejas consideraciones, acentúa la palinodia de su discurso: entre tesis y ficción.

Pudiera decirse que la ficción en Barthes comienza por Sade, Fourier, Loyola (la versión al castellano de Monte Ávila Editores cambia el orden de los nombres, prefiere Sade, Loyola, Fourier, y prescinde del dibujo del salón de reuniones de Castillo de Silling que Ramón Alejandro realizara para el original en francés). Aquí Barthes sorprende cuando confiesa cómo --más allá del mito de transgresión y de crueldad que Sade pueda representar para la Historia, más allá de Fourier como proyectista de un mundo rehecho, reconstruido, o de Loyola como perseguidor afanoso de la virtud-- se regodea imaginando los juegos del marqués con la costurerita de Charenton, o el gusto de Fourier por las compotas y su “lenta simpatía por las lesbianas”, o los “bellos ojos” de Ignacio de Loyola. El dato ínfimo inaugura la jocosidad del Texto y también el aspaviento de la crítica ortodoxa, tanto la parapetada tras el muro de la Universidad, como la semiótica fundamentalista: las migrañas de Michelet, la afición de Marx y de Brecht por el tabaco, la pesadilla del accidente en el túnel que tuviera Emile Zola a los dieciocho años..., o al hablar de sí mismo, el celo con que guarda el porta-tarjetas de tafetán rosado de su abuela B., o el pathos --disimulado tras frágil humor-- con que en Barthes por Barthes hace el relato de un trozo de costilla que en 1945 le fuera extraído después de un pneumotorax extrapleural y el modo en que durante años conservó en una gaveta aquella especie de “pene óseo parecido al asa de una chuleta de cordero”, y luego cómo decidió arrojarla desde el balcón hacia la calle Servandoni, “donde seguramente vendría algún perro a olfatearla”... Estos trazos biográficos, risibles, que Barthes ha nombrado biografemas, reabren a lo fictivo y con ello desembocan en el placer.

En el prefacio a Sade, Fourier, Loyola, fechado en junio de 1971, coge cuerpo la idea de Texto. Con este concepto ahora vigorizado regresa la idea antes trabajada de placer, ya no como tercer margen entre ciencia y escritura, sino acarreando consigo el “retorno amistoso del autor”. El dictamen barthesiano sobre este tema será ratificado dos años más tarde en el libro El Placer del Texto: “Algunos pretenden un texto (un arte, una pintura) sin sombra, cortado de la ideología dominante; pero eso es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un texto estéril. (...) El texto necesita de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un poco de sujeto...” De ahí que en realidad Barthes (ya entonces, lo sabemos, perseguido por y persiguiendo a escondidas ciertos intentos de ficción) sólo precise reacomodos de su idea del autor, lo que de modo ineludible determinará su reflexión sobre la alternancia de voces, de personas gramaticales dentro de todo discurso, finalmente elemento indisoluble en su instrumental crítico y en su imaginario fictivo. “Escribir es, en definitiva, decidir (poder decidir) quien va a hablar” --había sentenciado en 1964 al reseñar un libro de Jean Cayrol.

Hay un libro ejemplar donde la voz que habla no es una sola. Además de fotos, pentagramas, grafías de pura denotación, en Barthes por Barthes hay al menos dos voces, si no varias. Al escritor le inquieta el yo confesatorio del discurso romántico. Durante años ha eludido las preguntas de periodistas sobre su vida privada, sobre su infancia (“Cuesta más escribir yo que leerlo”), pero a la vez no nos puede negar su saberse cuerpo --y por lo tanto historia. Tras la lectura de La Montaña Mágica, así lo admite en las últimas palabras de su Lección inaugural en el Colegio de Francia, Barthes experimenta estupefacto la sensación de que su propio cuerpo es histórico. Historia en las cercanías: la de 1914, año en que transcurre la anécdota y en el que se inicia la guerra en la que muere el oficial Louis Barthes (su padre), en un combate naval en el Mar del Norte, la de la tuberculosis, la de Hans Castorp, la suya propia.

En Anamnesias, uno de los fragmentos de Barthes por Barthes, en cursivas, alterando el dibujo típico de su grafía, aparecen retablos del recuerdo de su infancia. Coágulos de la historia. No obstante, Barthes no se expone todo, se resguarda tras la artimaña de un novelista del realismo. Del fragmento Lo privado resaltan cuatro sintagmas, diríamos, tendenciosos, cuatro puntas de iceberg que rozan el cuidado paranoico: me expongo, riesgo, ofrezco un blanco a los otros, protegido. Barthes duda del discurso de la confesión, teme revelar las claves de su imaginario. Hay en su obra toda cierto sigilo de lo anecdótico, y para no contradecirlo instaura la alternancia entre su yo confesatorio y el distanciamiento de la tercera persona:

Uno de sus primeros artículos (1942) trataba del Diario de Gide;
en otro (En Grecia, 1944) se nota claramente que imita la escritura
de Los Alimentos Terrestres. Y Gide ocupó un lugar muy importante
en sus lecturas de juventud: es una mezcla diagonal de Alsacia y
Gascuña, como él lo era de Normandía y Languedoc, es protestante
como él, con el gusto por las “letras” y toca piano, sin contar el
resto, ¿cómo no reconocerse, desearse en ese escritor? El Abgrund
gidiano, lo inalterable de Gide, sigue dentro de mí como una
efervescencia testaruda. Gide es mi lengua original, mi Ursuppe, mi
pan literario.

De punta a cabo en este libro, como en el fragmento anterior (titulado Abgrund; y las cursivas son mías), Barthes turna, alterna voces para, una vez más, indefinirse y protegerse del suicidio del autor (“escribir sobre sí es un poco como una idea de suicidio”), pero también para --como crítico-- sentar las bases de la cisura que separa la obra clásica del texto moderno, y para --como escritor de una posible ficción-- seguirse debatiendo, entre dos aguas.

Entre el Yo soy el que soy bíblico y la sentencia de Rimbaud Je est autre, este juego (y esta duda) no es reciente. Ya en temprano ensayo de 1944, Barthes aplaude en los clásicos la economía de los pronombres personales, y elogia la tiranía y la majestad de "pensar y hacer pensar yo, pero decir ellos o uno". El tic de la alternancia de voces, ya sea como crítico que la descubre en la obra ajena, ya como escritor civil, autor desbrozado de su aureola ordinaria, irá en Barthes desde un texto de 1952 sobre la novela de Jean Cayrol, hasta Siempre fracasamos al hablar de lo que amamos, conferencia destinada al Coloquio Stendhal, a celebrarse en Milán en 1980, y que quedara inacabada --una de sus hojas dentro de la máquina de escribir-- con la muerte de Roland Barthes. Como proyectista de ficciones, la entrada de la tercera persona en el discurso monológico protege a Barthes (a él, a su autor) de los riesgos de la confesión, y por ende del odiado pathos. En el sentido inverso, la ingerencia de biografemas, de gesticos fictivos, como representantes de una subjetividad recuperada (y corregida), protege a su texto del peligro de la disertación, y le garantiza el placer de la escritura y de la lectura. “Si quiere ser leído, escriba sensual” (Por encima del hombro, 1973, in Sollers escritor).

Este consejo, que parecería extraído de un Decálogo del buen escritor, no será sino el resumen de una contumaz defensa de la obra teórica y narrativa de Philippe Sollers, blanco también de la gazmoñería de cierta crítica. El papel de Barthes en este caso (admítanse ambas acepciones) será el de un abogado cuyo alegato trasciende los límites de la circunstancia y se trastoca en programa de su propia gestión: “¿Cuándo tendremos el derecho de instituir y practicar una crítica afectuosa, sin que pase por parcial? ¿Cuándo seremos lo suficientemente libres (liberados de una falsa idea de objetividad) para incluir en la lectura de un texto el conocimiento que podamos tener de su autor?”

Defender a Sollers, demostrar que su vida, su palabra cotidiana y su trabajo se entretejen de manera inaudita, ratificar el concepto de Texto, será la coartada para hacer aparecer la bandera de la crítica afectuosa como mismo años atrás lo hiciera con la Nueva Crítica. Esta otra idea del ejercicio crítico lo alejará definitivamente de la precisión del discurso cientificista y confirmará la envergadura de lo que llamara el grano del deseo en esa parte de su obra que aún estaba por hacer. Años más tarde, en una entrevista concedida a la revista Lire, Barthes retomaría de su viejo tutor Jules Michelet dos conceptos definitorios: de un lado, el espíritu güelfo, el espíritu del escriba, del legislador o del jesuita: seco y racionalista; del otro, el espíritu gibelino, feudal y romántico, de devoción del hombre por el hombre. Sepultando así todo remanente de aquel fantasma de la ciencia, Barthes concluiría: “Yo me siento más gibelino que güelfo; en el fondo siempre he querido defender más a los hombres que a las ideas”. Este nuevo anclaje en la subjetividad y en el espacio contextual del autor adquiere su cenit en 1978 cuando en la conferencia He estado acostándome temprano mucho tiempo (título extraído de la primera línea de En busca del tiempo perdido), Barthes propone la distinción de proustismo, crítica biográfica sobre un autor clasificado por la Historia de la literatura, versus marcelismo, suerte de captación de los destellos gestuales y anecdóticos a partir de la visión de Marcel Proust como “ser singular (...), presa de manías excéntricas y lugar de una reflexión soberana sobre el mundo, el amor, el arte, la muerte”.